Читать книгу Desplazados - Sara Téllez - Страница 17
ОглавлениеLa familia Presente contra pasado
En su momento cronológico, Maya Nazaryan, que actuaba como Madre mayor de la niña Harya, fue convocada para acudir a la Agencia de Legitimación, mediante una telecopia enviada a su pantalla personal con el requerimiento de «comparecer a la orden, en el curso de la tercera jornada posterior, para recibir mandato de reasignación de la menor residente Harya-Emya Maya y, de no acudir al llamamiento, la misma quedará a la inmediata disponibilidad de una escuadra de vigilancia para su inmediato traslado a la Agencia de Abandonados».
May no tenía intención de desoír la llamada, ni aunque hubiera sido menos conminatoria. Las instituciones eran demasiado imponentes como para obviarlas, incitarlas o desafiarlas e intentaba aceptar, aun con grandes dudas, que estuvieran allí para coordinar las cosas por el bien del conjunto. Sin embargo, la acuciaba un temor inconcreto, anticipado por tener que hacer un viaje inminente a través de la Ciudad, fuera de sus cuarteles más inmediatos. Desconocía la mayor parte del trayecto e ignoraba los cambios habidos en las vías de movilidad con el paso del tiempo, aunque sabía que el sistema de desplazamiento alcanzaba a la mayor parte del territorio mediante enlaces, por lo que esperaba llegar a su destino en el tiempo indeterminado que el viaje le demandara.
Cuando se inició, inevitablemente, aquella jornada, tras dejar a Harya en el cuarto con el cuidador concertado e instrucciones para su atención, salió del edificio en dirección a la parada del transporte ciudadano. Sabía que estaba lejos de la Agencia y que necesitaba enlazar dos vehículos colectivos para atravesar los grandes tramos de recorrido que la esperaban. Había consultado su pantalla y memorizado los movimientos que pudiera exigirle su trayecto, y los datos obtenidos eran su seguridad básica en territorio ignorado.
El exterior se le antojó amenazante, de acuerdo con su propio descontento interior. No obstante, intentó encontrar razones para que la Agencia le exigiera tanto trayecto y tanto precio por algún asunto que le podían haber comunicado por pantalla.
Para escapar de la tensión, trató de evadirse en un ensueño recurrente donde ella hubiera podido encarnarse y actuar como un ser especial, de algún modo parecido a un nígel, de los que se relataba que existieron mucho tiempo atrás, actuando como dos seres estelares beligerantes y enemistados, dotados de sensibilidades impactantes y opuestas, que pelearon entre sí tenazmente por dominar un período temporal sucesivo cuando ni siquiera existía población. Como resultado de la lucha, sus etéreos cuerpos se diluyeron y la mezcla de sus restos blancos y negros produjo la neblina gris que se expandió y eternizó en el mundo, englobándolo y gasificándolo. Tras ganar los dos el combate, o tras perderlo ambos, pulverizados en la atomicidad, deletéreos para la eternidad, lo que quiera que fuera esa definición, apareció la gente que nunca habría de conocer otra atmósfera, otro entorno, otro pasado, otro futuro, otra posibilidad.
Qué sugestivo y qué intimidante, se dijo Madre mayor, al ver cómo sus íntimas preocupaciones se minimizaban por el recuerdo de la fabulación infantil. Aunque no se plantease por qué y para qué hubiera ella querido ser un ser superior de semejante clase, le había resultado una idea tan sutilmente evasiva que se encontró ya subiendo al vehículo colectivo, en lugar de seguir anticipando lo desagradable que podía esperarle a lo largo de la jornada.
Ya iniciada su marcha hacia la llamada oficial, volvió a pesar en su ánimo la convocatoria, con su gigantismo institucional, y la asaltaron las comparaciones de la situación actual con el pasado, retomando el recuerdo de cómo discurrían las cosas cuando ella misma era menor y hasta dónde habían cambiado las circunstancias, incluso por completo, tanto en lo aparente como en lo fundamental. Sin embargo, realmente antes todo había estado planificado y dirigido, como también lo estaba en ese momento y en similar medida. Era evidente que las cavilaciones que mantenía durante su desplazamiento eran consecuencia de ser obligada a moverse fuera de sus hábitos ordinarios.
Molesta por la explícita amenaza que le había trasladado su pantalla, la inseguridad y la consiguiente desconfianza seguía royendo su ánimo. Se sabía desde siempre que la Agencia se llevaba en distintas ocasiones a un buen número de pequeños hacia establecimientos de acogida, donde perdían definitivamente su relación familiar, si es que antes la tenían. De hecho, la familia se había reducido tanto que ya se limitaba a unas pocas personas con una relación más pactada que troncal y cada vez en menor medida. Ella, por el contrario, había pertenecido a un grupo perfectamente sólido, formado por sus padres con ella durante su minoría, pero fue una de las pocas excepciones consentidas. Antes y después, la familia estaba en disolución.
Recordaba a sus progenitores como una gran suerte para ella, una ocasión única y excepcional que permitió a May formar después su propia familia, modelada con el ejemplo de sus padres. Sin embargo, en la suya, sus dos hijos, Robyo y Emya, se habían alejado de ella buscando su destino en diferentes direcciones después de sobrepasar sus mayorías respectivas, sin contacto alguno posterior y para nunca volver. Madre mayor ignoraba qué pudo haber sido de ellos, pero, a la fecha y tanto tiempo después, su único lazo solo sería la idea, el concepto, el recuerdo que mantuvieran en sus entornos respectivos sobre su ascendiente común, ella misma. Sus vidas para May eran incógnitas y la suya, que para ambos había sido su madre inmediata, tampoco tendría importancia, así que, si desapareciera, ni se enterarían. Y, si llegaban a saberlo, no lo lamentarían. Habrían olvidado su relación, a pesar de que habían visto a May defender su clan tanto tiempo como pudo conservar una familia.
La había formado, inicialmente, con su primer marido, Garzyo, que fue padre de ambos hijos, hasta que, con el tiempo, la relación se disolvió. Siguió conservando una familia con su segunda pareja, Samyo, quien aceptó a los niños como suyos sin tener ninguno anterior. Tampoco tendrían ninguno en común. Al formar clan con ella, responsable de los dos menores, el cupo de la filiación quedaba cerrado y ambos lo habían asumido así.
Había conocido a Samyo precisamente a través de su primer marido, porque Anya, la entonces pareja de aquel, trabajaba en la misma empresa que Garzyo y habían pasado a tratarse con cierta frecuencia. Se reunían siempre en casa de May, tal vez porque aquellos no tenían hijos propios y gustaban de los dos de ella, o por una simple camaradería superficial; además, no era aceptable dejar a los pequeños solos ni llevarles a sitios ajenos donde habría que vigilarles constantemente.
Por entonces, Samyo trabajaba con programas numéricos automáticos, sin conocer su finalidad última. Era algo retraído, pero se espabilaba enseguida en los temas de su entendimiento y, a la vez, era suavemente crítico con el momento en el que les había tocado existir. Conectaba bien con los niños porque, tiempo atrás, había entrenado a menores en el manejo de instrumentación de cálculo, de modo que sabía, o creía saber, tratar con ellos y se esforzaba para darles razones de utilidad en la práctica de la numerología. Aunque los pequeños, siguiendo el tenor de los tiempos, le miraban en parte con indiferencia y en parte con incomprensión, para acabar llevándole a abandonar el intento.
Durante aquellas sencillas reuniones plurales, mientras Garzyo y su compañera de trabajo hablaban de sus tareas, May y Samyo habían ido formando un grupo paralelo, aunque sin hacer apartes ostensibles, y se limitaban a tratar solo de cuestiones superficiales o de interés general del momento. Evitaban mantener coloquios dilatados entre ellos e intervenían con frecuencia en la conversación de los otros que, por su parte, parecían preferir ignorarles. El tiempo, el conocimiento mutuo y la atracción iban a llevarles a unirse, tras disolver sus respectivos casamientos.
Entendía que de su segunda, y última, pareja nunca se habría apartado si hubieran podido compartir una existencia común completa, pero fueron separados transcurrido cierto tiempo por un violento accidente institucional, repentino y, en cierto modo, inducido. Desde entonces, ella se había arropado con la añoranza, encajando su paso por el mundo en casi absoluta soledad desde que perdió brutalmente aquel vínculo único y real dentro de un entorno congelado, complejo, indiferente y lesivo. Ellos, como tantos otros, habían estado abocados a mantener con sus vidas y trabajos la inmensa telaraña estructural que, a la vez que se beneficiaba con sus personas, interfería en los grupos y controlaba a los individuos, disponiendo de ellos para sus propios fines. Eran propiedad de las instituciones que los administraban, cruda, burda y absolutamente.
Y el acontecer de las cosas, imprevisible o indiferente pero casi siempre perjudicial, terminaba cortando de raíz los pocos vínculos que aún existían. Como si un nígel residual hubiera brotado como bastardo de la lucha de los dos primigenios y se divirtiera provocando alianzas y destruyéndolas después.
¿Con qué se paga o se compensa el esfuerzo de cumplir la agenda que a cada uno le imputan en este mundo? O en cualquier otro, si es que existe. ¿Acaso uno mismo es quien involuntariamente ha cometido un acto definitorio de su futuro, en el curso del cual ha de ser cedido, alienado, presionado, desanimado, diluido y destruido? ¿Cómo casa esa dejación de sí mismo con la imposición de la sobrevivencia? Tal vez porque se existe en un estado de desgarro cuando dos órdenes contradictorias compiten por obtener el control del núcleo biológico. Y como el «quién» no consigue ser consciente de la situación, y se evade del análisis global y se autoexcusa, no conseguimos excluir una de las opciones y virar en una sola dirección. Continuamos, por tanto, en esa ceguera conductual de la que nos descargamos sobrecargando lo que nos rodea, a los demás, al entorno, al horizonte, para mantener ese desequilibrado equilibrio que ha originado e instaurado superestructuras, jerarquías, organizaciones, instituciones, en resumen, elementos de presión a todos los niveles. Nos gustarán poco o nada, pero priman una de las tendencias sobre la otra y, así, sin que tengamos que asumir responsabilidades trascendentales, nos tranquilizan, más o menos a favor de sus provechosos efectos, que no son precisamente los nuestros.