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La filiación Transporte y producción

Toda historia es producto de la vida, como un resultado aleatorio dentro de un mundo que ha podido ser previsible, improbable, imposible, diseñado o programado. Y entonces se origina lo perceptible. También en la crónica histórica del mundo desplazado —donde apariencia y realidad se fusionan—, la existencia toma la iniciativa de su desarrollo natural, en parte estable y en parte sometido a la incógnita del azar.

Un mundo organizado depende, básicamente, de la instauración de estructuras complejas que, a pesar de ser artificiales, se imponen y funcionan beneficiándose del recurso natural que es la filiación. La descendencia es una característica que permanece activa, desde el remoto pasado, y permite la vida en un rincón del espacio infinito en el que encontró suelo y cielo, ambiente y complejidad, orden y desorden, girando en círculo o en elipse cerca de su estrella o de camino hacia lo desconocido. La filiación es el recurso natural básico que mantiene estable la pirámide institucional que, por sí misma, es todo menos natural.

De entre la densa red de estructuras que se posicionan sobre el entorno, destacan dos de ellas, referentes a ese eventual mundo de desplazados: el transporte y la empresa, inextricablemente unidos para promover la funcionalidad dentro de un orden institucional general. El transporte actúa como el medio de conexión imprescindible para que la empresa aplique una planificación prevista por instancias superiores.

Por tanto, es la interrelación entre ambos sectores lo que fundamenta una estructura de producción intensiva, con unas redes tan complejas que solo los magos electrónicos podrían conocer, o al menos intuir, la repercusión final del enjambre de los medios disponibles y controlar su aplicación para, finalmente, optimizar la conjunción individuo-máquina (filiación+organización), intensamente solapados, dentro de unas circunstancias estables y controladas que pretenden dominar todo. Que es finalmente lo que se pretende.

Y en esa clase de orden estable es donde la filiación mantiene el sistema productivo sin interrupción a lo largo de la historia respectiva, como ha venido ocurriendo, de hecho, desde el principio del tiempo, ya sea supuesto, virtual o real. A eso se le puede llamar pervivencia, aunque a veces resulte ser mera supervivencia.

El producto final resultante de la interacción entre estructura y población, desplazamiento y esfuerzo, encuadra múltiples sectores interactivos con exigencias funcionales. Pero siempre el sector más básico es la filiación, porque cada ente singular debe a la vida el esfuerzo por mantenerla. Pero, al final, concentrar ese esfuerzo desemboca en un único objetivo, que es el orden artificial. Y, finalmente, ese orden se convierte en el único mandato y desemboca en la obtención de bienes, mediante la producción. El esfuerzo natural por mantener la vida se transforma en una actividad artificial ordenada, como única finalidad, durante su estancia pasajera sobre la superficie del mundo. Pero toda actividad sigue dependiendo de la vida, cuya base es la filiación.

En el mundo desplazado pueden caber variaciones casuales del diseño inicial de la filiación, como sucedió en el que habría de ser el caso de Danyo-Kao, quedando la duda de si él fue una casualidad o más bien un objetivo, tal vez similar a otros que pasarían desapercibidos, o no, para la intervención directa de un controlador superior de la interacción sectorial.

Como la exigencia de las cargas colectivas tiene normas poco elásticas que suelen desembocar en abuso, al menos en la mayoría de las ocasiones, entonces Danyo acabaría siendo un sujeto récord, de interés por las conclusiones que el sistema obtuvo sobre la evolución individual de alguien que hubiera debido de ser prácticamente impersonal; de cómo la filiación tuvo algo que ver en eso, pero también una organización basada en la electrónica de las redes, seguramente en gran medida.

En ese mundo de desplazados, las estancias proveían la filiación: eran los lugares de asentamiento nocturno de los estancieros, estrechamente relacionados con las empresas a través del imprescindible transporte, que conectaba a los operarios que se desplazaban cada jornada a los enclaves de producción.

En el plano del mero pronóstico, la organización podía presentar una estructura piramidal, tan extendida y tan vulgar: la población como su base; el transporte, el medio de conexión; y las empresas, la finalidad del conjunto. En cuanto a lo que hubiera arriba, concentrado en el pico cenital como manifestación del poder efectivo —ya fuera este biológico, electrónico, virtual o real—, pues algo poderoso habría, por desconocido que fuera, dirigiendo el funcionamiento del conjunto, preservando la estructura y conteniendo el natural desorden.

Pues bien, en una jornada concreta de ese mundo desplazado se produjo un suceso singular: en uno de los cobijos de la Estancia de Marthil-a se había incorporado un nuevo estanciero cuando se insinuaban ya las sombras, después de volver su madre en el transporte que trasladaba a los desplazados hacia sus lugares de reposo, durante la improductiva oscuridad.

El pequeño había tenido suerte, porque advino al mundo antes de desaparecer la luz, pero también porque el cuarto de ella no estaba demasiado lejos de la caseta asistencial de la zona. Así que pudo acudir allí con el crío enfardado con alguna tela vieja que ella misma había apañado y, de nuevo con suerte, porque los asistentes les aceptaron al momento al no haber otra atención en curso, y terminaron su intervención poco antes de la oscuridad total. Y era en la caseta donde se podía obtener la primera atención inaplazable para el pequeño, porque le aportaba suficientes mecanismos químicos para empezar su existencia con una ventaja que no habría obtenido si el suceso hubiera ocurrido en el período de sombra completa, cuando era imposible permanecer en el exterior y la caseta de atención dejaba de estar habilitada.

Así pues, una vez terminada la asistencia, la madre consiguió regresar al cobijo teniendo todavía a su favor la levísima luz que anunciaba el fin de la jornada útil, llevando al pequeño bien cubierto con una poca ropa de ella misma que luego había sido completada con un tejido adicional, donado por la propia caseta de atención. De modo que entró en su cuarto poco antes de que el pequeño farol que lucía en las estancias, durante los momentos previos a la completa oscuridad, quedase desconectado automáticamente para dar paso a un breve período de actividad en los cobijos, hasta la total interrupción de la iluminación interior, algunos momentos después.

Según su madre, Harya, ese inicio tan favorable tendría que marcar positivamente el desarrollo y la existencia del pequeño, de mantenerse la misma suerte a su favor. Tener a la criatura antes del total desplome de la negrura sobre la estancia le había permitido recorrer la ruta que les separaba de la caseta asistencial y desandar luego los quinientos pasos de vuelta a través de una senda apenas distinguible, pero sin arriesgarse a caer en el reino oscuro de bandas o licaones. De haberle faltado totalmente la luz, no habría podido acudir allí buscando atención, y entonces el pequeño no habría recibido las dosis sanitarias irreemplazables para no ser atacado por las plagas en los primeros momentos. Sin esa asistencia, al iniciarse la siguiente jornada, el niño ya se habría extinguido o desfallecería en algún momento posterior.

Harya ignoraba qué les sucedía a otras gentes en esas situaciones que se producían al azar, sin ajustarse a previsiones individuales, en cualquier circunstancia, en un momento favorable o no. A ella misma ya le había faltado la suerte en un acontecimiento desafortunado, durante su pasado, aunque no se había repetido en su presente. Por el contrario, todo había ido bien y las sustancias obtenidas para el niño garantizaban su sobrevivencia inmediata y permitían que el pequeño estanciero pasara la adaptación que se permitía a madre e hijo durante toda la jornada posterior, antes de que, una vez transcurrida, ella reemprendiera su obligación ordinaria.

Harya disponía, pues, del siguiente período de luz completo para pasarlo en su cuarto, sin más obligación que atender al pequeño nuevo residente antes de reincorporarse a la empresa, cuando el niño, situado en la cuna de desplazamiento que había apañado su madre con la tela más fuerte de que disponía, se desplazaría por primera vez a través del mundo ordinario, donde se iría abriendo poco a poco el catálogo de sus opciones, simplemente al compás del movimiento de Harya durante su obligado camino habitual.

Estamos allí o estamos aquí. ¿Y qué implicaciones tiene esa diferenciación para importar tanto? Pues tal vez porque define cómo discurre un tiempo contraído y relativo respecto de uno mismo y de los demás, en cuanto que forma parte del universo del ahora. No del mañana, porque el mañana sobrevenido es hoy en un único momento, ya que el instante siguiente al actual es un ignoto futuro hasta que se vive y entonces se traslada de forma automática al ayer, dejando un presente tan comprimido que, prácticamente, es un levísimo cambio de frontera entre los dos períodos temporales extremos. Claro que se tiene un concepto, una previsión, del momento que vendrá después de hoy y de cada una de las próximas jornadas, incluso de muchas sucesivas, pero que serán virtuales hasta que se hagan presentes y por tanto supuestamente reales. Pero ese por venir —pretendido, calculado, previsto o no— ahora no es tangible y puede no aparecer tal como se ha anticipado, o deseado, o incluso pretendido que resultara, porque solo es una adivinación hasta que se convierte en el mínimo instante pasajero que, de inmediato, ya no es el futuro, sino un pulso que se transforma en pasado según llega, arrollando al presente. Total, tan poco o tanto esfuerzo y tanto precio para conseguir ese trasvase vertiginoso, cuando se entiende que, aunque sucesivos nuevos instantes alcancen a convertirse en un presente repetitivo, se interrumpirán en algún momento, más pronto o más tarde, así que para qué tanta fijación… Pues para ir tirando, porque finalmente somos reflejos de la luz espacial: amanecemos cada mañana, en un suspiro más o menos consciente de existir, creyendo en la infinitud de un período tras otro, haciendo por ignorar el inesperado final que el azar marque y que, si aceptáramos analizarlo, más bien quedaríamos estáticos, sin ánimo para dinamizar el tiempo. Y eso aunque se nos ha permitido la idea —que, en el fondo, casi no nos creemos— de que, sí o sí, acabamos.

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