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I. Cosas de la vida


Todo lo que tiene vida —en la Tierra— comparte una característica común, la existencia, que se manifiesta en un entorno diversificado y múltiple donde encuentra las cosas materiales que necesita para evolucionar en este planeta pequeño y perdido en las distancias del universo. A nivel global, todo está programado para desempeñar funciones, perceptibles o no, que desarrollen la evolución de cada especie en el ámbito espacial y temporal donde se encuentra.

La continuidad de los grupos biológicos radica, inicialmente, en el éxito de la reproducción sucesiva de los individuos que los forman y que, después de un período temporal determinado, desaparecerán como seres dinámicos por caducidad genética o por un suceso imprevisto, pero sin que eso afecte al potencial conjunto de la especie. Por definición, así es el destino físico de los seres vivos, que existen y se extinguen en el lapso vital que les concede la obsolescencia natural, además de la posible influencia del azar en mayor o menor medida.

Pero, como especie, el ser humano plural se ha caracterizado por una imparable expansión demográfica, con tendencias acaparadoras que han forzado la evolución hasta diseñar para los suyos una ruta divergente de la natural, centrada en un enorme impulso de «apropiación» de todas las cosas del mundo, a nivel colectivo e individual, dominando el entorno con intervenciones que lo desnaturalizan. Ha destruido vidas y hábitats mediante la conquista a lo largo de la historia o, actualmente, reduciendo al mínimo sus propios controladores biológicos, ya sean los grandes predadores o la diminuta y persistente vida microbiana, al transformar profundamente todas las condiciones planetarias. Por más que su actuación radical haya deparado enormes ventajas a su propia especie, ha trastornado las leyes naturales, causando a su alrededor extensos daños, tanto biológicos como físicos.

Su expansión no se ha detenido nunca desde su aparición como entes humanos, aunque todavía queda por conocer el cómo y el por qué de su oscuro inicio como género. Todo territorio superficial ha sido ocupado y repartido, en numerosas ocasiones de forma violenta, conquistando o devastando el territorio, inconsciente de que la vida, a cualquier nivel, depende de la disponibilidad de recursos en un entorno equilibrado, que permita la supervivencia en el presente y que asegure el futuro, garantizando la continuidad tanto de la especie como del orden natural básico en el que se asienta, pues están interrelacionados.

Al ser la Tierra el único mundo habitable conocido, degradar o destruir sus componentes físicos y asolar de modo sistemático a las demás especies y a la propia superficie terrestre y acuática podrá tener como consecuencias, además de algunas conocidas y de otras desconocidas, la carencia, la degeneración y tal vez la desaparición de la vida a nivel global y, por supuesto, la de la especie propia.

Es posible que la tendencia a saquear el entorno ya estuviera impresa en la genética, a modo de un instrumento para la supervivencia de los humanos primitivos. Pero pronto se manifestó como una imparable actividad para obtener territorios sin límites, sin dudas, y, en todos los períodos de la historia, incluso en colisión sistemática con poblaciones hermanas, destruyendo o esclavizando grupos de la propia humanidad y acosando hasta la extinción otras vidas paralelas en el planeta. Es decir, pone en grave riesgo el futuro al abusar del presente.

En tiempos pasados, al menos, la falta de medios y la ignorancia generalizada sobre las cosas podía ser el motivo de la indiferencia general ante los excesos, pero esto ya no es defendible en un tiempo científicamente capaz de analizar las causas y anticipar las implicaciones futuras y darlas a conocer mediante información global a todos los niveles. Aun así, la indiferencia continúa y, cada vez más, el ser humano instaura un increíble orden jerárquico, complejo y poderoso, para administrar todo y a todos sin responsabilidad, sin asumir las consecuencias de una tecnología productiva basada en la utilización desmesurada de materias primas, sin contener los resultados del consumo masivo a medio y largo plazo, o reflexionar sobre el impacto de la multiplicación demográfica explosiva.

No es difícil detectar la lentitud, la desgana, la ineficacia o incluso la negativa de las instituciones para resolver contingencias nefastas de la actividad humana —por miedo a perder sus privilegios, especialmente los derivados del poder que detentan—, salvo por «retoques» marginales, más teóricos que prácticos, por aquello de «hacer algo». Pero, aun resultando claramente ineficaces, no emprenden acciones serias para estabilizar una situación actual que ya manifiesta grietas. Por su parte, la población se sitúa en una cómoda indiferencia, quizá porque vive un hoy que no permanecerá mañana, dado el breve plazo de la vida individual, por lo que no tendrá que responder en el futuro, ni individual ni colectivamente, de sus actos, para entonces convertidos en pasado, en el mejor de los casos.

Tal vez las leyes de la física tengan programada una solución drástica para detener la actuación destructiva global de una especie dominante, mediante una eventual extinción cuando se sobrepasan los límites. Posiblemente a través de un accidente extremo que vacíe el nicho y facilite, de nuevo, el inicio, desarrollo y desaparición final en el tiempo de otra especie de vida con una evolución diferente.

Podría haber algo parecido a un sensor cuántico que midiera la repercusión de cada existencia, la interacción de unos sobre otros y las acciones o secuelas que pudieran conducir a un desastre global, cuando la presión de un sector de la vida sobre el planeta sobrepasara la medida tolerada.

Ya ha ocurrido, y puede volver a suceder, una catástrofe imparable que lleve a la desaparición del grupo biológico predominante. Ese fue el caso de los dinosaurios, cuando el meteorito que se estrelló en la península de Yucatán los extinguió prácticamente a todos, ya fuera por el propio impacto destructor o por las secuelas a corto o largo plazo. Ese acontecimiento parece ya finalmente aceptado, en lugar de otras posibilidades como causa de su extinción.

Detrás de un desastre global, con la desaparición de una especie dominante, la vida vuelve a empezar —si hay condiciones mínimas para ello— y así, tras esa extinción masiva, la evolución abrió el camino a otra rama biológica y luego a los humanos, tan rápidamente evolucionados que han añadido sus propios riesgos extintivos —además de arrasar el entorno sistemáticamente—, bien sean a golpe de misil nuclear, de destrucción total de los recursos, por afectación atmosférica o, incluso, por degeneración pura y simple. Además, siguen existiendo los riesgos naturales: la ciencia ha detectado que el planeta se mueve próximo a un inestable campo de minas espacial (el cinturón de asteroides entre las órbitas de Júpiter y Marte, o incluso los cometas del cinturón de Kuiper, en el último extremo del sistema solar), que cualquier día puede lanzar otro nuevo meteoro vengador como el que ya ha demostró su eficacia: arrasa todo lo que hay y apenas deja unas briznas de existencia, a ver qué puede pasar con ellas.

Mucha casualidad sería otra extinción global por causa de una colisión, pero resulta que algunos elementos espaciales de suficiente envergadura siguen pasando de largo por la vecindad con cierta frecuencia. Claro que, de llegar el «grande», entonces posiblemente no quedaríamos ninguno para plantearnos por qué se habría repetido la destructora «casualidad» de un modo tan similar.

Todos esos riesgos, ya sean espaciales o terrenales, deberían estar incluidos en el catálogo inmediato de previsiones, en lugar de mantenerse oficialmente relegados al sector del secretismo. Por supuesto, además de una información puntual y de la participación individual consiguiente, es imprescindible aumentar los medios técnicos de detección, previsión y solución, mediante una necesaria aportación económica trasvasada de presupuestos actuales que sean, o son, claramente indefendibles por sus consecuencias.

A nivel civil, siempre en mi opinión, sí que tenemos en nuestras manos una herramienta de impagable valor para buscar soluciones en lo que depende de nosotros y está cercano y advertido. Desde luego, en este momento debería señalar a «la ciencia» y todo el mundo estaría de acuerdo con ello; y no niego su valor instrumental, pero no me refiero a ella, sino a la propia convicción personal sobre la situación a corto plazo. Donde podemos actuar es en nuestro entorno, que es nuestra casa terrestre, en el sentido más amplio.

Para ello, miren a su alrededor, tengan presente la historia y la información, saquen conclusiones sinceras. A pesar de la incertidumbre climática, que crece en importancia —incluso a nivel individual—, por más que se convoquen reuniones y se concluyan con advertencias y alegaciones, ni a nivel institucional se adoptan medios efectivos para resolver un conflicto global que ha dejado de ser potencial para convertirse en inmediato, ni a nivel personal tenemos prisa en actuar, porque estamos convencidos de que para eso ¡está la ciencia!, ¡y la política!

Con un exceso de confianza, solo se aguarda a que resuelvan (¿cuándo?, ¿cómo?) el cambio climático generado, el imparable aumento de población, la desaparición de la diversidad biológica, la inestabilidad social, el desmesurado poder acaparador del dinero, las políticas desastrosas y egocéntricas, las pandemias y sequías periódicas, los conflictos internacionales… Bastaría plantearse cuántas soluciones podrían llevarse a cabo en el planeta y su atmósfera, o cuánta vigilancia especializada o tremendamente perfeccionada podría establecerse solo reinvirtiendo en tecnologías de mejora y conservación los presupuestos superfluos y enormes que cada sector de la Tierra, autodenominado «país», dedica a cosas artificiales, desorbitadas o claramente peligrosas.

Entretanto, la población continuará centrada solo con el estricto presente, donde la carencia convive con la abundancia, con la exigencia de un desarrollo constante y con sus consecuencias. Posiblemente bien orquestados por deslumbrantes avances tecnológicos, sin moderar los consumos que nos permiten una indiferente relajación, absortos con pantallas audiovisuales, comer hasta reventar sin necesitarlo, desperdiciar productos y mercancías, no hacernos responsables de desastres potenciales por el uso de los recursos, no exigir dignidad, responsabilidad y eficacia a políticos indiferentes, sin olvidar la constante amenaza de las confrontaciones bélicas. Y a esperar que esa entelequia que es la ciencia lo resuelva todo… Sin importar el mañana, por inmediato que parezca, nos empeñamos en obtener lo más posible de lo que hay ahora hasta agotarlo, subliminalmente convencidos de que no va a finalizar el artificial valor de dinero y bienes en nuestra vida actual.

Así que no exigimos soluciones a las instituciones y a los bien pagados y decepcionantes políticos, confiando en que nos dure la estabilidad del bienestar a corto plazo. E incluso como si, genéticamente, se hubiera generalizado el instinto de que todo lo que rodea al hombre es, de hecho, un botín al alcance de la mano y hubiera que tomarlo en el momento, al asalto y en rapiña, y el que venga detrás...

Y seguimos sin intención de modificar la trayectoria, que es —de hecho— lo que la historia demuestra…

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