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Mi encuentro con el phowa

Comprender mi experiencia con el phowa y cuanto voy a compartir en este libro exige empezar por explicar el modo a través del cual llegué a esta práctica ancestral de budismo tibetano.

Para mi aproximación al phowa han sido esenciales mi formación y entrenamiento previos en zen y yoga. Ambas disciplinas me enseñaron a mantener mi mente enfocada, a distanciarme del propio pensamiento convirtiéndome en un observador del mismo y a estar ampliamente familiarizado con ideas y conceptos que el phowa da por supuestos. Junto a ello, los retos y el rigor que alguna de mis iniciaciones me han exigido han hecho que el camino recorrido con el phowa se allanase de forma natural. Gracias a ello, todo cuanto comparto ahora ha pasado por un largo proceso de asimilación junto a mi propio crecimiento personal.

Desde muy joven he sentido la trascendencia como algo inherente a mi naturaleza y a la de todo cuanto existe. Siempre he creído que cuanto vemos no es más que la punta de una inmensa realidad, sostenida por algo que está más allá de nuestra comprensión e indudablemente de lo que nuestros sentidos y nuestra tecnología más avanzada son capaces de captar y medir. Nunca he tenido que quebrarme la cabeza con ello, ni he tenido que someterme a dialécticas interminables que no llevan a ningún lugar. Sencillamente sabía, o mejor dicho, sentía que la realidad percibida es apenas la superficie de un vasto océano.

Este enfoque me sirvió de aliciente para buscar información y ampliar mi punto de vista y comprensión de las cosas y así profundizar más en lo que iba explorando y experimentando por mí mismo.

En muy pocas ocasiones he podido charlar de forma distendida con personas cuya actitud les permita cuestionarse las creencias más comunes sobre la existencia y lo que hay más allá. Son pocos los que abordan estos temas con fundamento y rigor.

Soy activamente curioso, he encontrado temas de verdadero interés para mí y no he parado hasta profundizar todo lo posible en esos contenidos, especialmente porque me apasionan. Temáticas tan variadas como la biología, la psicología transpersonal, las técnicas de meditación, los mal llamados «estados alterados de conciencia5» y, en otro orden de cosas, actividades deportivas técnicas como el vuelo o el buceo... y, muy especialmente, todo aquello que permite a la conciencia crecer. Porque todo cuanto vamos a exponer aquí, en el fondo, no trata de otra cosa más que de la consciencia.

El año 1993 fue un año verdaderamente especial. Hay un punto de inflexión en mi historia antes y después del mismo.

Transcurría el mes de junio cuando un queridísimo amigo mío, un cura católico al que yo por aquel entonces tenía como alumno en clases de antropología y psicología social, quedó conmigo para dar un largo paseo por un precioso parque para charlar con cierta profundidad.

Hablamos de muchas cosas y en aquella conversación él pudo constatar mi profundo sentido espiritual. Fue en aquel contexto en el que me habló de la meditación zen, en la que él se había iniciado hacía ya algunos años. Aquello despertó mi curiosidad y quise conocer de primera mano en qué consistía.

En octubre de aquel mismo año me sometía a la que sería mi primera iniciación en la práctica del zen en el único zendo6 que había por aquel entonces en nuestro país (en Brihuega, Guadalajara), realizando mi primer sesshin7 de cinco días.

A partir de ahí, la búsqueda sería incesante, a veces a un ritmo frenético, otras a un ritmo más pausado. El descubrimiento ya estaba hecho y el mundo para mí, la vida, la muerte y todas las grandes preguntas de la Humanidad, se convertían en el eje central de mi existencia. Todo lo demás, aunque necesario e importante, pasaría a ocupar desde entonces un lugar secundario.

Mi encuentro con el phowa fue muy sencillo y moderado. En el año 2000 me encontraba leyendo con enorme interés la versión escrita por Sogyal Rimpoché del Libro Tibetano de la Vida y de la Muerte [3], en el que tuve ocasión de profundizar mucho a partir de ese momento.

Sobre el contenido de esta obra, su origen y demás aspectos vinculados, nos extenderemos más adelante. De momento solo apuntaré que se trata de un texto escrito originalmente en el siglo VIII, cargado de todo el simbolismo, la mitología y la cultura ancestral de aquellas tierras.

Leyendo llegué a una página donde me encontré, de manera muy discreta, la práctica del phowa descrita en apenas unos pocos párrafos. La leí con toda atención y de alguna forma esa información quedó fijada en mi mente como tantas otras joyas de esa magnífica obra.8

No había transcurrido demasiado tiempo cuando, lamentablemente, la muerte vino a visitar mi entorno más cercano, siendo mi padre uno de los primeros en partir.

Recuerdo viajar hasta mi ciudad natal, la tristeza de aquellos días y muy especialmente la misa a la que acudieron numerosas personas. En aquel funeral viví con gran extrañeza el hecho de que la persona que oficiaba introdujese el nombre de mi padre en sus textos, haciendo alguna alusión directa a su persona sin conocerlo. Aquello me resultaba vacío y no hacía honor a la memoria del que hasta hacía unas pocas horas antes había sido mi padre. Allí faltaban muchas de sus mejores cualidades y sucesos maravillosos de su biografía que yo hubiera compartido gustoso con las personas que nos acompañaban. Comprendo completamente que esto es lo normal en cualquier funeral pero aquella vez me resultó insuficiente.

Al cabo de unos días, ya de regreso a mi hogar, mientras trataba de encajar la pérdida, de algún modo vino a mi memoria aquel escrito tibetano y la práctica que el mismo describía. No lo dudé y empecé a introducir mi particular forma de phowa junto a mis meditaciones diarias, enfocándola en la memoria de mi padre. Lo hice durante unas cuantas semanas.

De aquellos días recuerdo llegar a sentir su presencia junto a mi esterilla, como si él estuviera físicamente a mi lado; esa experiencia, por su intensidad, llegaba a distraerme. No obstante, habituado a la disciplina de la meditación, redoblaba mi concentración y enfoque para continuar con el ejercicio. Siendo fiel a mi entrenamiento, cualquier experiencia subjetiva o sensación, cualquier pensamiento diferente de la práctica en la que me enfocaba —incluso aunque a mi mente acudiese no sé qué información sorprendente—, todo, absolutamente todo lo que no tuviera que ver con seguir el protocolo marcado por el phowa, era una distracción. Ante la distracción aplicaba disciplina, reenfoque y seguía adelante con el trabajo.

Las experiencias se mantuvieron en el plano de lo subjetivo mientras yo pasaba aquellas semanas realizando phowa para mi padre. Uno de aquellos días en que me encontraba en el salón realizando mi práctica, la experiencia había sido igual a cualquiera de las anteriores. Ya había terminado y de hecho comenzaba a estirar mis piernas y a moverme, con el propósito de levantarme y seguir con el día a día. En aquel preciso momento, mi pareja abrió la puerta y, sin llegar a entrar, soltó una exclamación. Yo la miré y a continuación ella me dijo: «¡Caray, cómo huele a Paco!»9. Sí, ella sin saber lo que yo hacía, acababa de percibir objetivamente algo que yo venía notando en repetidas ocasiones: el olor particular de mi padre que impregnaba la habitación. Y es que él solía hacerse una combinación de alcohol con hierbas, por lo que desprendía siempre un olor muy personal.

Aquella práctica para mi padre —aunque no llegué a cumplir los cuarenta y nueve días prescritos— me permitió captar algunas cosas importantes.

No me cabía duda de que estaba realizando un trabajo que, tras su aparente sencillez, desplegaba una intensa experiencia. Aparte de ello, mi duelo se elaboraba de una forma fluida, muy natural e integrando los hechos con plena consciencia. Durante esos días que pasé enfocado en la memoria de mi padre, yo tenía un espacio de total intimidad y profunda serenidad para que el flujo de mis emociones pudiera manifestarse libremente, sin forzar nada, simplemente dejando el espacio necesario.

Junto a ello, al recorrer los pasos del phowa se actualizaba completamente mi relación con esa entidad. Recordé escenas vinculadas a él y a mi propia biografía compartida, de las que ya no guardaba recuerdo consciente. De pronto, se me revelaba el alto impacto que habían supuesto en nuestras vidas. Además, entraron en mi mente recuerdos, experiencias —o no sé ni cómo definirlo— que pertenecían a la historia de mi padre, a su juventud y a la infancia que yo no había compartido con él —por razones obvias— y que entonces se me presentaban con detalles y circunstancias para mí desconocidas pero que hacían que su posterior trayectoria ahora me resultase más comprensible y lógica. Eran sucesos que daban sentido a lo que había sido su existencia terrena y que me surgían como un recuerdo propio y subrayaban la relevancia que habían tenido para él.

Por último, a medida que pasaban los días y mi praxis progresaba, percibía cambios en el estado de aquella entidad, como si su esencia fuese modificándose. Hasta nuestra relación cambiaba. De alguna manera aquella persona que había sido mi padre, poco a poco se iba transformando en otra cosa, en una entidad que cobraba independencia de nuestra relación pasada y se iba convirtiendo en un ser más amplio y profundo. Entre nosotros quedaba sellado un vínculo desde el amor; la relación filial ya no tenía cabida, empezaba a no significar nada.

Esas eran las sensaciones que iba acumulando, ya fuesen producto de mi experiencia subjetiva, meras creaciones de mi mente, o que verdaderamente yo estuviese siendo testigo de la transformación que experimenta aquel que trascendía.

Lo importante es que a partir de aquella primera experiencia, la práctica del phowa se convirtió en un acto que yo empecé a ejecutar con cierta frecuencia cada vez que acontecía una muerte próxima a mi entorno, para un familiar, un amigo o un conocido por el que yo sintiese al menos un cierto afecto (o incluso para mí, como más adelante explicaré).

Así fueron las cosas hasta que llegó el momento de practicar para Palmira, mi madre.


5 Deberíamos hablar mejor de «estados modulados de la consciencia», es decir, estados en los que la consciencia está focalizada en extremo (p. ej. estados de pánico) frente a «estados expandidos de la consciencia» (p. ej. estados estáticos o de comunión).

6 Zendo es un término japonés que se puede traducir aproximadamente como «escala de meditación».

7 Retiro de varios días para la práctica intensiva de la meditación zen.

8 Sogyal Rimpoché (el término «Rimpoché» quiere decir «reencarnación reconocida») fue un lama tibetano que se trasladó a Occidente para formarse como médico. En esta obra nos propone innumerables prácticas y ejercicios de una riqueza extraordinaria. Desvela los principales significados del Libro Tibetano de la Vida y de la Muerte y muchísimos otros contenidos relacionados con el tema. Es una obra central para todo aquel verdaderamente interesado en adentrarse en el tema de la muerte, la trascendencia y estos asuntos que nos ocupan.

9 Forma coloquial de Francisco, que era el nombre de mi padre.

Phowa

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