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2 Sombra

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Sofía abrió lentamente sus ojos índigos y, para su sorpresa, descubrió que se encontraba en la habitación. No tenía ni idea de cómo había llegado hasta allí. Trató de incorporarse y se presionó las sienes con las yemas de los dedos. Le dolía de nuevo la cabeza y le costaba mantener los párpados abiertos. Ignoraba cuánto tiempo llevaba acostada en la cama, pero imaginó que debía ser demasiado, ya que tenía el cuerpo molido y la espalda entumecida. Divisó a su padre caminando de un lado a otro mientras hablaba por el móvil. En cuanto la vio incorporarse, corrió hacia ella.

—Hola, dormilona, ¿cómo te encuentras? —Su tono cariñoso la hizo sentir todavía más vulnerable—. Te has desmayado.

—No recuerdo mucho… —contestó, todavía confusa.

—He hablado con un médico del pueblo y lo he convencido para que venga a verte al hotel. Me ha dicho que la fiebre puede haberte causado el desmayo.

—Papá, no me gusta este sitio —le confesó con apenas un hilo de voz—. ¡Quiero irme! ¡Pasan cosas raras!

Él le lanzó una mirada compasiva que la hizo sumirse aún más en un profundo pesar. A continuación, apretó los labios y aguantó la respiración unos segundos. Tras un largo suspiro, habló con un nudo que le oprimía la garganta:

—Tu madre me ha contado que has tenido alguna que otra alucinación. No debemos preocuparnos por ello. —Hizo una pausa mientras meditaba sus palabras—. Puede que se deba al mismo estado febril de las últimas horas o algún tipo de estrés. Si tenemos en cuenta que tú no querías venir con nosotros…

—¡No, no, no! —Trató de ponerse de pie; tenía que convencerlo—. Papá, había una mujer de blanco en el patio. Y la camarera me dijo que algo maligno se acercaba.

—¿Qué camarera? ¿De qué estás hablando?

—Tienes que creerme. —Comenzaba a alterarse—. Tenemos que irnos de aquí. ¡Quiero irme!

—Tranquila, no va a pasar nada. El médico vendrá a verte. —La devolvió a la cama y la arropó de nuevo—. Seguro que no es nada grave. Si nos dice cualquier cosa a tener en consideración, volveremos a casa. —Arqueó las cejas, esperando a que respondiera, pero ella guardó silencio; no le quedaban fuerzas para discutir—. Volveremos. Te lo prometo. Ahora tienes que descansar.

Lo miró con ojos suplicantes, pero él se limitó a regalarle un beso en la frente, acariciar sus mejillas y jurarle que regresaría enseguida. En cuanto su padre salió, apoyó los pies en el suelo. Llevaba el mismo vestido azul con el que había bajado a la cafetería. Se acercó a la puerta y escuchó la voz de su madre en el pasillo. Giró entonces con mucho cuidado el pomo y la abrió unos pocos centímetros. No podía ver el rostro de su padre, que se encontraba de espaldas a ella, pero su madre sacudía la cabeza mientras contenía las lágrimas.

—Puede que esté fingiendo, intentando llamar nuestra atención… —se lamentaba con voz entrecortada—. No me malinterpretes, Roberto. Prefiero que sea eso a que tenga una enfermedad rara. ¡Dice que ve cosas!

—No vale la pena pensar en esto ahora; no hasta que le hagan las pruebas oportunas.

Sofía cerró la puerta y apoyó la espalda en ella, percibiendo el amargo frío de la madera que la separaba de sus padres. No podía evitar sentirse culpable, ni siquiera ella misma sabía lo que le estaba pasando. La niebla, la mujer de blanco, la camarera… ¿Podría ser todo producto de la fiebre? Tenía que ser eso, porque no estaba loca. Contuvo las lágrimas que querían escapar furiosas al considerar semejante insinuación. ¡Estaba cuerda! Quizá fuese el castillo, que estaba embrujado. Debía ser eso. Lo había visto en las películas. Esas cosas podían ser reales. ¡Porque a ella no le sucedía nada malo! Apretó los puños con decisión, convencida de que, si volvía a casa, toda esa pesadilla acabaría.

Su madre irrumpió en la habitación visiblemente nerviosa. Se había secado las lágrimas, pero sus ojos continuaban enrojecidos.

—¿Qué haces levantada y caminando descalza? —la increpó, dejando escapar una cansina exhalación—. Anda, vuelve a la cama. —Obedeció sin rechistar—. ¿Quieres ponerte algo más cómodo? ¿Algo más abrigado?

Elena había abierto el armario y rebuscaba entre su ropa con las manos temblorosas mientras procuraba mantener un semblante firme. Sofía había olvidado lo enérgica y protectora que se volvía su madre ante una situación estresante.

—No te preocupes, mamá, ya buscaré yo algo que ponerme —le dijo al comprobar que prácticamente había desmantelado todo el armario—. ¿Dónde está Cris?

—Jugando a ese chisme en nuestra habitación. —Ella sonrió para sus adentros. Su madre seguía siendo incapaz de usar la palabra «consola»—. Tu padre ha ido a buscarte algo de comer. Le he dicho que fuera algo ligero. Así tu estómago no se resentirá.

—No tengo mucho apetito —le confesó, a sabiendas de que ignoraría su petición.

—Son ya las tres de la tarde. Tienes que intentar probar algo, aunque sea una sopa caliente —insistió—. Si no estás fuerte, no podrás recuperarte, ¿lo entiendes? —Ella asintió varias veces—. Ahora voy a echarle un vistazo a tu hermano.

Se encaminó hacia la puerta, bajo la atenta mirada de Sofía.

—Mamá, yo no quería arruinar las vacaciones…

Ella se volvió y le sonrió con dulzura.

—Lo sé, cariño, lo sé…

En cuanto desapareció, Sofía volvió a levantarse e investigó en el armario. Buscaba algo cómodo que ponerse, y al final se decidió por unos pantalones piratas marrones y una camiseta verde. Continuaba el calor, y se encontraba mejor, ni mareada ni extremadamente cansada. Aun así, no quería disgustar más a su madre, por lo que volvió a la cama. Se cubrió las piernas con una manta ligera, dejando libre las caderas, y encendió la televisión, decidida a entretenerse con cualquier programa que estuvieran emitiendo en ese momento.

Estaba jugando con el mando a distancia cuando notó una pequeña quemazón en el pecho. Curioseó por debajo de la camiseta y descubrió alarmada que el talismán centelleaba alterado. Brincando, intentaba desprenderse del cordón que lo mantenía sujeto. Sofía se situó rápidamente delante del espejo del tocador. Se quitó la camisa y confirmó que tenía toda la zona del tórax enrojecida. Tanto el cordón como la esfera ardían, y el brillo del metal era cada vez más intenso. Entonces, examinó espantada su rostro en el espejo. Una aureola comenzaba a perfilarse alrededor de sus cabellos, y sus ojos añiles parecieron aclararse tanto que pensó que llegaría a perderse en ellos. De repente, atisbó por encima del hombro derecho una silueta tan oscura como el carbón más puro. Tragó saliva varias veces. Luego entornó los párpados, repitiéndose a sí misma que aquello no era real. «Eres una alucinación… Nada más que una alucinación». Después se giró y, desconcertada, comprobó que la sombra inquietante había desaparecido. Debería sentirse aliviada, pero no lo estaba. ¿Y si no se trataba de una visión? ¿Y si el castillo estaba poblado de fantasmas?

Recelosa, decidió abandonar la habitación; no quería estar sola por si esa cosa regresaba. Porque algo en su interior le repetía que lo haría y que no se desvanecería la próxima vez únicamente cerrando los ojos. Sin embargo, al cruzar el umbral, volvió a sentir un ligero mareo. «Otra vez no —se dijo—. No puede estar ocurriendo de nuevo». Luchó por mantenerse erguida. La cabeza le daba vueltas y comenzaba a tener la visión borrosa. El pasillo se le antojó más largo y estrecho que nunca; no llegaría a cruzarlo en el estado en el que se encontraba. Así que se dirigió hacia la habitación de sus padres y aporreó la puerta, esperando que alguien respondiera, pero nadie contestó. Se apoyó en el muro y aferró sus manos a la pared. No podía desmayarse, no podía desplomarse en ese pasillo, sin nadie a su lado, por lo que intentó controlar la respiración realizando inspiraciones y exhalaciones profundas y pausadas.

Caminó arrastrando la espalda por el muro. Tenía que llegar hasta los ascensores. Allí siempre había huéspedes que se aglomeraban, ansiosos por llegar antes al restaurante renegando de las escaleras, y entonces podría pedir auxilio. Solo tenía que hacer un pequeño esfuerzo: alcanzar el fondo del pasillo y doblar a la izquierda.

La alfombra roja que decoraba el pavimento le resultó molesta; brillaba con una intensidad que empequeñecía todo lo que se encontraba a su alrededor. Aun así, divisó a un niño con una impoluta camisa blanca y unos pantalones marinos hasta la rodilla saltando a la pata coja en mitad del corredor. «Quizá él pueda pedir ayuda», pensó. Abandonó la pared y, tambaleándose, llegó hasta él, quien continuaba jugando de espaldas a ella sin ni siquiera percatarse de su presencia. Sofía intentó hablar, pero entonces descubrió aterrada que su voz estaba apagada, no conseguía pronunciar ningún sonido. Se llevó la mano a la garganta en un desafortunado intento por despejar las palabras que se agolpaban en su laringe, provocándole un inoportuno embudo. De repente, el niño se dio la vuelta y ella retrocedió espantada. Su rostro acusaba la misma palidez extrema que la camarera. Tenía los labios violáceos, y sus ojos marrones eran dos rocas inertes carentes de brillo.

—¿Puedes verme? ¿Quieres jugar conmigo?

Ella quiso gritar, pero no pudo. Corrió hacia atrás sin apartar la vista del niño, y entonces alguien la frenó. Giró la cabeza lentamente mientras tragaba saliva, y descubrió a su espalda el rostro de una anciana desdentada, con los cabellos revueltos y los ojos en blanco. La vieja sonreía mientras sus dedos huesudos trataban de acariciar su larga melena.

Se retiró aterrada. Desesperada, no sabía hacia dónde huir. Estaba atrapada en un interminable pasillo con seres fantasmales. Pensó en volver a su habitación y refugiarse allí, pero desechó esa idea de inmediato. No quería recluirse sola dentro de aquellas espeluznantes cuatro paredes. Tenía que salir, volver a la realidad, porque todo aquello debía ser un mal sueño, no había otra explicación posible. Y si fuera cierto y ese castillo estaba encantado, tenía que alejarse de él, donde ninguno de sus espectros lograra alcanzarla.

Se hinchó de coraje y continuó su camino. Pero le costaba despegar los pies del suelo, parecían de plomo, y la anclaban al corredor, que ahora comenzaba a fluctuar ante ella impidiéndole avanzar. ¡Ya no tenía ni idea de cuántos metros la separaban de los ascensores! Estaba perdiendo visión, las piernas le flaqueaban y las manos le sudaban. ¿Tendría fiebre de nuevo?

De pronto, percibió un susurro gélido que consiguió estremecerla hasta desear morir en ese instante. Se extendía invisible como el eco de las montañas, ligero y veloz. Viajaba enérgico, con un itinerario presumiblemente marcado y cuyo destino final era ella. No pudo comprender el mensaje que portaba, ya que las palabras, que resonaban lejanas, solo lograron acariciar sus oídos envueltas en un engañoso terciopelo. Asustada, apretó los ojos. Alguien la buscaba. Permaneció anclada al suelo unos segundos que se le antojaron eternos mientras escuchaba esa voz espeluznante recorrer incesante los pasillos. Cogió aire. Se atrevió a abrir un ojo y luego el otro. Entonces, espantada, atisbó la silueta de una mujer a su derecha que pronto reconoció. La camarera se aproximó a ella como si flotara; sus pies no llegaban a rozar el pavimento. Sofía observó las profundas ojeras que marcaban su rostro. Le pareció más lívida que nunca. Tenía las mejillas agrietadas, y los labios eran dos tabiques mortecinos que no dejaban pasar el aire.

—¡Ya viene! ¡Tienes que salir de aquí! —le advirtió—. ¡Corre! ¡Corre!

Un miedo descomunal recorrió todas las venas y arterias de su cuerpo, obligándola a avanzar. Desconocía quién se acercaba, pero percibía una oscuridad glacial que se propagaba como un enemigo sigiloso por todo el hotel. Corrió, deseando que sus fuerzas no volvieran a traicionarla, sin mirar atrás, con la certeza de que la enigmática camarera la acompañaba en su huida. De improviso, justo cuando estaba a punto de girar para tomar el pasillo de los ascensores, una neblina negra surgió súbita ante ella. Sofía frenó en seco, pero perdió el equilibrio y terminó cayendo al suelo. A cuatro patas, alzó la barbilla y contempló horrorizada cómo ese humo negruzco se retorcía en el aire componiendo figuras que no lograba descifrar. Poco a poco, comenzó a definirse frente a ella una silueta alargada y esbelta, con extremidades desproporcionadas y una cabeza ovalada. Buscó desesperada ayuda en la camarera, que había permanecido junto a ella, pero se desvaneció sin más.

—Sofía, ¿qué te ha pasado? ¿Qué haces aquí? —La inconfundible voz de su padre alivió de inmediato su pavor. ¡Por fin alguien aparecía para rescatarla!

Se dio la vuelta y trató de alertarlo al comprobar que él no se había percatado de la extraña presencia, pero fue demasiado tarde. La sombra se abalanzó sobre ella, le agarró las muñecas y la arrastró sin compasión. Perplejo, Roberto contempló cómo su hija se deslizaba sobre la alfombra del pasillo a gran velocidad. Dejó caer al suelo la bandeja que portaba la comida y corrió detrás. Logró sujetarla por las piernas, frenando su avance. Tiraba de ella con el corazón agitado y sin comprender qué estaba sucediendo.

—¡Sofía, aguanta! ¡Aguanta, cariño!

—¡Papá! —Ella se sorprendió al constatar que había recuperado la voz—. ¡Papá, ayúdame! ¡No me sueltes! ¡Por favor, papá!

—¡No voy a soltarte! ¡Aguanta! —gritó desesperado.

—¡No puedo más! ¡Me tiene agarrada!

—¡¿El qué?! ¡¿Qué demonios está arrastrándote?! —le preguntó sin comprender lo que ocurría.

Atónito, inspeccionó el entorno, pero no consiguió discernir nada que pudiera estar provocando aquella situación. Algo invisible quería llevarse a su hija, y él no podría sujetarla mucho más. Esa cosa tenía una fuerza descomunal, imparable. Decidido, mantenía los labios apretados y el ceño fruncido mientras se percataba de que tenía las manos enrojecidas por el esfuerzo. Las piernas comenzaron a flaquearle sin que pudiera controlarlas. No era un hombre atlético; era un tipo alto, pero más bien delgado. Aun así, no podía rendirse, no podía abandonar a su hija, y no desistió en la lucha.

Sofía observó amedrentada cómo lianas de humo negro la sujetaban por las manos e iniciaban un ascenso vertiginoso por ambos brazos. Era consciente de que su padre no resistiría mucho, y por eso, cuando advirtió que su arrastre la abandonaba, se dejó llevar. De improviso, recuperó una verticalidad prodigiosa, y pronto cayó en la cuenta de que sus pies no tocaban el suelo, sino que levitaba a varios centímetros de él. La sombra la envolvió en su halo oscuro y el pasillo entero se ensombreció. Las tinieblas invadieron el lugar, impidiendo que pudiera distinguir a su padre. No obstante, descubrió impresionada a decenas de almas que gritaban suplicando auxilio. ¿Dónde estaba? No había abandonado el hotel, ni siquiera la planta donde se encontraba. Y, sin embargo, aquel lugar era diferente. Lúgubre. Sombrío. Había surgido de la nada como un espejismo gris de la realidad. Las paredes, las puertas de las habitaciones, incluso la alfombra, habían perdido su color. Todo poseía un aspecto plomizo. A pesar de encontrarse paralizada, desafió con la mirada a su agresor. No podía mover ningún músculo del cuerpo, estaba a merced de su sobrenatural enemigo, aun así, quiso descubrir quién iba a poner fin a su corta vida.

Vestía una túnica oscura que ocultaba la forma de su cuerpo. Era etéreo y a la vez espeso, era hielo y al mismo tiempo fuego. Quiso examinar su rostro, lo escudriñó con ojos temblorosos, y quedó horrorizada al comprobar que carecía de él, sin nariz ni boca apreciable; únicamente, un humo negruzco que deformaba sus facciones. No obstante, bajo la capucha divisó dos guijarros negros como un pozo sin fin que parecían ser sus ojos. No había vida en ellos. Solo muerte. Así que era ella, la propia Muerte había estado atemorizándola y ahora la reclamaba.

La sombra estiró uno de los dedos, que pronto tomó la forma de una aguja alargada, y acarició su frente. El dolor que experimentó fue tan intenso que pensó que le estaba arrebatando el alma. Se retorció como pudo, intentando escapar de las garras de la Muerte, pero todo lo que hacía resultaba inútil. Y, en ese preciso momento, sin saber cómo, el talismán comenzó a brillar de nuevo, saltando enérgico sobre su pecho, hasta que una ingravidez total pareció asaltarlo, para luego detenerse y colocarse en posición horizontal. Ondeaba vigoroso mientras emitía sus inconfundibles destellos azulados. Sofía se percató de que una energía misteriosa se apoderaba de todo su cuerpo: sus ojos se tornaron más claros y su larga melena castaña clara parecía más dorada. Entornó los párpados, empujada por las decenas de palabras que se agolpaban en su mente. Y de sus labios, como un susurro melodioso, nacieron frases dinámicas y resueltas, aunque incoherentes para ella:

—Polvo al polvo, tierra a la tierra, ceniza a la ceniza… —se escuchaba a sí misma, perpleja—, te expulso de este lugar y te prohíbo regresar.

Repitió metódica, sin entender el porqué, tres veces los vocablos que florecían en su cabeza y cobraban vida en su boca. Dibujó una sonrisa instintiva en su rostro al descubrir que la sombra, poco a poco, iba retirándose y se desvanecía en el aire, sorprendida, hasta que se transformó de nuevo en una neblina indefensa.

Sofía levitaba a medio metro sobre el suelo. Tenía los brazos extendidos y la cabeza hacia atrás. En cuanto cesaron de brotar las frases de sus labios, se precipitó al suelo como una muñeca de trapo, frágil y desvalida.

—¡Sofía, Sofía! —Su padre la sostenía, abrazándola—. Despierta, mi niña… ¡Despierta!

Ella abrió con lentitud los ojos y observó su rostro angustiado.

—¿Qué ha pasado?

Roberto retiró la sangre que emanaba de su frente y, consternado, descubrió una herida en forma de triángulo que resaltaba sobre su piel con inquina.

—No lo sé, hija… —confesó acongojado—. ¡Pero nos vamos de aquí ya!

El despertar de la bruja de hielo

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