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La jornada Movimiento y seguridad

Al llegar a su cobijo, Harya no removió las telas del fardo en el que iba envuelta la criatura, porque cualquier actividad suya no podía mejorar el trabajo profesional realizado por los asistentes. Además, las ropas que le habían donado como envoltura básica, aparte de las suyas, podían incluir alguna impregnación benéfica. Nadie le había dicho nada distinto de «ya está finalizado» y «puede irse», sin más. Tampoco ella esperaba obtener muchas indicaciones porque todo estaba tasado, considerado, previsto, y solo tenía que incorporar la situación a su rutina, alterada por el reciente acontecimiento y las nuevas perspectivas.

No tuvo tiempo de hacer demasiadas previsiones ya que, poco después de llegar a su cuarto, la oscuridad, estabilizadora de las alteraciones personales acumuladas, cubrió la estancia con la ausencia total de luz, y ella y todos los demás, donde quiera que estuvieran, se retiraron hacia sus vacíos respectivos.

La siguiente jornada, que era de recuperación para ellos dos, transcurrió en el interior del cuarto atendiendo al niño con el material recibido en la caseta, sin necesitar de mucha intervención durante un período que ordinariamente le exigía mayor agilidad, porque se repartía entre los desplazamientos en el transporte y su ocupación en la empresa.

Dentro del cobijo, en cambio, el tiempo parecía ralentizarse y dilatarse, dado que el pequeño no precisaba una constante atención y a ella se le hacía extraño no estar absorta en su tarea ordinaria ante una pantalla. Pero, finalmente, el tiempo transcurrió, todo se disolvió de nuevo en las sombras y ella volvió a retirarse durante otro período de oscuridad, que también formaba parte de la rutina, pero como una pausa imperceptible, hasta que la reaparición de la luz iniciaba otra vez la movilidad para reasumir las actividades programadas.

Al iniciarse la jornada posterior, ya debía reincorporarse a su puesto en la empresa. La oscuridad empezaba a diluirse ante la luz y Harya se encontró desorientada por unos momentos por el rápido contraste entre la excepcional y pausada jornada de adaptación, y la siguiente de rápida actividad. Pero, como las cosas eran como eran y no cabía su análisis, se recuperó con extrema rapidez y cierta preocupación por el tiempo disponible.

Su licencia temporal había sido estable y prevista y no había que poner mucha atención en lo habitual, por más inhabitual que fuera en alguna ocasión. Todo estaba programado, planificado, sin lugar para las dudas individuales. Aunque a ella le hubiera sobrevenido una circunstancia excepcional, tenía que encaminarse otra vez hacia su ocupación ordinaria, su tarea y su pantalla, lejos de la estancia.

Se movilizó a toda prisa, pues ignoraba si se había retrasado a pesar de su reiterada costumbre de iniciar con puntualidad un desplazamiento sistemático. Corría cierto riesgo si no había percibido los avisos sonoros que se daban en la estancia, anunciando el inicio de la nueva jornada. Si la campana de atención había resonado tres veces, su recuperación del período de oscuridad se habría dilatado y el retraso afectaría a su llegada al transporte, dando lugar a la impensable situación de perderlo y caer en una falta por la que se le impondría una penalidad ignorada. Mas el azar quiso tranquilizarla cuando repicó la campana una vez, como un primer aviso, gracias al destino. Así que se había recobrado de forma adecuada y puntual, quizá porque pudo prever y anticipar involuntariamente el momento oportuno por un simple reflejo profundo originado por una larga costumbre.

Terminó los preparativos con rapidez, acomodó un poco al niño, que no protestaba, y en ese momento asumió que él significaba importantes mejoras para ella. Comprobó su propio estado físico, a fin de enfrentarse al camino a emprender y se aceptó. Ya tenía preparado un bulto con una poca ropa, por si necesitaba algún repuesto, cuando sonó la campana de la segunda vez. Entonces situó al pequeño en la bolsa que colocó colgando por delante de ella, preparada como una cuna de movilidad, calculó el tiempo y la distancia, asió el fardo de viaje y se deslizó al exterior, oyendo sisear la puerta al cerrarse automáticamente a sus espaldas.

Aunque estaba acostumbrada a sus movimientos cotidianos, no había tenido mucha suerte con la parada del transporte, alejada de su cuarto más de dos mil pasos, pero podía llegar allí en buenas condiciones si empezaba a caminar enseguida, evitando las prisas para no forzar su cuerpo en sobrecarga y eludir la fatiga.

Al iniciar el camino, intentó acompasar un ritmo adecuado bajo una oscuridad aún densa, donde retazos de niebla agrisaban el entorno según se iba insinuando la proximidad de la luz, todavía insuficiente. Pero conocía bien su ruta habitual y, además, en esos momentos de movilidad de todos los estancieros, estaba conectada la débil luminaria de una farola situada arriba y de otra que se podía entrever abajo, al final de la ruta, ambas automáticamente encendidas cuando sonaba el primer toque de aviso en la estancia y desconectadas cuando el transporte iniciara el viaje con su carga.

Era un desplazamiento seguro porque muchos otros estancieros seguían la misma vía, algunos bajando juntos como un clan familiar, pero la gran mayoría eran singulares, como ella lo había sido antes. Bueno, ella seguía siendo una singular, solo que acompañada por una criatura, pues no existía aún comunicación entre ellos y no formaban realmente un clan, o tal vez sí, era difícil conocer las normas vigentes después de las últimas reformas establecidas tiempo atrás, que habían modificado casi todas las anteriores.

La costumbre era el silencio durante el recorrido, porque no había relaciones personales entre la gente de la estancia. Aunque coincidieran habitualmente en el transporte, el sigilo también era la norma durante el desplazamiento. Después de llegar a su destino, nunca se veían, no se recordaban o se ignoraban durante la jornada, repartida la multitud en sus distintos sectores, puestos y tareas. Y se interesaban aún menos al viajar de regreso hacia el período de oscuridad, todos concentrados de antemano en la llegada a sus cuartos de reposo. Por coincidentes que fueran los trayectos, uno se desplazaba centrado solo en sí mismo, como un sistema adecuado para un tipo de estructura organizativa basada en la singularidad, preventivo de conflictos o disidencias.

A estas alturas de la evolución, pocas preguntas fundamentales en nuestras pequeñas vidas quedan por contestar. Quién soy: soy quien está aquí ahora. De dónde vengo: de donde me hayan traído. Adónde voy: adonde deban dirigirme. Qué había antes: los que estuvieron primero. Qué habrá después: quienes estarán luego. Qué será de mí: lo que era antes de mí. Qué tengo: lo que me encontré. Qué dejo: lo que tenía. Consecuencia resumida: toda contestación a toda pregunta está establecida, así que no hace falta recurrir a nada trascendente. El Todo está fundamentado en sus propios cimientos y respecto del mismo uno es un extraño mal tolerado, solo admitido a prueba y aceptado en tanto en cuanto se cumpla una actividad funcional de su interés, que no del tuyo. El tuyo es pasar. Pasar es una obligación con la que todos cumplimos, sin siquiera plantearnos la menor duda, como bien le conviene al responsable de toda esta movida, ya sea si se trata del ignorado dueño de la «pequeña mota azul, en la distancia», como cierto mundo ha sido definido por un científico, o sean otras minucias espaciales similares o paralelas, si las hay. Siendo además tan pequeña la motita que es como una piedra mojada girando, como una peonza, en una esquina de su galaxia, que brilla igual que otros cuantos miles de millones de otras similares, y es ahí donde se aloja la roca azul, en la apartada y desordenada curva iluminada por los últimos astros del sistema. Así que tal parece que siempre estuviera a punto de ser expulsada fuera del sistemita solar, que es también uno entre otros cuantos miles de millones parecidos o no, más grandes y más pequeños, esto es, de lo más vulgar que hay en el espacio infinito, donde cualquier medida es gigantesca. Y ahí la motita azulada, situada en un punto de equilibrio geofísico inestable, se mantiene a medio camino entre la barbacoa solar y el congelador espacial, dependiendo de los trastornos explosivos de su propia combustión interna y a la espera de que aparezca un meteoro migrante que se le encare. Así que lo que buenamente se desarrolla en tales condiciones —que puede ser el mundo conocido— o es un experimento, o es un instante inaprensible, o una simple pelotita musgosa casual, sin poder aclarar o cambiar la incertidumbre sobre su razón o su esencia.

Desplazados

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