Читать книгу Séneca - Seneca - Страница 12

Оглавление

CONSOLACIÓN A MARCIA

Si no te supiera, Marcia, tan alejada de la debilidad del carácter femenino [1 ] como de sus demás defectos, 1 y que tus costumbres se tienen como un ejemplo antiguo, no me atrevería a enfrentarme a tu dolor, en el que incluso los hombres de buen grado se estancan y languidecen, ni habría esperado, en una ocasión tan desaconsejable, ante un juez tan desfavorable, frente a una acusación tan desagradable, poder conseguir que absolvieras a tu suerte. Me dieron seguridad tu fortaleza de espíritu, ya puesta a prueba, y tu valor, que demostraste en una dura experiencia.

No es ningún secreto cómo te portaste con tu padre, al que quisiste [2] no menos que a tus hijos, salvo que no deseabas que les sobreviviera. Y no sé si lo llegaste a desear, pues un gran afecto se permite algunas licencias contrarias a las buenas costumbres. Demoraste todo lo que fuiste capaz la muerte de tu padre, Aulo Cremucio Cordo. Cuando se te hizo evidente que, asediado por los secuaces de Sejano, sólo le quedaba esa forma de escapar a la esclavitud, no aprobaste su decisión sino que la acataste, derrotada, y derramaste lágrimas en público y reprimiste gemidos, sin duda, pero no los disimulaste bajo un rostro risueño; y esto en aquella época en que era signo de gran piedad no hacer nada impío.

De hecho, en cuanto el cambio de los tiempos te ha dado la menor [3] oportunidad, has puesto de nuevo a disposición de los hombres el talento de tu padre, que había sido condenado, y lo has rescatado de la muerte auténtica y has devuelto al recuerdo de las gentes los libros que aquel valerosísimo varón había escrito con su sangre. Has prestado un inmenso servicio a la ciencia romana: en su mayoría habían sido pasto de las llamas; inmenso a la posteridad, a la que la verdad de los hechos, que tan cara costó a su autor, llegará incontaminada; inmenso a él mismo, cuyo recuerdo se mantiene y se mantendrá mientras se valore el conocimiento de lo romano, mientras haya alguien que quiera volver a los hechos de sus antepasados, alguien que quiera saber qué es un varón romano, qué uno insumiso cuando ya todas las cabezas estaban rendidas y uncidas al yugo de Sejano, qué es un hombre independiente [4] por su forma de ser, por sus ideas, por sus obras. Un enorme perjuicio, por Hércules, habría sufrido ya la República si no hubieras sacado a la luz al que estaba condenado al olvido por dos excelentes cualidades, el don de palabra y la independencia: ahora se ve leído, está en su plenitud, no teme en absoluto el paso del tiempo, pues se ve acogido en manos de los hombres, en sus corazones; en cambio, de sus verdugos, incluso sus crímenes, lo único por lo que se han ganado el recuerdo, serán pronto pasados en silencio.

[5] Esta grandeza de tu espíritu me ha impedido tener en consideración tu sexo, tu rostro, del que se enseñorea una tristeza ininterrumpida por tantos años, desde que lo ensombreció por vez primera. Y advierte hasta qué punto no quiero yo cogerte a traición ni fabricar un fraude contra tus sentimientos: he traído de nuevo al recuerdo desgracias pasadas y, para que te dieras cuenta de que también va a curarse el golpe de ahora, te he mostrado la cicatriz de una herida igual de profunda.

Así pues, que otros se anden con miramientos y lisonjas: yo he determinado batirme con tu aflicción, y a tus ojos agotados y cansados que, a decir verdad, derraman lágrimas ya más por rutina que por añoranza, les pondré freno sólo con que te prestes a los remedios, si es posible, y si no, incluso mal de tu grado, por más que retengas y te [6] aferres a tu dolor, que te has hecho perdurar en lugar de tu hijo. Pues ¿cuándo va a cesar? Todo se ha intentado en vano: las reiteradas recomendaciones de tus amigos, los ejemplos de varones insignes y parientes tuyos, tu afición a los estudios, virtud que heredaste de tu padre, atraviesan tus oídos sordos con un consuelo ineficaz y que apenas sirve para una distracción fugaz. Incluso el remedio natural del tiempo, que arregla aun las peores tribulaciones, ha perdido su fuerza [7] sólo contigo. Ya han transcurrido tres años y entre tanto no ha cedido un ápice de su primer impulso: el luto se renueva y reafirma día a día, ya ha adquirido derechos con su permanencia y se ha prolongado hasta el punto de que le parece vergonzoso concluir. Al igual que todos los vicios quedan profundamente enraizados si no se reprimen en cuanto se insinúan, así estas penas y desdichas, ensañándose consigo mismas, acaban alimentándose de la propia amargura, y el dolor se convierte en malsano placer del espíritu desventurado. Así pues, yo habría deseado encargarme de tu curación en los primeros momentos; [8] con una medicina más suave se habría tenido que debilitar una virulencia que aún estaba incubándose: con más empeño hay que luchar contra los males ya arraigados. En efecto, también la curación de las heridas es sencilla mientras la sangre está aún fresca; cuando, al gangrenarse, han derivado en una úlcera maligna, entonces se cauterizan, se abren hasta el fondo y acogen los dedos de los que las escudriñan. Ahora ya no puedo tratar con cortesías ni delicadezas un dolor tan endurecido: hay que amputarlo. 2

Sé que todos los que pretenden aconsejar a alguien empiezan por [2 ] las normas y terminan con los ejemplos. Conviene a veces cambiar esta costumbre, pues con cada uno hay que obrar de manera distinta: a unos los convencen los razonamientos, a otros, que se quedan fascinados ante hechos espectaculares, hay que presentarles unos nombres ilustres y una autoridad tal que no les dejen libre el espíritu. A ti te [2] pondré delante de los ojos dos ejemplos preclaros de tu mismo sexo y época: el de una mujer que se dejó arrastrar por el dolor y el de otra que, aun alcanzada por un infortunio similar, pero por una pérdida más grave, no permitió, con todo, que sus desgracias la dominaran mucho tiempo, sino que prontamente restableció su espíritu a su estado normal. Octavia y Livia, la una hermana de Augusto, la segunda [3] su mujer, perdieron un hijo en plena juventud, cuando cada una tenía fundadas esperanzas de que llegaran a príncipes: Octavia a Marcelo, 3 en quien su tío y a la vez suegro empezaba a apoyarse, a descargar en él el peso del poder, un joven de espíritu despierto y gran talento, pero de una sobriedad y moderación no poco admirables, considerando tanto su edad como sus riquezas, trabajador, desafecto a los placeres, capaz de soportar todo lo que su tío hubiera querido imponerle y, por así decirlo, edificar sobre él: había escogido atinadamente unos cimientos [4] que no cederían bajo peso alguno. Ella durante toda su vida no dejó de llorar y lamentarse, y no admitió palabra alguna que le ofreciera algún consuelo, ni siquiera permitió que la distrajeran; pendiente de una sola cosa y completamente obsesionada, estuvo toda su vida como en un funeral: no digo que no se atreviera a rehacerse, sino [5] que rehusó ser ayudada y consideró una segunda pérdida el privarse de las lágrimas. No quiso tener ningún retrato de su hijo amadísimo ni que se lo mencionaran. Aborrecía a todas las madres y sobre todo dirigía su furor contra Livia, puesto que le parecía que había pasado al hijo de ésta la ventura que se había prometido para sí. Se habituó completamente a las tinieblas y a la soledad, sin atender siquiera a su hermano, rechazó unos poemas escritos en honor de Marcelo 4 y otras honras a sus obras, y cerró sus oídos a todo consuelo. Tras alejarse de sus tareas propias y desdeñar hasta la buena estrella, que tanto resplandencía entonces, del poder de su hermano, se enterró en vida y no se dejó ver más. En una ocasión en que estaban sentados con ella sus hijos y nietos no se quitó el vestido de luto, no sin agravio de todos los suyos, pues teniéndolos vivos aparentaba estar sola en la vida.

[3 ] Livia había perdido a su hijo Druso, 5 destinado a ser un gran príncipe y ya un gran general: había penetrado hasta el interior de la Germania y los romanos habían plantado su enseña allí donde apenas se tenían noticias de que hubiera romanos. Había muerto en campaña, mientras sus propios enemigos lo honraban durante su enfermedad con un respetuoso armisticio, sin atreverse a desear lo que más les convenía. A esta muerte, que él había afrontado en defensa del Estado, se sumaba la inmensa pena de los ciudadanos y las provincias, y de Italia entera, a través de la cual había discurrido, entre municipios y colonias volcados sobre su triste deber, el cortejo fúnebre, tal cual un triunfo, hasta la Ciudad. A su madre no le había sido posible alcanzar los últimos [2] besos de su hijo ni las palabras imborrables de su aliento postrero. Largo trecho fue acompañando los restos de su Druso, molesta con tantas piras que ardían por toda Italia, como si otras tantas veces lo perdiera; pero, en cuanto lo dejó en su tumba, a la vez lo enterró a él y a su dolor, y no se dolió más de lo que era correcto o justo considerando que César seguía con vida. En fin, no dejó de mencionar el nombre de su Druso, de evocarlo en todo lugar, privado o público, de hablar gustosamente sobre él, de oír sobre él: vivió con el recuerdo, que no puede conservar ni frecuentar nadie que se lo haya hecho penoso.

Decide pues cuál de los dos ejemplos consideras más adecuado. Si [3] quieres seguir el primero, te borrarás del número de los vivos, ignorarás a los hijos de otros, pero también a los tuyos e incluso al mismo que añoras; aparecerás ante las madres como un presagio funesto, rechazarás las diversiones decentes y admitidas como poco convenientes a tu suerte; te verás encadenada a una luz que aborrecerás y te ensañarás con tu propia vida, acusándola de no arrebatarte y concluir lo antes posible; y lo que es más vergonzoso y extraño a tu espíritu, tenido en mejor consideración: mostrarás que no quieres vivir pero no eres capaz de morir.

Si te acoges a este ejemplo más prudente, más apacible, de la otra [4] noble mujer, no vivirás en medio de sufrimientos ni te consumirás atormentándote. ¡Pues sí que es locura castigarse uno mismo por su desventura y agravarse sus desgracias! También en estas circunstancias demostrarás la rectitud y moderación de tus costumbres que has observado siempre en tu vida: pues incluso para el dolor hay un límite. Y al muchacho mismo, tan merecedor de causarte alegría siempre que se le nombre o recuerde, lo pondrás en posición más favorable si, tal como solía en vida, se presenta ante su madre risueño y con gozo.

Y no te voy a inducir a normas tan estrictas que te aconseje sobrellevar [4 ] lo humano de manera sobrehumana y quiera secar los ojos de una madre el día mismo del funeral. No, sino que me someteré contigo a un arbitraje: la cuestión que vamos a dirimir es si el dolor debe ser profundo o interminable. No me cabe duda de que el ejemplo de Julia [2] Augusta, 6 a quien trataste íntimamente, te complace más: ella te invi ta a seguir su decisión. Ella, en el primer acceso, cuando las desdichas se muestran más impetuosas y desgobernadas, se dejó consolar por Areo, 7 filósofo de su marido, y reconoció que esta acción le fue de gran provecho: más que el pueblo romano, al que no quería entristecer con su tristeza, más que Augusto, quien, con la desaparición de uno de sus dos puntales, se tambaleaba y no era cuestión de hacerlo caer con el dolor de los suyos; más que su hijo Tiberio, cuyo afecto conseguía que en aquel funeral tan amargo y deplorable para todos ella sintiera que no le faltaba nada más que el número.

[3] Así fue, pienso yo, el planteamiento de Areo, así el comienzo de sus conversaciones con esa mujer celosísima guardiana de su reputación: «Hasta este día, Julia, al menos en cuanto sepa yo, compañero asiduo de tu marido, que conozco no sólo lo que se deja traslucir en público sino también todas las más íntimas inquietudes de vuestros espíritus, te esforzaste para que no hubiera nada que alguien te pudiera reprochar; y no lo cumpliste sólo en cosas de importancia, sino en las más triviales, no fueras a hacer algo que luego quisieras que te [4] perdonara la fama, el más independiente juez de príncipes. Y nada hay que considere yo más hermoso que quienes están situados en el más alto rango concedan el perdón en muchas ocasiones y no lo pidan en ninguna. Así pues, también en esta circunstancia debes mantener tu costumbre, no vayas a empezar algo que luego quieras haber hecho de otro modo o de ninguno.

[5 ] »Te solicito y suplico, además, que no te muestres huraña e intratable con tus amigos; pues nada hay que te impida advertir que todos ellos no saben cómo comportarse, si deben o no hablar de Druso en tu presencia, no sea que el olvido de tan notable joven resulte ofensivo [2] para él, o su mención para ti. Cuando nos apartamos de ti y nos reunimos, comentamos sus actos y sus palabras con la admiración a que se hizo acreedor; en tu presencia guardamos sobre él un profundo silencio. Así te privas de tu mayor satisfacción, las alabanzas a tu hijo, que, estoy seguro, prolongarías hasta el fin de los tiempos, si tuvieras posibilidad, [3] aun a costa de tu vida. Por tanto, tolera o, mejor dicho, provoca conversaciones que traten de él y presta atento oído al nombre o al recuerdo de tu hijo; y no lo lleves a mal, según la costumbre de otros que en un infortunio similar consideran que escuchar palabras de con suelo forma parte de su desgracia. Ahora te has inclinado completamente [4] al otro lado y contemplas tu suerte por el peor, sin acordarte de otros mejores. No te vuelves a mirar la convivencia con tu hijo y vuestros gozosos encuentros, ni sus tiernas caricias de niño, ni sus progresos en los estudios: te aferras al aspecto final de los hechos; como si no fuera bastante espantoso en sí, le añades todo lo que puedes. No anheles, te lo suplico, la gloria más depravada: la de parecer la más desventurada. Al mismo tiempo piensa que no tiene mérito mostrarse valiente [5] en la prosperidad, cuando la vida transcurre con rumbo favorable: tampoco una mar calmada y un viento complaciente demuestran la habilidad del timonel, es preciso que sobrevenga alguna contrariedad para poner a prueba su ánimo. Por consiguiente, no te abatas, antes bien asienta firmemente tus pies y aguanta toda la carga que te ha caído encima, por más aterrada que estés con el estruendo primero. Con nada se le hace mayor desplante a la suerte que con un espíritu ecuánime». Tras esto le hizo ver al hijo sano y salvo, le hizo ver a los nietos del que había perdido. 8

Fue tu problema, Marcia, el que allí se trató, Areo estuvo sentado [6 ] a tu lado. Cambia un personaje: te consoló a ti. Pero supón, Marcia, que te ha sido arrebatado más de lo que una madre alguna vez haya perdido: no te halago ni rebajo el quebranto que has sufrido. Si los [2] hados se dejan derrotar por las lágrimas, derramémoslas; que se pase entre lamentos entero el día, que la noche sin sueño la tristeza la consuma; que las manos se lancen sobre el pecho desgarrado e incluso ataquen el rostro y que esta aflicción tan provechosa se ejercite con todo tipo de crueldades. Pero si ningún llanto resucita a los muertos, si el destino inmutable y fijado para siempre no se altera ante la angustia y la muerte retiene todo lo que se ha llevado, que concluya el dolor que de nada sirve. Dominémonos, por tanto, y que no nos saque [3] de quicio esa violencia. Deshonrado está el piloto de un barco a quien el oleaje arrebata el gobernalle, que descuida las velas tremolantes al viento y abandona su nave a la tormenta; en cambio, es de alabar aun en el naufragio aquel al que la mar ha sepultado mientras se aferraba al timón obstinadamente.

«De todos modos la añoranza de los seres queridos es natural.» [7 ] ¿Quién lo niega, mientras que es mesurada? En efecto, con el alejamiento, no sólo con la pérdida, de los seres más queridos se produce una dentellada ineludible, un encogimiento aun de los más firmes espíritus. Pero lo que la imaginación le ha añadido es más de lo que la [2] naturaleza ha ordenado. Mira qué violentas son las añoranzas de los animales y, sin embargo, qué efímeras: el mugido de las vacas se oye un día o dos y no duran más esos correteos sin rumbo ni razón de las yeguas: las fieras, cuando ya han rastreado las huellas de sus crías y recorrido completamente los bosques, cuando ya han vuelto varias veces a sus guaridas saqueadas, apagan su rabia en corto tiempo; los pájaros, aunque han estado haciendo un terrible estrépito alrededor de sus nidos vacíos, al momento reemprenden, ya calmados, sus vuelos. Ningún animal padece una larga añoranza de su cría, excepto el hombre, que colabora con su dolor y sufre no en la medida de sus sentimientos sino en la de sus convenciones.

[3] Y para que veas que no es natural consumirse en lamentos, en primer lugar la misma pérdida hiere más a las mujeres que a los hombres, más a los bárbaros que a los de nación pacífica y sabia, más a los incultos que a los cultos. Ahora bien, lo que ha recibido su fuerza de la naturaleza la mantiene invariable en todos los individuos: está claro [4] que no es natural lo que cambia. El fuego quemará a personas de todas las edades, a ciudadanos de todas las poblaciones, tanto hombres como mujeres; el hierro manifestará su poder para cortar en cualquier cuerpo. ¿Por qué? Porque sus fuerzas se las dio la naturaleza, que no ha determinado nada respecto a las personas. Cada cual es sensible en distinto grado a la pobreza, el luto o la ambición, en la medida en que le influye la costumbre y lo dejan débil e indefenso sus miedosos prejuicios sobre cosas nada temibles.

[8 ] En segundo lugar, lo que es natural no mengua con el paso del tiempo: un largo plazo acaba con el dolor; aun el más empecinado, el que resurge cada día y se rebulle contra los remedios, a pesar de todo lo [2] mitiga el tiempo, tan efectivo para apaciguar su violencia. Sin duda persiste aún en ti, Marcia, una inmensa tristeza y ya parece que ha encallecido: no desenfrenada como fue al principio sino terca y obstinada; sin embargo, también ésta la vida te la irá borrando poco a poco: siempre [3] que te dediques a otra cosa se distraerá tu espíritu. Ahora te vigilas a ti misma, pero hay mucha diferencia entre permitirte estar afligida y obligarte a ello. ¡Cuánto más adecuado a la corrección de tus costumbres es que pongas fin al luto, antes que estarlo esperando, y que no aguardes el día en que a pesar tuyo desaparezca el dolor! Renuncia tú a él.

[9 ] «¿De dónde nos viene entonces tanto empeño en llorar a los nuestros, si no sucede por imposición de la naturaleza?» De que no nos fi guramos ninguna desgracia antes de que nos suceda, al contrario, como si sólo nosotros estuviéramos exentos y emprendiéramos un viaje más sosegado que los demás, no permitimos que los infortunios ajenos nos adviertan que son comunes a todos. Pasan ante nuestra casa tantos entierros: [2] no pensamos en la muerte; tantos funerales de niños: nosotros tenemos en mente la toga de nuestros hijos, su servicio militar, su sucesión a la herencia paterna; 9 se ofrece a nuestros ojos el repentino empobrecimiento de tantos ricos y a nosotros no nos pasa por las mientes que también nuestras riquezas están igualmente en peligro. Así pues, es inevitable que nos derrumbemos enseguida: nos vemos golpeados como de improviso; los sucesos previstos de mucho antes nos acometen más débilmente. ¿Quieres tú darte cuenta de que estás expuesto 10 a todos [3] los golpes y de que los dardos que han traspasado a otros zumbaron a tu alrededor? Igual que si atacaras a medio armar una muralla o una posición tomada por muchos enemigos y de difícil ascenso, aguarda el golpe y piensa que las piedras que pasan volando sobre tu cabeza mezcladas con flechas y lanzas han sido arrojadas contra tu cuerpo. Cada vez que caiga uno a tu lado o a tu espalda, exclama: «No me engañarás, fortuna, ni me sorprenderás confiado o descuidado. Sé qué andas maquinando: has golpeado a otro, sí, pero me buscabas a mí».

¿Quién ha contemplado alguna vez sus bienes con ojos de mortal? [4] ¿Quién de nosotros se ha atrevido alguna vez a pensar en el exilio, la pobreza o el luto? ¿Quién, si le aconsejan pensar, no lo rechazará como un agüero siniestro y no deseará que caiga sobre la cabeza de sus enemigos o del propio consejero inoportuno? «No creí que llegara a suceder.» [5] ¿Crees tú que no va a sucederte algo que sabes que puede pasar, que ves que les ha ocurrido a muchos? ¡Excelente, ese verso que merecía no provenir del escenario!:

A cualquiera puede acontecerle lo que a uno puede. 11

Éste ha perdido a sus hijos: también tú puedes perderlos; aquél ha sido condenado: también tu inocencia está expuesta a ese golpe. Éste es el error que nos engaña y debilita, cuando sufrimos lo que nunca hemos supuesto que podríamos sufrir. Quita fuerza a sus desgracias presentes quien ha previsto que llegarían.

[10 ] Sea lo que sea, Marcia, lo que por casualidad brilla a nuestro alrededor, hijos, dignidades, riquezas, amplios atrios y vestíbulos rebosantes de la multitud de clientes que no hemos podido recibir, «un nombre» ilustre, una esposa noble o bella, y lo demás expuesto a una suerte incierta y variable, son pompas que otros nos han dejado: nada de esto se da de regalo. La escena se embellece con objetos prestados y retornables a sus dueños: unos se devolverán el primer día, otros el [2] segundo, pocos permanecerán hasta el final. Así pues, no hay por qué envanecerse, como si estuviéramos situados entre posesiones nuestras: las hemos recibido en depósito. Nuestro es el usufructo, por un tiempo que regula el autor de la donación; nos conviene tener a punto lo que nos dieron hasta una fecha imprecisa y devolverlo sin quejas cuando [3] nos citen: es de pésimo deudor organizar un escándalo a su acreedor. Luego a todos los nuestros, tanto los que por razón de su nacimiento deseamos que nos sobrevivan, como los que tienen el justísimo deseo de precedernos, debemos amarlos tal como si no se nos hubiera prometido nada sobre su perpetuidad, mejor dicho, nada sobre su longevidad. A menudo hay que recordar al espíritu que ame las cosas tal como si fueran a desaparecer, mejor dicho, como ya desapareciendo. Todo cuanto la suerte te ha dado poséelo como algo carente de garantía. [4] Apoderaos al vuelo de las satisfacciones que os proporcionen los hijos, dejad que a su vez disfruten de vosotros y apurad sin tardanza todas las alegrías: nada hay prometido sobre la noche de hoy; aun he dado un plazo demasiado largo: nada sobre la hora presente. Hay que apresurarse, nos van pisando los talones: pronto se separará esta compañía, pronto estos vínculos se desharán levantando gran revuelo. Todo es pura rapiña: vosotros, desdichados, no sabéis vivir en plena fuga.

[5] Si te dueles por la muerte de tu hijo, la culpa es del día en que nació: en efecto, la muerte le fue anunciada al nacer. Con esta condición te fue otorgado, este destino le iba detrás en cuanto salió de tu vientre. [6] Venimos a caer bajo el imperio de la suerte, por demás férreo e invencible, para soportar a su capricho cosas merecidas e inmerecidas. Abusará de nuestros cuerpos sin tasa, insolentemente y sin piedad: a unos abrasará con los fuegos que les aplique, por castigo o por remedio; a otros cargará de cadenas (se lo podrá hacer unas veces a un extranjero, otras a un ciudadano); a otros arrojará desnudos por mares desconocidos y, después de que hayan luchado contra las olas, ni siquiera los echará sobre un banco de arena o una playa, sino que los sepultará en el estómago de algún monstruo desmesurado; a otros, consumidos por diversos tipos de enfermedades, los mantendrá largo tiempo suspensos entre la vida y la muerte. Como ama veleidosa y antojadiza e indiferente con sus esclavos, se equivocará tanto en los castigos como en las recompensas.

¿Qué necesidad hay de llorar cada parte? La vida entera es digna [11 ] de llanto: te asaltarán nuevos inconvenientes antes de haber solucionado los anteriores. Por tanto, debéis moderaros sobre todo vosotras, que sufrís sin moderación, y distribuir entre los muchos dolores 〈la fuerza〉 del corazón humano.

¿A qué viene entonces este olvido de su condición, 12 que es la de todos? Has nacido mortal, has parido mortales. Tú, un cuerpo enfermizo y deleznable, presa constante de achaques, ¿esperaste con una materia tan endeble engendrar algo resistente y perdurable? Tu hijo ha muerto, esto es, ha llegado corriendo a la meta a la que se precipitan [2] aquellos que consideras más afortunados que tu prole. Allí se dirige con paso distinto toda esa muchedumbre que pleitea en el foro, 〈aplaude〉 en el teatro y reza en los templos: una única ceniza igualará tanto lo que estimas como lo que desprecias.

Esto, ya se sabe, 〈aconseja〉 aquel 〈dicho〉 atribuido al oráculo pítico: [3] «Conócete». 13 ¿Qué es el hombre? Un recipiente quebradizo a cualquier golpe y a cualquier sacudida. No hay necesidad de un violento temporal para destrozarte: en cuanto te des un golpe, te desharás. ¿Qué es el hombre? Un cuerpo endeble y frágil, desvalido, indefenso por su misma naturaleza, necesitado de la ayuda ajena, abandonado a todas las insolencias de la suerte, cuando ha fortalecido bien sus brazos, alimento de cualquier fiera, víctima de cualquiera; fabricado con materiales flojos y deleznables, elegante en sus rasgos externos; nada resistente al frío, al calor, a la fatiga y, en cambio, destinado a caer en la consunción por la misma inactividad y ocio; temeroso de su alimento, unas veces por falta de él 〈perece, otras por exceso〉 estalla; precisa una vigilancia ansiosa y atenta, su aliento es precario e inestable, le sobresalta un susto repentino o bien oír de pronto un ruido desagradable; motivo [4] constante de preocupación para sí mismo, defectuoso e inútil. ¿Y en este ser nos extraña su muerte, que es cuestión de un mero hipido? ¿Acaso derribarlo es, pues, tarea de mucho empeño? Para él el olor y el sabor, el cansancio y el insomnio, la bebida y la comida, y todo aquello sin lo que no puede vivir, son mortíferos; adondequiera que vaya, al punto es consciente de su propia debilidad, pues no soporta todos los climas, pierde la salud por la novedad de las aguas y por el soplo de una brisa desacostumbrada, por ligerísimos accidentes y molestias; enfermizo, achacoso, inicia su vida con lágrimas; y mientras ¡qué tremendos altercados provoca este animal tan despreciado, a qué fantasías se entrega [5] sin acordarse de su condición! En su mente revuelve proyectos inmortales, sin término, y toma disposiciones para nietos y biznietos, mientras la muerte le sorprende haciendo planes a largo plazo y lo que llama vejez se le reduce a un período de muy pocos años.

[12 ] Tu dolor, si tiene al menos algún motivo, ¿toma en cuenta su propio perjuicio o el del que murió? ¿Te conmueve, en la pérdida de tu hijo, no haber alcanzado de él ninguna satisfacción o el haber podido, [2] si hubiera vivido más, obtenerlas mayores? Si afirmas que no obtuviste ninguna, harás más soportable tu pérdida: los hombres, en efecto, añoran menos aquello de lo que no han obtenido ninguna alegría ni deleite. Si reconoces que obtuviste grandes satisfacciones, conviene que no te quejes de lo que te han quitado, sino que estés agradecida de lo que te tocó en suerte. Pues de su crianza misma surgieron las recompensas bastante considerables de tus esfuerzos, a no ser, quizá, que quienes con el mayor afán alimentan perritos y pájaros y otros frívolos pasatiempos, disfruten de una cierta satisfacción con la vista, el tacto y las tiernas caricias de los irracionales y, en cambio, para los que alimentan hijos no sea la propia crianza la recompensa de la crianza. Por lo tanto, aunque su actividad no te haya beneficiado en nada, su cuidado no te haya protegido en nada, su sensatez no te haya bien aconsejado en nada, el mero hecho de haberlo tenido, de haberlo amado, [3] es la recompensa. «Pero pudo ser más duradera, más grande.» Sin embargo, te han tratado mejor que si no te hubiese correspondido en absoluto, ya que, si se plantea la alternativa de si es preferible ser dichoso no mucho tiempo o nunca, es mejor que nuestros bienes sean perecederos antes que no nos corresponda ninguno. ¿Acaso preferirías haber tenido un degenerado que tan sólo ocupara la plaza y el título de hijo, a uno de tanto carácter como fue el tuyo, un joven pronto sensato, pronto afectuoso, pronto marido, pronto padre, pronto cumplidor de todas sus tareas, pronto sacerdote, 14 como si lo adelantara todo? A casi nadie le corresponden grandes bienes y a la vez duraderos: no se mantiene ni alcanza el final más que la felicidad moderada; los dioses inmortales, que no estaban dispuestos a dártelo por mucho tiempo, te dieron inmediatamente un hijo tal como 〈apenas〉 puede conseguirse tras mucho tiempo.

Y tampoco puedes alegar que los dioses te escogieran para que te [4] fuera imposible disfrutar de tu hijo: pasea tus ojos por toda la multitud de conocidos y desconocidos, por todas partes se te presentará gente que ha padecido cosas peores. Las sufrieron los generales insignes, las sufrieron los príncipes; ni siquiera a los dioses dejaron salvos las leyendas, con el fin, creo yo, de que fuera un alivio en nuestros funerales el hecho de que incluso lo divino sucumbe. Mira, digo, a todos a tu alrededor: no podrás citar ninguna familia tan desdichada que no halle consuelo en otra más desdichada aún. No tengo, por Hércules, [5] una opinión tan mala de tus costumbres para creer que puedas sufrir mejor tu infortunio si te presento una enorme cantidad de gente de luto: una muchedumbre de desdichados es un género odioso de consuelo. De todos modos, te contaré de algunos, no ya para que sepas que esto suele suceder a los hombres (pues es ridículo reunir ejemplos de nuestra mortalidad), sino para que sepas que hubo muchos que mitigaron sus pesadumbres sobrellevándolas con calma.

Empezaré por el más afortunado. Lucio Sila 15 perdió un hijo y este [6] hecho no refrenó su maldad ni su violentísima saña contra extranjeros y ciudadanos, ni hizo que pareciera que había adoptado sin razón el apodo que tomó tras perder a su hijo, sin temer el rencor de los hombres, en cuya desgracia se sustentaba aquella exagerada prosperidad, ni la malquerencia de los dioses, para quienes era una acusación un Sila tan afortunado. Pero quede entre las cosas pendientes de juicio cómo fue Sila (incluso sus enemigos reconocerán que tomó las armas a tiempo y a tiempo las depuso); subsistirá el hecho de que se trata: no es la desgracia mayor la que alcanza incluso a los más afortunados.

[ 13] Que no admire tanto Grecia a aquel padre que, al anunciarle en medio de un sacrificio la muerte de su hijo, simplemente hizo callar al flautista y se quitó la corona de la cabeza, el resto lo terminó siguiendo el rito: 16 lo mismo hizo el pontífice Pulvilo, 17 a quien le anunciaron la muerte de su hijo cuando asía la jamba de la puerta y consagraba el Capitolio. Fingió que no lo había oído y pronunció las solemnes palabras de la fórmula pontifical, sin que gemido alguno interrumpiera el [2] rezo ni el nombre de su hijo el ritual propiciatorio de Júpiter. ¿Crees que se debía fijar un límite a ese duelo cuyo primer día y primer ímpetu no distrajeron al padre de los altares públicos y de la venturosa dedicación? Por Hércules que fue digno de esa consagración memorable, digno del excelso sacerdocio quien no desistió de venerar a los dioses aun airados. Sin embargo, cuando regresó a casa dejó rebosar sus ojos y asimismo profirió algunas palabras lastimeras; pero, tras cumplir con lo que era costumbre hacer en honor de los muertos, recompuso su expresión del Capitolio.

[3] Paulo, 18 por los días de su notabilísimo triunfo, en el que llevó a Perseo encadenado delante del carro, dio dos hijos en adopción y enterró los 〈dos〉 que se había reservado. ¿Cómo crees que serían los que retuvo, cuando entre los que cedió estaba Escipión? No sin emoción contempló el pueblo romano el carro vacío de Paulo. A pesar de todo pronunció su discurso y dio gracias a los dioses porque vio realizado su deseo: había suplicado, en efecto, que, si había que sacrificar algo a la envidia a causa de su inmensa victoria, el pago se hiciera en detrimento suyo antes que del pueblo. ¿Ves con qué grandeza de ánimo lo sufrió?: dio gracias por su pérdida. ¿Y a quién podía afectar más ta maño revés? Perdió sus consuelos al mismo tiempo que sus apoyos. Con todo, no le cupo a Perseo ver triste a Paulo.

¿A cuenta de qué voy ahora a guiarte a través de incontables ejemplos [14 ] de grandes varones y a buscar a los desdichados, como si no fuera más difícil hallar a los dichosos? ¿Cuántas, en efecto, y cuáles familias se han mantenido hasta el final con todos sus componentes, sin que haya habido en ellas ninguna perturbación? Toma un año cualquiera y menciona sus magistrados: por ejemplo, Lucio Bíbulo y Gayo César; verás, en unos colegas incompatibles, una suerte pareja. 19 A Lucio Bíbulo, [2] varón más honrado que valiente, le mataron dos hijos a un tiempo, 20 tras haber sido sometidos además a ultrajes por parte de la soldadesca egipcia, de manera que la pérdida no era menos deplorable que el causante de ella. No obstante, Bíbulo, que durante todo el año de su cargo se había refugiado en su casa de la malquerencia de su colega, al día siguiente de anunciársele la doble muerte acudió a sus tareas habituales de gobernador. ¿Quién puede dedicar menos de un solo día a dos hijos suyos? Tan pronto concluyó el luto por sus vástagos regresó a sus tareas quien había deplorado durante un año su consulado.

Gayo César, cuando recorría Bretaña y ni siquiera con el Océano [3] podía apagar su buena estrella, oyó que había muerto su hija, 21 llevándose consigo el destino del Estado: saltaba a la vista que Gneo Pompeyo ya no iba a tolerar de buena gana que hubiese otro grande 22 en la República y se disponía a poner límite a unos progresos que le parecían perjudiciales a pesar de que se incrementaran en beneficio de todos. César, sin embargo, reasumió al tercer día sus deberes de general y derrotó el dolor tan rápidamente como solía hacerlo con todo.

¿A qué relatarte los funerales de otros Césares? Me parece que [15 ] algunas veces los maltrata la suerte precisamente para que también en este aspecto sean útiles al género humano, al mostrarle que ni siquiera ellos, que pueden decirse engendrados por dioses y engendradores de dioses, 23 disponen de su suerte del mismo modo que tampoco de la [2] ajena. El divino Augusto, tras haber perdido hijos y nietos y quedar agotada la multitud de los Césares, apuntaló con la adopción su casa deshabitada: 24 no obstante, lo sobrellevó con tanta entereza como le correspondía, al estar en juego sus intereses e importarle por encima [3] de todo que nadie estuviese quejoso de los dioses. Tiberio César perdió al hijo que había engendrado y también al que había adoptado; 25 sin embargo, hizo personalmente en la tribuna pública el elogio de su hijo y estuvo de pie a la vista de todos mientras enterraban el cuerpo, con sólo un velo que se interponía para evitar a los ojos del pontífice 26 la vista del cadáver, y no inclinó su cabeza durante el llanto del pueblo romano; dio ocasión a Sejano, que estaba a su lado, de comprobar con cuánta resignación podía perder a los suyos.

[4] ¿Ves qué grande es el número de varones nobilísimos a quienes este infortunio que todo lo arrasa no pasó por alto, después de que en ellos se habían acumulado tantos bienes del espíritu, tantas distinciones públicas y privadas? Pero esta tormenta se abate, sin duda, sobre el mundo entero y todo lo devasta sin distinción y lo trata como suyo. Haz que cada uno eche cuentas: a nadie le ha tocado nacer impunemente.

[16 ] Ya sé qué me vas a decir: «Te has olvidado de que consuelas a una mujer, me pones ejemplos de varones». ¿Pero quién ha dicho que la naturaleza haya actuado malintencionadamente con los temperamentos femeninos y haya reducido sus cualidades a un estrecho límite? 27 Créeme, ellas tienen el mismo vigor que los hombres, la misma capacidad para las empresas elevadas, cuando quieren; del mismo modo soportan, si se han acostumbrado, el dolor y la fatiga. ¿En qué ciudad, dioses bondadosos, decimos esto? En aquella en que Lucrecia y Bruto 28 [2] derribaron al rey que subyugaba a los romanos; la libertad se la debemos a Bruto, Bruto a Lucrecia; en aquella en que a Clelia, 29 que desafió tanto al enemigo como al río, por poco la incluimos entre los varones, en vista de su notable arrojo: instalada en su estatua ecuestre en la vía Sacra, un paraje frecuentadísimo, Clelia reprocha a nuestros jóvenes, encaramados a la litera, que entren de tal guisa en la ciudad en que incluso a las mujeres hemos premiado con un caballo. Ahora [3] bien, si quieres que te cuente ejemplos de mujeres que hayan sufrido con entereza la pérdida de los suyos, no iré buscándolos de puerta en puerta. Sólo de una familia te presentaré dos Cornelias: la primera, la hija de Escipión y madre de los Gracos. 30 A sus doce hijos los contempló ella en otros tantos funerales; le fue sencillo con los demás, que no afectaron a la Ciudad ni al nacer ni al morir: a Tiberio y a Gayo, a quienes incluso el que les niegue su hombría de bien les reconocerá su grandeza, los vio asesinados y además insepultos. Sin embargo, a los que la consolaban y la llamaban desdichada, les dijo: «Nunca diré que no soy feliz, puesto que he engendrado a los Gracos». Cornea, la esposa [4] de Livio Druso, había perdido a un nobilísimo joven 31 de brillante talento que seguía los pasos de los Gracos, quedando así inconclusos numerosos proyectos de ley, al caer asesinado dentro de su propio hogar a manos de un homicida desconocido. Sin embargo, se mantuvo firme ante la muerte cruel y además impune de su hijo con tanta grandeza de ánimo como él se había mantenido firme por sus leyes. [5] ¿Te congraciarás por fin, Marcia, con la suerte, si los dardos que lanzó contra los Escipiones y las madres e hijas de los Escipiones, con los que apuntó a los Césares, no los mantuvo tampoco lejos de ti?

La vida está colmada y amenazada de diversos infortunios, de los que a nadie alcanza una paz prolongada, apenas si una tregua. Tú, Marcia, habías criado cuatro hijos. Dicen que no cae en vano ningún dardo que se ha disparado contra una columna apiñada: ¿es extraño que un tropel tan numeroso no haya podido pasar sin malquerencia o [6] perjuicio? «Pero la suerte fue más injusta, puesto que no sólo me arrebató hijos sino que los seleccionó.» Pero no califiques nunca de injusticia el reparto por igual con uno más poderoso: te dejó dos hijas y los nietos que te han dado; e incluso al que más lloras, olvidándote del primero, no te lo quitó del todo: de él tienes dos hijas, grandes cargas [7] si lo llevas a mal, grandes consuelos, si a bien. El campesino, si han quedado derribados los árboles que arrancó de raíz el viento o quebró un torbellino lanzado en súbita embestida, mima la descendencia que haya quedado de ellos y sin tardanza distribuye semillas y plantones en sustitución de los árboles que perdió, y al momento (pues el tiempo es tan rápido y ligero para las ganancias como para los perjuicios) crecen más lozanos que los perdidos. Pon ahora estas dos hijas de tu Metilio en su lugar, llena su sitio vacante y mitiga un único dolor con un doble consuelo. Así es, ciertamente, la naturaleza de los mortales: nada gusta más que lo que se ha perdido; somos demasiado injustos con lo que nos queda, por la añoranza de lo que nos han arrebatado. Pero, si te paras a considerar hasta qué extremo te ha respetado la suerte, aun cuando se ensañaba, advertirás que posees algo más que meros consuelos: mira tus muchos nietos, tus dos hijas. Di, Marcia, también esto: «Me molestaría si cada cual tuviera una suerte acorde con sus costumbres y las desgracias no persiguieran nunca a los honrados: pero veo que malvados y honrados sin discriminación se ven zarandeados de idéntica manera».

[17 ] «Sin embargo, es duro perder al muchacho que has criado, que ya era salvaguardia y honra de su madre y de su padre.» ¿Quién niega que es duro? Pero es humano. Para esto fuiste engendrado, para perder, para perecer, para tener esperanza y temores, inquietar a otros y a ti mismo, para tener miedo a la muerte y a la vez desearla y, lo peor de todo, no saber nunca en qué situación te hallas.

[2] Si alguien le dijera a uno que quiere viajar a Siracusa: «Primero entérate de todos los inconvenientes y de todas las satisfacciones de tu inminente viaje, y luego hazte a la mar. Éstas son las cosas que podrás admirar: en primer lugar, verás, separada de Italia por un estrecho brazo de mar, la propia isla, que, según consta, estuvo antaño unida al continente; de improviso irrumpió en él el mar y

arrancó el flanco hesperio del siciliano. 32

»Luego verás (pues te será posible sortear de cerca ese voracísimo remolino del mar) la legendaria Caribdis 33 calmada, mientras se ve libre del austro, pero que, en cuanto sopla un poco más fuerte, engulle las naves con su inmensa y profunda garganta. Verás la fuente Aretusa 34 tan celebrada en los poemas, con su estanque límpido y transparente [3] hasta el fondo, y derramando un agua fresquísima, ya sea que la encuentra allí en su primer nacimiento, ya sea que un río, que había penetrado en la tierra, regresa a la superficie tras pasar bajo tantos mares y preservado de mezcla con un agua peor. Verás el puerto más abrigado de cuantos ha dispuesto la naturaleza para proteger las flotas, o ha [4] perfeccionado la mano del hombre, tan resguardado que no hay lugar ni siquiera para la furia de las más violentas tempestades. Verás dónde se quebrantó el poderío de Atenas, dónde aquella cárcel natural, agrandada con la excavación de la roca hasta una profundidad sin fin, 35 había encerrado a tantos miles de prisioneros; la propia ciudad, inmensa, y su término, más extenso que los territorios juntos de muchas ciudades; sus templados inviernos y ningún día en que no se muestre el sol. Pero cuando ya conozcas todo esto, un agobiante y malsano [5] estío echará a perder las ventajas del clima invernal. Allí estará el tirano Dionisio, 36 azote de la libertad, la justicia y las leyes, ávido de poder, incluso después de Platón, y de vida, incluso después de su exilio: quemará a unos, flagelará a otros, y hará decapitar a otros por una falta leve; reclamará para su placer a hombres y mujeres y entre los rebaños repugnantes al servicio de los excesos regios será cuestión de poca monta unirse con dos a la vez. Ya has oído qué puede atraerte y [6] qué espantarte: por consiguiente, hazte a la mar o quédate». Si, después de esta advertencia, dijera alguien que quería entrar en Siracusa, ¿podría presentar una queja suficientemente fundada contra nadie más que contra sí mismo, pues no habría ido a parar allí por casualidad, sino que habría acudido prevenido y a sabiendas?

A todos nosotros nos dice la naturaleza: «A nadie engaño. Si tú engendras hijos, podrás tenerlos bien formados y tenerlos deformes. Quizá te nacerán muchos: cualquiera de ellos podrá resultar para su [7] patria tanto un salvador como un traidor. No tienes por qué desconfiar de que vayan a alcanzar tal consideración que nadie ose agraviarte, por temor a ellos; sin embargo, imagina que van a ser de una vileza tal que ellos mismos sean un agravio para ti. Nada impide que ellos te presten los últimos auxilios y que tus hijos te hagan el elogio fúnebre; pero estate preparado para ser tú quien lo ponga en la pira, sea niño, joven o anciano: nada, en efecto, tienen que ver en esto los años, puesto que no deja de ser prematuro todo funeral al que asiste el padre». Si después de proponerte estas condiciones engendras hijos, eximes de toda aversión a los dioses, que no te prometieron nada seguro.

[18 ] Venga pues, aplica esta comparación al inicio de la vida. Te he explicado, cuando meditabas si visitarías Siracusa, todo lo que te podía gustar y lo que te podía molestar; imagina que acudo a aconsejarte en tu nacimiento: [2] «Vas a entrar a una ciudad compartida por dioses y hombres, que todo lo abarca, vinculada por leyes inmutables y eternas, que hace girar a los cuerpos celestes en sus inagotables obligaciones. Verás allí brillar incontables estrellas, verás que un solo astro lo llena todo, el sol, que señala la duración del día y de la noche con su carrera diaria y distribuye, aún con mayor exactitud, la de veranos e inviernos con la anual. Verás la sucesión nocturna de la luna, que de los encuentros con su hermano toma prestada una luz delicada y apacible, a veces escondida, a veces dominando las tierras con su rostro al completo, variable en sus [3] crecidas y menguas, siempre distinta a la siguiente. Verás cinco astros 37 que llevan trayectorias distintas y que se afanan en dirección contraria a la carrera del firmamento: de sus más ligeros movimientos dependen los destinos de los pueblos y por tanto las cosas más grandes y las más pequeñas toman forma según un astro se haya presentado favorable o desfavorable. Admirarás las nubes amontonadas y las aguas al caer y los sesgados rayos y el estruendo del cielo. Cuando, satisfecho del espectáculo [4] celeste, bajes los ojos a la tierra, te atraerá un aspecto de las cosas diferente y diferentemente admirable: aquí una dilatada llanura de campos que se extienden hasta el infinito, allí las cimas elevadas hasta el cielo de los montes que se alzan con sus altas y nevadas cumbres; los descensos de los arroyos, y los ríos que se vierten a oriente y occidente desde una sola fuente, y las arboledas que balancean los extremos de las copas, y tanta cantidad de bosques con sus animales y el discordante concierto de los pájaros; los variados emplazamientos de las ciudades y [5] las razas aisladas por las dificultades de sus territorios, de las cuales unas se retiran a unos montes elevados y otras se rodean [temerosas, de orillas, lagos, valles]; la mies favorecida por los cuidados y los arbustos sin cuidador de su feracidad, y el manso fluir de los riachuelos por los prados, y las bahías agradables y las costas que se repliegan en un puerto; las islas desparramadas en gran número por la inmensidad, que dan con su presencia variedad a los mares. ¿Qué decirte del brillo de las piedras y [6] las gemas, y del oro que corre entre las arenas de los impetuosos torrentes, y de las antorchas llameantes que se elevan al cielo en medio de las tierras e incluso en medio del mar, y del Océano, cinturón de las tierras, que con sus tres repliegues rompe la continuidad de los pueblos 38 y que se agita con una libertad ilimitada? Verás aquí nadar sobre las aguas [7] encrespadas y revueltas, sin que haya viento, animales de tamaño superior a los terrestres, lentos unos, que se mueven según las instrucciones de otros, 39 ágiles otros, más veloces que unos remeros lanzados a la carrera, otros que se tragan las olas y las expelen con grave riesgo de los que cerca navegan; verás aquí naves a la busca de tierras que no conocen. No verás nada que no haya intentado la osadía del hombre y serás espectador y también parte principal de los aventureros; estudiarás y enseñarás distintas artes, unas para facilitar la vida, otras para hermosearla, otras para regirla. Pero allí habrá mil plagas del cuerpo, del espíritu, [8] y guerras y robos y ponzoñas y naufragios y destemplanza del clima y del cuerpo, y amargas añoranzas de los seres más queridos, y muerte, sin saber si será llevadera o con penas y sufrimientos. Reflexiona y sopesa bien qué quieres: para llegar a lo de antes tienes que pasar por esto». Contestarás que quieres vivir. ¿Y cómo no? Es más, no rechazarás, creo, algo de lo que lamentas que te quiten un poco. Vive, entonces, tal como es conveniente. —Nadie nos consultó —dices—. Respecto a nosotros fueron consultados nuestros padres, quienes, aun sabiendo la condición impuesta a la vida, nos engendraron a ella.

[19 ] Pero —y así entro ya en los consuelos—, veamos primero qué hay que curar y luego cómo. Al desolado le conmueve la añoranza del que amó. Ésta parece en sí misma tolerable; pues no lloramos a los ausentes o a los que se van a ausentar mientras viven, por más que nos veamos privados, al mismo tiempo que de su vista, de todo trato con ellos. Luego son nuestras ideas las que nos atormentan y cualquier desgracia adquiere la importancia que le hemos atribuido. Tenemos la solución en nuestras manos: pensemos que están ausentes y engañémonos a nosotros mismos; los hemos dejado ir, mejor dicho, los hemos enviado por delante con intención de irles luego detrás.

[2] También le conmueve al desolado esto: «No habrá quien me defienda, quien me vengue de alguna humillación». Por emplear un consuelo muy poco recomendable, pero auténtico: en nuestra tierra la privación de los hijos proporciona más consideración que quita, y a la vejez la soledad, que solía aniquilarla, la eleva a un punto tal de prestigio que algunos llegan a fingir odio a sus hijos y a renegar de sus vástagos, a provocar la privación con su propia mano.

[3] Sé qué vas a decirme: «No me conmueven mis perjuicios; ciertamente no es digno de consuelo quien lleva a mal que se le haya muerto un hijo como si de un esclavo se tratara, quien se permite ver en su hijo cualquier cosa menos al hijo mismo». Pues entonces ¿qué te conmueve, Marcia? ¿Que haya muerto tu hijo o que no haya vivido más tiempo? Si es que haya muerto, debiste estar siempre doliéndote por él: siempre, en [4] efecto, supiste que iba a morir. Piensa que un difunto no se ve afectado por ninguna desgracia, que lo que nos hace espantosos los infiernos es leyenda, que a los muertos no les amenaza ninguna oscuridad ni cárcel ni corrientes que abrasan con su fuego ni el río del Olvido, ni tribunales y condenados, ni más tiranos en esa libertad tan amplia: 40 estas cosas son bromas de los poetas, que nos han inquietado con espantos infundados. La muerte es la liberación de todos los dolores y el límite más [5] allá del cual no pasan nuestras desgracias, la que nos restituye al reposo en que estábamos antes de nacer. Si alguien se compadece de los muertos, que se compadezca también de los que no han nacido. La muerte no es ni un bien ni un mal; en efecto, puede ser un bien o un mal aquello que es algo; en cambio, lo que en sí mismo no es nada y todo lo reduce a nada, no nos abandona a ninguna clase de suerte. Lo malo y lo bueno, en efecto, se desarrolla alrededor de alguna materia: la suerte no puede retener lo que la naturaleza dejó ir, ni puede ser desdichado quien no es nadie. Tu hijo ha traspasado las fronteras dentro de las que [6] sólo hay esclavitud, lo ha acogido una paz profunda y duradera: no le asaltan el miedo a la pobreza ni la preocupación por las riquezas ni los aguijones de la lujuria que debilita los ánimos mediante el placer, no le afecta la envidia de la dicha ajena, no le agobia la que pudiera provocar la suya; tampoco ningún escándalo hiere sus castos oídos. No tiene a la vista ninguna calamidad pública ni particular; despreocupándose del porvenir, no depende de los acontecimientos, que siempre retribuyen mayores incertidumbres. Por fin permanece en un lugar del que nada puede expulsarlo, en que nada puede atemorizarlo.

¡Qué ignorantes de sus propias desgracias aquellos para quienes la [20 ] muerte no merece ser alabada ni deseada como el mejor hallazgo de la naturaleza, bien sea que culmina la dicha, bien que aleja los quebrantos, bien que pone término al hastío y al cansancio del anciano, bien que se lleva en flor una vida juvenil, mientras se esperan cosas aún mejores, bien que reclama a la infancia antes de otros pasos más decisivos: final para todos, remedio para muchos, deseo para unos cuantos, por nadie más agradecida que por aquellos a quienes acude antes de ser invocada! Ella suprime la esclavitud a despecho del amo, [2] ella alza las cadenas de los cautivos, ella saca de la cárcel a quienes un poder despótico había prohibido salir, ella enseña a los desterrados, que tienen siempre el espíritu y los ojos vueltos a su patria, que no tiene ninguna importancia bajo quiénes uno ha de yacer; ella, cuando la suerte ha repartido mal los bienes comunes y a los nacidos con los mismos derechos los pone a unos bajo el poder de otros, lo iguala todo; después de ella es cuando nadie hace nada por orden de otro, en ella es en donde nadie advierte su baja condición; ella es la que no ha dejado de ser accesible a nadie; ella es, Marcia, la que anheló tu padre; ella es, digo, la que hace que nacer no sea un tormento, la que hace que no me abata ante las amenazas de los infortunios, que pueda mantener mi [3] espíritu a salvo y dueño de sí: tengo a qué apelar. Aquí veo cruces, no de una clase sola sino fabricadas de distinta manera para cada uno: algunos cuelgan a sus víctimas cabeza abajo, otros hacen pasar un palo por su entrepierna, otros les hacen extender sus brazos en el patíbulo; veo los potros, veo los azotes, aparatos correspondientes a cada miembro, incluso a cada articulación: pero también veo la muerte. Hay aquí enemigos sanguinarios, ciudadanos insolentes: pero también veo la muerte. No es penoso ser esclavo cuando, en caso de estar hastiado de la sumisión, es posible alcanzar la libertad con sólo dar un paso. Te aprecio, vida, gracias a la muerte.

[4] Piensa qué ventajas tiene una muerte a tiempo, cuánto perjudicó a muchos el haber vivido demasiado. Si a Gneo Pompeyo, 41 honra y sostén del Estado, se lo hubiera llevado una enfermedad en Nápoles, habría muerto como jefe incuestionable del pueblo romano. Ahora bien, la adición de un tiempo escaso lo precipitó de su elevada posición. Vio que las legiones eran exterminadas ante sus ojos y que de aquel combate en que el Senado formó la primera línea sólo salió con vida (¡qué desventurados supervivientes son éstos!) el general; vio al verdugo egipcio y ofreció a un sirviente su cuerpo, inviolable para sus vencedores: aunque hubiera salido indemne, habría arrastrado el remordimiento por su salvación: ¿qué había, pues, más vergonzoso que vivir Pompeyo por gracia de un rey?

[5] Si Marco Cicerón, en la época en que esquivó las dagas de Catilina que se dirigieron contra él al igual que contra la patria, hubiese muerto tras librar del peligro a la República, como su salvador, si, en suma, se hubiese ido después del funeral de su hija, aún entonces habría podido morir feliz. 42 No habría visto los puñales desenvainados sobre las cabezas de los ciudadanos ni distribuidos entre los asesinos los bienes de los asesinados, de modo que morían a costa suya, ni la subasta que ponía a la venta los despojos de los cónsules, ni los asesinatos contratados a expensas del Estado, ni los robos, las guerras, las rapiñas, tanta cantidad de Catilinas.

Si a Marco Catón 43 lo hubiese engullido el mar cuando regresaba [6] de Chipre de gestionar la herencia real, incluso con el dinero mismo que llevaba, soldada para una guerra civil, ¿no le habría estado bien merecido? Sin duda alguna se habría llevado consigo esta verdad: nadie podía atreverse a obrar mal en presencia de Catón; en cambio, la adición de unos poquísimos años obligó a ese hombre, nacido no sólo para defender su libertad sino también la del pueblo, a huir de César y seguir los pasos de Pompeyo.

Luego a tu hijo no le ha reportado ningún mal su muerte prematura: le ha evitado incluso el padecimiento de todos los males.

«Sin embargo, murió demasiado pronto y a destiempo.» En primer [21 ] lugar, supón que le hubiera quedado más: calcula cuánto es el máximo que puede perdurar un hombre. ¿Cuánto es? Engendrados para un tiempo cortísimo, obligados a ceder rápidamente la plaza al siguiente, contemplamos este albergue provisional. Estoy hablando de nuestras vidas, que es cosa sabida que se desarrollan a increíble velocidad. Cuenta los siglos de las ciudades: verás qué poco tiempo llevan alzadas incluso las que se envanecen de su antigüedad. Todo lo humano es fugaz y perecedero, ocupante de una ínfima porción del tiempo sin fin. Esta tierra con sus ciudades y países, sus ríos y el cerco [2] del mar, 44 la consideramos como un punto si la comparamos con el universo: nuestra vida ocupa menos espacio que un punto si se con fronta con todo el tiempo, cuya dimensión es mayor que la del mundo, en vista de que éste se mide repetidas veces dentro del espacio de aquél. ¿Qué importa entonces prolongar algo cuyo aumento, sea del tamaño que sea, no distará mucho de nada? Únicamente de una forma [3] es mucho lo que vivimos: si es suficiente. Ya puedes citarme varones longevos y de ancianidad transmitida en la tradición, y echarme la cuenta de los ciento diez años de cada uno: cuando pongas tu atención en todo el tiempo se quedará en nada la diferencia entre la vida más corta y la más prolongada, si consideras cuánto vivió uno cualquiera y [4] lo comparas con cuánto dejó de vivir. Por ende, tu hijo murió en su sazón; vivió, en efecto, cuanto debía vivir, no le quedaba ya nada más. No es para los hombres única la vejez, como tampoco para los animales: a algunos los agota en catorce años y para ellos es una edad avanzadísima esta que para el hombre sería la primera. A cada uno se le ha otorgado una distinta capacidad para vivir. Nadie muere demasiado [5] pronto, porque no iba a vivir más de lo que vivió. Para cada uno hay marcada una linde: siempre permanecerá donde fue colocada y no la moverán más adelante ni el empeño ni el favor. Tómalo así: tú perdiste a tu hijo según lo que estaba previsto; tuvo lo suyo y

alcanzó la meta del tiempo otorgado. 45

[6] Así pues, no hay razón para que te apesadumbres diciéndote: «Pudo vivir más». Su vida no quedó truncada, ni el azar se ha entremetido nunca con los años. Se entrega lo que se prometió a cada uno: los hados andan su camino y no añaden nada ni quitan a lo prometido una vez. Inútiles son los deseos y los afanes: cada cual tendrá lo que su primer día le asignó. Desde aquel en que vio la luz por vez primera, emprendió el viaje hacia la muerte y se acercó más a su destino, y los [7] mismos días que se añadían a su adolescencia se restaban a su vida. Todos nos movemos en este error de no creer, si no es cuando somos ancianos y caducos, que nos dirigimos ya hacia la muerte, cuando lo cierto es que nos llevan a ella la infancia y la juventud, cualquier edad. Los hados realizan su tarea: nos privan de la conciencia de nuestra muerte y ésta, para sorprendernos con más facilidad, se esconde bajo el nombre mismo de la vida; la niñez se lleva la infancia, la pubertad la niñez y el viejo hace desaparecer al joven que fue. Los progresos mismos, si los contabilizas bien, son pérdidas.

Te quejas, Marcia, de que tu hijo no haya vivido tanto como habría [22 ] podido. ¿Y cómo sabes si le hubiera convenido vivir más o si con su muerte se buscó su bien? ¿Puedes hoy en día encontrar a alguien cuyos asuntos estén tan bien establecidos y afianzados que no deba temer nada mientras transcurre el tiempo? Los bienes humanos se tambalean y desaparecen, y no hay en nuestra vida una época tan expuesta y delicada como la que más nos gusta y por esto la muerte es de desear incluso para los más dichosos, porque en tan gran mudanza y confusión de todo nada hay seguro si no es lo que ya ha pasado. ¿Quién te garantiza [2] que el cuerpo de tu hijo, espléndido y mantenido con la mayor observancia del pudor en medio de las miradas de esta disoluta ciudad, hubiera podido evitar tantas enfermedades hasta el punto de hacer llegar intacto a su vejez el esplendor de su hermosura? Piensa en las mil taras del espíritu: tampoco las personas de temperamento recto han conservado hasta su vejez las esperanzas que sobre ellas habían hecho concebir en su adolescencia, sino que, por lo general, se han malogrado: o bien una lujuria tardía y por ello más repugnante las ha atacado y se ha puesto a mancillar unos espléndidos comienzos, o bien se han entregado por entero a la taberna y al estómago y su mayor preocupación ha sido qué van a comer, qué van a beber. Añade los incendios, los derrumbamientos, [3] los naufragios y las incisiones de los médicos, que les examinan los huesos a personas vivas e introducen toda la mano en sus entrañas y curan con un dolor fuera de lo común sus partes pudendas; y después de esto, el destierro —tu hijo no fue más inocente que Rutilio—, 46 la cárcel —no fue más sabio que Sócrates—, el pecho traspasado por una herida voluntaria —no fue más virtuoso que Catón—. Cuando hayas examinado bien todo esto, te darás cuenta de que se les da un trato inmejorable a aquellos a quienes la naturaleza, puesto que tenían pendiente este pago a la vida, puso rápidamente a buen recaudo. Nada hay tan engañoso como la vida del hombre, nada tan traicionero: nadie, por Hércules, la hubiera aceptado si no fuera que se otorga a quienes la desconocen. Así pues, si la dicha mayor es no nacer, la más parecida, creo yo, es ser devueltos rápidamente a nuestro primitivo estado tras cumplir con una vida corta.

[ 4] Acuérdate de aquella época penosísima para ti, en que Sejano entregó a tu padre a su cliente Satrio Segundo, como regalo. 47 Estaba irritado contra él por tal o cual palabra dicha con excesiva franqueza, ya que no había podido soportar sin decir nada que Sejano no sólo fuera impuesto sobre nuestras cabezas, sino que se subiera él. Le decretaban una estatua que habría que erigir en el teatro de Pompeyo, que César estaba reconstruyendo tras el incendio que lo había devastado; Cordo exclamó que entonces sí que desaparecía de verdad el [5] teatro. ¿Pues qué? ¿No le iba a hacer estallar que Sejano se alzara sobre las cenizas de Gneo Pompeyo 48 y que un soldado desleal quedara inmortalizado en el monumento del más grande general? Se suscribe la acusación y los perros rabiosos que Sejano, para tenerlos dóciles sólo con él y feroces con todos, alimentaba con sangre humana, empiezan a ladrar alrededor del hombre y a amenazarle con sus acometidas.

[6] ¿Qué podía hacer? Si quería vivir, debía suplicar a Sejano, si morir, a su hija, ambos inflexibles: decidió engañar a la hija. Así pues, tras tomar un baño para perder más fuerzas, se metió en su habitación como si fuera a comer y luego que hizo salir a los esclavos, tiró algunos restos por la ventana, para aparentar que había comido; después se abstuvo de cenar, como si ya hubiese comido bastante en su habitación. Lo mismo hizo también al segundo día y al tercero; el cuarto lo acusaba por la debilidad misma de su cuerpo. Así que, abrazándote, te dijo: «Hija queridísima, en toda mi vida sólo te he ocultado esto: he emprendido el camino de la muerte y casi lo tengo medio recorrido ya: ni debes ni puedes hacerme volver». Y así mandó impedir del todo [7] el paso a la luz y se recluyó en las tinieblas. Al conocerse su decisión, era motivo de satisfacción general que la presa se quitara de las fauces de esos lobos voraces. Sus acusadores, instigados por Sejano, acuden al tribunal de los cónsules, se quejan de que Cordo se moría para que ellos tuvieran que interrumpir lo que habían empezado: hasta tal punto les parecía que Cordo se les iba de las manos. Una importante cuestión estaba en debate: si iban a perder (el derecho) a la muerte del acusado; mientras se discute, mientras los acusadores comparecen de nuevo, él ya había sentenciado a su favor. ¿No ves, Marcia, qué tremendas vicisitudes nos acometen de improviso en épocas de iniqui dad? ¿Lloras porque a uno de los tuyos le fue preciso morir? ¡Si por poco no le fue posible!

Además de que todo lo por venir es incierto y sólo un poco más [23 ] cierto para lo peor, el viaje hasta los dioses es comodísimo para los espíritus que se han alejado pronto del trato con los hombres: en efecto, arrastran el mínimo de escoria y de lastre. Liberados antes de haberse endurecido e impregnado a fondo de los defectos terrenales, vuelan más ligeros de regreso a su origen y con mayor facilidad se desprenden de lo que tengan gastado y raído. Y nunca a los grandes temperamentos [2] les es grato demorarse en el cuerpo: porfían por salir y precipitarse fuera, soportan penosamente estas estrecheces, pues están habituados a deambular por encima de todo y a despreciar desde su altura los asuntos humanos. De ahí lo que proclama Platón: el espíritu del sabio está totalmente inclinado a la muerte: esto quiere, esto medita, por este anhelo se ve arrastrado constantemente, pues tiende al más allá. 49

¿Y entonces? Tú, Marcia, cuando veías en ese joven una cordura [3] propia de un anciano, un espíritu vencedor de toda clase de placeres, irreprochable, carente de vicios, que apetecía riquezas sin codicia, cargos sin ambición y placeres sin desenfreno, ¿creías que podía corresponderte mucho tiempo sano y salvo? Todo lo que ha alcanzado su culminación está cerca de su fin: la virtud perfecta se aparta y se sustrae a las miradas, y no esperan al último instante las cosas que llegaron a su sazón en los comienzos. El fuego, cuanto más resplandeciente [4] brilla, más pronto se apaga; es más duradero el que se ha iniciado en una materia inactiva y poco adecuada, y produce, envuelto en humo, una llama mezquina, pues le estorba la misma causa que avariciosamente lo alimenta. Así los ingenios, cuanto más brillantes, más fugaces son; pues cuando no hay lugar para el progreso, está próxima la decadencia. Fabiano 50 refiere un suceso que alcanzaron a ver nuestros padres: [5] hubo un niño en Roma de estatura propia de un hombre enorme, pero murió pronto y toda persona sensata predijo que moriría en poco tiempo; no podía, en efecto, alcanzar la edad que ya había anticipado. Así es: la madurez excesiva es señal de ruina inminente: el final se acerca cuando los progresos han concluido.

[ 24] Empieza a valorar a tu hijo por sus cualidades, no por sus años: vivió el tiempo suficiente. Huérfano bien pronto, estuvo hasta los catorce años al cargo de sus tutores, siempre bajo la tutela de su madre. Aunque tenía sus propios penates 51 no quiso abandonar los tuyos y prolongó la convivencia con su madre, cuando los hijos a duras penas la toleran con el padre. Él, un joven nacido para el campamento por [2] su talla, su buena planta y su notable fuerza física, rechazó la carrera militar para no separarse de ti. Calcula, Marcia, qué pocas veces ven a sus hijos las que viven en casas distintas; piensa que para las madres todos los años que tienen a sus hijos en el ejército son desperdiciados y se pasan con ansiedad: te darás cuenta de que fue muy amplio este tiempo del que tú nada perdiste. Nunca se alejó de tu vista: bajo tu mirada realizó los estudios adecuados a su talento sobresaliente y capaz de emular a su abuelo si no se lo hubiera impedido la modestia, [3] que hunde en el silencio los progresos de tantos. Él, un joven de singular belleza en medio de tan enorme tropel de mujeres seductoras de hombres, no se prestó a los planes de ninguna y, cuando la desvergüenza de algunas llegó hasta la provocación, se avergonzó como si fuera él el culpable por haberles gustado. Con esta integridad moral consiguió, aún muchacho, ser considerado digno del sacerdocio, contando, claro está, con el apoyo de su madre; pero ni siquiera una madre [4] habría valido si no fuera en favor de un buen candidato. Contemplando sus cualidades, lleva a tu hijo como en tu regazo. Ahora él está más libre para ti, ahora no tiene nada que lo reclame: nunca será para ti motivo de ansiedad, nunca de aflicción. Lo único que en un hijo tan bueno podías lamentar, 52 lo has lamentado ya; el resto está libre de infortunios y lleno de satisfacciones, sólo con que sepas disfrutar de tu hijo, sólo con que comprendas qué ha habido más valioso en él.

[5] De tu hijo nada más ha desaparecido una sombra y una imagen no muy fiel; en cambio, él mismo es ahora eterno y de mejor condición, pues ha sido despojado de las cargas extrañas a él y dejado a sí mismo. Esto que ves que nos envuelve, huesos, nervios y piel por encima, y el rostro y las útiles manos y lo demás que nos recubre, son ataduras y tinieblas para el espíritu, lo aplastan, lo ahogan, lo emponzoñan, lo desvían de la verdad tan propia de él, precipitándolo a la mentira. Para él toda su lucha es contra esta pesada carne, para no dejarse arrastrar y quedar encallado; porfía por llegar al lugar de donde bajó. Allí le aguarda un eterno reposo, viendo las cosas sencillas y diáfanas, en vez de revueltas y oscuras.

Por consiguiente, no hay razón para que corras a la tumba de tu [25 ] hijo: allí está lo peor de él y lo que más le estorbaba, huesos y cenizas, partes suyas no más que los vestidos y otras coberturas del cuerpo. Él ha escapado íntegro, sin dejar en la tierra nada de sí mismo, y todo él se ha ido; se ha detenido un instante por encima de nosotros mientras se limpia y sacude los defectos que llevaba adheridos, y toda la suciedad de su vida mortal, se ha elevado luego a las alturas y ahora corre entre los espíritus bienaventurados. Lo ha acogido la asamblea honorable [2] de los Escipiones y Catones y, entre los menospreciadores de la vida y libres gracias a la muerte, tu padre, Marcia. Él toma a su cargo al nieto (aunque allí todos son parientes), que goza de una luz nueva, y le enseña los cursos de los cercanos astros; conocedor de todo no por suposiciones sino por realidades, lo inicia de buen grado en los misterios de la naturaleza y, tal como el forastero agradece al que lo guía en ciudades desconocidas, así tu hijo a su intérprete y además pariente, cuando le pregunta por las causas de los fenómenos celestes. Él le 〈recomienda〉 dirigir su mirada hasta las profundidades de la tierra: es grato, en efecto, contemplar desde lo alto lo que se ha dejado atrás. Por tanto, Marcia, compórtate como expuesta que estás a las miradas [3] de tu padre y de tu hijo, no los que conociste, sino mucho más sublimes y en lo más alto situados. Avergüénzate de 〈pensar〉 nada vil o banal, y de llorar a los tuyos, cuando han cambiado a mejor. 〈Adueñándose〉 de la eternidad, se han dispersado por los espacios libres y amplios: no los aíslan los mares interpuestos, ni la altura de las montañas o los valles infranqueables o los bajíos de las Sirtes traicioneras: 53 todo lo recorren a pie llano, ágiles, sin esfuerzo y ligeros, pasando unos a través de otros y mezclados con los astros.

Así pues, supón que desde esa ciudadela celeste tu padre, Marcia, [26 ] que tenía tanta autoridad sobre ti como tú sobre tu hijo, te dice, no con la inspiración con que deploró las guerras civiles, con que para siempre proscribió él a los autores de las proscripciones, sino con una tanto más elevada cuanto más excelso es él mismo: «¿Por qué, hija mía, te [2] posee una angustia tan prolongada? ¿Por qué vives en una ignorancia de la verdad tan enorme que consideras que se ha obrado injustamente con tu hijo porque se ha retirado, dejando intacta la situación familiar, al lado de sus antepasados, también él intacto? ¿No sabes con qué violentos temporales lo deshace todo la suerte, cómo a nadie se le ha ofrecido favorable y benévola sino a quienes han tenido con ella el menor trato posible? ¿Te tendré que nombrar a los reyes que hubieran sido sobremanera dichosos si la muerte los hubiera sustraído a tiempo a las desgracias que les amenazaban, o a los generales romanos cuya grandeza no disminuirá nada si acortas algo su vida, o a los muy insignes y célebres varones que se hicieron fuertes sólo para acabar [3] ofreciendo el cuello al golpe de la espada de algún soldado? Fíjate en tu padre y en tu abuelo: éste quedó a merced de un homicida otro que él; yo a nadie permití hacer nada conmigo y privándome del alimento demostré que había escrito mis obras con la grandeza de ánimo con que vivía. ¿Por qué en nuestra familia se llora tantísimo tiempo a quien muere con tantísima dicha? Nos reunimos todos y, como en absoluto nos rodea una noche profunda, vemos que no hay entre vosotros nada deseable, según creéis, nada excelso, nada deslumbrante, sino que todo es despreciable, pesado, angustioso, y apenas capta una [4] ínfima porción de nuestra luz. ¿A qué decir que aquí las armas no enloquecen en ataques recíprocos ni las flotas aniquilan a las flotas, ni se urden o se plantean parricidios, ni los foros retumban con las querellas todo el día sin cesar, que nada hay incierto, sino unas intenciones manifiestas, unos sentimientos francos, una vida en público y ante todos, [5] una visión de todo el tiempo pasado y de los venideros? Antes disfrutaba yo poniendo por escrito los sucesos de un solo siglo, ocurridos en el último rincón del mundo y entre poquísima gente: ahora me es posible ver tantos siglos, el encadenamiento y la sucesión de tantas edades, todos los años que han sido; me es posible ver con antelación los reinos que van a surgir, los que van a hundirse, los derrumbamientos [6] de grandes ciudades y los nuevos recorridos del mar. Pues —si es que el destino de todos puede serte consuelo de tu nostalgia— nada permanecerá donde está ahora, todo lo derribará y llevará consigo la vejez. Y no jugará sólo con los hombres (¿qué es pues esta pequeña porción para el poder de la suerte?), sino con los lugares, las comarcas y los continentes. Arrasará montañas enteras y en otra parte empujará a lo alto nuevos riscos; resecará los mares, desviará los ríos y, una vez que rompa las comunicaciones entre los pueblos, deshará la sociedad y la unión del género humano; en otra parte hará desaparecer ciudades por unas grietas inmensas, las sacudirá con terremotos, y enviará desde las profundidades emanaciones nauseabundas y cubrirá de inundaciones todo el mundo habitado y matará a todos los seres vivos cuando la tierra quede sumergida, y con inmensos incendios abrasará y quemará todo lo perecedero. Y cuando llegue el tiempo en que el mundo se extinga para renovarse, todo se exterminará con sus propias fuerzas, los astros chocarán con los astros y, cuando toda la materia esté en llamas, todo lo que ahora brilla en buen orden arderá en un solo fuego. También nosotros, espíritus dichosos y agraciados con la [7] eternidad, cuando le parezca bien a la divinidad reconstruir todo esto, durante el derrumbamiento universal, como una porción minúscula añadida a la desmesurada catástrofe, nos convertiremos en los elementos primeros». 54

¡Dichoso tu hijo, Marcia, que ya sabe esto!

1 Es conocida la pobre opinión que tiene Séneca de la mujer («un animal sin seso», como la califica en Sobre la firmeza del sabio , 14, 1), común, por otro lado, en la Antigüedad; cf . Ch. Favez, «Les opinions de Sénèque sur la femme», Revue des Études Latines 1 (1938), págs. 335-345.

2 A causa de sus enfermedades crónicas Séneca domina ampliamente, como se ve, la terminología médica, cf . P. Rodríguez Fernández, Séneca enfermo , Mieres del Camino, 1976, págs. 163-182.

3 Sobrino de Augusto, que le dio en matrimonio a su hija Julia (26 a.C.), por lo que era considerado su sucesor, hasta el momento de su muerte temprana, tres años más tarde, en Bayas, supuestamente envenenado por Livia (cf . Dion Casio, Historia romana , III , 33), la cual empezaba así a despejar para sus hijos el camino hacia el trono. Otras noticias sobre el personaje en Tácito, Anales , I , 3, y Veleyo Patérculo, Historia romana , II , 93.

4 Virgilio incluyó en la Eneida un elogio de Marcelo (VI , 855-886). Oyendo recitar esos versos, Octavia se desmayó, según cuenta Donato, Vida de Virgilio , 32.

5 Cuando Livia se divorció de su primer marido, Tiberio Claudio Nerón, para casarse con Octavio, luego Augusto, ya tenía un hijo, Tiberio, y estaba encinta de otro (Dion Casio, op . cit ., XLVIII , 44, 1, y Suetonio, Augusto , 62, 2). Éste se llamó Claudio Nerón Druso, y andando el tiempo se ganó el sobrenombre de Germánico por sus campañas contra esas gentes, en una de las cuales halló la muerte (9 a.C.), tan lamentada porque Druso no había ocultado su intención, si alcanzaba el poder, de restaurar la República (cf . Tácito, Anales , I , 33, y Suetonio, ibid ., 1, 4).

6 Séneca comete un anacronismo al denominar así a Livia en vida de Augusto, pues fue el testamento de éste el que le otorgó el derecho a tomar este nombre (Tácito, Anales , I , 8).

7 Areo Didimo de Alejandría, estoico con tendencias platónicas, ejercía en la familia de Augusto el papel de consejero, tal como era costumbre en la aristocracia de la época.

8 Druso tuvo con Antonia, hija menor de Marco Antonio, dos hijos y una hija: Germánico, Claudio y Livia, más conocida como Livila.

9 Esto es, el futuro normal de un niño romano desde que deja de serlo y asume la condición de adulto y ciudadano; este cambio de niño a hombre se simbolizaba con el de la toga que había vestido hasta entonces (la praetexta , orlada de púrpura) por la viril, totalmente blanca; esta ceremonia se celebraba en medio de una señalada fiesta familiar.

10 Séneca a veces no «dialoga» con Marcia sino con un interlocutor anónimo y difuso, una o varias segundas personas.

11 Verso de Publilio Siro, autor de mimos del siglo I a.C., recogido en una colección de sententiae extraídas de sus obras, una de tantas empleadas en las escuelas (cf . Séneca, Epístolas morales a Lucilio , [en adelante Epíst .,], 33, 6-7); al filósofo le complacía, pues lo cita en otra obra (Sobre la tranquilidad del espíritu , 11, 8).

12 La de Metilio.

13 Famosísima máxima atribuida a uno u otro de los Siete Sabios de Grecia; estaba grabada en el frontón del templo de Apolo en Delfos, lo que explica la referencia a los oráculos que allí emitía la Pitia.

14 Gracias a que, por no dejar sola a Marcia, renunció al servicio militar (Consolación a Marcia , 24, 1), Metilio pudo acceder tempranamente al sacerdocio.

15 Lucio Cornelio Sila (138-78 a.C.) encabezó el partido aristocrático enfrentado en guerra al popular; tras su victoria, asumió el poder y se hizo nombrar dictador, cargo del que abdicó un año antes de su muerte, a lo que hace referencia Séneca. Favorecido toda su vida por la fortuna, le dedicó un templo en Preneste y adoptó el sobrenombre de Felix [afortunado], en el que tanto insiste Séneca.

16 El padre era Jenofonte; su hijo Grilo murió en la batalla de Mantinea (Valerio Máximo, Hechos y dichos memorables , V , 10, 2).

17 Marco Horacio Pulvilo, en realidad cónsul en el año primero después de la expulsión de los reyes (508 a.C.); en calidad de tal le correspondió oficiar la ceremonia de dedicación del templo de Júpiter en el Capitolio (cf . Tito Livio, Historia de Roma desde su fundación , II , 8, 6-8). El dedicante sujetaba con las manos las jambas de la puerta mientras recitaba la plegaria; cualquier titubeo, error o interrupción invalidaba la ceremonia (Plinio, Historia natural , XI , 37).

18 Lucio Emilio Paulo tuvo dos hijos en cada uno de sus dos matrimonios: los del primero fueron adoptados, uno por la familia Fabia y el otro por la Cornelia, que en adelante se llamó Publio Cornelio Escipión Emiliano, conquistador de Numancia y de Cartago; los habidos en el segundo murieron uno pocos días antes y otro pocos después de celebrarse el triunfo de Paulo por su victoria sobre Perseo, rey de Macedonia; éste iba, según la costumbre, encadenado al carro del vencedor, en el que quizás habrían ido acompañándolo sus hijos (cf . Plutarco, Paulo Emilio , 35, 2).

19 No es ni mucho menos casual la elección del año, el 59 a.C., en que compartieron el consulado dos adversarios políticos, Julio César y Marco (no Lucio, como Séneca repite erróneamente) Bíbulo, cada uno apoyado por su partido con turbias maniobras (cf . Suetonio, Julio César , 19, 1); el enfrentamiento entre ambos concluyó con la reclusión, voluntaria o impuesta, de Bíbulo en su casa mientras duró su mandato (cf . Suetonio, ibid ., 20, 1; Cicerón, Cartas a los familiares , I , 9, 7; Dion Casio, op . cit ., XXXVIII , 6, 4).

20 Bíbulo era procónsul en Siria cuando supo de la muerte de sus hijos, en Egipto y a manos de unas tropas mixtas de veteranos pompeyanos y forajidos de toda laya; cf . César, Guerra civil , III , 110, 2-6; Valerio Máximo, op . cit ., IV , 1, 15.

21 Julia, a la que casó con Pompeyo para reforzar su alianza con él; murió en el año 54 a.C.

22 Séneca parece jugar con el vocablo, pues el cognomen de Pompeyo era precisamente Magnus , «Grande».

23 La gens Julia proclamaba descender de Venus y contaba con algunos miembros deificados (César y Augusto). La expresión que emplea Séneca imita un verso del cantor del origen divino de los Césares, Virgilio (Eneida , IX , 642).

24 Ya había adoptado a sus tres nietos varones, pero los dos mayores murieron sucesivamente (Lucio en el 2 d.C. y Gayo en 4 d.C.), y al menor, Póstumo, lo desterró (7 d.C.); igualmente había condenado al exilio a la madre, su única hija Julia, en el año 2 d.C., veintiún años después de la muerte del primer marido de ésta, el ya mencionado Marcelo (cf . nota 3); de sus dos hijastros y también hijos adoptivos, el menor, Druso, murió en campaña (cf . nota 5), y el mayor, Tiberio, por cálculo o por azar, quedó como su único heredero.

25 Respectivamente, Druso, habido de su matrimonio con Vipsania, y su sobrino Germánico, fallecidos éste en el 19 d.C. y el primero en el 23 d.C.

26 Cuando murió Druso hacía ocho años que Tiberio ocupaba el cargo de Pontífice Máximo.

27 Ahora le conviene a Séneca no mostrarse tan duro con las mujeres como al principio, donde presenta halagadoramente a Marcia como una excepción a los defectos femeninos (cf . nota 1).

28 La violación de la castísima Lucrecia por Sexto Tarquinio y su suicidio inmediato fueron el definitivo impulso que necesitaba Bruto para iniciar la revuelta contra el rey último de Roma, Lucio Tarquinio el Soberbio (cf . Tito Livio, op . cit ., I , 57, 6-69).

29 Una de las doncellas que se hallaban en poder de Porsena como rehenes; a la cabeza de sus compañeras escapó del campamento etrusco y nadando cruzó el Tíber para volver a Roma. Los ciudadanos le votaron una estatua ecuestre, un honor sin precedentes (Tito Livio, op . cit ., II , 13, 6-11).

30 Hija de Escipión Africano, casada con Tiberio Sempronio Graco; entre sus numerosos hijos se contaban Tiberio y Gayo Graco, los célebres impulsores de la reforma agraria en permanente enfrentamiento con la nobleza a la que pertenecían; Tiberio fue muerto en el año 133 a.C. y Gayo se suicidó en el 121 a.C. Séneca generaliza el final de ambos.

31 Su hijo Marco Livio Druso, tribuno de la plebe como los Gracos y también como ellos reformador de las leyes.

32 Parte de un verso de Virgilio (Eneida , III , 418).

33 Torbellino en el mar Tirreno, personificado en un ávido monstruo que habitaba en el estrecho de Mesina, frente a Escila, otro monstruo igual. Caribdis se encrespa cuando sopla el austro, el viento del sur.

34 La ninfa Aretusa, requerida de amores por el río Alfeo, fue transformada por Diana a su vez en río; Alfeo mezcló sus aguas con ella y ambos discurrieron bajo el mar hasta aflorar de nuevo en Ortigia, la isla del puerto de Siracusa (Ovidio, Metamorfosis , V , 577-641).

35 Las famosas Latomías (propiamente, «canteras»), cuya característica más notable era su profundidad: Séneca se refiere a ellas empleando casi las mismas palabras que Cicerón (Contra Verres , V , 62). En las Latomías trabajaron como forzados los prisioneros atenienses capturados en la batalla naval de Siracusa (413 a.C.).

36 Dionisio el Joven, tirano de Siracusa (367-346 a.C.), cuyo despotismo no pudo refrenar Platón, llamado al efecto por Dion, su amigo y seguidor, y tío de Dionisio; éste, tras una serie de disturbios, se exilió en Corinto.

37 Los cinco planetas conocidos en la época: Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Saturno.

38 El Océano que rodea la Tierra penetra en ella formando el mar Mediterráneo, el mar Rojo y el Caspio (los antiguos lo creían comunicado con el Océano), y separando así los continentes.

39 Según Plinio, op . cit ., IX , 186, y X , 165, las ballenas se hacen guiar por un pez llamado musculus , cuya inexistencia no impidió, por supuesto, su descripción minuciosa (cf . Claudio Eliano, Historia de los animales , II , 13).

40 Séneca enumera sin nombrarlos algunos de los componentes más característicos de los infiernos clásicos: el Érebo, que es la oscuridad misma, los ríos Flegetonte, de aguas ardientes, y Leteo, que borra los recuerdos al que bebe de las suyas, los jueces infernales Éaco, Minos y Radamanto, los pocos que penan una falta imperdonable, Sísifo, Ixión, Tántalo y las Danaides, y el señor de todo, Plutón.

41 El caso de Pompeyo era ejemplo típico de cuánto puede a uno ahorrarle una muerte a tiempo (cf . Cicerón, Disputaciones tusculanas , 186, y Veleyo Patérculo, op . cit ., II , 48, 2): Pompeyo se habría evitado la derrota definitiva en la batalla de Farsalia (de la que no fue, como exagera Séneca, el único superviviente: cf . César, Guerra civil , III , 96, 4), la huida a uña de caballo y velas desplegadas hacia Egipto y la muerte por orden del rey Ptolomeo XIV, ejecutada por su prefecto Aquilas; muerte doblemente humillante para un romano que era además defensor de las libertades del pueblo.

42 Cicerón fue cónsul en el 63 a.C., cuando sofocó la conocida conjuración de Lucio Sergio Catilina; la hija de Cicerón, Tulia, murió en el 45 a.C. Si su padre hubiera muerto poco después, no habría sido testigo y víctima de las proscripciones desatadas por el segundo triunvirato, de la proliferación de delatores y sicarios tan sanguinarios como Catilina.

43 Marco Porcio Catón, llamado de Útica para distinguirlo de su bisabuelo, el Censor. Esta gestión que se le encomendó consistía en realidad en despojar a Ptolomeo XIII Auletes (padre del que mandó matar a Pompeyo) de su posesión de Chipre. Con este fin fue nombrado quaestor pro praetore en la isla (58 a.C.), que quedó convertida en provincia romana (cf . Plutarco, Catón el Joven , 34, 4-38). Más tarde, en la guerra civil tomó partido por Pompeyo y acabó su vida suicidándose en Útica (45 a.C.).

44 Cf . nota 38.

45 Parte de otro verso de Virgilio (Eneida , X , 472).

46 Publio Rutilio Rufo, condenado al exilio por las presiones de los recaudadores de impuestos cuyos manejos había denunciado y que a su vez la acusación y los perros rabiosos que Sejano, para tenerlos dóciles sólo con él y feroces con todos, alimentaba con sangre humana, le acusaron del mismo delito que él les imputaba. No quiso regresar a Roma, pese a que Sila se lo solicitó.

47 Tácito menciona un segundo cliente, Pinario Nata (Anales , IV , 34).

48 No se trata de otro error de Séneca (Pompeyo, ya se ha dicho, fue muerto en Egipto y enterrado allí), sino de un empleo figurado de «cenizas» por «recuerdo».

49 Concepto reiterado en el diálogo Fedón (64a y 67d).

50 Papirio Fabiano, filósofo y declamador en la primera mitad del siglo I d.C., admirado por sus descripciones y sententiae (cf . Séneca el Viejo, Controversias , II , pref., 1-3), y maestro de Séneca, que lo cita repetidas veces en sus epístolas (11, 4; 49, 12; 52, 11; etc.).

51 Dioses domésticos similares a los lares; su nombre, como el de éstos, se utiliza en metonimia con el significado de «hogar, casa, familia».

52 La pena que involuntariamente le ha causado con su muerte.

53 Los escollos por antonomasia, situados en la costa entre Cartago y Cirene: la Gran Sirte al este y la Pequeña Sirte al oeste, actualmente conocidas como los golfos de Sidra y de Gabes.

54 Ha concluido la grandiosa exposición de un concepto de la más estricta ortodoxia estoica: el mundo se renueva periódicamente mediante cataclismos universales.

Séneca

Подняться наверх