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El reto que plantea el fin de la vida

«Yo estaba consciente en el vientre de mi madre.

Por un lado, quería expresarme como ser humano,

pero por otro lado, no lo deseaba,

pues sentía que yo era espíritu».

Paramahansa Yogananda,

La mayoría de las veces en que nos enfrentamos en la vida a un acontecimiento que nos pone a prueba, de esos que hacen brotar nuestras dudas más profundas, podemos crecer como seres humanos porque detrás de esas experiencias nos esperan grandes oportunidades para conseguirlo.

Son esos retos que posponemos, esas decisiones que no acabamos de tomar, los cambios de rumbo que sabemos imprescindibles para seguir avanzando y que tanto nos cuesta hacer, los que nos hacen salir de nuestras sombras, y es tras ellos donde se oculta una gran luz para nosotros. Una vez pasemos por ello obtendremos la paz y la serenidad que deseamos volver a sentir. La única condición es pasar por esa tormenta interior y afrontar eso que tanto tememos, porque es el umbral que nos separa de una nueva vida.


Tanta es la resistencia que ponemos para pasar por la experiencia como grande es la recompensa que nos

espera al otro lado.


Además, ocurre que, aunque la persona trate de dar la espalda a esos retos, la vida le va cercando y cerrando opciones en la misma medida en que ella se esfuerza por huir de ellos. Súbitamente, lo personal, lo profesional, las relaciones, la economía, todo parece colapsar. Es como un extraño maleficio en el que, a mayor deseo de confort, mayores son las presiones a las que la vida te somete.

En el momento en que la persona hace un primer gesto para afrontar esas pruebas vitales y toma la decisión de atravesar su particular tormenta, así de rápido las circunstancias empezarán a cambiar, abriéndose nuevas oportunidades allí donde antes solo parecía haber muros. En este sentido afirma Viktor E. Frankl: «…cuando nos enfrentamos a un destino que no podemos cambiar, estamos llamados a dar lo mejor, elevándonos por encima de nosotros mismos y creciendo más allá; en una palabra, a través de la propia transformación… y viendo en la transitoriedad de la vida un incentivo para emprender una acción responsable» [4].

Quizás la vida nos envía contundentes mensajes a través de estas pruebas: «¡Experimenta!» «¡Crece!» Todo lo demás está en segundo lugar.

Lo que se aplica al individuo, se aplica a la sociedad en la que este se encuentra inmerso.

Creo que podemos estar de acuerdo en que empieza a ser necesaria una revisión profunda del modo en que vivimos en Occidente. Cuestiones como el respeto al medioambiente, crear sistemas económicos que no generen crisis periódicas o pasar algunas décadas verdaderamente en paz y prosperidad, podrían ser los retos en los que como sociedad deberíamos enfocarnos seriamente.

Pero, entre todas esas cuestiones esenciales, hay una en especial que la sociedad no parece manejar con soltura. Es una cuestión que requiere ser afrontada porque hacerlo nos daría acceso a una nueva luz, a una existencia más rica y plena. Me refiero a como manejamos la muerte y todo cuanto se vincula a ella. Sencillamente procuramos vivir de espaldas a ese trascendental suceso, ocultando su manifestación todo lo posible.

Más aún, manejamos este asunto con una curiosa ambigüedad. En lo cotidiano, en el entorno cercano, tratamos de pasar de puntillas por ello, que no nos roce demasiado, para que las cuestiones que nos lanza a la cara no nos pongan en la tesitura de tener que pensar sobre ellas. Las noticias están llenas de desastres humanos que nos llenan de pavor. Compartir todos esos sucesos sin más, sin ofrecer compromisos para que no vuelvan a ocurrir jamás o para que las causas de esos desastres se reparen de inmediato y para siempre, se convierte en un acto de profunda inmoralidad por parte de la sociedad que los divulga, que añade miedo e incertidumbre sin ofrecer soluciones ni respuestas. En este punto nos encontramos.


Al menos en lo individual, sí que podemos plantearnos un cambio importante. Tener siempre presente que nos encontramos de paso, como meros invitados, plantea cuestiones tan profundas sobre la existencia que representan en sí mismas una enorme oportunidad para el crecimiento.


Vivir desde la única perspectiva de ver esta vida como un suceso garantizado es mantenerse en un estado de gran inconsciencia. Es como viajar pensando que el depósito de tu vehículo es inagotable, sin tener en cuenta, además, que ese depósito no lleva un dispositivo que indique su carga ni cuándo se va a terminar esta, ni cómo de lleno estaba el tanque antes de partir. Piénsalo un poco: las decisiones que tomarías a lo largo de tu viaje no serían las mismas si pensaras que este podría ser el último trayecto. Decidir siempre desde este punto de vista lo cambia todo: te hace más exigente con tus decisiones, te obliga a estar siempre despierto, te hace más abierto a los giros inesperados del camino y, desde luego, más agradecido, porque cada tramo añadido es una perla que atesoras.

A lo largo de la Historia de la Humanidad, la práctica totalidad de las grandes civilizaciones han abordado este asunto con profundidad. Desde los primeros homínidos, tenemos importantes vestigios que apuntan a un sentido incuestionable de trascendencia: enterramientos que siguen patrones y ritualizan el acto de morir, individuos que realizaron mayores esfuerzos construyendo tumbas megalíticas que hogares duraderos, etc.

Toda la tradición milenaria de los chamanes, desde las estepas siberianas hasta las llanuras de Norteamérica, nos habla de elaborados rituales para entrar en contacto con los muertos, además del hecho de que estas culturas cuidaban con gran detalle tanto los funerales como los lugares en los que depositaban los cuerpos de sus ancestros.

Un caso excepcional es la cultura egipcia, que prácticamente se planteaba la presente vida como una preparación para optar a la vida eterna tras franquear airosamente el umbral de la muerte. Con tal fin desarrolló todo lo posible técnicas para la preservación del cuerpo mediante la momificación y creó rituales funerarios muy sofisticados, basados en un elaborado conjunto de instrucciones sobre lo que debía hacer el finado tras abandonar el cuerpo para poder superar airosamente las pruebas y el juicio de los dioses, y optar así a la vida eterna, instrucciones que se recogían en un conjunto de sortilegios llamados Peri Em Herú1 (traducido como El Libro Egipcio de los Muertos) [5].

Pero no creas que la historia acaba ahí; tenemos propuestas como la que nos ofrece el budismo, que plantea sucesivas existencias a través de conceptos como el de la reencarnación. Incluso aquí, en Occidente, entre los siglos XIV al XVI, dispusimos de una obra ampliamente difundida, conocida como El Ars Moriendi, un verdadero manual sobre cómo tratar y asistir al moribundo, además de como facilitar instrucción al vivo para preparar su propia muerte.

No es el momento de hacer un recorrido exhaustivo a lo largo de la Historia en relación a este asunto pues habría muchísimo de qué hablar. Solo trato de que comprendas que probablemente la sociedad occidental de hoy día sea la que peor preparada está para afrontar la muerte, su significado y todo cuanto tiene que ver con el fin de lo que llamamos «vida».

Así pues, revisar nuestra forma de ver la vida, ampliando nuestra perspectiva sobre la muerte, nos abrirá nuevos caminos de crecimiento personal y social.


1 El conservador del Museo Británico, Ernest Wallis Budge, quien obtuvo para el citado museo el que probablemente sea el papiro con este contenido más conocido en el mundo, vino a referirse a estos textos bajo el nombre El Libro Egipcio de los Muertos. A partir de entonces se popularizó esta traducción, que lamentablemente se aleja mucho del verdadero significado del Peri Em Herú, que textualmente quiere decir: «El Libro de la Salida a la Luz».

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