Читать книгу Phowa - Óscar Mateo Quintana - Страница 13

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Palmira

Desde aquella experiencia con mi padre, se sucedieron más oportunidades de practicar phowa. Aquello, sin yo ser muy consciente, hizo que mi técnica de algún modo se fuera perfeccionando. Mientras, seguía avanzando e iniciándome en métodos de meditación más potentes, por lo que el enfoque de mi mente en condiciones normales no era un problema, y si se producían experiencias subjetivas, yo no me dejaba influir por ellas ni me distraía de mi propósito.

La vida de Palmira fue azarosa. Sus padres, debido a la Guerra Civil y a la Segunda Guerra Mundial, salieron del país en dirección a Francia en primer lugar, para luego viajar a Argentina; de ahí que ella acabase naciendo en Buenos Aires. Allí pasó la infancia casi hasta la adolescencia, regresando finalmente al país de origen de sus padres cuando las cosas ya parecían más asentadas. Aquí conoció al que luego sería mi padre y formaron una familia, que tras vivir algunos años en el Norte de África, regresaría para terminar asentándose en una bonita ciudad costera al Noroeste de la península.

Ella dedicó su vida básicamente al cuidado de la casa, de los hijos y de su madre, que pasaría toda su vida con nosotros. Disfrutó de buena salud hasta la última etapa de su vida, en la que terminaría inválida y perdiendo facultades esenciales como el habla. Aquel final resultó muy duro para todos, en especial cuando llegó el momento de tomar la dolorosa decisión de ingresarla en una residencia.

Recuerdo con particular tristeza los viajes y las visitas a la residencia para acompañarla y sacarla de allí, dando largos paseos. Las conversaciones sin respuesta en las que siempre tenía la sensación de que, bajo aquel deteriorado e inerte cuerpo, permanecía una mente lúcida aunque completamente resignada a su forzoso aislamiento.

Los últimos días fueron una espera agónica hasta que mis hermanos me llamaron para darme la noticia de su fallecimiento (el jueves 4 de septiembre de 2008).

Al día siguiente viajamos hasta allí y a nuestra llegada sus restos ya se encontraban en el tanatorio siempre hemos preferido la cremación, aunque nunca he tenido claro que el tiempo que transcurre entre esta (y el óbito sea el adecuado). Así se procedió aquel sábado, unas cuarenta horas después del fallecimiento.

Aquellas largas horas simplemente pasaron cumpliendo con los protocolos sociales oportunos, con gran afluencia de gente por ser mis hermanos muy conocidos en aquella ciudad. Recuerdo también las típicas llamadas de personas vinculadas a mi trabajo, en las que, tras las frases formales, la conversación se desviaba inmediatamente hacia las obligaciones laborales, los plazos de entrega de algún asunto, los proyectos a la vista y, en fin, la negación tanto de la vida como de la muerte. Abundantes mensajes con el deseo de que me incorporara rápidamente a la rutina como forma de borrar el suceso cuanto antes. ¡Cuánta negación! ¡Cuánta locura! ¿Cómo se puede despedir alguien de su madre y volver a la rutina como si no hubiera pasado nada en apenas unas horas? Y de ser ello posible, ¿qué clase de persona hay que ser para comportarse así?... Qué decir de la persona que se queda viuda o de los padres que pierden un hijo.

La misma tarde del sábado en la que mi madre fue incinerada comenzó mi práctica de phowa. Esos días estuvimos invitados en casa de mi hermano y, esa tarde, uno de los nietos mayores, que ya se había interesado por mis técnicas de meditación, quiso participar conmigo en el ejercicio.

Así, nos sentamos los dos en actitud de recogimiento para meditar y luego fui guiando los pasos a través de las visualizaciones necesarias para realizar el primer día de phowa.

Al día siguiente se celebró el funeral y en aquella ocasión no lo dudé; le pedí permiso al sacerdote para decir unas palabras al final de su oficio. Resultó ser todo un reto emocional para mí, pero me parecía que era lo justo. Luego, al terminar el sepelio me sorprendió mucho la reacción, tanto de mi familia como de los asistentes, agradeciendo profundamente mi intervención.

Y así cada día, todas las tardes, a última hora, siempre puntual a mi cita, semana tras semana, entraba en meditación y practicaba phowa, esta vez para la que había sido mi madre. Y se sucedieron las experiencias subjetivas; la sentí, la olí, la percibí de todas las formas posibles. Mientras, yo permanecía enfocado en la práctica, inalterable, centrado. Y, siempre al final, se abría un espacio de vacío meditativo, de recogimiento en mi abismo interior dejando fluir pensamientos, ruido mental, emociones, lo que fuera, vacío… vacío. Con el paso de los días el duelo se iba elaborando; el vacío que ella había abierto era aceptado y abrazado. No había nada que rellenar o sustituir, solo aceptar y dejar ir.

Con la práctica tuve ocasión de repasar mi vida junto a ella, desde la infancia hasta su partida. Emergieron escenas sepultadas por el olvido y, como en otras sesiones de phowa, de pronto todas ellas cobraban un significado renovado. Podía comprender con agudeza extrema como aquellos sucesos habían impactado en ella y en sus circunstancias, como en ocasiones la conducta inocente de un niño (escenas de mi propia infancia) había actuado de espoleta para disparar situaciones cuyo alcance ahora me asombraba.

Asimismo, pude evocar a lo largo del proceso como algunos pasajes de su vida habían causado verdaderos surcos de dolor nunca bien curados ni resueltos y como otros momentos habían sido de verdadera dicha y celebración. De algún modo, en ese proceso su alma se desnudó para mí y la mía para ella. Nada había que ocultar, solo que llevar a la consciencia para que esta actuase como un crisol, poniendo cada cosa en su lugar, sin juzgar, simplemente observando, sintiendo y aceptando.

Recuerdo aquella tarde del viernes 24 de octubre con total nitidez; se cumplían cuarenta y nueve días tras la incineración. Llegué a mi casa completamente orientado hacia mi propósito. A esas horas en la casa no había nadie. Como siempre, dejé las cosas en la planta de abajo y me lavé un poco para sentirme limpio y encontrarme cómodo. Me cambié de ropa y subí a la planta alta para permanecer más aislado y hacer la última sesión de phowa para ella. Me encontraba contento por la atención y el mimo que había puesto en mi práctica y con cierta pena porque era el momento de la verdadera despedida. Tras subir las escaleras tomé mi esterilla, realicé unos pocos estiramientos y me senté en mi zafu10 en posición de meditación. Hice algún ejercicio para vaciarme un poco y silenciar el ruido que traía de la actividad cotidiana y comencé a hacer phowa.

La experiencia fluyó fácilmente; sentía el movimiento de mis emociones en mi interior cuidando de no identificarme con ellas. Quería estar centrado y transparente. Recorrí cada etapa del phowa y llegué al final. Volvía a entregar el recuerdo-alma de quien había sido mi madre al Profundo, depositándola allí en común-unión con la Divinidad para finalmente retirarme con respeto de esa visión que me parecía sagrada.

A diferencia de los días anteriores, esta vez me retiraba para no volver, para dejarla marchar definitivamente. Pero, antes de alejarme, debía dejar un vínculo amoroso entre aquella entidad y yo; de esa forma, si yo quería atraer su recuerdo, solo tendría que emitir amor hacia ella. Y así lo hice, desde el centro de mi centro, desde mi pecho, desde el núcleo de mi alma, liberé un sentimiento de amor con el propósito de establecer un puente con ella. Ahora ya no éramos un hijo y una madre, sino dos seres que se habían cruzado y habían llegado a experimentar amor incondicional el uno por el otro, desde la libertad, sin ninguna condición ni esperando nada a cambio. Así debía ser.

Y me retiré respetuoso, despidiéndome hasta siempre. Di gracias por haber recibido el conocimiento de esa práctica maravillosa. Di gracias por haber participado en una experiencia como aquella.

Me recogí en mi vacío y me abismé en un estado semi-extático. De pronto, abajo mi teléfono móvil comenzó a sonar de forma reiterada. Permanecí impasible, en mi centro, regodeándome en aquella sensación de satisfacción, de paz, de serena tristeza a la vez que de gran plenitud y bienestar. Y, mientras, el teléfono no dejaba de sonar.

Sin prisas salí de mi estado meditativo. Inspiré profundamente, comencé a desentumecer mi cuerpo, abrí mis ojos y me dejé inundar de nuevo por la realidad. Verdaderamente sereno bajé las escaleras y me dirigí a la cocina, donde había dejado el móvil, para atender aquella llamada. Lo activé y en la pantalla apareció la siguiente identificación de llamada: «MOV MAMÁ».


10 El zafu es un almohadón, generalmente redondo, muy denso y firme, que se emplea en la práctica de la meditación zen, para permanecer sentados largo tiempo.

Phowa

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