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1 Niebla

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El calor era sofocante, casi abrasador, tanto que percibía cómo la sangre borboteaba bajo su piel. Además, la nauseabunda mezcla de un asfalto interminable, con el inconfundible olor a carburante, no ayudaba a aligerar el ambiente cargado dentro del vehículo. Sofía bajó aún más la ventanilla trasera, esperando recibir una bocanada de aire fresco. En lugar de ello, el intenso perfume a romero la hizo marearse ligeramente y apoyarse en el respaldar. Odiaba ese viaje. Pasar unas «increíbles» vacaciones de verano en un castillo medieval junto a sus padres y su hermano pequeño no entraba en su concepto de diversión. Habría preferido tumbarse al sol en la espléndida playa de San Juan con sus inseparables amigas. ¡Tenía diecisiete años! ¡Derecho a decidir! Y por eso había protestado, vociferado y amenazado a sus padres con no volver a hablarles en la vida. Sin embargo, allí estaba, en esa carretera desértica, camino a Dios sabía qué lugar inhóspito de La Mancha.

Trató de distraerse contando los innumerables arbustos que adornaban la carretera. Pensaba que así podría calmarse, olvidar el creciente malestar que bullía en su interior y que impedía que se adormentase durante el trayecto, pero incluso ese juego estúpido la aburría. El paisaje era árido y endiabladamente tedioso. De vez en cuando, alguna encina solitaria trataba de rellenar una estampa seca y poco coloreada, en la que únicamente el violeta pálido de unas flores casi moribundas se atrevía a desafiar al dorado de las pequeñas colinas. Sofía contempló de nuevo el azul inmaculado de un cielo desértico, sin nubes, y volvió a sumirse en un profundo desasosiego.

Con los párpados entornados, observó los cabellos morenos de su madre que asomaban tras el respaldo. Ella, siempre tan seria, tan protectora… Se aferró al talismán que le pendía del cuello y recordó las palabras con las que la había agredido antes de salir: «¡Tú no eres mi madre!». Ella no le había respondido. Se había limitado a encajar el golpe y a continuar doblando las camisetas de su hermano.

Sofía era consciente de que había sido injusta con ella y de que la había herido con crueldad. Sus padres nunca le habían ocultado la verdad: la habían adoptado cuando apenas contaba con un año, desconociendo su verdadera procedencia. El único vestigio que poseía de sus padres biológicos era aquel talismán, una especie de cruz con dos brazos horizontales, el primero más corto que el segundo, grabada a fuego en una esfera metálica. Su padre, intuyendo la importancia que este albergaría para ella, había estado alargando el sencillo cordón marrón del que pendía al mismo tiempo que crecía.

—Papá, ¿falta mucho? Tengo ganas de ir al baño.

—Ya estamos llegando, Cris.

—Más vale que sea pronto, si no, vas a tener que parar el coche —le contestó, arrugando la nariz—. No creo que aguante tanto.

La impertinencia de su hermano hizo que esbozara una sonrisa de medio lado, y él la obsequió con una mirada cómplice. Entonces, reflexionó con lo irónico que podía resultar el destino a veces. Ocho años después de su adopción, su madre había descubierto que estaba embarazada. Después de tantos abortos y de someterse a numerosos tratamientos de fertilidad, había aceptado con amargura que nunca podría engendrar un hijo. Estuvo años sumida en una profunda depresión, la tristeza había llenado su alma vacía y la culpa revoloteaba incesante sobre sus pensamientos, hasta que su padre le propuso la adopción. Al principio, ella descartó esa descabellada idea; no podría querer a un hijo que no naciera de su vientre. Pero hablaba la rabia y el resentimiento, porque en cuanto tuvo a Sofía en sus brazos, supo que iba a amarla toda la vida sin ningún tipo de condición. Y así, cuando menos lo esperaba, sucedió el milagro y llegó su hermano. «Un angelito caído del cielo», había dicho.

El parecido de Cris con su madre era innegable: labios finos, pómulos resaltados y ojos almendrados. Ella, en cambio, ignoraba el origen de sus particulares ojos añiles y de los graciosos bucles que adornaban sus cabellos ondulados.

—Ahí está el hotel —les anunció su padre con satisfacción.

El grandioso castillo se erguía solemne sobre una colina. Sus muros homogéneos le donaban el aspecto de una fortaleza impenetrable, recia, que lo obligaba a adoptar la firmeza de un guardián custodio oteando el horizonte con soberbia e interés. Desde la lejanía, Sofía pudo distinguir los seis torreones que coronaban el fuerte: seis imponentes estructuras con coloridos estandartes que desafiaban al mismísimo cielo. A medida que se acercaban al castillo, el pueblo que descendía dispar sobre una de sus laderas se hacía más visible. Los tejados eran rojizos, a dos aguas, rematados con anchas chimeneas de piedra caliza, y las gruesas paredes presumían de un blanco casi impoluto, roto únicamente por el inescrutable paso del tiempo. Parecía una villa arrebatada de un cuento infantil y ubicada en aquellas tierras solitarias con el único propósito de embellecer el paisaje.

El vehículo inició por fin el ascenso por el serpenteado camino de tierra. Al primer bache, Sofía no pudo evitar refunfuñar. Se lamentó de que las torpes ruedas no supieran esquivar las piedras. Su madre la recriminó con una mirada de soslayo, y ella, resignada, apoyó la cabeza sobre el brazo que volaba libre en el exterior de la ventanilla. Contempló entristecida la desoladora estampa, y sintió lástima de un pequeño bosque de encinas que luchaba por sobrevivir en aquel tosco paraje.

Alzó la vista al llegar, y un escalofrío le recorrió la espina dorsal. La monumental fachada proyectaba su sombra tenebrosa sobre ellos como si quisiera atraparlos, engullirlos hasta hacerlos desaparecer de la faz de la Tierra. Tras un suspiro de resignación, subió la escalinata del hotel y, siguiendo a sus padres, se adentró en él. Esperaba encontrarse con muros grises y con fotografías tétricas colgadas sin ningún orden en sus toscas estancias. En cambio, se llevó una sorpresa grata al descubrir un espacioso y luminoso vestíbulo. Los amplios ventanales permitían la entrada a un torrente de luz que desbordaba hasta a los más recónditos rincones. Las ligeras cortinas verdes nada podían hacer para contener los rayos de un sol estival. Sofía recibió el aire acondicionado del hotel como una brizna fresca y relajante después de tantas horas de bochorno pegajoso.

Mientras su padre charlaba animosamente con el recepcionista, ella observaba a una pareja de turistas situados bajo un grandioso arco de medio punto que daba acceso al restaurante. Vestían ropa y calzado cómodos. A su lado se encontraba un chico de unos quince años, con los cabellos despeinados y cara de pocos amigos, que se limitaba a vagar con la mirada, aferrado a unos auriculares. Era evidente que tampoco quería estar allí. Como si adivinara que ella lo examinaba, posó sus ojos en Sofía. Ella le sonrió con solidaridad; al fin y al cabo, se encontraban en la misma situación. Pero él le respondió con un gesto obsceno: alzando su dedo corazón. Apartó la mirada, molesta, y atendió a las aburridas indicaciones del recepcionista.

Una vez en la tercera planta, abrió la puerta de la habitación. Debía quedarse con Cris, y por eso se sorprendió al descubrir una única cama de matrimonio con un ridículo dosel que le otorgaba un porte señorial a la estancia. El tul blanco caía a los lados del lecho como el agua fresca en un delicado manantial. Los cojines, también inmaculados, adornaban el fino edredón azul turquesa. A ambos lados había una mesa de noche con una lámpara original: la pantalla de tela era un paraguas de encajes abierto que sujetaba la figura de una dama. Volvió la vista hacia la cama, mostrando su desagrado.

—¿Y se supone que yo tengo que dormir aquí con Cris? —preguntó a regañadientes.

—¿Cuándo vas a dejar de quejarte por todo? —le reprochó su madre—. Ya nos has dejado claro que no quieres estar aquí. En esta cama pueden dormir tres personas. No creo que tu hermano ocupe tanto espacio.

Sofía no quiso seguir discutiendo. Su madre era como un muro de acero inaccesible, y siempre tenía la última palabra. Comenzó a deshacer la maleta y a colocar varios vestidos en el armario sin ningún entusiasmo. Sí, aquellas iban a ser unas vacaciones de ensueño, en medio de la nada y compartiendo cama con su hermano. Soltó una larga exhalación. Al menos había una tele de pantalla plana con la que podría distraerse si el enano comenzaba a darle la lata.

—Ahora, mejor que todos nos demos una ducha y bajemos a cenar —les ordenó su madre—. Y vigila a tu hermano. Voy a deshacer el equipaje.

Cris entró en el baño y ella se dejó caer sobre el cómodo colchón. El viaje por carretera había sido interminable, estaba agotada y sudada, y si fuera por ella, pasaría de la cena y se metería directamente bajo las sábanas. Pero arrastró los pies hasta el tocador y observó su rostro en el pomposo espejo ovalado. Su piel blanca parecía más seca que nunca, y su larga melena castaña clara había perdido su brillo, ambas reflejo del estado de ánimo en el que estaba sumida. Se recogió el cabello ondulado en una improvisada castaña, liberando su nuca del constante sofoco. El sudor se había adueñado de todo su cuerpo. ¡Necesitaba esa ducha ya!

—Cris, ¿ya has terminado? —Atisbó el flequillo alborotado de su hermano asomar por la puerta del baño—. Ponte la ropa que te ha dejado preparada mamá sobre la cama. ¡Y después vas a dar con ellos!

—¿Puedo jugar luego a la consola?

—Después de cenar, puedes jugar todo lo que quieras. Estamos solos tú y yo en el cuarto —dijo riendo mientras le secaba la cabeza—, así que nadie va a regañarnos por no acostarnos temprano.

Cuando bajó al restaurante, sus padres ya se habían encargado de escoger mesa. Cris jugaba a los soldados con los cubiertos mientras su madre, ensimismada, leía una guía de viajes. Fue su padre quien la vio llegar a través de sus gafas de pasta, y le hizo señas con la mano. Ella se acercó y tomó asiento. Echó un vistazo a su alrededor y comprobó encantada que el restaurante era un bufé. Muchos clientes caminaban de un lado para otro con los platos a rebosar, haciendo equilibrios para llegar a sus respectivas mesas, y otros se agolpaban en la sección de cocina caliente. Sin embargo, ella, inevitablemente, clavó la mirada en la extensa selección de postres. No sabía cómo hacer hueco en el estómago para tanto dulce. Entonces observó a una curiosa camarera que contaba los trozos de tarta con detenimiento. Llevaba un sencillo vestido negro con cuello blanco y un discreto delantal, y en la cabeza portaba una cofia impoluta que le ocultaba parte de su cabello negro. Sofía permaneció atenta a sus movimientos. Iba de un lado para otro, haciendo recuento de platos y cubiertos e ignorando a los clientes, hasta que desapareció tras la puerta que llevaba a la cocina.

—¿Ya has pensado qué quieres comer? —Su padre se levantó con el plato en la mano—. Yo voy a echar un vistazo.

—Creo que empezaré por un poco de ensalada. Hace mucho calor.

—Pues yo voy a comerme un plato lleno de patatas fritas. —Cris corrió hacia su padre—. ¿Puedo, mamá?

—Sí, pero no comas mucho, que luego tienes pesadillas.

Después de una cena ligera, Sofía regresó a la habitación. Al entrar, una brisa gélida la sobresaltó, y un repentino escalofrío volvió a adueñarse de su espina dorsal.

—Cris, ¿has estado jugando con el aire acondicionado? ¡Esto parece un congelador! —Su hermano negó con la cabeza mientras ella manipulaba la ruedecilla del aire, sin ningún éxito—. Vamos a tener que esperar a mañana para que nos resuelvan el problema.

Los dos estaban tan agotados que resistieron con los ojos abiertos pocos minutos. Ella soñó que caminaba descalza, con un largo camisón, por la orilla de un lago cristalino. Se acercó al agua e introdujo los pies; estaba fría, casi congelada. Reparó entonces en una figura enigmática que la espiaba desde el otro lado del lago. Era una mujer rubia, con el cabello largo y ondulado y unos profundos ojos azules. La disuadía de jugar con el agua y la advertía de que era muy peligroso acercarse demasiado. De improviso, su inseparable talismán comenzó a emitir destellos azulados. Sofía lo observó perpleja, ya que nunca había hecho nada parecido. Extrañada, comenzó a tiritar. Tenía mucho frío, todo su cuerpo temblaba, y por mucho que se frotara los brazos con las palmas de las manos, no conseguía entrar en calor.

Se despertó, y descubrió sorprendida que tenía la piel de gallina. Se aferró al edredón y se cubrió hasta la barbilla. «Maldito aire acondicionado», pensó. Trató de conciliar el sueño de nuevo, pero el improvisado invierno que reinaba en la estancia se lo impedía. De repente, el edredón empezó a retirarse de su cuerpo, plegándose hacia atrás sin que nadie lo tocara. Lo agarró con fuerza y tiró de él, maldiciendo a la camarera de piso que había preparado la cama. Pese a sus esfuerzos, Sofía no logró que se mantuviese quieto. Desconcertada, se sentó cruzando las piernas. La colcha continuó retirándose sola, y esa vez, al llegar al final, cayó lentamente y rodó por el suelo. Miró a su izquierda y comprobó que su hermano seguía durmiendo. Se levantó y, molesta, la recogió. Cubrió a Cris y volvió a meterse bajo las sábanas. No había pasado ni un minuto cuando el edredón repitió la misma operación. Observó esa vez cómo las sábanas lo acompañaban en una extraña maniobra de complicidad para dejarla sin cobijo.

De pronto, divisó perpleja cómo una densa neblina comenzaba a formarse alrededor de la lámpara del techo. Aquello ya era demasiado. ¿Qué demonios estaba pasando? La insólita bruma descendía caprichosa inundando la estancia, y ella, visiblemente inquieta, ahogó un grito cubriendo su boca con la mano.

—¡Cris, despierta! —Sacudió el hombro de su hermano incesantemente—. ¡Por favor, Cris, levanta!

Estaba aterrada. Bajó de la cama sin apartar la mirada de la inquietante niebla, y entonces, tal y como había sucedido en su sueño, la esfera del colgante comenzó a girar alocadamente y a emitir destellos inauditos. Se aferró a la bola metálica, intentando frenarla, y al comprobar que era una tarea imposible, trató de recordar los rezos con los que su madre solía arroparla cuando era pequeña. Aunque no sirvieran de nada, al menos conseguirían tranquilizarla, pero a duras penas balbuceaba frases inconexas. De repente, la neblina se abalanzó sobre ella. Saltó de nuevo a la cama y retrocedió hasta que su espinilla chocó contra el espaldar. Gritó.

Desesperada, llamó a Cris una y otra vez, pero él no respondía. No comprendía cómo podía seguir durmiendo en tales circunstancias; algo estaba atacándola y él parecía ajeno a todo lo que estaba sucediendo. Tenía que salir de allí. Buscar ayuda. Divisó la puerta a pocos metros. El corazón le bombeaba tan rápido que pensó que se le saldría por la boca. Insufló aire hasta hinchar sus pulmones, cogió impulso para llegar hasta ella y corrió como si le fuera la vida. Sujetó el pomo con fuerza y lo giró varias veces, pero descubrió atemorizada que no conseguía abrirla. Estaba atascada. De reojo, comprobó cómo la neblina se precipitaba de nuevo hacia ella. Con las dos manos, manipuló una y otra vez el tirador de la puerta, sin éxito. En ese momento, la bruma llegó, rozándole la cara, y por un instante, los segundos se alargaron hasta parecer días enteros. La gélida nube acarició lentamente su piel, y percibió estupefacta cómo sus labios se tornaban violáceos casi al mismo tiempo que observaba paralizada cómo el aliento que salía de su boca entreabierta quedaba suspendido en el aire. No podía chillar, ni siquiera moverse, y cuando pensó que la extraña niebla penetraría en sus huesos hasta congelar sus órganos, la puerta se abrió.

Corrió frenética hasta la habitación de sus padres y aporreó la robusta madera con saña a la vez que pedía ayuda. Finalmente, su padre la abrió. Ella atisbó su rostro confuso mientras terminaba de colocarse las gafas. Sus ojos marrones parecieron agrandarse al verla pálida y temblando de frío en el pasillo.

—Sofía, ¿qué pasa? —le preguntó, todavía adormilado—. ¿Qué hora es? ¿Qué estás haciendo aquí?

Oyó a su madre murmurar algo desde la cama.

—No lo sé, Elena… Sofía está aquí… —le contestó él.

—Hay algo en mi habitación… —dijo por fin.

—¡¿Qué?! ¡¿Quién ha entrado?! —Su rostro sonrosado perdió el color de un plumazo.

Antes de que pudiera contestar, su madre ya abandonaba la habitación y se dirigía desesperada hacia la de ella.

—¡¿Dónde está Cris?! ¡¿Lo has dejado solo?! —gritó histérica.

Ambos se precipitaron en la estancia llamando angustiados a su hermano. Sofía entró tras ellos, sollozando. Cris continuaba durmiendo a pierna suelta, y se despertó al escuchar la voz de su madre.

—¿Qué pasa? ¿Ya es de día? —Se restregó los ojos y miró a sus padres, buscando una respuesta.

Ninguno dijo nada. Reprimiendo las lágrimas, Elena lo abrazó mientras su padre inspeccionaba el baño y las dos ventanas del cuarto. Recorrió hasta el último milímetro de la estancia sin pronunciar palabra alguna. Finalmente, rompió el silencio:

—Aquí no hay nadie —dijo, y se encogió de hombros—. ¿Qué es lo que has visto exactamente?

—No estoy segura… Había algo…, y quería atacarme —logró musitar.

Su madre se incorporó de un salto y se encaró con la chica:

—¡¿No será otra de tus tretas para fastidiarnos las vacaciones?! ¡Porque estoy empezando a cansarme! ¡Nos has dado un susto de muerte! Pensé que a tu hermano…

—¡Déjalo, Elena! Lo importante es que no ha pasado nada grave y que los chicos están bien. —La sujetó con ternura por los hombros—. Ahora, será mejor que todos volvamos a la cama.

—No pienso dormir aquí, papá… Estoy asustada… —Sofía seguía temblando.

Antes de que su madre interviniera, su padre contestó:

—Bien, entonces yo dormiré aquí con Cris. Y tú puedes ir a nuestra habitación.

Le costó conciliar el sueño de nuevo. No podía apartar de su mente la imagen de aquella misteriosa niebla, tan repentina y aterradora, mientras intentaba elaborar una explicación razonable a todo lo sucedido. El frío, las sábanas, la nube densa… ¡Era todo tan irreal! ¿Habría sido una pesadilla? ¿La habría traicionado su imaginación? Cris no se había inmutado; ni siquiera cuando ella gritó desgañitada llegó a percatarse de lo que estaba ocurriendo. ¡¿Por qué?! ¿Acaso no la habría escuchado? ¿O es que todo había sucedido en un sueño?

Le dolía la cabeza. Su madre ya dormía, mientras que ella se revolvía en la cama, incapaz de mantener los ojos cerrados dos segundos seguidos. Finalmente, tras varias horas de lucha consigo misma, el sueño la venció.

Tuvo que hacer un esfuerzo enorme para despegar los párpados. Le pesaban como dos yunques de hierro depositados a propósito sobre la cuenca de los ojos, y sentía un martilleo continuo en las sienes que le impedía pensar con claridad. Atisbó a su madre sentada junto a ella. Tenía sus lacios cabellos morenos recogidos en una larga coleta.

—¿Qué tal estás? ¿Te encuentras mejor? —Sonreía mientras posaba la mano en su frente—. Anoche tuviste algo de fiebre.

—Solo estoy algo cansada —murmuró, incorporándose.

—Sofía, perdona… Fui algo brusca contigo. Estaba enfadada porque sabía que no querías venir aquí —le confesó consternada—. Y, en parte, tenía miedo de que ya no quisieras pasar tiempo con nosotros… Has crecido tan rápido que me parece increíble que te hayas convertido ya en una mujercita.

Su madre se levantó y continuó hablando mientras descorría las cortinas. La luz de la mañana inundó la habitación. Sofía parpadeó varias veces para adaptarse a la incómoda claridad.

—¿Tienes hambre? Nosotros hemos desayunado ya. No he querido despertarte tan temprano. Has pasado mala noche y prefería que descansaras. Pero puedes bajar a la cafetería y pedirte algo.

—Vale, me doy una ducha y bajo.

—¿Necesitas ayuda? —Ella le contestó negando con la cabeza—. De acuerdo… Tu padre y tu hermano van a bajar al pueblo y visitar la catedral. Imagino que no tienes ganas de acompañarlos. Yo me quedaré aquí contigo. Ya iremos a la catedral otro día. Voy a buscar algo de ropa a tu habitación. ¿Tienes alguna preferencia?

—Lo primero que encuentres estará bien.

—Vale, te la dejo en la cama. Estaré esperándote en la cafetería. ¡No tardes mucho!

Cuando estuvo lista, Sofía prefirió bajar los escalones anchos de piedra del castillo antes que usar el ascensor. Su madre le había preparado un vestido ligero azul celeste y unas sandalias marrones. Volvía a hacer un calor espantoso, y ni siquiera el aire acondicionado lograba mitigar esa constante sensación de asfixia. La divisó cerca de la cafetería, sentada en uno de los lujosos sofás de cuero y leyendo un libro. Al contrario que ella, Elena era una gran aficionada a la lectura. Podía pasarse horas y horas leyendo, abstraída de todo lo que sucedía a su alrededor. Sofía debía admitir que no era una gran apasionada de las letras. Prefería la música y cantar, aunque desafinase a pleno pulmón bajo la ducha.

—¿Ya estás aquí? —le preguntó, colocando cuidadosamente el marcador por la página que leía—. Será mejor que comas algo.

Pidió un café con leche y unas tostadas. Mientras escuchaba los planes de su madre para los próximos diez días, divisó a la curiosa camarera del día anterior al fondo de la sala. Pasaba el plumero por un impresionante piano de cola. La mujer reparó en que la joven la observaba y le dedicó una sonrisa amable. Sofía seguía preguntándose por qué insistía en llevar esa cofia tan ridícula en la cabeza cuando era evidente que las demás pasaban de ella.

Devoró el desayuno y acompañó a su madre hasta el patio interior del castillo. Era enorme. Había un pozo colosal en el centro, engarzado con hierro negro y ladrillo rojo. Alrededor de él, setos de metro y medio de altura cuidadosamente podados formaban figuras concéntricas. Se abrían en los laterales, creando varios senderos estrechos. Así, todos los caminos conducían hasta el asombroso epicentro. A lo largo de aquel laberinto artificial, podías disfrutar de sus bancos de madera y sumergirte en el bello jardín que habían creado.

La joven paseaba junto a su madre, quien continuaba enumerándole los increíbles parajes naturales de la zona, impresionada por su riqueza ambiental. Sofía alzó la barbilla y observó el cielo inmaculado. El brillo del sol la cegó por un instante. A pesar del grueso muro medieval que rodeaba el patio, pudo divisar la cadena de colinas a su izquierda. Mientras, a su derecha, asomaba el esbelto campanario de la catedral.

Continuaba ensimismada en el camino hacia el pozo sin prestar mucha atención al discurso de su madre. Reparó entonces en una mujer de mediana edad que estaba sentada en el banco más próximo al pozo. Sollozaba. Vestía un largo traje blanco de mangas estrechas, con un cuello excesivamente alto y sobrecargado de encajes. Una pamela de enormes dimensiones con adornos florales violetas cubría parte de su rostro afilado. La señora secaba sus lágrimas con un delicado pañuelo de seda.

Sofía llegó al pozo sin apartar la vista de aquella mujer singular.

—¿Hay una fiesta de disfraces o algo parecido en el hotel? —le preguntó a su madre, que continuaba absorta ideando sus nuevos planes de viaje.

—No que yo sepa. ¿Por qué lo preguntas?

—Esa mujer del banco viste como si fuera del siglo pasado.

—¿Qué mujer, cariño? —Arrugó el rostro a la vez que dirigía la mirada al lugar que le señalaba su hija.

—La señora de blanco…, la que está llorando.

Elena examinó el banco que le indicó. Estaba vacío. No había nadie sentado en él. De inmediato y alarmada, posó su mano sobre la frente de Sofía para comprobar si volvía a tener fiebre. Ella la apartó con brusquedad y la miró de forma interrogante.

—Sofía, en ese banco no hay ninguna mujer… No sé qué es lo que estás viendo, pero tu mente te está jugando una mala pasada. —Se aclaró la voz, dejando entrever su preocupación—. Cariño, ahí no hay nadie.

Sofía depositó de nuevo la mirada sobre él, y allí continuaba la mujer, sujetando el pañuelo con sus largos y finos dedos. De repente, alzó elegantemente la cabeza y la miró. Sofía sintió que se mareaba. Esa mujer le suplicaba con ojos compasivos, como si quisiera que la ayudara. ¡Existía! ¡Ella la veía! ¿Qué demonios estaba pasando?

Corrió hacia el interior del castillo sin volver la vista atrás. Podía escuchar el ritmo acelerado de su corazón. Bum, bum, bum… Apenas podía respirar; la laringe se le estrechaba y el pecho la oprimía. Escuchaba a su madre llamarla con insistencia, pero no se detuvo. Entró en el salón y buscó la salida. Tenía que escapar del castillo. Ese sitio estaba volviéndola loca.

De repente, una figura apareció ante ella y Sofía frenó su carrera. Era la misteriosa camarera de la cofia blanca. Al examinarla de cerca, reparó en su extrema palidez. Sus labios apenas tenían color y sus ojos eran opacos, como dos piedras negras carentes de brillo colocadas en su rostro a la fuerza.

La camarera acercó su boca a la oreja de la chica y le susurró:

—¡Algo oscuro se acerca! ¡Vete de aquí!

El despertar de la bruja de hielo

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