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8 Demonio

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Nada más pisar el monasterio, tanto Iris como Oriol se escabulleron para acudir directamente a la enfermería. Sofía no pudo evitar sentirse culpable. Había atraído a un espíritu oscuro hasta ellos, y ahora, sus inesperados amigos sufrían las consecuencias de su mal criterio. Caminaba sola, alrededor del ruinoso muro trasero infestado de numerosas enredaderas que trepaban voluntariosas hasta alcanzar el aire y así conseguir su fatídica libertad. Admiraba la belleza de aquella gloriosa construcción. El edificio se alzaba todavía imponente en las cercanías de un arroyo con un respeto sagrado, casi sobrecogedor, hacia la madre naturaleza. Más allá, cruzando el puente, un coqueto molino blanco con aspas rojizas rompía la monótona estampa dorada otorgándoles un aspecto juvenil a las exuberantes colinas. Se distraía dándole puntapiés a una insignificante piedra, como si así pudiera extinguir la llama viva de un acusado remordimiento el cual le recordaba constantemente que, desde el momento en el que atravesó el umbral de aquel castillo endiablado, todos los que se acercaban a ella terminaban malheridos.

Hastiada del aire puro que parecía concentrarse a su alrededor, cruzó un pequeño huerto y se dirigió a la entrada. Alzó la vista y contempló las infinitas ventanas estrechas del templo. ¿A cuántos viajeros había cobijado en sus austeras estancias? ¿Y cuántos habrían encontrado el sosiego que anhelaban? Resignada, suspiró. Ahora, ella era una de esos extraños visitantes en busca de refugio.

Arrugó el rostro al divisar en una de las vidrieras a Rafael. Él la observaba sin ocultar su preocupación, y al comprobar que ella reparaba en su indiscreta mirada, se retiró de la ventana sin más. Sofía exhaló un profundo suspiro y entró sin dilación, esquivando a todos los presentes, quienes cuchicheaban con descaro a su paso. Se tumbó en la cama y entornó los párpados. Allí no era más que una forastera, no encajaba en ese grupo tan dispar, a pesar de que todos se encontraban allí por la misma razón: se ocultaban de la sombra. La llamaban «la bruja de hielo». En ese momento, se sentía como el imparable iceberg que había irrumpido en sus vidas amenazando su flamante barco. Quería evadirse de toda esa locura, despertar de la pesadilla que la torturaba.

El despertar de la bruja de hielo

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