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7 Simbolo

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Los dos muchachos, con semblante aguerrido, se colocaron en primera línea de combate. Iris, a escasos centímetros por detrás de ellos, blandía una daga con una destreza pasmosa. Entretanto, Sofía buscaba algo con lo que pudiera defenderse, aunque la realidad era que no tenía ni la más remota idea sobre cómo manejar un arma. Revolvió entre las sacas y encontró un espray. Ignoraba si le sería de utilidad, pero al menos la hacía sentir más segura. Con un poco de suerte, deseó que el bote contuviese algún tipo de repelente contra espíritus.

Examinó el terreno con una creciente agitación. La estampa le resultaba de lo más absurda: el jeep atravesado en medio de la carretera, dos cazadores y una vidente preparados para el ataque de un ser invisible para el resto, y ella, una chica corriente que hacía apenas unas semanas se había despedido de sus compañeros para continuar su periplo en la universidad, trataba ahora de defenderse de un espíritu con un bote de pintura roja en una carretera perdida de a saber qué pueblo del interior.

Se permitió observar el cielo, que tan vasto como cristalino los acompañaba en la interminable espera. El sol se afanaba en calentar unos árboles secos que clamaban lluvia desesperados, y las hojas secas brillaban aturdidas por unos rayos gualdos que insistían en arroparlas. Volvió a comprobar la carretera. Nada. Entonces, dirigió la mirada hacia la parte delantera del vehículo y descubrió acongojada una nube gris que había aparecido de improviso sobre el asfalto. Comenzaba poco a poco a retorcerse, a tomar forma, como si se hubiera roto el cascarón que la contenía y se desperezase en su interior, agitada. Y ahí lo vio. El hombre del supermercado emergía glorioso de la espeluznante neblina. No era corpóreo. Fluctuaba. En ese momento, pensó que para qué servirían unas balas y un cuchillo; no podían ejecutar a alguien que ya estaba muerto.

—Chicos, está aquí delante —les anunció con voz temblorosa.

—¡Mierda! —Hugo avanzó hacia la parte delantera, deslizándose sobre el capó.

—¡Quédate aquí!

La orden de Oriol resonó en la atmósfera como un anhelado alivio para ella. Él corrió tras su hermano mientras Iris retrocedía acercándose a su posición. Incluso desde la distancia, pudo distinguir el impávido rostro del espíritu. Sus ojos eran profundos y cóncavos, en los que era imposible imaginar que una vez estuvieron llenos de vida, mientras que en sus labios amoratados se dibujaba una pérfida sonrisa. Los cazadores comenzaron a disparar, y ella, perpleja, pudo constatar que no había balas en sus escopetas. Todavía estupefacta, observó cómo decenas de esferas metálicas impactaban contra el ente, abriéndose en ese momento como si se tratara de esplendorosas flores en primavera y desparramando una especie de granos blancos sobre él. ¿Qué demonios era eso? Achicó los ojos, curiosa, y de repente distinguió la lluvia blanca que caía inocua sobre el asfalto. ¡Las esferas estaban llenas de sal! ¿Cómo podía ser eso posible? ¿Sal? ¿Es que ese condimento ordinario utilizado para sazonar alimentos era en realidad una herramienta infalible contra monstruos? Fijó de nuevo la atención sobre el carroñero, quien se desplazaba a gran velocidad, esquivando las bolas con facilidad.

—¡Debe ser un espíritu muy antiguo! —gritó Oriol—. Ha tenido muchos siglos para aprender.

—¿Aprender qué? —preguntó con la habitual impaciencia de los novatos al verse desbordados por un insólito cometido.

De repente, escuchó una voz siseante dentro de su cabeza. Sonaba como un taladro perforando un muro compacto:

No puedes huir de mí. Eres mía.

Paralizada, alzó la barbilla y clavó su intensa mirada en él, logrando atravesar sus pupilas y escudriñar así en su interior. Estaba oscuro, no había brillo ni esperanza. Era una profunda negrura que la hacía ahondar más en su vacío. Todo apestaba a muerte.

—¡Sofía, resiste! ¡Intenta manipularte!

Escuchaba la voz de Iris como un leve susurro en la lejanía, el cual no podía alcanzar porque ella no se encontraba allí, sino perdida en las imágenes de desolación y hastío que le transmitía el carroñero.

—¡Chicos, el carroñero se ha metido en la mente de Sofía!

—¡Mierda! —soltó Oriol sin volver la vista atrás. Mantenía la mirada clavada en los movimientos del espíritu—. ¡Intenta que salga del trance!

—¡No consigo un buen blanco! —maldijo Hugo—. ¡Te juro que voy a freírte y enviarte de una vez por todas al jodido purgatorio! —lo amenazó con rabia.

Iris tomó la mano de Sofía e intentó desesperada introducirse en sus pensamientos. Las voces de los espíritus eran audibles para ella como las de cualquier ser vivo. Era capaz de interceptarlas, pero muy pocas veces había logrado detenerlas. Así que lo único a lo que podía apelar era que la joven se apartara del carroñero y la escuchara a ella. Cerró los ojos e intentó canalizar toda su energía en las frases que surgían de su mente, tratando así de conectar con ella:

Sofía, soy Iris. Estoy aquí, a tu lado. Concéntrate en mi voz y no en la de él. Quiere destruirte… Escucha mi voz, Sofía.

Pero ella había caído en un mar negro y espeso. Luchaba por no ahogarse e intentaba mantenerse a flote. La risa burlona del espíritu resonaba en cada átomo de su cuerpo y la hundía poco a poco en un océano ilusorio. A pesar de que se encontraba extenuada, no desistía. No quería morir en un recóndito lugar a manos de un ser que prácticamente nadie podía ver. Pero, de pronto, sus piernas dejaron de moverse y su boca ya no escupía el agua que tragaba. Le dolían los músculos, como si todos los nervios de su cuerpo hubieran decidido activarse a la vez. Era una tortura insoportable. Ya apenas le quedaba aliento. El ritmo de su corazón se enlentecía a cada latido que daba. Y abandonó la lucha.

Fui pirata —escuchaba—, navegué por estos mares que hice míos. Ningún barco se me resistió. Ningún puerto pudo esquivar mis cañones. Ven y navega conmigo.

Sofía se hundía en el lóbrego océano carente de vida. No había peces ni algas, ni siquiera la luz intermitente de un faro que le indicara que se encontraba a pocos kilómetros de tierra, donde pescadores y marineros realizaban sus faenas. De improviso, atisbó el osado resplandor de una pequeña candela. Había alguien más con ella. Se atrevió a seguirla con la esperanza de hallar una abertura que la apartara de esa pesadilla sombría. Entonces, distinguió con cierto alivio a la mujer de largos cabellos rubios que la había advertido en el hotel de la presencia de la niebla. Poseía una incandescencia tan deslumbrante que tuvo que entornar los párpados para no ser cegada por ella.

Eres una guerrera, lo llevas en la sangre —le susurraba.

Cientos de símbolos comenzaron a perfilarse en su mente. Eran tan fugaces que apenas contaba con un segundo para admirarlos. Se desplegaban ante ella como un abanico colorido, mostrándole su auténtico esplendor. Ignoraba qué estaba sucediendo, pero cada vez se sentía más fuerte, hinchada de un vigor insólito que la empujaba a sobrevivir, a combatir hasta el final. Y por fin, bruscamente, abrió los ojos.

Iris percibió sobresaltada el fulgor de una chispa en la palma de su mano. Pronto, la corriente fue tan fuerte que la vidente salió despedida varios metros hacia atrás. Sofía estaba envuelta en un halo de energía inaudita. Avanzó hacia la parte delantera del vehículo y se centró en los cazadores. Estos descargaban una y otra vez sal sobre el carroñero, sin mucho éxito. El hombre gris desaparecía antes de que alguna de las extrañas bolas lograse impactar sobre él. Fluctuaba a gran velocidad, de aquí para allá, evitando ser golpeado. Hugo extrajo una navaja con una hoja repleta de dientes afilados, pero si quería utilizarla, era consciente de que debía acercarse mucho más al espíritu. Oriol, con un gesto cómplice, asintió repetidas veces. Se dispuso a cubrir a su hermano.

—¡Estúpido carroñero! —Oriol se plantó ante él, desafiante—. ¡Vas a tener que enseñarnos un truquito mejor! ¡Está ya muy pasado el «Ahora me ves, ahora no»! ¡Ya es hora de que luches!

Consiguió atraer la atención del espíritu, que ahora enfocaba con saña sus dos guijarros negros sobre él. Oriol percibió cómo estos se dilataban hasta dibujarse en ellos dos intensas lenguas de fuego. El carroñero permanecía estático, apuntándolo con su mirada despiadada. Pero a él no lograría intimidarlo. Había eliminado a muchos de su especie, a esos que se dedicaban a vagar por el mundo alimentándose de los seres humanos. Con el paso del tiempo, había comprendido que esa clase de espíritus eran más frecuentes de lo que pensaba y que era imposible erradicarlos de la Tierra. ¡Al menos no a todos! Pero a este lo tenía ahora a tiro y no iba a desaprovechar esa oportunidad.

Con la escopeta en posición, se dispuso a disparar. Quiso apretar el gatillo, pero algo se lo impidió. De repente, cayó en la cuenta de que tenía los brazos paralizados. Con el ceño fruncido y los labios apretados, hacía esfuerzos en vano por recobrar el control, pero inexplicablemente el ente lo había inmovilizado. Ni siquiera lograba bajar el arma, lo mantenía encañonado sin poder descargar la munición. Entonces, advirtió un calor repentino en las manos; era abrasador. Sus dedos comenzaban a enrojecerse, le ardían, y no podía hacer nada para evitarlo. Se estaba quemando. Gritó de dolor. La temperatura de la escopeta se había elevado hasta sentir cómo hervía entre sus manos.

El espíritu sonreía maliciosamente. La soberbia era uno de los pecados más comunes de los carroñeros, pero también su punto débil. Hugo avanzaba con sigilo hacia él, empuñando la navaja ungida en santos óleos, cuando escuchó el quejido descomunal de su hermano. Había llegado el momento de actuar. Se acercó por detrás y laceró al espíritu de derecha a izquierda. Este desapareció al instante, profiriendo un alarido atronador.

Sofía luchaba por recobrar el aliento y dominar la descomunal energía que se había apoderado de ella. El espíritu había intentado arrastrarla a su oscuridad, pero había logrado escapar. Y ahora percibía el florecimiento de un arrebatador impulso que nacía de sus vísceras y se propagaba con premura por todas las venas de su cuerpo. Tenía que hacer algo, y ya. Por fin, avanzó determinante y alcanzó la posición de los cazadores.

—¡Sofía, ¿qué estás haciendo?! ¡Vuelve con Iris! —Oriol había caído al suelo y hacía grandes esfuerzos por incorporarse. Tenía las manos repletas de llagas, y evitaba apoyarlas sobre el asfalto—. Todavía no se ha ido… Hugo solo lo ha herido. ¡Volverá con más fuerza!

Ella ignoró las advertencias del cazador y examinó el pavimento con detalle. Las líneas continuas de la carretera se tornaron difusas; bailaban entrelazándose como inciertos espejismos para engañarla, para confundir su mente. Pero era consciente de que todo era producto de su cerebro, el cual la instaba a hallar la solución. Entonces, asió el bote de espray y comenzó a dibujar un círculo rojo. Furioso, Hugo llegó hasta ella.

—Pero ¡¿qué demonios haces?! ¡¿Estás loca?! ¡Oriol tiene razón! ¡Lárgate de aquí! ¡Ese carroñero se mueve muy rápido!

—¡Estoy construyendo una trampa! —afirmó enérgica, como si se encontrara en una especie de trance que solo ella conocía.

Hugo reparó en sus ojos casi transparentes. Eran de un azul glacial, capaces de sumergirte en un crudo invierno. Atónito, contempló entonces el triángulo invertido que dibujaba en el centro del círculo y que posteriormente atravesó con una línea vertical y otra horizontal. A continuación, pintó cuatro puntos voluminosos en los segmentos fragmentados por las líneas. Hugo había ojeado ese ancestral círculo en los libros antiguos de la biblioteca. Su significado se había perdido con el tiempo y también su uso. ¿Cómo es que ella lo conocía?

—¡¿Qué es eso?! —Oriol había llegado hasta ellos y examinaba estupefacto el inquietante dibujo.

—¡Corre y coge tu arma! —le ordenó Hugo—. ¡Ya!

Sofía se retiró de inmediato y observó cómo los cazadores volvían a armarse. Oriol lo hacía a pesar de las heridas que cubrían sus manos. Entonces, sobre el círculo comenzó a aparecer de nuevo el espíritu. Al principio no era más que una bruma insustancial, pero después se transformó en el ente malvado que ansiaba poseerla. En el momento en el que completó su forma fantasmal, cayó en la cuenta de que estaba atrapado. El círculo que ella había pintado era una antigua prisión que brujas ancestrales habían ideado para capturar espíritus errantes. Colérico, se contorsionaba con brusquedad buscando una salida. Y ese fue el instante que aprovecharon los dos cazadores para descargar decenas de esferas de sal sobre él. El espíritu se retorcía desesperado mientras todos contemplaban impávidos cómo tras una larga lucha estallaba finalmente en miles de fragmentos oscuros.

—¿Está muerto? —preguntó ella con cierto alivio.

—No se puede matar lo que ya está muerto —le contestó Oriol, conteniendo una mueca de dolor—, pero lo hemos mandado muy lejos de aquí, y espero que se pudra donde quiera que esté.

Iris se aproximó acusando una ligera cojera. Había recibido un fuerte golpe en la cadera al caer sobre el asfalto.

—¿Podemos irnos ya? Creo que tengo que pasar por la enfermería.

Todos excepto Hugo se dirigieron al jeep. Él se entretuvo creando garabatos sin sentido sobre el círculo. Era uno de los deberes de un cazador: borrar toda huella de lucha sobrenatural. Contrariado, subió al vehículo y observó de reojo a su hermano mientras arrancaba.

—Conque no pasaba nada… —le espetó, visiblemente irritado—. La próxima vez que te pregunte, espero que no olvides decirme que… ¡un estúpido carroñero nos persigue!

El despertar de la bruja de hielo

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