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LUCIO ANNEO SÉNECA,

EL FILÓSOFO DE LA SERENIDAD

Tanto la vida como la obra de Séneca muestran hoy un excepcional vigor. Su vida, tan tempestuosa como serena y tan compleja como simple, sigue irradiando amor por lo más excelso y afán de sacrificio por lo que de verdad merece la pena. Esfuerzo y firmeza, valentía y honor, claridad y decisión, brío y autodominio, milicia y fe, aunque también misericordia y piedad, comprensión de la debilidad y consuelo ante el infortunio, son notas asociadas a la vida y a la imagen del que fuera el filósofo más relevante de todos los estoicos.

Por lo que se refiere a sus escritos, destaca el ímpetu de perfeccionamiento moral que infunden a quien se acerca a ellos con ánimo de mejora, con verdadero espíritu filosófico y amor por la verdad. En efecto, los Diálogos , las Consolaciones y las Epístolas morales a Lucilio [Epíst. ] forman un conjunto ardoroso de reflexiones y de consejos que nunca dejan indiferente ni a la razón del entendimiento ni a las razones de los sentimientos.

Por ello, la filosofía de Séneca no quedó encerrada en sí misma. El ansiado asentamiento de la dignidad humana sobre la naturaleza racional se instalaba en una época en la que se había dejado de creer en los dioses y aún no había llegado la creencia en Dios. Pero dicho emplazamiento no la hace menos fecunda, sino todo lo contrario. Las dificultades aparentemente insalvables en las que Séneca vivió, y por las que también fue obligado a dar la propia vida, se han hecho presentes en todo momento histórico posterior como loable esfuerzo del hombre por superar lo azaroso y alcanzar la altura que le es debida.

La pervivencia de Séneca, la huella de su filosofía en el pensamiento posterior, ha sido dilatada y profunda. Sus influjos se perciben con notoria claridad desde las obras de los autores cristianos antiguos o de los primeros siglos. Se constata la influencia filosófica en Lactancio y en Tertuliano tanto como en san Jerónimo, mientras que la literaria se deja ver en Prudencio y en san Martín de Braga.

Siguió un paréntesis de más de siete siglos en el que las doctrinas de Séneca quedaron eclipsadas ante la pujanza permanente del platonismo y la renovada del aristotelismo. Hubo que esperar al Renacimiento para que su pensamiento recobrara el vigor, como protocristiano o humanista puro; entonces lo hizo de la mano de Francesco Petrarca y Giovanni Boccaccio y, posteriormente, por obra de Juan Luis Vives, Michel de Montaigne, René Descartes, Pierre Corneille, Jean Racine, Jean de La Bruyère, Francisco de Quevedo, Baltasar Gracián, Denis Diderot, Ángel Ganivet, Marcelino Menéndez Pelayo y José María Pemán, entre otros de una lista casi interminable. La influencia del pensamiento de Séneca también puede hallarse en Arthur Schopenhauer, Edmund Husserl y María Zambrano, al menos como motivo para la reflexión sobre temas históricos o propiamente filosóficos.

Como escribió esta última en El pensamiento vivo de Séneca , merece la pena acercarse a la figura seductora del filósofo, ya que penetrar en su imagen

[…] es sorprender al mismo tiempo la fe antigua a la que se vuelve de la aventura de la razón y sorprender lo que hace la razón cuando quiere suplir a la religión, cuando se convierte en medicinal y consoladora, penetrada de caridad. Será también sorprender un poco a una especie de sabio, de intelectual diríamos hoy, que se ve a la cabecera del hombre desahuciado, cuando a solas ha renunciado a todo, a todo lo que puede renunciar una razón, una filosofía, a todo menos a aquello que empezó siendo su punto de partida en Grecia: resignarnos a aceptar nuestra condición humana.

VIDA

Los orígenes y la familia

Lucio Anneo Séneca tenía sesenta y cuatro años cuando se arrebató la vida. Corría el año 75 de nuestra era, y tuvo que ser el emperador Nerón quien ordenase cercenar la existencia temporal de quien había sido su propio preceptor y, más tarde, el hombre más importante del Impe rio después del mismo Nerón. Séneca había alcanzado ante Nerón la condición de amigo autorizado, favorito o íntimo consejero en lo privado, y de asesor oficial en lo público. Esta circunstancia, unida a la gran sensatez y a la rectitud moral de Séneca, vino a determinar su muerte.

Las vidas de Séneca y de Nerón convergieron durante quince años. Sin embargo, todo este tiempo no había sido suficiente para conseguir de Séneca el acatamiento servil que Nerón exigía a quienes deseaban seguir a su lado. Séneca, que siempre actuó con lealtad hacia Nerón, a quien había tenido por educando reflexivo y persona desapasionada, intentó mantenerse recto, al margen de todo servilismo, ante los oscuros avatares de una política marcada por las inveteradas desavenencias entre el Senado y los césares.

De origen cordobés y alta cuna, Séneca nació en la Hispania del siglo i, y fue uno de los primeros ciudadanos romanos de provincias que alcanzó el honor de ser cónsul. Los ascendientes de Séneca por parte paterna y materna procedían del valle del Guadalquivir y de Córdoba, ciudad romana desde hacía un siglo y medio, y donde residía el gobernador. Dicha zona de Hispania estaba habitada por nativos con ciudadanía romana y matrimonios constituidos entre oriundos e itálicos; entre sus pobladores se contaban también los descendientes de soldados y de libertos, así como los inmigrantes itálicos en busca de las riquezas mineras de Linares, antaño Cástulo. Queda claro que entre los ancestros de Séneca debió haber una rica diversidad de orígenes y una variada extracción social.

Marco Anneo Séneca, padre de Séneca, ha pasado a la posteridad con los sobrenombres de Séneca el Viejo o el Rétor. Nació en el año 55 a.C. y fue un ilustre ciudadano romano perteneciente a la nobleza ecuestre. Apasionado por la cultura en general, y en concreto por la retórica y la oratoria, viajaba con frecuencia a la ciudad de Roma. Bien formado intelectualmente, llegó a escribir un trabajo sobre la historia de su época, estudio que se ha perdido. También realizó otros estudios sobre controversias y suasorias, en forma de guías educativas dedicadas a sus hijos, en los que exponía fórmulas, procedimientos y argumentos para la discusión y la persuasión. Su pasión por las bellas letras, y en especial por el arte de la oratoria le abrió las puertas de la distinción social, de la nobleza gobernante y de la carrera pública, que siempre quiso virtuosa. Su propia valía personal, unida a la disponibilidad de un gran poder económico y también al disfrute de amistades influyentes, le permitió introducirse en la clase gobernante romana.

Helvia, la madre de Séneca, era bastante más joven que su marido y procedía de un ilustre linaje de la Bética. El matrimonio se celebró cuando ella tenía catorce años y, al igual que su esposo, era una iniciada en el cultivo de las bellas letras. Tuvieron tres hijos. El mayor de ellos, Lucio Anneo Novato, tomaría posteriormente el nombre de Junio Galión al ser adoptado por un amigo de su padre, que era también un conocido retórico. El segundo fue Lucio Anneo Séneca, el filósofo, y Lucio Anneo Mela, padre del poeta épico Lucano, fue el tercero.

Novato, el mayor de los tres hermanos, fue muy estimado por su pragmático padre. Le atribuía más inteligencia que al segundo de sus hijos, Séneca, más inclinado a la filosofía. Séneca el Viejo detestaba la filosofía por su inutilidad para los asuntos de la administración pública y su poca eficacia por lo que respecta al éxito político. En aquella época, la retórica era considerada una actividad sublime y una herramienta intelectual muy valorada que, además, favorecía el ascenso en la escala pública. Pues bien, Séneca el Viejo, que vivió hasta el año 39, quiso que sus hijos hicieran carrera pública aunque nunca a costa de una vida virtuosa o, cuanto menos, de la honestidad, lo cual no resultaba nada sencillo en medio de una estructura gubernamental como la de la época que nos ocupa. Así, Galión, Séneca y Mela fueron enviados a Roma por su padre para que aprendieran de aquellos a los que se atribuía la excelencia de la oratoria magisterial. Allí tuvieron ocasión de escuchar a los mejores oradores y de estudiar con los mejores maestros.

Galión llegó a ser senador y procónsul de Acaya en el año 52, durante el mandato del emperador Claudio. Tuvo a Pablo de Tarso (san Pablo) bajo su tribunal por actuar contra la ley, y falló a favor de él. Por el parentesco y por la gran proximidad emocional con Séneca, Galión se vio arrastrado por la caída del filósofo: tras la muerte de éste se suicidó en el año 65, durante el mandato de Nerón y a consecuencia de la purga neroniana. Por su parte, Mela, el más joven de los hermanos, llegó a ser un alto funcionario que optó por no sobrepasar el orden ecuestre, para atender los negocios de sus ascendientes. Mela también siguió a Séneca en su muerte, pues se suicidó ese mismo año, víctima de idénticas acusaciones. Incluso Lucano, poeta, senador y comensal del emperador Nerón, hijo de Mela y sobrino de Séneca, fue sacrificado el mismo año en esta espiral de frenesí.

Roma: formación y vida activa

Tiberio, Calígula, Claudio y Nerón fueron los emperadores que marcaron la vida del Imperio durante la época en que le tocó vivir a Séneca. Tiberio, que había nacido en el año 42 a.C., fue adoptado y designado sucesor por Augusto cuando éste perdió a sus nietos Gayo y Lucio; fue emperador desde la muerte de Augusto (14 d.C.) hasta el año 37. Por su parte, Calígula, emperador desde el año 37 de nuestra era, fue adoptado por Tiberio como sucesor. Calígula fue una persona mentalmente inestable: extravagante en exceso, despótico y cruel. Tras su asesinato, en el año 41, le sucedió Claudio, su tío, hasta el 54. Claudio, débil de cuerpo y endeble de espíritu, fue esposo de Mesalina primero y de Agripina después, y adoptó al hijo del matrimonio anterior de ésta, Nerón, a quien nombró sucesor, privando a Británico, hijo de su primer matrimonio, de tal honor.

Se sabe que Séneca viajó a Roma cuando era muy joven, hacia el final del reinado de Augusto. Estaba muy familiarizado con las obras de Cicerón y de Virgilio, e influido por ellas. En Roma conoció las doctrinas de Pitágoras y de Sextio a través de Soción de Alejandría, y hasta los dieciocho años estuvo bajo la influencia directa del cínico Papirio Fabiano. Pero el influjo de Átalo, griego y estoico, muy admirado por el padre de Séneca, fue mucho más intenso. Acudía con extraordinaria inquietud y docilidad a recibir las enseñanzas del austero Átalo, movido sólo por la búsqueda de lo honesto y de lo justo.

Átalo fue considerado por Séneca un filósofo sublime, por encima de todos, casi más que un rey, pues no podía ser menos quien tenía la facultad de censurar a los reyes. Cuando aquél ensalzaba y recomendaba la pobreza, a la vez que mostraba lo superfluo y molesto que resultaba lo que no era necesario, Séneca advertía la grandeza de tal virtud. Y cuando Átalo estigmatizaba los placeres, el joven Séneca acababa deseando la sobriedad como norma de vida. Así pues, a los veinte años, Séneca quedó definitivamente convertido a la filosofía estoica, que cuidó y profesó durante quince años más, hasta su entrada en la carrera pública, en la que tuvo que conciliar una con otra. Como él mismo manifestó, había aprendido de sus maestros a vivir, y no tanto a discutir. De hecho, Séneca se reconoce en sus escritos como un joven que anheló siempre cultivar su espíritu mucho más que nutrir su inteligencia.

En la Roma que cien años antes había conocido a Cicerón en su esplendor intelectual, Séneca respondía a la idea de plenitud humana. Ser literato, filósofo y además senador representaba la síntesis ideal a la que cualquier mortal romano podía aspirar en aquella época. Su dedicación a la política del más alto nivel le permitió convertirse en heredero y representante de una tradición romana gloriosa y acrecentar su fortuna económica hasta cotas insospechadas. Su disciplinada, espiritual, lujosa, influyente y respetada forma de vivir conforme a su modo estoico de pensar le granjeó el laurel de la filosofía y el privilegio de su digna muerte. Además, su conocida producción literaria le hacía valedor, frente a lo griego, de lo genuinamente romano.

En aquellos tiempos no era fácil compaginar la vida política activa con las ansias de perfeccionamiento moral. Responder a la exigente y realzada figura del filósofo y dedicarse a una aventura política entretejida habitualmente por los hilos de la maledicencia, la lisonja y la inhabilitación más dramática suponía granjearse fama de hipócrita en la realidad social. Séneca pudo experimentarlo e incluso sufrirlo en su nada precoz pero exitosa carrera pública. Sin embargo, su fecunda capacidad para lo diverso hizo que pudiese armonizar la actividad filosófica y el modo de vida espiritual con la vida política, de apariencias, poder y prebendas, con total honestidad y al margen de las acostumbradas, consentidas y sostenidas corruptelas.

Vinculado estrechamente a la familia imperante y refractario a la oposición senatorial de la casi totalidad de los estoicos, Séneca siempre se mantuvo fiel a su convicciones monárquicas. Y si bien fue leal al compromiso político adquirido, también lo fue a su pensamiento, ámbito en el que nunca realizó concesión alguna ni se halló en él, estrictamente, doblez censurable. Su ascenso tardío pero fulgurante se debe en parte a sus propias virtudes, aun cuando no resulte nada desdeñable su explícita amistad y profunda admiración por el cónsul Crispo Pasieno, a quien Séneca tenía por el mayor experto en la distinción y en la curación de los vicios.

Como consecuencia de su siempre delicada salud, Séneca, aquejado desde joven por una bronquitis crónica que terminó derivando en tuberculosis pulmonar, buscó un clima mejor y vivió unos años con su tía Helvia, esposa de Gayo Galerio, prefecto de Egipto. Séneca llegó a tierras egipcias en el año 25, y allí permaneció seis años e inició su labor de escritor. Regresó a Roma en el año 31, acompañado por Helvia y Gayo Galerio, que murió durante la travesía. A su llegada a la ciudad imperial —Sejano, el favorito de Tiberio, había muerto—, inició su ascenso político y funcionarial, su gran carrera política, que le llevó a ser cuestor hacia el año 33 y edil unos cuatro años después. Le esperaba aún su puesto definitivo en el Senado.

Destierro y plenitud

Con el trasfondo del complejo y tortuoso mundo de celos, envidias y traiciones de la familia imperial, sería el emperador Claudio, instigado por su primera esposa, Mesalina, quien pronto truncó —aunque sólo de forma provisional— la prometedora carrera pública de Séneca. El odio de Mesalina hacia Julia Livila, sobrina de Claudio y hermana de un Calígula que no dudaba en recelar de la brillantez de Séneca, propició la desgracia del filósofo. Acusado de haber mantenido relaciones adúlteras con Julia Livila, Séneca fue condenado a sufrir destierro en Córcega desde el año 41 hasta la boda de Claudio con Agripina, su segunda esposa, en el año 49. Tras ocho años de exilio —una pena que legalmente podría haber sido de muerte, por ser Livila miembro de la familia imperial, si no hubiese sido conmutada por Claudio—, Séneca regresó a Roma a los cuarenta y nueve años.

Agripina, esposa del emperador Claudio, obtuvo la gracia del perdón para Séneca cuatro años antes de la muerte de éste. Veía en él un magnífico consejero potencial, un maestro de prestigio y una celebridad reconocida. En él buscaba un poderoso cómplice que con seguridad odiaba a Claudio, y también un magnífico preceptor para educar a Nerón, su propio hijo e hijo adoptivo de Claudio. Pero hay más. Agripina, al perdonar oficialmente a Séneca, ansiaba ganarse no sólo el reconocimiento y la gratitud populares, sino también asegurarse de que el futuro emperador, el sucesor de Claudio, fuese Nerón y no el joven Británico, hijo del matrimonio anterior de Claudio con Mesalina.

Con estos precedentes, un Séneca ya célebre retornó a Roma cubierto de gloria, amparado por una Agripina que preparó su nombramiento como pretor de manera inmediata, y dispuesto a vivir definitivamente como filósofo pleno y rico hacendado. Ambas pretensiones se verían cumplidas, si bien Séneca sería humillado a consecuencia de la segunda.

Nerón, tan presuntuoso como original, accedió al trono a los diecisiete años. Corría el año 54, el de la muerte de Claudio, y Británico, excluido del trono, murió envenenado al mes del ascenso de su hermanastro. El nuevo emperador, que había tenido a Séneca como preceptor desde el año 49, cuando contaba doce años, disfrutó siempre de la confianza del filósofo, pero nunca de su adulación. La lealtad de Séneca se basaba en su convencimiento de que Nerón sabría poner fin al trágico ciclo político en que se hallaba Roma.

Con Nerón como emperador, Séneca reunió una de las mayores fortunas de la época, cifrada en más de setenta millones de denarios, un capital que podía constituir entre una quinta y una décima parte de la recaudación total del Estado romano. Esta fortuna dio origen a muchas críticas: resultaba fácil satirizar sobre alguien que pretendía una vida plena y feliz, asentada en el desinterés más puro, y al mismo tiempo llevaba una existencia descomunalmente rica en términos patrimoniales. Pero las críticas no afectaron en exceso a Séneca, ya que su promoción a tan elevada función pública como la senatorial suponía un notable enriquecimiento gracias a los regalos irrecusables provenientes del mismo César o a herencias de amigos en posición igualmente noble. Cabe afirmar, pues, que la riqueza y la moral estoica nunca se vieron enfrentadas en la persona de Séneca.

En el año 58, Séneca no sólo se hallaba en el cenit de su celebridad, sino que también había alcanzado el momento álgido de su capacidad de influencia tanto pública como privada sobre Nerón. A todo ello hay que añadir que su riqueza presentaba ya cotas insospechadas. Esta circunstancia era digna de admiración por parte de la inmensa mayoría de sus desiguales inferiores, pero generó un recio movimiento de recelo, crítica y sátira, no siempre soterrado, entre los miembros del reducido grupo de familias aristocráticas que lo consideraban un farsante —por el hecho de amalgamar tesis estoicas con la posesión y el disfrute de riquezas materiales–, un codicioso —por su extraordinaria fortuna— y un adulador del emperador; por tanto, un mal ejemplo moral y un enemigo que convenía derribar.

Ese mismo año, Séneca reaccionó contra tales acusaciones con su breve tratado Sobre la vida feliz . En él muestra conocer la distancia entre la propiedad material de riquezas y el aferramiento moral a ellas, o entre su tenencia y su consideración como fin último de la vida. Sostiene que la pobreza no garantiza nada por sí misma, porque la enfermedad que supone el vicio radica en el alma y no en la mucha o escasa posesión de las cosas. Está convencido de que el austero desprendimiento hace que la posesión de riquezas no degenere en vicio del alma. La pobreza material, considerada en sí misma, no es virtud, como tampoco lo es la riqueza. Se puede vivir contrariado en la pobreza, o vivir en ella de buen grado. El afán excesivo de bienes mate riales, el deseo vehemente y desordenado de poseer y adquirir riquezas para atesorarlas es defecto del alma, y se instala en ella con independencia de lo que pueda poseerse o adquirirse.

Séneca, al igual que los epicúreos, apreciaba la pobreza, pero a diferencia de éstos no consideraba pertinente la ostentación de la indigencia con el fin de dotarse de mayor credibilidad. Además, sostuvo que la decisión libremente tomada de vivir en la pobreza era un acto virtuoso, lo cual está muy alejado de una vida circunstancialmente forzada a la pobreza, en la que ésta ha de aceptarse por necesidad. Cabe recordar que «desdeñar» significa «tratar con desdén», esto es, con la indiferencia y el desapego que denotan menosprecio; por tanto, el menosprecio no supone en absoluto abandono, sino sólo alejamiento o falta de interés desmedido. En definitiva, Séneca defendía que es de gran mérito permanecer pobre entre las riquezas, no corrompiéndose entre ellas; que la calidad del hombre no radica en lo que tiene sino en su manera real de ser, en su forma de vivir, es decir, en su conformidad con la naturaleza y en su desprecio interior de la fortuna, sea ésta capital o encadenamiento fortuito de sucesos que procura algún bien o algún mal.

Confianza y frustración

Para Séneca, el advenimiento de Nerón como nuevo emperador trajo nuevas esperanzas. Para el filósofo fue un tiempo de ilusionada aunque tensa expectación, pues dada la personalidad y la formación del joven Nerón, parecía advertirse la cercanía de un período político y social de mejora. Y no tardaría mucho en expresarlo. Así, en el año 56, escribió un tratado político dirigido al propio emperador y titulado Ad Neronem Caesarem de clementia. En Sobre la clemencia expuso no sólo su absoluta confianza en Nerón —lo cual, viniendo de una autoridad como Séneca, suponía apuntalar aún más la legitimidad del nuevo emperador—, sino que además presentó la manera de rectificar la inercia de errores que provenía del pasado y cómo proceder a un saneamiento del cesarismo, que Séneca nunca creyó injusto en sí mismo.

En el tratado adopta la forma de consejo público, pidiendo la práctica de la clemencia a un Nerón al que aún consideraba capaz de controlar el potencial de poder despótico de que gozaba como emperador, y de ser lo suficientemente sensato para comprender la complejidad política y ética de tal forma de proceder. De modo simultá neo, Séneca expone en Sobre la clemencia lo razonable de la moderación al aplicar la justicia, a la vez que solicita a Nerón la erradicación de la tiranía mediante la práctica de la atenuación de los rigores del castigo de los súbditos; por último, presentaba al propio Nerón como un príncipe justo, capaz de practicar la clemencia, con la altura intelectual y moral necesarias para iniciar una nueva y diferente singladura, más recta y más ecuánime, del cesarismo.

Al escribir a Nerón sobre la clemencia, Séneca distingue entre esta virtud y la misericordia: si bien ésta supone, en general, la inclinación del ánimo a compadecerse de las miserias ajenas, la virtud de la clemencia es —como se ha indicado— moderación al aplicar la justicia. Según Séneca, los varones mejor formados y justos deberían ejercer la clemencia y la mansedumbre, evitando la misericordia, al ser ésta un vicio del ánimo débil que sucumbe ante los males ajenos, por lo que resulta común incluso entre los malvados.

Séneca se cuida mucho de señalar que la clemencia va unida a la razón. No así la misericordia, que no toma en consideración la causa sino sólo el infortunio. La conclusión que cabría obtener de todo ello es coherente: si la misericordia es, en el fondo, tristeza o dolor del ánimo ocasionados por la presencia de las miserias de otro o por unos males ajenos que imagina inmerecidos, aquélla no debe alcanzar al sabio, ni tampoco al emperador.

Estas precisiones sobre el marco general en el que se inscribe el magisterio de Séneca sobre la clemencia ayudan a comprender mejor algunos de sus consejos y consideraciones. Séneca le recuerda a Nerón cinco verdades de capital importancia para su labor de gobierno. En primer lugar, que es uno mismo el que se perdona cuando perdona a otros, y que el más reacio para otorgar perdón suele ser quien con más frecuencia necesita implorarlo. En segundo lugar, que debería contener la mano al proceder a derramar sangre, pues tal medida suele provocar una herida excesivamente profunda. Por lo que se refiere a la tercera, que los vicios son enfermedades del alma que exigen tratamiento suave y médicos cordiales. En cuarto lugar, que es conveniente juzgar inocente a una ciudad para que llegue a serlo, y que es peligroso demostrarle en cuánta mayoría están los malvados. Por último, que la verdadera felicidad no consiste en el ejercicio despótico del poder, sino en asegurar la suerte de muchos y merecer la corona cívica por el ejercicio de la clemencia.

A Séneca le quedaban sólo nueve años para ver frustradas sus expectativas, para comprobar que nada había cambiado ni iba a cambiar, que no se había tomado un rumbo nuevo: justo el tiempo que le quedaba de vida. Así, cuatro años antes de su muerte, un Séneca casi sexagenario y toda Roma conocieron el fin del período de cinco años de felicidad que Nerón les había otorgado; se preparaba el advenimiento de un matricidio, el asesinato de Agripina, que marcaría un antes y un después.

En efecto, corría el año 59 cuando un frenético Nerón convocó de urgencia a Séneca y a Burro, a la sazón prefecto pretorial y buen amigo del filósofo. El emperador, que entonces contaba veintiún años, quería informarles de tres asuntos de máxima importancia. Primero, que había fracasado en su intento de acabar con la vida de su madre, Agripina. Segundo, que el intento de asesinato obedecía a que le habían llegado noticias, para él creíbles, de que Agripina preparaba una sublevación popular a la vez que tramaba su asesinato; la guardia pretoriana, el Senado, los sirvientes e incluso amplios sectores del pueblo estarían siendo dirigidos hacia tales objetivos por la hábil Agripina. La tercera de las razones que motivaba la reunión era que debía evitarse a toda costa y para siempre la más que previsible venganza de una Agripina enfurecida, y si se pretendía que tal amenaza dejara definitivamente de serlo, no quedaba más opción que el asesinato.

Nerón no pudo contar con la anuencia práctica de Burro. El prefecto pretorial evitó inmiscuir a la guardia pretoriana en tales acontecimientos basándose en que se trataba de arrebatar la vida a una princesa de sangre, cosa que dicha guardia nunca admitiría. A pesar de tal oposición, Agripina fue degollada, y al apesadumbrado Burro le correspondió el amargo cometido de encarnar la versión oficial y justificar los hechos ante la guardia pretoriana. Burro moriría en el año 62. Por su parte, Séneca apareció como la voz del joven Nerón, lo que suponía convertirse en expresión de legitimación política y de acreditación moral, pues al haber redactado el discurso imperial en el que se justificaba la muerte de Agripina, Séneca entraba en connivencia con el luctuoso suceso.

Se acerca el final

A partir de aquí se abrió un único escenario con dos actores que tomaron direcciones opuestas: un Nerón cada vez más altivo, neurótico y déspota, y un Séneca que, desalentado y cada vez menos comprometido interiormente, intentaba batirse en retirada con gran discreción. El filósofo, que nunca podría olvidar lo acontecido a Agripina y tampoco dejar de observar el rumbo tiránico de Nerón, no abandonó de forma inmediata sus funciones, y tampoco se convirtió en la figura opositora que podría combatir al emperador. Guardó silencio e inició la marcha hacia el «exilio interior».

Al cumplir sesenta años, Séneca, acogiéndose a las normas que lo permitían, abandonó el cargo de senador, aunque no podía dimitir de sus obligaciones de amigo de Nerón sin una causa razonable y sin la aprobación expresa de éste. Hubiera sido un acto osado pero suicida decirle al emperador que el motivo de la petición de su relevo al frente de tales obligaciones eran sus consideraciones sobre el matricidio y el ejercicio de su poder; y por las peculiaridades de tal vínculo, una renuncia a él entrañaría siempre el abandono y el alejamiento, aparte de la acusación soterrada contra el emperador.

A pesar de ello, y tras su cese como senador, Séneca lo intentó en junio del año 62 esgrimiendo su deseo de consagrarse por entero y con tranquilidad inalterable a la reflexión filosófica, a un retiro fecundo; pero Nerón desestimó la petición. En efecto, en esta fecha Séneca escribió la epístola moral número 73 de las dirigidas a Lucilio. Con la intención de solicitar a Nerón ser relevado de su cargo, en ella intentó mostrar su nula peligrosidad personal y lo inocuo que debía resultar su retiro para el emperador. Séneca sostuvo en la citada epístola que los filósofos, lejos de ser insumisos y desdeñosos con las autoridades, saben agradecer a los gobernantes la dádiva que supone el beneficio de un retiro tranquilo.

Tras el incendio de Roma del año 64, un Séneca comprometido en el plano formal, pero con el ánimo de quien anhela el retiro y la soledad más absolutos, intentó llevar una vida apartada de todo reconocimiento y lujo. Ahondar en la sabiduría, llenarse de ésta vaciándose de todo otro compromiso, es justamente lo que expresa en sus Epístolas morales a Lucilio , escritas entre el comienzo del verano del año 62 y los últimos días de noviembre del año 64. Séneca quería dejar de ser fiel seguidor de Nerón y al mismo tiempo precisar que ello no le convertiría en adversario o enemigo declarado del emperador; quiso decir la verdad sin que ésta provocara una reacción negativa. Séneca buscaba calma, disponer de tiempo y de una quietud que no se viese alterada por los cargos públicos. Necesitaba prepararse por dentro, disponerse de manera íntima, regresar al hontanar de sí mismo.

A principios del verano del año 64 ya era pública la noticia del suicidio del senador Silano, que tras ser acusado de sedición contra Nerón se había abierto las venas. Séneca, en esa época, escribió la epís tola 70. En ella, anticipando y defendiendo su más que probable sacrificio, expuso las causas que pueden justificar el suicidio, alabando más la calidad de la vida que su duración. Si la cuestión era morir bien, debía plantearse cómo se podía morir bien tras haber evitado el riesgo de vivir mal. Morir bien exigiría erradicar del ánimo la necedad del temor a la muerte y, por tanto, de morir por causa de dicho temor. Asimismo, la muerte rápida sería preferible a la lenta, y más agradable la muerte apacible que la dolorosa. Se anticipaba así algo importante: que la cicuta era preferible al verdugo, ya que aquélla no sólo asegura mayor dignidad, sino también el derecho a la sepultura y el respeto de las últimas voluntades, que evitaba la confiscación de bienes.

El año 65 fue definitivo. A Nerón le llegó el rumor de una grave conspiración contra su persona, integrada por oficiales de la guardia, nobles y senadores. El conocimiento de las intenciones y de las acciones que preparaban su inminente asesinato desató la furia del emperador, que hasta ese momento se había mostrado déspota y ávido de confiscaciones, pero no brutal en exceso. Séneca no estuvo involucrado en la conjura, encabezada por Pisón, sino que se mantuvo al margen, pero el emperador no lo vio así. La inminente represión le señalaría como culpable destacado entre los culpables y le convertiría en víctima inocente.

Tácito relata los acontecimientos. El nombre de Séneca apareció durante los interrogatorios a los que fueron sometidos los conjurados. Lo interrogaron al caer la tarde. Se hallaba en su casa de campo, a poco más de seis kilómetros de Roma. Séneca cenaba rodeado de sus amigos y en compañía de su esposa, Pompeya Paulina, con la que había contraído matrimonio tras regresar de su destierro en Córcega, cuando ella era muy joven. Con serenidad exquisita, seguro de sí, negó al tribuno su implicación en el complot. Pero su distante templanza iba a ser interpretada como arrogancia, y ello contribuiría a su final.

El tribuno testimonió ante Nerón no haber observado en Séneca ningún signo de temor, y que ninguna señal de tristeza apareció en sus palabras ni se expresó en su semblante. Entonces, un Nerón convencido de la culpabilidad de su antiguo preceptor decidió poner en conocimiento de Séneca la orden de acabar con su vida. Al recibirla, sin signo alguno de turbación, en perfecta calma, Séneca pidió permiso para redactar su testamento, lo que no le fue concedido por el oficial ante el temor de que injuriara en él a Nerón o le negara a éste los legados habituales. Ante tal negativa, y privado de la posibilidad de hacer ciertas correcciones testamentarias a fin de legar algunos de sus bienes a sus amigos, declaró en voz alta que les dejaba al menos el único bien que le restaba, el más hermoso de todos: su propia manera de vivir y sus enseñanzas; en definitiva, el bien más valioso: la imagen de su vida.

Si sus amigos —que lloraban ante tal espectáculo— eran capaces de conservar su recuerdo, hallarían en la fama de la virtud la recompensa de su inquebrantable y devota amistad. Séneca les aconsejó firmeza y que se comportasen conforme a sus lecciones de prudencia y sus principios. Tras tales exhortaciones y con la serenidad que sólo un sabio sabe exhibir, Séneca, debilitado por la edad, disminuido por la enfermedad que nunca le abandonó y excesivamente delgado por la abstinencia voluntaria, abrazó con ternura a su esposa y la exhortó a moderar su sufrimiento en intensidad y en tiempo, a fin de que en la consagración a la virtud pudiera encontrar el consuelo necesario ante tanto dolor. En respuesta a su marido, Paulina aseguró que también ella estaba decidida a morir, y pidió reiteradamente que le diesen muerte. Séneca respetó la decisión de Paulina, pues oponerse hubiera supuesto resistirse a su gloria, al honor de morir, a su generoso y valiente ejemplo y, además, abandonarla a los más que previsibles oprobios posteriores.

Después, ambos se abrieron las venas de los brazos al mismo tiempo. La sangre de Séneca fluía tan lentamente que se abrió también las venas de muslos y pantorrillas. Fatigado por el padecimiento de dolores espantosos y temiendo que su sufrimiento abatiese el valor de su esposa o que el de ella le hiciese flaquear a él, persuadió a Paulina para que abandonase la estancia y se retirase a otro aposento. En pleno uso de sus facultades, con toda la elocuencia y el talento que atesoraba, Séneca hizo venir a sus secretarios para dictarles un texto, que se ha perdido.

Viendo Séneca que la lentitud con que se desangraba prolongaba el dolor de la agonía, rogó a Estacio Anneo, médico y amigo fiel, que le trajera el veneno que ya tenía preparado. Bebió la cicuta, pero el efecto esperado no se produjo: sus miembros estaban fríos y el veneno no se esparcía por su cuerpo. Ordenó entonces que le introdujesen en un baño caliente. Por fin, el vapor lo ahogó y puso fin a su vida.

Nerón, que sobrevivió tres años a Séneca antes de cumplir los treinta, de ser derrocado y hallar la muerte tras hacerse atravesar el cuello por la hoja de un puñal, volvió a actuar. Sin albergar resentimiento alguno contra Paulina y temiendo hacer más odiosa su propia crueldad y hacerse más impopular por ello, ordenó impedir la muerte de aquélla haciendo que sus libertos y esclavos detuvieran la hemorragia y le vendaran las heridas de los brazos. El mismo Tácito señala que nunca se supo si ella fue consciente de todo esto, si bien entre el pueblo no faltó el rumor malicioso de quienes creyeron que Paulina ambicionó la gloria de acompañar a su marido en la muerte, pero posteriormente, ante mejores perspectivas, cedió y se dejó vencer por la dulzura de la vida. Lo cierto es que la esposa de Séneca vivió algunos años más, en los que conservó viva la memoria de su marido. Tácito añade que los restos mortales de Séneca fueron incinerados sin ceremonia alguna, tal como había ordenado al disponer sus últimos momentos.

OBRA

Lucio Anneo Séneca pervive en sus escritos, que fueron numerosos. Su producción literaria la integran, además de algunos epigramas, sus nueve tragedias, de las que se ignora dónde y cuándo fueron compuestas: Hércules loco (Hercules furens), Las troyanas (Troades), Las fenicias (Phoenissae), Medea (Medea), Edipo (Oedipus), Fedra (Phaedra), Agamenón (Agamemnon), Tiestes (Thyestes) y Hércules en el Eta (Hercules Oetaeus). A ello hay que añadir el mordaz escrito contra el fallecido emperador Claudio, sátira conocida con el título de Apocolocintosis (Apokolokynthosis) , del año 54.

La obra filosófica de Séneca que ha llegado hasta nosotros, generalmente escritos breves de carácter moral y en forma dialogada o epistolar, comprende, además de las seductoras y directas Epístolas morales a Lucilio (Epistulae morales ad Lucilium) , escritas durante sus tres últimos años de vida, del año 62 al 64, las Cuestiones naturales (Naturalium quaestionum libri septem ad Lucilium) , escritas entre el año 62 y el 63, así como las Consolaciones y las conversaciones sobre diversos temas conocidas como Diálogos.

Su producción filosófica vertida en forma de consolaciones y diálogos comprende las siguientes obras: Consolación a Marcia (Ad Marciam de Consolatione) , escrita entre los años 37 y 41; Sobre la ira (Ad Novatum de Ira) , escrita el año 41; Consolación a su madre Helvia (Ad Helviam matrem de consolatione) , escrita entre los años 41 y 42; Consolación a Polibio (Ad Polybium de consolatione) , escrita entre los años 42 y 43; Sobre la brevedad de la vida (Ad Paulinum de brevitate vitae) , escrita entre los años 48 y 49; Sobre la tranquilidad del espíritu (Ad Sere num de tranquillitate animi) , escrita entre los años 53 y 54; Sobre la firmeza del sabio (Ad Serenum de constantia sapientis) , escrita entre los años 55 y 56; Sobre la clemencia (Ad Neronem Caesarem de clementia) , escrita entre los años 55 y 56; Sobre la vida feliz (Ad Gallionem de vita beata) , escrita entre los años 58 y 59; Sobre los beneficios (Ad Aebutium liberalem de beneficiis) , escrita entre los años 59 y 62; Sobre el ocio (Ad Serenum de otio) , escrita en el año 62, y Sobre la providencia (Ad Lucilium de providentia) , escrita en el año 63.

La «consolación» es un género creado por los filósofos griegos y posteriormente adaptado por los romanos. El propósito de la consolación era transformar el estado interior de abatimiento de las personas que se habían visto sacudidas por el infortunio mediante la exposición reflexiva, intimista en ocasiones y siempre persuasiva, de ejemplos moralizantes, normas de conducta y principios morales elevados que debían servir de remedio. Así, entre los propósitos de este género se contaba serenar el ánimo de quienes sienten aflicción, infelicidad o tristeza; atenuar el disgusto de los que padecen sufrimiento, fracaso o desdicha, y conseguir la resignación de los que, desolados, padecen desgracia grave.

Enfermedad, muerte y destierro, en el seno de una fortuna o destino circundante tan próximo como imprevisible y caprichoso, serían pues los principales temas sobre los que giraban las consolaciones y su afán de sensatez confortadora, de moderación de la pena y de serenidad frente a lo ineluctable. De manera más específica, puede afirmarse que las consolaciones de Séneca a Marcia, a su madre Helvia y a Polibio no son escritos especulativos, ni metafísicos, ni tampoco sistemáticos y dogmáticos, sino que más bien muestran su espíritu pragmático y moralizador.

PENSAMIENTO

El estoicismo de Séneca

Mucho se ha escrito sobre el particular estoicismo de Séneca. Como los estoicos, fue defensor del cosmopolitismo y fustigador de las pasiones por ser éstas indicio de una razón disminuida, pero sus preocupaciones e intereses no se ajustan al molde estoico en sentido estricto. Su autonomía le permitió verter más luz sobre aquello que consideraba de mayor importancia —la ética, la búsqueda de la virtud y, sobre todas las cosas, la práctica de la libertad—, dejando en penumbra aspectos que, como la filosofía de la naturaleza, la dialéctica o la gramática, eran cuestiones estoicas de menor rango para él. La física, las causas, el hado o el panteísmo no tienen cabida en Séneca.

La filosofía de Séneca posee un indudable espíritu estoico, aunque su propia consistencia y su característico dinamismo rompen con todo anquilosamiento estoico. Basado en la búsqueda de la conciliación sincrética de las grandes verdades dispersas en sistemas teoréticos distintos y sin admitir adscripción servil a ninguna doctrina de escuela o secta, Séneca pone impedimentos insalvables a su integración sin más en el esquema intelectual del estoicismo.

Séneca siempre quiso mantener un pensamiento libre e independiente. Su asistematismo general, sus llamativas contradicciones y sus notorias imprecisiones se deben a que quiso elaborar su propia filosofía sin someterse a ninguna autoridad reconocida, fuera o no estoica. Incluso afirma sentirse acostumbrado a pasar al campamento enemigo como explorador y no como tránsfuga, en clara referencia al pensamiento de Epicuro. En general, Séneca sostiene que las mejores cosas de Catón de Útica o de Lelio el Sabio, Sócrates, Platón, Aristóteles, Epicuro, Zenón de Citio, Crisipo, Cleantes, Panecio y Posidonio pertenecen al patrimonio común, por lo que es importante considerar qué se dice y no quién lo dice. Ninguno de ellos ha de ser considerado dueño de nuestra mente, sino sólo gloriosos guías de nuestro entendimiento y voluntad. La verdad, no acaparada por nadie, está permanentemente a disposición de todos.

Séneca sostuvo ser deudor de sus predecesores, aunque su seguimiento no le esclavizaba en absoluto. Heredero de la Stoa antigua, de Zenón y de Crisipo, Séneca se abre a los bienes externos y a la realidad sociopolítica en su conjunto, rompiendo la áspera polarización de razón y virtud clausurada en la interioridad del hombre, pero sin desprenderse nunca de la centralidad de la vida virtuosa. Heredero también del estoicismo de Panecio y de Posidonio —es decir, de la Stoa media o grecorromana—, Séneca acepta la apertura de ésta por lo que se refiere a la ampliación de las dimensiones nucleares del hombre, que ahora se abre al mundo como a una realidad propia. La virtud comienza a adquirir rango político y el bien común a situarse como bien primordial.

Además, Séneca sabe que la realidad política en la que se halla inmerso ha cambiado con respecto a la que vivieron sus antecesores estoicos. También es consciente de que no es posible buscar cobijo en el sujeto y proceder a negar el mundo, a la manera de los epicúreos. Por ello, la filosofía de Séneca es una muestra tanto de hallazgos o innovaciones como de asentimientos, modificaciones o renuncias de tesis y concepciones antecedentes. Tan seguro está de su planteamiento vital y filosófico que, en referencia a los maestros del pensamiento o grandes filósofos, destaca que en ellos hay lagunas o carencias que no supieron o no quisieron afrontar. No deja, por ello, de otorgarles gran crédito, aunque afirma que sólo pudieron legarnos vías por descubrir, pero no verdades definitivas. Seguir las huellas de los antiguos, tomando el camino ya trillado, no supone renunciar a buscar, a seguir y a potenciar otros distintos.

En efecto, Séneca piensa que los grandes pensadores legan ciertas verdades como un patrimonio que sus sucesores han de incrementar para que pasen a la posteridad. Y como considera que es vergonzoso repetir la doctrina de otro sin aportar nada nuevo, sostiene que dicho patrimonio espiritual no debe ser fijado nunca, pues entonces se convertiría en letra muerta; por el contrario, los herederos del pensamiento han de engrandecerlo y aplicarlo en las nuevas e incesantes circunstancias que se vayan sucediendo. Dilapidan la herencia recibida quienes la inmovilizan. De donde se sigue que Séneca niegue nobleza de espíritu a quienes, tutelados, se limitan a ejercitar su memoria sobre pensamientos ajenos.

Séneca, pues, emprende su itinerario particular con un equipaje incontenible en los estrictos márgenes del estoicismo anterior, pero con el aroma inconfundible de éste. La oposición al placer y a las riquezas de los cínicos, a los excesos hedonistas de los cirenaicos y a la antropología platónica, están tan presentes como la ética aristotélica y la epicúrea, muchas veces para polemizar y avanzar así en la confrontación. Mantener la entereza ante el infortunio, coronar todo acto humano con la joya de la libertad, hallar y cultivar la riqueza que sólo radica en la interioridad, hacer de la virtud el camino hacia la felicidad, moderar los deseos, tomar conciencia de la espiritualidad del alma, confiar en los dioses, cultivar la humanidad compartida y la solidaridad de los hombres entre sí, procurar el bien común como una necesidad que se deriva de la naturaleza social del ser humano y la preparación para la muerte son, pues, los ejes de todo el pensamiento de Séneca, compartidos en esencia por la deriva religiosa de Epicteto y de Marco Aurelio.

Pedagogía y mejoramiento

Hacia el fin último

Por lo general, se entiende que educar supone dirigir a alguien hacia el desarrollo de sus facultades intelectuales; también, que dicha instrucción abarca no sólo el aspecto cognitivo, sino también la dimensión moral y volitiva o caracterial de la persona que precisa o requiere tal instrucción. La relación intencionalmente educativa busca encaminar a la persona hacia una optimización de sus propios recursos espirituales, y también puede tener como cometido inducir al sujeto a quien se dirige a su propio perfeccionamiento como tal.

Así, el cambio promovido por la educación puede ser de orden cuantitativo o cualitativo. El primero se da cuando sólo se proporcionan conocimientos sobre algún aspecto de la realidad o enseñanzas concretas de una doctrina determinada, mientras que el segundo, de orden cualitativo, surge cuando con tal conocimiento o enseñanzas se busca o intenta provocar en el destinatario un cambio interior de visión del mundo o de concepción de la moralidad.

Cuando Séneca indaga los motivos de la persistencia de la insensatez en el hombre, llega a la conclusión de que se debe a la falta de ímpetu para rechazarla y a la poca o nula confianza en las verdades mostradas por los sabios. En otras palabras, lo que provoca tal pertinacia es tanto el insuficiente esfuerzo por alcanzar la virtud como el escaso o nulo aprovechamiento de las verdades conocidas. Fijémonos bien en que en esta respuesta se supera la fase del mero conocimiento de las cosas que convienen al alma. En efecto, ni el conocimiento de la naturaleza de la sensatez ni la comprensión de las verdades de orden moral garantizan la mejora del alma.

En Séneca, vivir no es la suma del cultivo del entendimiento y de una limitada duración vital, dos fenómenos que se dan de forma simultánea. Según su pensamiento, vivir no se desdobla en pensar y en durar, sino que es el esfuerzo perfeccionador que se nutre de un elemento interior —la voluntad guiada por el entendimiento— y de otro exterior —las verdades que impregnan el alma— que se unen de manera indisoluble a fin de que el vivir sea uno solo, sin discrepancia, en pensamiento y en obra.

En los procesos educativos concretos resulta relevante que el receptor sea niño, joven o adulto para adaptar métodos y contenidos, pero no es así en lo que se refiere a la esencia misma de la educación, ya que ésta puede dirigirse a cualquier persona en cualquier momento de su vida. Si el mejoramiento personal no es exclusivo de edad o período alguno, tampoco lo es la educación. De ahí que la dirección de almas —o de conciencias— y la pedagogía compartan mucho más que una fina arista.

Este preámbulo sobre la educación ayuda a comprender que toda la obra moral de Séneca, que es la que más cuidó, en la que se destacó y por la que ha pasado a la posteridad, tiene una finalidad profundamente perfeccionadora de la persona humana. Séneca no expone un sistema jerarquizado y completo de conceptos e ideas con la finalidad de describir el mundo en su realidad, ni intenta sistematizar un programa moral tomando como base una ontología determinada y nítida que pueda proporcionarle un sustento antropológico perfectamente acabado: es un estoico que, apoyándose en el sistema especulativo de la secta, busca insistir más en los aspectos prácticos de la moralidad. De ahí que, lejos de un estoicismo primitivo profundamente teorético como el que caracterizaba el pensamiento de Zenón, Cleantes y Crisipo, Séneca busca con intensa pasión convencer y prescribir.

En sus obras morales se muestra honesto y quiere ser útil para quien pudiera necesitarlo, y de ahí su intención de educar y reeducar moralmente con la mira siempre puesta en la elevación moral de la persona. Tal intencionalidad, nunca disimulada, fue vertida no en razonamientos complejos y áridos, sino en sentencias tan eficaces como seductoras, en exhortaciones ágiles y brillantes, y en argumentos o razonamientos edificantes y de fácil comprensión que, además de ser persuasivos y vigorosos, debían resultar alentadores y realizables. Ello es lo que impulsó a Marcelino Menéndez Pelayo a afirmar, en su Historia de las ideas estéticas en España , que Séneca destaca más por las bellas y nobles sentencias que por el plan, el método, el rigor y la consecuencia.

Esfuerzo y perseverancia

Séneca no desconoce las limitaciones propias del ser humano, ni tampoco las concretas de cada individuo. Sabe muy bien que ninguna sabiduría puede suprimir los defectos naturales del cuerpo o del espíritu, y que a lo único a que puede aspirar aquélla es a moderar lo que es ineludible por ser congénito. La educación, pues, mitiga, pero no tiene el poder de corregir de un modo absoluto.

Con todo, cualquier cuerpo cobra belleza por efecto de la sabiduría, de la hermosura del alma, y su deformidad nunca puede manci llar el alma. Séneca sabe también que en los hombres existen limitaciones insalvables, y no precisamente debidas a su corporalidad. En efecto, la mayor sordera la presenta quien no está dispuesto a escuchar, quien se niega a tomar conciencia de algo, y de ahí que sólo deban recibir lecciones quienes estén dispuestos a atender. En este sentido, Séneca sostiene que no debe hacerse como Diógenes y los demás cínicos, que amonestaban a cuantos podían. Y es que Séneca creía que la sabiduría debe dirigirse sólo a quienes ha de aprovechar.

Para Séneca, el castigo de la mala acción se halla menos en el miedo a ser sancionado por la norma jurídica que en la conciencia misma; es la misma naturaleza racional del ser humano la que le hace rechazar la mala acción criminal. De ahí que disienta de Epicuro cuando éste afirma que no hay nada justo por naturaleza y que los crímenes han de evitarse sólo porque no se puede evitar el temor que ocasionan.

Por tanto, sólo quienes aún no han visto afectada por completo su conciencia moral presentan indicios claros de curación espiritual. La conciencia de la culpa es el principio de la salud del alma, y de ahí que Séneca ponga de manifiesto que poco interesa ese estado espiritual a quienes se vanaglorian de sus vicios y cuentan sus defectos como virtudes, porque quien ignora con malicia su falta no desea ser corregido.

Séneca afirma que el hecho de avergonzarse ante la comisión de faltas morales es buena señal, por lo que este pudor debe fomentarse a fin de prolongar la expectativa. Sin embargo, no priva de esperanza a quienes se obstinan en permanecer esclavos de sus pasiones y de la fortuna: está convencido de que la virtud puede aprenderse, y de que una vez conseguida no puede perderse, si bien ello supone desaprender las pasiones, los temores, las supersticiones; en definitiva, el vicio. También cree que el trabajo persistente y el cuidado atento y diligente consiguen cambiar a quienes se resisten, que sólo están provisionalmente infectados pero no echados a perder de modo definitivo.

Séneca había experimentado que el camino de la virtud es duro y áspero. Así lo intenta transmitir, sin necesidad de soslayarlo, sin ocultar ningún obstáculo y sin intentar dejarlo expedito, si bien insistiendo en que la sabiduría es luz frente a las demás cosas de la vida humana que atan a los hombres.

El mal se halla dentro de cada uno y no procede del exterior; radica en la misma interioridad y su desconocimiento o desprecio es causa de la enfermedad del alma y un obstáculo para alcanzar la virtud. Séneca sabe que ni la tristeza ni la ansiedad del espíritu se desvanecen por que el cuerpo se traslade a otro lugar.

Tras reconocer el mal, la sabiduría sólo se alcanza con tenso y persistente esfuerzo. Séneca niega, pues, que se alcance por azar. Consciente de que la vía del esforzado ascenso moral no sólo se opone a lo más bajo sino que, por encima de cualquier otra actividad humana, descuella, aventaja y distingue, expresa lo difícil que resulta no sólo aprestarse para recorrer la distancia que nos separa de la cumbre de la dignidad, sino también alcanzarla. La medicina que procura la salud puede ser amarga pero cura, deleitando cuando consigue el fin al que se destina.

En efecto, Séneca insta a preguntarse si uno quiere vivir indignamente en un mercado —o sea, en un lugar habitado por quienes al margen de todo esfuerzo llevan una vida encogida, de seguridad deshonrosa, sin provecho ni sustancia— o, por el contrario, desea vivir donde se vive de verdad la auténtica vida humana, en un campamento, como soldados. Estos últimos, guerreros impasibles, conocen su propósito, perseveran en su avance contra el infortunio y, a través de él, viven superando debilidades, afrontando riesgos, soportando peligros y fortaleciéndose tras cada embate de la adversidad. Los ociosos estériles, sin embargo, incapaces de reflexionar con miras a poner orden en sí mismos y en sus cosas, son arrastrados al igual que los despojos en el río, porque quien no es capaz de sacar partido de sí mismo, quien vegeta, se adelanta a su propia muerte y convierte su morada en sepulcro.

Séneca proclama más feliz a quien, por estar bien dispuesto, no ha tenido problema alguno consigo mismo, pero considera que ha alcanzado mayores merecimientos quien se encaminó con esfuerzo hacia la sabiduría sobreponiéndose a la mezquindad de su propia forma de ser. De ahí que asevere que el proficiente —o aspirante a sabio— que sobrelleve una privación voluntaria en el dormir y en el comer durante varios días debe, en todo caso, alegrarse por hacerlo sin disgusto, pero nunca envanecerse por el simple hecho de hacerlo, pues lejos de estar realizando proeza alguna, se limita a hacer lo que cotidianamente hacen quienes viven en la más pura indigencia material.

Y si hay quienes necesitan ayuda para progresar, también hay que saber a quién acudir, a quién pedir auxilio. Séneca recomienda, en primer lugar, dirigirse a los antiguos, a quienes ya no están entre nosotros; y en segundo, invita a acudir a los coetáneos, pero a los mejores entre ellos, que son los que aleccionan con su vida y muestran lo que debe hacerse con sus propias obras. Séneca pone así de relieve, al igual que lo había hecho Epicuro, la importancia tanto del testimonio de los más avezados en la virtud como del ejemplo que dan. El alma requiere ejemplos o modelos concretos que sean dignos de seguimiento, a fin de tenerlos presentes siempre como protectores, colaboradores o correctores; pues los defectos no pueden corregirse si no es conforme a un determinado patrón. Por tanto, para evitar la desolación interior y el decaimiento, resulta muy beneficioso tener a quien dirigir la mirada y a quien se juzgue que está presente en los pensamientos propios, y realizar cuanto se tenga que hacer como si tal persona nos contemplase.

Muerte e inmortalidad

Muerte, miedo y preparación

El tema de la muerte en la obra de Séneca no sólo es relevante, sino esencial, medular, puesto que la anticipación imaginativa de la misma supone serios impedimentos o inconvenientes graves para la mejora moral de la persona. Cada instante vital pone de manifiesto lo quebradizo que es cada ser humano, la experiencia más cotidiana nos revela la profunda vulnerabilidad de nuestro ser. Es ahí, en cada instante de vida, donde comienza a gestarse la toma en consideración de la limitación y de la muerte.

Séneca sabe que son muchas más las cosas que nos atemorizan que las que nos atormentan, de lo que se desprende que sufrimos más a menudo por lo que imaginamos que por lo que en realidad sucede. Por eso se debe rehuir todo temor y aceptar lo inevitable, pues tal es la clave de la serenidad. No hay necesidad de ser desventurado antes de tiempo; no hay que aumentar el dolor, anticiparlo o imaginarlo. Por eso lanza duras críticas a la sorpresa que causan los asaltos por parte de los diversos males y al apocamiento que producen en el ánimo. Además, sabe que los males imaginados y ficticios que causan gran turbación son muy perniciosos porque, al ser producto de la incertidumbre, carecen de medida exacta. De nada sirve adelantarse con la imaginación al propio dolor, haciendo presente lo que de momento no es o no ha llegado, lo que puede no llegar o llegar de otro modo; el dolor que brota de la imaginación no sólo no puede detener mal alguno que pueda llegar, sino que se añade como mal actual. Además, los males, cuando llegan, son inevitables. Sufrir imaginándolos es, pues, un defecto.

«Aprender a morir» es de una importancia primordial en la vida de cada persona. El aprendizaje para la muerte no resulta nada su perfluo, pues aunque se muera sólo una vez, la ocasión es tan relevante que debe llevar a cada uno a meditar sobre ella, esto es, a aprender de forma continua la enseñanza acerca de la cual nunca podemos estar seguros de haberla aprendido definitivamente. Meditar sobre la muerte supone meditar sobre la libertad, pues quien aprende a morir se libera de las ataduras mundanas que arruinan el alma. El amor a la vida es un sentimiento estimable, pero ha de ser rectamente limitado y puesto al servicio de exigencias superiores.

Los motivos de aflicción que Séneca halla en toda alteración grave de la salud espiritual son tres: el miedo a la muerte, el dolor corporal y la interrupción de los placeres. El remedio que prescribe para poner fin a la enfermedad del alma —y, por tanto, a sus síntomas en la vida cotidiana— es el desprecio de la muerte. Ahora bien, aprender a morir exige hacer presente día a día el momento del encuentro con la muerte; para no temerla nunca es preciso acostumbrarse a pensar siempre en ella. Tal educación está muy lejos de ser un ejercicio permanente de persuasiones o de demostraciones con hechos o con palabras. Los diálogos, las charlas, los debates o la recitación reflexiva de máximas sobre la muerte son importantes, pero carecen del poder efectivo para desvelar la auténtica fortaleza del alma.

El autoengaño y la simulación son algo cotidiano. Por experiencia sabemos que la timidez real de una persona no es obstáculo para mostrar osadía verbal, y que ambas, timidez y osadía, se dan la mano en no pocas ocasiones y la segunda obra como disfraz de la primera. La calidad del alma, según Séneca, no es algo que pueda ser simplemente enunciado; es algo que debe ser probado, lo cual supone, frente a la muerte, estar dispuesto a entregar el alma sin que el juicio sobre su aprovechamiento pueda asustar. Toda frivolidad, toda vaciedad, todo fingimiento, todo ardid y toda bastardía del alma se desgajan trágicamente de ella ante el rompiente de la verdad que supone lo insoslayable de la muerte.

Séneca insiste repetidamente en algo que él considera sumamente saludable: saber aguardar la muerte en todo momento y en cualquier lugar, al margen de toda ansiedad y sin impaciencia alguna. La actualización incesante de la realidad de la muerte en el presente de cada uno permite ir abandonando, de forma progresiva pero acelerada, la excesiva preocupación por la vida. Es imposible tener una vida tranquila si se piensa demasiado en prolongarla, si se anhela vivir durante mucho tiempo. Nada hay más insensato que asombrarse de que un día acontezca lo que puede acontecer todos los días.

En efecto, Séneca cree que la mayor imperfección de una vida radica en permanecer inacabada y, por ello, reservarse quehaceres vitales para el futuro. Ahora bien, sólo quien cotidianamente sabe despedirse de su vida deja de sentir la necesidad del tiempo, de la cual brotan el temor y el ansia del futuro que tanto consumen al espíritu. No son los años ni los días los que consiguen que hayamos vivido lo suficiente: el alma sólo consigue la suficiencia en sí misma. Así pues, no es al ansia de vivir a lo que hay que conceder un papel rector en la vida, sino que, por el contrario, debe aprenderse que nada importa en qué momento se sufra lo que en algún momento, antes o después, se ha de sufrir; que lo verdaderamente importante no es vivir mucho tiempo, sino vivir bien.

Séneca expresa en varios lugares su desprecio respecto de la duración del tiempo vital. Así, en la epístola 32 a Lucilio le exhorta a pensar en lo hermosa que es la empresa de consumar la vida antes de que llegue la muerte. De ahí que Séneca desee para Lucilio el dominio de sí mismo, que su espíritu se mantenga firme y permanezca seguro, que encuentre la satisfacción en sí mismo y que, tras reconocer y poseer los bienes verdaderos, no tenga necesidad de ver prolongada la existencia.

Y es que el ser humano, que suele despreciar la vida por motivos fútiles, que la dilapida en instantes y en períodos anodinos, y que la desmenuza en la persecución de medios sin eficacia, tiene miedo a morir. Suele oscilar, infeliz y mezquino, entre el miedo a las penas de la vida y el miedo a la muerte, agitándose entre un no querer vivir así y un no saber morir. Según Séneca, el hombre ha de disponerse para la muerte antes que para la vida, pues ésta nos viene dada y suficientemente abastecida, así como también viene dada nuestra permanente insatisfacción ante ella. Procurarse una vida digna abandonando toda preocupación por la vida misma es, por tanto, uno de los mandatos más característicos y notables del pensamiento de Séneca, pues si la tranquilidad presente es tan inestable como fugaz, es temerario confiarse uno a lo que tan poca solidez presenta y tan pronto se pierde. Además, la inevitable muerte no puede ser imaginada como un gran mal, puesto que en caso de ser un mal sería el último, y además cuando se alcanza o se consuma no se queda, no se perpetúa.

Lo único que en el fondo debe temerse es sentir temor ante la muerte. De hecho, gracias a ella nada debería ser temido por el ser humano. Lo terrible que parece haber en la muerte es el temor que inspira, temor que brota de la imaginación. Nada hay en su verdade ro rostro que pueda atemorizarnos; el espanto que causa la muerte se debe, en realidad, a toda la serie de artificios con que ha sido desfigurada por una aprensión falsa, por un juicio carente de todo fundamento. Solemos temer al pensamiento de la muerte, ya que ella en sí misma no causa dolor, porque la muerte, como tal, no se siente. Ahora bien, dado que sólo tendemos a considerar el aspecto terrible de la muerte, y que ello es lo que causa el miedo en las impresionables almas de los humanos, se impone una preparación específica que robustezca sus ánimos ante tal temor. En este sentido, Séneca estima que aunque la muerte considerada en sí misma sea una cosa indiferente, el ser humano ha de ejercitarse con intensidad en el desprecio a la muerte, un desprecio que le otorga protección suficiente contra los daños de la imaginación y contra toda otra clase de perjuicios.

El ser humano es consciente de que la vida le es dada con una limitación infranqueable, hacia la que se dirige a cada instante; no hay ningún segundo que quede sustraído a su acción, y de ahí que siempre nos encontremos a igual distancia de ella. La muerte es, pues, segura, y esperarla con seguridad hace que temerla sea una insensatez. Y puesto que nada tiene de glorioso el acto que uno realiza forzado y buscando escapatorias, el mayor mérito corresponde a quien va a la muerte sin odio a la vida, aceptándola con alegría y sin atraerla hacia sí. El mismo Séneca se esforzó en que cada día fuese para él como la vida entera. Considerar cada día como el último de la vida le garantizaba no aferrarse a él; sentirse cada día emplazado por la muerte le hacía estar en permanente disposición a salir de este mundo, a dejar la vida. De ahí que sugiriese que cada día nuevo debía ser recibido con júbilo, por ser un don que no debe esperarse.

Según Séneca, ante la muerte sólo puede plantearse un dilema: o nos libera o nos destruye; o es un tránsito o es un final. Si nos libera, nos desembaraza de la carga del cuerpo y sólo nos queda el componente más noble, el alma; por el contrario, si la muerte nos destruye, si es un final absoluto, entonces nos arrebata por igual tanto los bienes como los males y no nos deja nada, lo que equivale a no haber comenzado jamás. Ante tal dilema Séneca cree que la muerte es liberadora, pero añade algo más: quien ha logrado despreciarla deja atrás el temor que la muerte le infundía y sustituye tal molestia paralizante y negativa por una espera serena de ella; quien ha aprendido a padecer el dolor y a esperar la muerte no aguarda ansiosamente a que la muerte ponga fin a su dolor ni siente dolor ante la muerte: sencillamente, ni sufre por morir ni huye del dolor.

Pero estar preparado para la muerte exige que los proyectos se limiten en el tiempo hasta el extremo del día a día. Así, quien llega a no sentir aflicción ante la muerte aunque le agrade la vida, sabe que aquélla no puede arrojarle fuera de ésta; quien ha alcanzado la sabiduría necesaria no realiza nada forzado, y como no es voluntad del sabio aferrarse a la vida, éste impide que la muerte obre contra su voluntad. En el fondo, es él quien escapa a la necesidad porque, aceptando lo que esté por venir, desea lo que la muerte ha de imponerle.

En este sentido, Séneca afirma que morir con dignidad es morir de buen grado, pues todo lo que necesariamente ha de acontecer no constituye una necesidad para el que lo acepta gustoso; sólo es una necesidad para quien se resiste. Quien es capaz de recibir de buen grado las órdenes consigue escapar a la exigencia más penosa de la servidumbre, la de hacer lo que no quisiera. Así pues, no es desgraciado quien hace lo que le mandan, sino quien lo hace en contra de su voluntad. De ahí que Séneca proponga disponer el alma en orden a querer todo cuanto cualquier situación le exija. La fortuna tiene poder omnímodo sobre el que se desvive por vivir, pero ninguno sobre quien no se aferra a la vida ni tampoco teme a la muerte.

Séneca enseña que el acto de morir con entereza es glorioso. En el fondo, para Séneca nada hay glorioso si no está en relación con las cosas indiferentes o neutras, es decir, con las que no son ni buenas ni malas. Así, ni la enfermedad, ni el dolor, ni la pobreza, ni el destierro, ni la muerte son de suyo gloriosas, pero sin ellas tampoco se alcanza gloria alguna. Enfermedad, fuerza, dolor, hermosura, poder, pobreza, riqueza, destierro, honores y muerte no son honestas ni gloriosas en sí mismas, sino que es la virtud lo que las acaba transfigurando. Tales cosas, indiferentes, están a disposición de todos, y la diferencia viene marcada por si son la virtud o la maldad las que las emplean; la virtud o la maldad son lo que las hace buenas o malas. Así, la muerte sólo puede resultar honesta por la eficacia de la virtud. De ahí que poco o ningún progreso conocerá el alma si continúa creyendo que las cosas que nos asustan en mayor o en menor grado son malas.

Lo cierto es que la muerte no destruye por completo al ser humano, pero la vida sí se escapa poco a poco, proceso que se acelera cuanto más se rehúye la muerte, pues el bien de la vida, lejos de hallarse en su duración, se cifra en su aprovechamiento. No vive mucho quien sólo ha vivido mucho tiempo; es muy frecuente lo contrario. De ahí que Séneca sostenga lo saludable que resulta tener presente que la muerte en todas partes está igualmente cercana, que en cualquier situación la distancia entre la vida y la muerte es mínima. Recordarse uno a sí mismo que puede no despertar nunca más tras irse a dormir, que es posible que no se duerma nunca más cuando se está despierto, que puede no regresar nunca más cuando haya salido de un lugar y que puede no salir nunca más cuando haya regresado, supone perfeccionar la razón y, por tanto, mejorar la vida. Así es como puede vivirse con plenitud ante la permanente inminencia de la muerte.

Relacionados con el tratamiento de la muerte están los temas del suicidio y de la inmortalidad del alma, relevantes en el pensamiento de Séneca aunque sin alcanzar la importancia del de la muerte. En efecto, el lugar moral que Séneca reserva a la preparación para la muerte hace que el suicidio y la inmortalidad ocupen un puesto periférico respecto de aquél. Ninguno de estos dos temas, ninguna de estas dos realidades, puede rivalizar en extensión o intensidad con la realidad de la muerte, lo cual es lógico si se tiene en cuenta que el acto de quitarse voluntariamente la vida supone enfrentarse a la muerte, y que la inmortalidad del alma sólo puede ser verificada por la persona tras la separación de cuerpo y alma. Ni el suicidio ni la inmortalidad representan en la filosofía de Séneca núcleos temáticos vertebradores del mejoramiento de la vida presente, pero ello no impide que ocupen un sitio importante en su pensamiento y en su propia vida.

Por lo que se refiere al suicidio, Séneca estima que es muy importante para la vida presente saber si es la propia vida lo que uno prolonga o si, por el contrario, es la propia muerte lo que se dilata. Así, se pregunta qué necesidad hay de no provocar la salida de un alma agotada en un cuerpo que es incapaz de sus funciones. Séneca cree que es un insensato quien, viviendo mal, pretende alargar su vida un poco más cada día, y llega a declarar que no abandonaría la vejez si se conservara íntegro para sí mismo, sin perturbación o desquiciamiento de su inteligencia. Escapar de la ruina vital mediante el suicidio es para Séneca no sólo lícito, sino obligatorio en términos morales. Sólo a condición de que la enfermedad fuese curable y no resultase perjudicial para el alma, se debería permanecer unido al cuerpo y no proceder a reclamar la propia muerte. Como otro límite al suicidio esgrime, además, la utilidad a los seres queridos.

Lo que Séneca de ninguna forma considera admisible es arrebatarse la vida a causa del sufrimiento, pues morir de tal modo supone ser vencido. El dolor nunca podría ser causa justificativa del suicidio, aunque sí los obstáculos insalvables que para la vida feliz se puedan derivar de él. Así las cosas, vivir para sufrir es necedad; darse un tipo determinado de muerte por temor a ella es insensatez, y decidir la propia muerte a causa del sufrimiento es debilidad e indolencia. Séneca considera que vivir con rectitud es un bien, pero no cree que sea un bien el simple hecho de vivir. Ello le lleva a sostener que el sabio debe despreocuparse por la duración de la vida a fin de dedicarse sólo a acrecentar su calidad.

Así, la cuestión no ha de ser morir antes o después, sino morir bien o mal. Recibir la muerte o darse muerte tampoco ha de ser relevante para quien no considera la muerte como una gran pérdida y, por ello, no se acobarda ante su llegada. Por tanto, quien ha sabido arrebatar a la fortuna el poder que ejerce sobre quien se aferra a la vida debe vivir no mientras pueda sino mientras deba hacerlo; y debe hacerlo mientras pueda evitar el riesgo de vivir mal.

El alma y la inmortalidad

Por lo que se refiere a la inmortalidad, el pensamiento de Séneca presenta aspectos controvertidos incluso para los estudiosos actuales. El hecho de no poder rastrear en él huella alguna del pensamiento cristiano no es obstáculo para pensar que, contando con las aportaciones más esclarecedoras de Platón y de Aristóteles sobre la causalidad, Dios y la inmortalidad del alma, pudo haber salvado determinadas limitaciones del pensamiento filosófico griego y romano.

La inmortalidad puede presentarse bajo dos ropajes distintos. El primero y el más notable es el de la cualidad de inmortal que se atribuye al alma de los seres humanos; el segundo, de miras limitadas, metafórico y más psicosociológico que metafísico, hace referencia a la duración indefinida de algo en la memoria de los hombres. Y si bien Séneca se refirió a la inmortalidad en ambos sentidos, debemos restringirla a su primera acepción, que es precisamente a la que él se dedicó con más provecho.

En Séneca hay textos lo suficientemente notables para afirmar que vislumbró la naturaleza espiritual del alma humana, que él consideraba realidad grande y noble orientada y abierta hacia el infinito. Así, llega a afirmar que si el alma sobrevive al cuerpo no puede resultar aniquilada de ningún modo, pues ninguna inmortalidad lo es con reservas, ni lo que es eterno puede sufrir menoscabo alguno.

Dicho condicional parece desvanecerse con el establecimiento por parte del mismo Séneca de cierta semejanza entre el alma, la llama y el aire. Enseña que así como la llama se dispersa en torno al cuerpo que la oprime evitando ser ahogada, así el alma no puede ser apresa da por el cuerpo ni dañada en su naturaleza por éste, pues su sutileza le permite abrirse camino a través de cosas que la oprimen. Como el rayo que encuentra la salida por una estrecha abertura tras haber invadido con sus fulgurosas sacudidas un amplio espacio, así el alma, mucho más sutil que el mismo fuego, escapa a través del cuerpo, que sólo la contiene de forma temporal.

Como tal, el alma humana no está dispuesta a admitir más límites que los que tiene en común con la divinidad. Por ello, ni su patria es la patria temporal, ni su existencia es caduca. La patria propia del alma es la patria celestial, esto es, el cielo, la totalidad sobrenatural en la que mora lo divino y en la que se inscribe el universo entero. Y por lo que se refiere a la inmortalidad, Séneca afirma que, llegado el momento de la separación entre su alma y su cuerpo, del fin de la mezcla de lo humano y lo divino, dejará en la tierra la envoltura pesada y terrenal que es el cuerpo. Despojada de todo lo corpóreo y, como tal, perecedero, el alma procederá a restituirse plenamente en el seno de la divinidad con una vida mejor e imperecedera, y el último día en el tiempo es el que da paso a la eternidad.

Tal como el mismo Séneca escribe, ese día al que se suele temer como el último, al que suele concebirse como una amenaza que impulsa al temor, no es otro que el del nacimiento para la eternidad, el del instante en el que el alma empieza a contemplar por siempre la luz divina en su propia sede. También aquí su doctrina se distancia de las enseñanzas de Epicuro, pues si bien ambos coinciden en que se debe aprender a morir, Séneca no cree que la muerte sea un final definitivo, un final que destruye a la persona humana de manera absoluta. En efecto, el alma ha sido modelada por la naturaleza para querer lo mismo que los dioses, de donde se sigue que, si escapa a la acción envilecedora de los vicios, alcanza la capacidad para remontar el vuelo y elevarse hasta Dios.

Estrechamente conectado con el tema de la inmortalidad real del alma o de la supervivencia personal está el de la reencarnación. Sabemos que Séneca recibió la influencia pitagórica y que, fruto de ella, sus escritos presentan elementos importantes que inducen a pensar que creía en la transformación incesante. Así, llega a sostener que quienes ven interrumpida su vida por la muerte retornan al lugar que les es propio, lugar del que han salido y del que de nuevo habrán de salir. Así, Séneca afirma que por encima de la aparente destrucción en conflagraciones universales que se repiten con periodicidad, se da una colosal y perpetua mutación renovadora de carácter, también, universal.

La filosofía, la sabiduría y el sabio

La diferencia entre la sabiduría y la filosofía

Al igual que los filósofos griegos y romanos que le precedieron, Séneca acepta la diferencia que media entre sabiduría y filosofía. Así, siendo la sabiduría el bien consumado de la mente humana, la filosofía es el anhelo amoroso de tal bien, esto es, de la sabiduría misma, sumo bien y fin último. La filosofía, pues, como medio para alcanzar tal bien, tiene como único cometido poner al descubierto la verdad sobre las cosas divinas y humanas; de donde se deduce que no se puede proceder a separar la filosofía de la religiosidad, de la piedad, de la justicia ni de ninguna otra virtud.

La sabiduría es accesible a todos. La filosofía no rechaza a nadie, ni a nadie elige; brilla igualmente para todos, aunque el número de quienes alcanzan la perfección resulte exiguo. La filosofía proporciona salud al alma. Sin esta actividad interior el alma enferma y se resiente el cuerpo, pues lejos de transformar sus energías en vigor, las disipa en frenesí. Si bien una vida feliz es imposible sin la sabiduría perfecta, una vida soportable es imposible sin la sabiduría incoada. Porque la virtud es una actitud del alma y no puede limitarse a ser un mero conocimiento teórico.

Con respecto a la sabiduría, ciencia de las cosas humanas y divinas, Séneca la concibe como maestra de las almas. Lejos de rebajarla al mero conocimiento y aplicación de instrumentos útiles para las necesidades humanas, la sitúa en la sede más noble a la que puede aspirar el hombre. La sabiduría, que no construye artificios bélicos sino que impulsa la paz y exhorta a la concordia, y a la que se subordinan las demás artes, despeja el camino hacia la felicidad y conduce al logro de la misma. En este contexto, la sabiduría consiste en saber lo que se quiere; en querer siempre las mismas cosas, en razón de su honestidad; y en tercer lugar, en no querer siempre las mismas cosas, en razón de su deshonestidad. De ahí que Séneca afirme que nada debe ser confiado a uno mismo si no puede ser confiado incluso al enemigo.

El cultivo de la filosofía, sagrada y venerable según Séneca, no sólo ha de impedir el debilitamiento y la extinción del impulso del alma hacia la virtud sino que, además, debe conservar y afianzar dicho impulso hasta que se convierta en hábito. Pues la disipación del alma no es descanso ni sana relajación, sino rebajamiento moral y disolución de su fuerza y eficacia. Son numerosas las llamadas que Séneca hace a la dedicación a la actividad filosófica. No podía ser, ciertamente, de otro modo, dado que es situada por el filósofo como el medio que posibilita el acceso a la sabiduría y, como consecuencia, a la vida plenamente buena y feliz. De ahí que solicite de modo vibrante alejar todos los obstáculos y consagrarse por entero a la salud del alma, para lo cual hace falta dejar de estar atareado, adueñarse del propio tiempo y ponerlo a disposición de la filosofía, consagrándose por entero a ella.

Venerar la filosofía y concentrar en ella toda la atención asegura cobrar una gran distancia frente a quienes no lo hacen y reducirla respecto de la divinidad. Séneca sostiene que el sabio no puede considerarse inferior a Dios por el hecho de que sus virtudes se circunscriban a un tiempo más reducido que las de la divinidad.

El sabio que ha muerto más viejo no es más dichoso que el que ha muerto más joven, viendo el ejercicio de su virtud reducida a unos pocos años. Así, también, la virtud no es superior porque dure más. Por tanto, según Séneca, Dios no aventaja al sabio en felicidad por más que le aventaje en años. En otras palabras, quien consigue alcanzar la sabiduría tiene cierta semejanza con Dios, pues si bien éste dispone de todas las edades, el sabio dispone de sí mismo, de su vida; aunque a diferencia de Dios, que no teme por privilegio de su naturaleza, el sabio no teme gracias a su esfuerzo, lo que supone para él una ventaja sobre Dios. En definitiva, Séneca alaba la noble condición del sabio, que aúna en sí la flaqueza del hombre y la firmeza de Dios.

Por otra parte, afirma que no pueden considerarse bienes ni la sensualidad, ni el lujo en los festines, ni las riquezas, ni nada de todos aquellos placeres que apresan al hombre y le seducen con vil deleite. En caso de ser bienes, el hombre sería más feliz que Dios, dado que tales supuestos bienes no le resultan necesarios a éste, ni los disfruta, ni le cautivan. Extraordinario es, pues, el poder de la filosofía para reprimir todos los embates de la fortuna. Nada subordinado a ella puede dañarla; segura y protegida, ampara a quienes inspira y desarma a quienes la deshonran. El alma que ha sabido renunciar a lo que tiene por bienes externos se sitúa en un lugar infranqueable, pues la fortuna no posee poder alguno sobre quien por ella no se deja atrapar.

La teoría de la moderación de las pasiones por parte de la razón de la que ya hablara Aristóteles resulta inaceptable para Séneca, pues el hecho mismo de tener que moderarlas supone haber aceptado su previa instalación y fortificación en el alma, lo cual es indicio de debilidad de la razón. Y Séneca no acepta el hecho de que una razón debilitada pueda hacer frente a las pasiones ya enraizadas.

Por lo que se refiere a la filosofía de su tiempo, Séneca señala que ha experimentado cierto menoscabo tras haberse corrompido en espectáculos transformistas de verbosidad, dialéctica y sutileza. De tal descrédito puede recuperarse, a condición de restaurarla como filosofía y de alejarla de los hábiles traficantes que comercian con anémicos despojos de apariencia filosófica. En efecto, Séneca destaca la cantidad de doctrina desprovista de utilidad que contienen los filósofos. Afirma que muchos de los así llamados, y que dan muestras de saber hablar más cuidadosamente que de enseñar a vivir, se ocuparon de distinciones superfluas, llegando incluso a rivalizar en ámbitos que no les son propios.

De ahí que solicite encarecidamente arrojar todas estas enseñanzas en el complejo inútil de los estudios liberales, los cuales o no transmiten un saber aprovechable para el alma o quitan la esperanza de todo saber. En efecto, escuchar y leer a los filósofos debe ser aprovechado, según Séneca, para alcanzar la felicidad, para aprender preceptos útiles y máximas espléndidas y estimulantes que más tarde se traduzcan en actos, en obras, y no para aprender metáforas más o menos ingeniosas o atrevidas ni para detenerse en la utilización de meras palabras, arcaicas o nuevas. Lo que el filósofo ha de evitar, en todo caso, es hacer las veces del filólogo o del gramático.

No deja de señalar Séneca que su propósito, como el de todo aquel que anhela la virtud, no debe ser discutir sobre sutilezas, pues ello rebaja la majestad de la filosofía a estas angosturas. El camino de la filosofía no es el de la curiosidad baldía y desmedida, ni el de los entretenimientos vacuos, ni el de los sofismas ingeniosos. Tampoco el de las preguntas, argumentaciones o sugerencias capciosas, ni el de los vagabundeos afectadamente refinados que atienden más a los términos de la exposición que al asunto en sí.

Lejos de todo ello, la filosofía transita por un camino abierto y directo a la felicidad que sólo la virtud proporciona. Según Séneca, la filosofía no acepta otro bien que la honestidad, esto es, que lo justo, lo razonable, lo recto y lo decoroso, ni puede ser motivo de donación o de compraventa, pues no se puede ganar con las dádivas de los hombres o de la fortuna ni tiene precio por el que pueda pujarse. La filosofía, para él, no es una actividad agradable al público, por lo que se ha de estar seguro de que si se llama «filosofía» a algo que llegue a hacerse con el agrado del vulgo se ha de estar seguro de que es cualquier cosa menos filosofía. De ahí que ponga de relieve tanto la necedad del orador que se alegra tras haber recibido aplausos y elogios de un público que, por ignorante, él mismo no puede elogiar, como la incompostura que supone alardear de frívolo entusiasmo ante lo que merece ser reverenciado con sumo respeto.

Séneca se refiere en numerosas ocasiones a la inconveniencia que supone dedicar mucho esfuerzo a las palabras. No afirma con ello que las enseñanzas filosóficas deban caracterizarse por la escasez semántica y la aridez retórica; no lo piensa en absoluto, pues los temas elevados precisan en ocasiones de elocuencia natural y de ciertas finuras del ingenio que enaltezcan la belleza y bondad de los asuntos importantes. Lo que en realidad quiere evitar es que el alma se deleite más en la forma, en lo ornamental, que en el fondo; que se pierda en lo superfluo y frívolo un tiempo que es escaso. No debe ocurrir que la elocuencia se baste a sí misma y no se ponga al servicio de la enseñanza, brillando más que alumbrando; en otras palabras, que se diga por el placer de decir y se escuche por la mera satisfacción de hacerlo, con un discurso que soslaye el asunto para darse a conocer más a sí mismo.

Lo que debe evitarse, en definitiva, es que quien enseña el camino de la sabiduría y quien se acerca a la filosofía para aprender lo hagan desde la delectación, pues allí donde se trata de la virtud y del alma las palabras no deben buscar deleite sino provecho. En efecto, quien se acerca con el alma enferma al galeno que puede curarle no desea hallar en él a un especialista en elocuencia. Si además éste reuniese en su persona el conocimiento preciso tanto del mal como del remedio, y también gracia en las formas y bondad en el trato, tanto mejor; pero no son éstas cualidades que curen por virtud propia.

No olvida Séneca la importancia negativa que tiene la agitación causada por una búsqueda incesante y sin final. Considera este desequilibrio una enfermedad del alma, pues es justamente uno de los estados que se opone al equilibrio espiritual; pues un espíritu equilibrado es aquel que puede mantenerse firme y morar en sí. Cuando lo aplica a la lectura y al estudio, insiste en que la avidez por consultar muchos autores y muchas clases de obras es un indicativo de tal inestabilidad. Como es natural, considera conveniente nutrirse intelectualmente de algunos grandes escritores a fin de obtener buenos frutos para el alma; pero insta a recordar que «no está en ningún lugar quien está en todas partes» (Epíst. , 1, 2, 2). El cuerpo que expulsa el alimento tan pronto como lo ingiere no puede asimilarlo; el cambio frecuente de remedios impide la curación; no llega a cicatrizar una herida en la que se ensayan múltiples medicamen tos, y no arraiga la planta que es sometida a un incesante traslado de sitio.

Quien carezca de objetivos y de perseverancia, quien tenga contradicciones entre acciones y propósitos, o reincida en defectos pasados, espera aprender pero no entretenerse. Quien necesita las enseñanzas del sabio, quien acude a la escuela de un filósofo, busca corregirse y avanzar, no divertirse. En el filósofo hallará cauterización y dieta, extirpación y privación, orden interior y autorregulación, enseñanza y vida. Pues no basta el aprendizaje si su calidad y valía no son sometidas a duras pruebas; tampoco la memoria si sólo es continente atiborrado de experiencias y de conocimientos. Lo único que vale es el saber que se plasma en obras. Pues no alcanza la felicidad quien tiene el saber, sino quien lo realiza.

Los impulsos primeros de los principiantes para todo noble ideal necesitan de alguien que los estimule, de un maestro que enseñe no a discutir sino a vivir, y que sepa transmitir la absoluta superioridad del cultivo del espíritu sobre el cultivo de la inteligencia. No aprovechan lo que deben quienes frecuentan a un filósofo, quienes acuden a su testimonio y palabra, para escuchar y no para aprender, para deleitarse y no para adoptar alguna norma de vida con que perfeccionar sus costumbres o despojarse de algún vicio.

Tampoco aprovechan lo suficiente los que acuden a su presencia no para recoger ideas fértiles, sino para buscar palabras inútiles y estériles; ni quienes se exaltan o enardecen con facilidad pero se ven enseguida traicionados por una constitutiva veleidad que les hace ceder ante los obstáculos puestos por su propio ánimo o la mayoría de las personas que les rodean. En tal sentido, Séneca afirma que, si bien debe tolerarse en alguna ocasión a los jóvenes que exterioricen cierto entusiasmo ante la oratoria filosófica, la juventud debe saber que son las ideas las que deben conmover y no el estilo de las palabras, pues siempre resulta perjudicial la elocuencia que, lejos de despertar interés por el tema, lo hace por ella misma.

La filosofía se funda, pues, en las obras, no en las palabras; modela el espíritu, ordena la vida, gobierna las acciones, enseña lo que debe hacerse y lo que es preciso omitir. La filosofía no se emplea para eliminar el hastío que produce el ocio inactivo. Sin ella, que nos exhorta a obedecer de buen grado a Dios y a soportar con entereza al azar que da la fortuna, sobrevienen el temor y la inseguridad.

Séneca piensa que la divinidad no es altanera ni envidiosa, sino que, de forma hospitalaria, alarga la mano a quienes se empeñan en ascender; aunque también sostiene que ningún alma es virtuosa sin Dios, quien desciende a los hombres penetrando en su interior. En el mismo sentido, en sus textos se hallan una serie de consideraciones acerca de la naturaleza del alma humana y de los recursos que la elevan a una altura divina. Para dar alcance a la virtud perfecta se requieren esfuerzo constante, sabiduría, equilibrio y una vida conforme consigo misma. Tal es el supremo bien que permite al hombre dejar de ser suplicante para llegar a ser compañero de los dioses.

Unidad de pensamiento y vida. El sabio

Séneca declara su desprecio hacia quienes, haciéndose llamar «filósofos», viven de modo distinto a como enseñan que se debe vivir, y que no pocas veces obran en contradicción con lo que dicen. Por ello, repiten las sentencias que otros pronunciaron sin llegar jamás a hacerlas suyas. Para Séneca, tales usurpadores son modelos de una disciplina inútil que se agitan de acá para allá, esclavos de todos los vicios que fustigan. Le resulta inconcebible que un filósofo presente algún tipo de doblez o fingimiento. Quien se dedica al asunto del alma no puede albergar otro propósito que no sea ajustar su vida y sus palabras.

En efecto, su cometido no puede ser otro que expresar lo que siente y sentir lo que expresa, mostrando su unidad y coherencia en todo momento. Pues quien habla, escribe y vive es una misma persona que ha de lograr que su forma de hablar concuerde con la vida que lleva. La filosofía, pues, ha de ser asumida por la persona entera, y el progreso personal se demuestra no por lo que se dice o se escribe, sino por la firmeza del alma y por la disminución de los deseos.

Séneca llama a demostrar las palabras con los hechos. Se traiciona el filósofo cuando trata de ganar el asentimiento de la concurrencia, o cuando pretende recrear los oídos de jóvenes y desocupados con elegantes disertaciones. Lejos de todo ello, la filosofía enseña a obrar y no a decir, reclamando que cada cual viva conforme a la ley que se impuso, que la propia vida no esté en desacuerdo con las palabras de uno y exigiendo que sea única la impronta de todos los actos personales, para así poder llegar al estado en que la vida de uno mismo esté de acuerdo consigo misma.

La figura y el ideal del sabio nos ayudarán a perfilar las cuestiones sobre la filosofía y la sabiduría. En efecto, el sabio sabe vivir, porque es el único que sabe vivir para sí. No es sabio quien ha emprendido la huida ante los problemas y los hombres, ni quien ensalza lo que elige y teme lo que rechaza; tampoco quien ha fracasado en sus ambiciones y se ha visto relegado contra su voluntad. El sabio no se oculta, y mucho menos por miedo; no vive para el placer ni para el descanso. Ciertamente, no es sabio quien no vive para nadie.

El sabio es poseedor de un alma noble, y es propio de un alma así preferir la moderación y menospreciar lo grandioso y la desmesura. Y es que el comedimiento resulta reconfortante siempre, a diferencia de la intemperancia, cuyo exceso y desbordamiento siempre causan perjuicio a quien es poseído por ella. El sabio no usa la filosofía para hacer ostentación; la practica al margen de toda insolencia y obstinación, y se cuida de levantar recelo alguno por causa de su vida. El sabio no utiliza la filosofía para desdeñar las costumbres de la mayoría, ni tampoco la esgrime para ensañarse con los vicios de los demás, sino que la ha empleado para liberarse de los suyos. Tampoco se preocupa por agradar, pues quien ama la virtud, sólo con malas artes podría alcanzar el favor popular, lo cual le impediría ser lo que es.

Séneca sostiene, pues, que el camino hacia la virtud va más allá de hacerse aceptar o rechazar por el vulgo. Lo que importa verdaderamente es la opinión que uno tiene de sí mismo y no la que otros tienen de uno. De ahí que se deba vivir de tal manera que se dé preferencia a la propia decisión por encima de la del pueblo; que se tomen en consideración las opiniones sin que importe su número; que se rechacen la popularidad y los honores; que se viva sin temor a los dioses y a los hombres, y, en definitiva, que se superen los males o que se les ponga fin.

Según el pensamiento de Séneca, el sabio es alguien que ha investigado la verdad y la naturaleza, percibiendo en ello el orden y en éste lo divino. Por tanto, es alguien que ha aprendido a conocer el valor de cada cosa. El sabio, que ha rechazado vanidades, que incluso ha renunciado a las cosas lícitas si constituían para él obstáculo o impedimento, y que ha sabido encaminarse hacia la rectitud del alma, enseña y muestra con su propia vida que no debe haber sometimiento a los placeres, y que nunca debe subordinarse el juicio, la decisión o el afecto a las opiniones falsas.

Quien ha alcanzado la sabiduría elogia los bienes que siempre han de complacer y sabe que el que considera bienes otras cosas cae en poder de la fortuna, lo que le lleva a someterse a una voluntad ajena. Por ello, el sabio declara que es más feliz quien no ansía nada, quien halla la felicidad dentro de sí y reduce todo bien a lo honesto, y afirma que quien es dueño de sí mismo más poderoso es. Por ello, ninguna posesión juzga más propia y suya que aquella de la que toma parte conjuntamente con toda la humanidad. El sabio es coherente e igual a sí mismo en todas partes y camina siempre por la misma ruta, aunque no lo haga siempre al mismo paso.

La verdadera libertad, la más absoluta, consiste en la sabiduría, en someterse a la razón. Quien así procede somete todas las demás cosas, conoce los proyectos que debe acometer y la forma de hacerlo, y jamás resulta sorprendido por los avatares de la fortuna. Para Séneca resulta extremadamente vergonzoso no el que uno vaya a su propio ritmo en el camino hacia la virtud, sino permitir que la fortuna coja desprevenida al alma y la sacuda con aquello para lo que ella misma debía estar preparada, pues si la aptitud, la potencia o la ocasión para ser o existir algo se realiza de manera cotidiana, resulta de necios pensar que la fortuna pueda ocultarnos algo.

Asimismo, para él, la virtud se halla ubicada en la razón, que es la parte más noble de nuestro ser. La virtud consiste en un juicio verdadero y estable, juicio que debe iluminar toda idea y motivar el impulso de la voluntad. Y, a diferencia de lo que ocurre con los bienes del cuerpo, que ni son todos bienes por entero ni tienen todos el mismo valor ni entidad, todas las cosas en conexión con la virtud son bienes de forma absoluta, por lo que todos son bienes iguales entre sí.

Pues bien, el sabio vive conforme a la naturaleza, que es la actividad providencial de Dios. Al igual que la naturaleza, el sabio ambiciona poco y nunca se extravía. Sabe que la codicia y la vanidad de ningún modo tocan fondo, y que una perpetua insatisfacción produce infiernos interiores sin fin. Del sabio puede decirse que jamás se pierde, pues ha encontrado el camino. A diferencia del extravío, que no tiene fin, quien va por buen camino encuentra un final. Pues lo que se quiere, si puede detenerse en algún punto, responde a un deseo natural; si no lo hace, si lo que se consigue tras haberlo deseado parece insignificante siempre, si el propio querer parece siempre a medio camino, entonces lo que se quiere no es fruto del deseo natural ni, por tanto, honesto.

Quien, como Séneca, considera deshonestos tanto el azoramiento como la inquietud y la desgana en cualquier actividad, sólo puede pensar que la honestidad supone tanta seguridad y prontitud como intrepidez y disponibilidad para el combate. De ahí que Séneca afirme que ni la pérdida de los hijos ni la de los amigos puedan causarle aflicción alguna al sabio, que vive en perpetua calma. Quien ha aprendido a no temer por su vida más de lo que se duele por esas pérdidas no se abate por el duelo y la añoranza, sino que sabe soportar la muerte de sus seres queridos con la misma entereza con que aguarda la suya.

Aunque el sabio pueda llegar a experimentar algún amago de turbación o de desgarro emocional, por encima del asalto de dichas alteraciones persistirá en él la convicción de que ninguna de tales sensaciones es un mal, ni merece que frente a ellas pierda aliento y fuerzas un alma virtuosa y, por ello, sana. Ante la cuestión de si el sabio experimenta miedo ante aquello que le causa dolor corporal, Séneca responde que puede padecer dolor, pues no hay virtud que suprima la facultad de sentir, pero nunca miedo.

Por lo demás, el sabio estoico sabe superar las molestias que siente, bastándose a sí mismo para vivir felizmente. Sin necesitar amigo alguno, desea sin embargo tener una amistad desinteresada, esto es, no oportunista ni utilitaria. Pues tal persona quiere ejercitar la amistad con la finalidad de que tan gran virtud no quede inactiva. Anhela, pues, un amigo para, si es preciso, sacrificarse por él, morir por él o poder acompañarle al destierro. En otras palabras, si bien el sabio precisa amigos, no lo hace para vivir felizmente, pues a falta de amigos se contenta consigo mismo, se concentra en sí mismo, vive para sí, pudiéndolo hacer porque lleva todos sus bienes consigo, y tales bienes son la justicia, el valor, la prudencia y el desapego. Quien sabe complacerse en tales bienes queda libre del hastío, y el sabio, en su soledad gozosa, resulta inmune a la desolación interior.

Para vivir, el sabio necesita de muchos recursos, pero para vivir felizmente sólo tiene necesidad de ser él mismo un alma sana, noble y que desdeñe los giros de la fortuna. Al contrario que el necio, que no tiene necesidad de nada pero carece de todo, el sabio tiene necesidad de muchas cosas sin carecer de nada, pues para él nada hay que sea estrictamente necesario. Por ello, el necio, quejumbroso, soporta su mala fortuna y solloza en su falsa resignación, a diferencia del sabio que, siempre combativo, reta con decisión a la fortuna cuando no la desestima con esa indiferencia y desapego que denotan menosprecio.

El sabio sabe cómo someter los males, dominando y mitigando tanto el dolor y la pobreza como la infamia, la cárcel o el destierro. Las contrariedades de la vida no le perjudican, pues lejos de impedir su actividad de ayudarse y ayudar a todos, le ponen a prueba y le permiten demostrar su eficacia ante sí y ante los demás. El sabio está siempre preparado para cualquier contingencia, de modo que sabe regular los bienes y vencer los males tras administrarlos y servirse de ellos. De ahí que Séneca, recordando que el filósofo cínico Demetrio calificó de «mar muerto» la vida tranquila de quien no acusa embate alguno de la fortuna, afirme en la epístola 67 a Lucilio que:

[…] no contar con motivación alguna que te mantenga despierto, que te estimule, cuyos presagios y acometidas pongan a prueba la firmeza de tu alma, sino abandonarse a una quietud inalterable, eso no es sosiego, antes bien flojedad. (Epíst. , VII , 67, 14.)

Como se ha dicho, el alma libre de error y de vicio, que goza de perfecta salud, se basta a sí misma, confía en sí misma y sabe que todos los favores que se otorgan carecen de importancia para la vida feliz. La perfección del alma virtuosa impide que pueda carecer de algo o que algo pueda arrebatárselo. En efecto, es imperfecto el ser que todavía puede aumentar o acrecentarse en algo, mientras que aquel que puede sufrir menoscabo no es perpetuo. Por tanto, sólo aquel cuya alegría es estable y permanente puede gozarse en su propio bien, mientras que todo lo que se adhiere a la fortuna es fluctuante y temporal. La virtud no tiene necesidad alguna porque nada le falta. Así, también el que vive conforme a ella goza con lo que tiene a mano y no codicia lo que echa en falta porque, pareciéndole suficiente incluso lo que es pequeño, en el fondo nada echa de menos.

Para Séneca, la felicidad consiste en tener una razón perfecta, pues sólo ésta no doblega el ánimo, se enfrenta a la fortuna y siempre se mantiene segura de sí misma. Es feliz, pues, quien no puede sufrir menoscabo, quien en la cima no tiene necesidad de apoyo alguno que no sea él mismo. La felicidad consiste, pues, en el sosiego y la tranquilidad perennes que sólo otorga la grandeza de alma, esto es, la perseverancia en seguir el recto juicio. Lo principal de la virtud es que llega a la plenitud de los bienes eternos sin necesidad del futuro y sin necesidad de echar la vista atrás. El tiempo, siempre fugaz, está en nuestras manos sólo cuando lo usamos debidamente, es decir si lo dedicamos con suma eficacia y ardor a la enmienda del alma.

Para Séneca, la diferencia entre quien ha alcanzado la sabiduría y quien va aprovechando algo y avanza con su propio ritmo es la que existe entre la persona sana y la que, por causa de padecimiento físico y corporal, se halla bajo atención médica y mejora lentamente. Sin embargo, el autor de los Diálogos pone fin a la analogía cuando afirma que el «proficiente», o aspirante a la sabiduría, como paciente que es, corre siempre el riesgo de empeorar de la dolencia, mientras que el sabio no puede recaer y ni siquiera caer en modo alguno, pues el alma que sana lo hace de una vez, de manera total y para siempre.

Séneca intenta poner de manifiesto que cualquier vicio que se tenga es causa de enfermedad del alma entera, mientras que cuando se ha vencido tal enfermedad, nunca más sobreviene. De ahí que quienes han realizado los mayores progresos en la sabiduría y están cerca de la perfección todavía sientan las pasiones, ocasionales y leves, si bien se hallan exentos de las enfermedades que son los vicios inveterados.

La principal clave del retiro activo o fecundo del sabio es que, lejos de ser muestra de indolencia, tal retiro resulta siempre fructífero, no sólo para quien lo vive sino también para todos los demás, y tanto en el presente como para la posteridad. El sabio sabe domeñar al cuerpo, dándole sólo lo necesario para que no domine al espíritu; sabe, además, que sólo el sometimiento a la filosofía le hace libre, y que lo que se adecua a su deseo le debilita. Asimismo, vive desconfiando de la buena fortuna. Pero a todo ello hay que añadir que el retiro del sabio exige que evite todas aquellas aficiones que complacen al vulgo. En efecto, se ha de perseverar en el esfuerzo de hacerse cada día mejor, de mejorar el alma. Ahora bien, el progreso espiritual está reñido con la búsqueda de la admiración.

Si alguien se persuade de ser un hombre bueno es que está muy lejos de serlo. De ahí que, en el camino del mejoramiento, la ostentación debe ser evitada; ningún alarde ha de atraer hacia sí el odio o la codicia de los demás. De donde se sigue que no hay que hacer alarde alguno de la vida retirada, y es una nefasta forma de exhibición ocultarse en exceso y alejarse demasiado del trato humano. El único camino tendrá que ser el de la discreción, el de la distinción interior sin distinción exterior. Al respecto, Séneca recomienda seguir una vida mejor que la del vulgo, pero no la contraria, a fin de no ahuyentar a nadie y de no incentivar una mera imitación de lo exteriorizado. Conforme a esta doctrina, cuando uno esté retirado debe buscar hablar consigo mismo para detectar y analizar las propias debilidades, y en la propia intimidad juzgarse mal, pues así se acostumbra uno no sólo a decir la verdad sino también a escucharla. En el fondo, se trata de evitar conocerse a sí mismo a través de lo que la gente diga de uno, para entablar una continua reflexión a solas, un soliloquio permanente, íntimo y crítico.

El sabio no ha de desear verse admirado. Este deseo supondría una imperfección, ya que sería un signo de carencia de perfección. Séneca, pues, aconseja no sólo ocultarse en el retiro sino también ocultar el propio retiro. Por lo que respecta al retiro, ocio fecundo o estado contemplativo del sabio, hay que decir que cuando éste se dedica a someter a examen los asuntos divinos y humanos es cuando está más ocupado. Queda claro que, en lo que se refiere a hacer que el retiro propio pase inadvertido ante los demás, Séneca subraya que vanagloriarse del retiro es inútil ostentación, por lo que tal opción de vida o decisión personal deberá hacerse pasar ante los demás como necesaria en atención a la salud, como fruto de la debilidad o incluso de la desidia, pero nunca darle el lucido título de estudio de la sabiduría o aspiración a la tranquilidad. A fin de progresar en la virtud, la multitud debe ser evitada, pues el contacto con ella resulta hostil para el filósofo. La asistencia a un espectáculo multitudinario es aún peor, pues la multitud estimula el vicio, con gran acompañamiento, en el alma que quiere mejorar. No se trata aquí ni de imitar ni de odiar al vulgo, sino de recogerse en el interior cuando y cuanto a uno le sea posible. Tratar con los que le han de hacer mejor será suficiente; acoger a quienes uno pueda mejorar, adecuado. Y como con todos no se puede tratar provechosamente, bastaría con uno solo.

Si bien coincide con Epicuro por lo que se refiere al retiro y a la independencia del sabio, Séneca se distancia de aquél cuando admite la licitud del sabio para dedicarse a los asuntos públicos. Y, contra los cínicos, Séneca sostiene que la vía de la sabiduría exige ser sociable y afable en el trato, y que la tortura del propio cuerpo va contra una vida conforme a la naturaleza, así como desdeñar el aseo, buscar el desaliño o servirse de alimentos impropios. Pues si bien el apetito de cosas refinadas supone voluptuosidad, es desatinado rehuir las que son corrientes y asequibles. Moderando la vida y siguiendo las buenas costumbres se facilita que todos aprueben la vida del sabio y, en su caso, del proficiente. El filósofo, pues, ha de ser distinto sólo por dentro.

Cada hombre está llamado a la plenitud, que no es otra cosa que cumplir con el fin que le es propio como hombre. Vivir conforme a su naturaleza es lo que la razón exige de él. Por ello la razón ha de ser impulsada hacia su perfección, haciéndola crecer todo lo posible. Quien necesita ir a la búsqueda del placer no puede experimentar gozo. El intemperante, el débil o el injusto no pueden gozar por más que saboreen todos los placeres. Uno sólo puede considerarse feliz cuando todo gozo nazca para uno desde su mismo interior, desde el sentimiento íntimo de la posesión de las virtudes, y se sabe que ello llega cuando, tras contemplar las cosas que los hombres codician y guardan, no se encuentre nada en ellas que se desee conseguir.

Obras de esta edición

Consolación a Marcia

Esta obra fue destinada a Marcia, matrona, para que abandonara el largo luto por la muerte prematura de su prometedor hijo Metilio acaecida tres años atrás. Marcia, madre de dos mujeres y dos varones ya fallecidos, era hija del historiador Aulo Cremucio Cordo. La muerte de éste, instigada por Sejano, fue decretada por el emperador Tiberio a causa de la incomodidad política que sus ideas republicanas le generaban. El padre de Marcia, que optó por morir de hambre, sería rehabilitado posteriormente por Calígula.

Numerosas investigaciones consideran a Marcia destinataria fingida de la consolación. En opinión de algunos investigadores, los motivos reales habrían sido, tras el cambio de tiempos y de emperador, alcanzar mayor notoriedad, granjearse la amistad de Calígula y distanciarse de las actitudes y acciones políticas del entorno próximo al ya fallecido emperador Tiberio, a quien responsabiliza de haber llevado a la muerte al historiador Cordo.

En la Consolación a Marcia , ésta es esbozada como una mujer cuya fortaleza de espíritu le ha permitido superar las duras pruebas a las que la vida la ha sometido. De ahí que Séneca quiera detener su llanto, que considera anclado a una rutina que parece incesante, y poner fin a su dolor por Metilio, al que Marcia ha permitido ocupar el lugar que correspondía al noble recuerdo de su segundo hijo muerto, que a su vez tuvo dos hijas. Séneca enseña en esta consolación que se debe vivir con el recuerdo del ser querido, sin convertirlo en algo penoso ni tampoco convertirse uno mismo en alguien atormentado y consumido. Se ha de valorar al hijo perdido, que vivió intacto y puro, por sus cualidades y no por el tiempo que vivió. Ello es, en definitiva, lo que Séneca recomienda hacer a Marcia, que llora en exceso y de forma inconveniente a su hijo Metilio. No ha de alargarse, pues, la tristeza melancólica, que el ser humano suele dilatar de manera antinatural sólo por convenciones sociales. Debe uno moderarse en el dolor, dominarlo, pues de nada sirve ya, porque el dolor nada nos devuelve. No hay que agravar la propia desgracia ahuyentando la serenidad.

Consolación a su madre Helvia

Séneca dedicó esta obra a su madre con el propósito de atenuar el sufrimiento que su destierro a Córcega —acusado de adulterio con Julia Livila y, como consecuencia de ello, pobre, deshonrado y menospreciado— había provocado en ella. Ésta debía poner fin a su desconsuelo si quería evitar la indignidad que supondría que la muerte fuese la única que tuviese el poder de poner fin a su pena.

Mucho se ha escrito acerca de las auténticas razones que llevaron al filósofo a escribir esta consolación. Entre ellas destacan las de hacer más tolerable su destierro, seguir haciéndose presente para no caer en el olvido o conseguir su rehabilitación para poder regresar a Roma.

Con la finalidad de acabar con su dolor, el filósofo revive y enumera los asuntos más dolientes que su madre debió encajar. El recuerdo de todas estas desgracias debía conseguir que una vencedora de tantas desdichas como Helvia, que derrama lágrimas sin moderación pero no debe hacerlo sin límite, se avergonzara de la posibilidad de ceder al quebranto sin fin de su espíritu ante la última de ellas, esto es, el destierro de su hijo, el propio Séneca, que éste considera la prueba más dura.

Para tranquilizarla y proceder a la cura del sufrimiento materno, Séneca comunica a su madre no padecer nada por lo que pueda llamarse desdichado, pues la naturaleza ha dispuesto que la vida buena y dichosa no requiera grandes preparativos ni medios excepcionales.

Séneca analiza qué amarguras ocasiona en sí mismo el cambio de lugar al que llamamos destierro. Concluye que en cualquier lugar físico se está a idéntica distancia de lo mejor y de lo más excelso, que se muestra resplandeciente en todas partes. Por tanto, todo lo mejor que tiene el ser humano es una propiedad suya que no puede serle arrancada desde el exterior o arrebatada por los semejantes. De ahí que el cambio de lugar no suponga —ni deba hacerlo— un cambio en el espíritu.

Consolación a Polibio

Esta consolación pretende confortar a Polibio por la muerte de su hermano, de quien no se cita el nombre. Destacado liberto de Claudio, Polibio era asesor de su corte y encargado de los suplicatorios y memoriales dirigidos al emperador.

Como ha sido apuntado por algunos estudiosos, resulta creíble que Séneca albergara otro propósito con esta consolación. Así, desde su destierro en Córcega solicita, como mínimo, el perdón que le permitiría su regreso a la añorada Roma. De ahí que al dirigir su escrito a Claudio, de quien alaba su clemencia, se deshaga en alabanzas afectadas hacia el César tales como la de llamarle «consuelo común de todos los hombres» o «la más grande y brillante divinidad».

Séneca comienza la Consolación a Polibio destacando la naturaleza perecedera de toda cosa contingente, destinada a descomponerse y sucumbir, conforme a la inexorable ley de la naturaleza. La muerte de un ser querido no es más que una anticipación de lo que necesariamente está también por llegar a quien, vivo aún, llora su pérdida. Por eso, quien fallece no nos abandona sino que nos precede.

El filósofo, además, le recuerda a Polibio que siendo su dolor inútil, más lo es prolongarlo. Séneca demanda de Polibio sensatez, no insensibilidad; solicita de él la actitud de una mente sensible, no la de una mente perturbada. Es previsible que todo ser humano pase por numerosas penalidades a lo largo de su vida, por lo que Séneca recomienda moderarse en las lágrimas. La segura frecuencia de lo doliente en nuestras vidas nos exige contener en cada caso la reacción emotiva desorbitada; esto es, una aflicción desmedida, un llanto sin fin.

Polibio no sólo debería ser ejemplo para sus otros hermanos vivos, sometidos a la misma adversidad, lo que le exige dar testimonio de la entereza que alivia y de la fortaleza que consuela; debería serlo también para su propia esposa e hijo. Por otra parte, Séneca también le recuerda que debe estar a la altura de su capacidad, de su formación y de su rango público. En especial su elevado servicio al César (Claudio), gracia extremadamente exigente tanto en lo público como en lo personal y privado, ha de impedir a Polibio abandonarse al dolor.

Sobre la providencia

El destinatario de Sobre la providencia es Lucilio, el mismo al que Séneca dirige las Cuestiones naturales y las Epístolas morales.

De lo que se trata en Sobre la providencia es de saber el motivo por el que, a pesar de estar presidido el mundo por la divina providencia, los hombres de bien se ven afectados por contrariedades y desgracias. Es innegable que al hombre bueno no siempre le es favorable la suerte, y que muchas veces se ve retardado o impedido en el logro de un deseo o de algo que juzgaba conveniente, y todo ello podría motivar su aflicción. Ahora bien, al tratarse de contrariedades o desgracias, lo cierto es que no son males; al contrario, son reveses provechosos, pues gracias a ellos el hombre bueno —y por tanto fuerte y feliz— es puesto a prueba en numerosas ocasiones con la finalidad de robustecerle y prepararle para sí.

Los males son, efectivamente, males para quien los sobrelleva mal. De ahí que las contrariedades —y, en general, las circunstancias adversas—, lejos de causar trastorno alguno al hombre virtuoso, son sometidas por éste, que consigue así asumirlas e integrarlas en su vida. Una gran desgracia es una coyuntura para probarse y dar prueba; un suceso infeliz y lamentable es una oportunidad para el arrojo. Lo propio de un hombre bueno es ofrecerse al destino.

La virtud es de tal naturaleza que ha de superar duras pruebas que la fuercen a demostrar su poder y su grandeza. La reciedumbre no se conquista con molicie, ni con pereza, ni con la tranquila infelicidad que provoca el no verse en peligro ni tener adversarios de altura; tampoco con cobardía, gimoteos y llanto. De ahí que la virtud languidece cuando no halla oponentes trabajosos cuya dureza y dificultad provocan en ella una digna resistencia. En el fondo, lo que importa no es lo que el hombre bueno soporta sino de qué manera lo hace, es decir, de qué modo afronta el espíritu las contrariedades y los perjuicios.

Sobre la firmeza del sabio

Séneca dirigió Sobre la firmeza del sabio a Anneo Sereno, el mismo a quien destinó otras dos de sus obras, concretamente Sobre la tranquilidad del espíritu y Sobre el ocio , si bien debe señalarse que cabe dudar de que Sereno fuera el destinatario de esta última.

Séneca defiende en este escrito que el sabio, por serlo, está a salvo de todo daño moral exterior. Inexpugnable, resguardado de lo fortuito, no le lastiman los golpes que le llegan, por muchos e intensos que sean. Por otra parte, quien aspira a la sabiduría debe esperar y sobrellevar los embates del destino, resistiendo para avanzar y avanzando para fortalecerse; en definitiva, debe soportarlos como oportunidades que son para el ascenso que transfigura su propia interioridad.

El sabio es alguien que se apoya en la razón y que avanza con espíritu divino entre los infortunios. No es alguien que calcule lo que puede hacer, ni tampoco alguien que ponga límites a lo intolerable que pueda padecer. Para el sabio estoico no hay ultrajes tolerables y otros intolerables. Sobre su persona, sencillamente, no puede haber ultrajes. Mientras que los sabios no estoicos actúan con melifluidad y según lo que les dejan hacer, el sabio estoico hace con valentía lo que debe, lo mejor y lo más rápido, resulte agradable o no. De ahí que, despejado y paciente, nunca tenga necesidad, entre otras cosas, de dramatizar con respecto a los enojosos intentos de oprobio de sus bajos, incapaces y banales oponentes y detractores.

El sabio lleva todo lo suyo —que es lo más valioso— consigo; esto es, en su misma interioridad. Por ello, ni puede crecer más ni puede menguar. El que está en posesión de la virtud, el espíritu recto e incó lume cimentado en el bien, resulta inasequible tanto a las ofensas como a los ultrajes, pues lo circunstancial y cambiante no afecta a lo esencial y estable.

Sobre la ira

Séneca dirigió el tratado Sobre la ira a su hermano mayor Lucio Anneo Novato. Éste, que por adopción cambiaría el nombre por el de Junio Galión, sería también el destinatario del diálogo Sobre la vida feliz .

En este tratado, Séneca plantea el problema de cómo dominar la ira, que él considera el sentimiento más abominable y vehemente de todos. En efecto, la ira excluye cualquier resquicio de serenidad interior, arrojando al ser humano a despreocuparse de sí mismo para entregarse por entero al deseo de venganza. Apartada de todo decoro, racionalidad y sensatez, la pasión humana de la ira, causa de tanto daño, se presenta como un sentimiento tan patente en quien la experimenta como degradante para quien, de forma grotesca y desagradable, la exhibe en su rostro, a través de sus síntomas o manifestaciones externas. A lo que debe añadirse que, en caso de oponérsele la verdad, sacrifica ésta en aras de su propia excitación.

La ira es un vicio voluntario del espíritu y, por tanto, una pasión eludible y refrenable. Su acometida puede ser apaciguada y vencida por el conocimiento de su perniciosa naturaleza, así como por medio de la calma y de la dilación en la reacción. A diferencia de la fortaleza o de la justicia, la ira no es un bien; y no lo es porque, a diferencia de lo que ocurre con las virtudes citadas, con su acrecentamiento no se hace un bien sino todo lo contrario, se hace un mal y convierte en detestable a quien se deja dominar por ella. Así, por ejemplo, nadie en su sano juicio pediría aumentar la ira de quien ama, o de quien tiene muy cerca y podría recibir sus efectos.

Por tanto, además de no ser razonable ni honesta, la ira, tan precipitada y caprichosa como pueril, cruel, obstinada e impresionable, no se ajusta a la naturaleza del hombre ni resulta necesaria ni útil a la razón en ningún sentido y bajo ninguna circunstancia.

Sobre la vida feliz

El motivo del diálogo es definir la felicidad y aclarar los medios que conducen a ella, el fin anhelado por los hombres. La vida feliz es una vida conforme a la naturaleza; es estable siempre y, además, perenne; se halla en la cercanía de uno mismo y se resiste a mostrar su parte más hermosa. Descubrirla exige sabiduría, una virtud que se desva nece si uno se aparta de la naturaleza. La vida feliz es la que se fundamenta y afianza en un inconmovible juicio recto y certero de la razón, siempre a la luz de la verdad. Proporciona, pues, libertad plena, indiferencia ante la suerte, tranquilidad inquebrantable, paz, armonía interior, magnanimidad y mansedumbre.

La virtud y el placer no pueden identificarse ni tampoco reunirse en una misma cosa. El goce bueno que resulta de la virtud nace de ésta como de su hontanar, se deriva de ella, sin contribuir en nada a la virtud misma. Aspirar a la virtud es algo valioso. No haber culminado la vía de la sabiduría no es negativo, ni un fracaso; significa que se está en proceso de mejoramiento moral, que se hacen esfuerzos por ser virtuoso, lo cual supone que se ha mejorado con respecto a un estado y momento anteriores.

Para quien está en el camino de la virtud, ni las riquezas materiales son motivo de envanecimiento ni la pobreza causa del desprecio de sí mismo. Quienes odian la virtud o no la practican son los únicos que, en estado de convulsa agitación, se atreven, en primer lugar, a negar que la conciencia que el hombre tiene de sus propias limitaciones es lo que hace de él un ser llamado a mirar a lo alto para mejorar; y, en segundo, a mostrar antipatía y aversión hacia quien, con sosiego y orden, se esfuerza en la práctica de la virtud.

Sobre el ocio

Se admite, no sin reservas, que el destinatario de Sobre el ocio es Anneo Sereno, a quien Séneca ya había dedicado Sobre la tranquilidad del espíritu y Sobre la firmeza del sabio.

En este diálogo, el autor sostiene la conveniencia de llevar una vida retirada, de ocio activo, pues sólo ella puede asegurar a los mejores hombres mantener firme y constante su rumbo vital sin tener que verse interrumpidos e inquietados por las innumerables y cambiantes distracciones con que la vida social intenta seducirles.

El ocio, como entrega a la contemplación de la verdad, no es una práctica que necesite testigos, y es innegable que la vida contemplativa es tan provechosa como lícita. Tanto la vida activa como la vida contemplativa están en conformidad con la naturaleza. Lo que no es conforme a ella es la separación de acción y contemplación. La actividad por la actividad misma, al margen de la virtud, es algo imperfecto y censurable; de igual forma lo es una virtud abocada a un ocio sin actividad, una virtud rebajada que nunca muestra lo que ha aprendido, que jamás lleva a la realidad sus avances.

Lo importante y exigido de cada hombre es que sirva para el provecho de los demás hombres, sean todos, muchos o algunos. Como mínimo, cada hombre ha de servirse a sí mismo. La decisión que instala al sabio en el ocio no lo sitúa en la indolencia, por lo que no queda eximido de hacer lo que debe, que consiste en legar cosas útiles para la posteridad del género humano.

Sobre la tranquilidad del espíritu

El destinatario de Sobre la tranquilidad del espíritu es Anneo Sereno. En sus páginas Séneca sostiene que es laudable la búsqueda de la tranquilidad, la pretensión de sosiego al margen de nerviosismos o ambición por no dejarse agitar por los comportamientos o las opiniones de los demás, sean favorables o no. La tranquilidad, o disposición inmutable del espíritu, es cosa excelente, admirable y sublime, a cuya búsqueda siempre debe propenderse y cuyo restablecimiento siempre debe ambicionarse.

El vicio que se opone a la tranquilidad, si bien se manifiesta bajo diversos rostros, tiene siempre como consecuencia provocar el descontento consigo mismo. La inestabilidad de quienes vacilan largamente, ya sea por falta de moderación, de sobriedad o de continencia, induce a disgustarse con uno mismo. Quien no puede dominar unos deseos que, al mismo tiempo, no puede satisfacer, vive una existencia frustrada, llena de envidia y de enojo, colmada de tedio y profundamente desdichada.

Diversos son los medios existentes para alcanzar la tranquilidad, aunque, como norma general, no debe prestarse demasiada atención a la fortuna, ni maravillarse uno ante las riquezas; tampoco hay que aferrarse por entero a aquello de lo que uno pueda ser desposeído, y mucho menos estar desprevenido ante los zarpazos del azar. También es conveniente la práctica de la resignación, de la conformidad valiente ante las adversidades, por la cual uno sabe adaptarse a la propia condición y circunstancias.

Sobre la brevedad de la vida

Séneca destinó el diálogo Sobre la brevedad de la vida a Paulino, si bien no se han despejado las dudas acerca de si se trata de su suegro Paulino Pompeyo, padre de Paulina Pompeya, la esposa de Séneca, o del hijo de aquél y, por tanto, hermano de Paulina y cuñado del filósofo.

Este diálogo comienza constatando que a la mayor parte de los hombres, sean ilustres o pertenezcan al vulgo, les parece que el tiempo de la vida es un tiempo muy breve, por lo que resulta escaso. Sin embargo, lo verdadero es justamente lo contrario. El tiempo de la vida es suficientemente largo para la realización de los cometidos más altos.

El hombre eminente en términos morales sabe vivir, porque no extravía su tiempo ni permite que se lo hurten. Su tiempo, libre de todo estorbo, hace que su vida sea suficiente: ni corta ni larga. Atento siempre, recuerda su pasado sin atribularse, sabe vivir sin dejarse zarandear y se conduce sin fatiga alguna. Previsor, aunque dejando que la suerte disponga lo que quiera, no desperdicia el hoy, no desea con ansia el mañana y no teme al incierto porvenir.

Apocolocintosis

Este texto, de corta extensión y carácter satírico, fue redactado en el año 54, tras la muerte por envenenamiento del emperador Claudio, acaecida el 13 de octubre de ese mismo año.

Llevado por el odio hacia Claudio y con claro afán de desahogo, Séneca escribe esta «apoteosis de un tonto», un libelo que tiene por objeto criticar al finado hasta cebarse con él. De ahí que en el escrito se hallen tanto la sutileza de una burla cargada de refinamiento como la crueldad de una acusación feroz y de una censura extremadamente mordaz.

Tras un prólogo engañoso, en el que Séneca promete escribir una obra rigurosa y seria de historia, pasa directamente a describir los episodios más grotescos que rodearon la muerte del emperador Claudio. Tras la muerte en la tierra, Claudio asciende al cielo a fin de conseguir la glorificación, pero su candidatura es rechazada.

La negativa divina ante tal pretensión acaba con la expulsión celestial de Claudio y con su traslado al infierno, lugar en el que sí es aceptado tras su juicio y condena. En su tránsito desde el cielo al averno, Claudio vislumbra su propio funeral en la tierra y sólo entonces comprende, tonto como es, que ya está muerto. Incluso cuando se encuentra en el lugar del castigo eterno, Claudio es despreciado, degradado y ridiculizado. Sin merecer siquiera un castigo digno, acaba siendo esclavo y hazmerreír que pasa de mano en mano para no dejar nunca más de ser servidor de un liberto por toda la eternidad.

Epístolas morales a Lucilio

Constituyen una colección unitaria compuesta por veintidós libros que reúnen ciento veinticinco epístolas. Escritas por Séneca entre el verano del año 62 y finales del mes de noviembre del año 64, y dirigidas al parecer al procurador romano Lucilio, revelan la intención del filósofo de divulgar ampliamente no sólo su pensamiento, sino también sus inquietudes.

Ordenadas cronológicamente, conforme fueron escritas, las Epístolas dan la impresión de mantener una conversación con el confidente ausente. Sin embargo, están construidas como un monólogo en el que no falta el papel de Lucilio en la figura del objetor simulado.

De estilo sentencioso y vivaz, en ellas se enseña cómo ha de vivirse, y se vierten, fundamentalmente, las doctrinas morales, ontológicas, lógico-dialécticas y teológicas propias del estoicismo, junto a sugerencias generales, vivencias personales de Séneca y otras contingencias de carácter cultural y cotidiano.

La selección de epístolas que se presenta pretende recoger lo esencial del pensamiento de Séneca contenido en esta obra. Los temas nucleares de tal selección giran en torno a la necesidad de emplear bien el tiempo de nuestra vida buscando la rectitud (Epíst. , 1, 4, 101); de vivir teniendo a la vista la inminencia de la muerte (Epíst. , 61), y de soportar los infortunios sin temer a la muerte ni a ningún otro mal; pues el solo temor es ya un obstáculo grave y perturbador que imposibilita el camino hacia la felicidad (Epíst. , 4, 13, 24, 26, 36, 74, 78, 107).

Así, dado que la cantidad de tiempo vivido no guarda proporción con el valor de la vida, la duración de ésta es suficiente si se aprovecha para hacerla plena (Epíst. , 49, 93), si bien hay causas que pueden justificar el hecho de arrebatarse la vida (Epíst. , 70). Como lo importante es la rectitud del alma y la virtud es el bien supremo, tanto los bienes exteriores como los deseos deben ser menospreciados (Epíst. , 5, 17, 31, 60, 71, 80, 85, 95). Ser plenamente dueño de uno mismo produce serenidad, posesión de sí en la que consiste la libertad (Epíst. , 32, 42).

Sabio es quien se ha despojado de la servidumbre de las pasiones: de ahí su felicidad plena, su estabilidad en el gozo perfecto, su apertura a la amistad desinteresada y la utilidad de sus enseñanzas (Epíst. , 8, 9, 59, 92). La vida plenamente humana exige vivir bien, para lo que se requiere disciplina y firmeza frente a lo pasajero y secundario (Epíst. , 44, 50, 96, 98), buena conciencia y disposición interior, discreción y meditación retirada (Epíst. , 28, 43, 68). De ahí la importancia y la necesidad de tomar no sólo un guía o modelo de vida ejemplar ( Epíst. , 11, 42), sino de conocer el valor de la razón —y por ende de la filosofía— para alcanzar la felicidad (Epíst. , 16, 21, 124).

SOBRE LA PRESENTE EDICIÓN

La tradición textual ha dado la denominación de Diálogos a la compilación de algunas obras en prosa de Séneca. Una denominación transmitida y perpetuada por el Códice Ambrosiano C 90 inf., de finales del siglo XI , que se conserva en la Biblioteca Ambrosiana de Milán bajo el título L. Annaei Senecae Dialogorum Libri Duodecim.

De manera estricta, las obras contenidas bajo tal denominación no son diálogos, sino soliloquios en los que, ocasionalmente, Séneca introduce un interlocutor fingido o adversario.

Bajo el título Diálogos el códice mencionado incluye las siguientes obras: Sobre la providencia; Sobre la firmeza del sabio; Sobre la ira; Consolación a Marcia; Sobre la vida feliz; Sobre el ocio; Sobre la tranquilidad del espíritu; Sobre la brevedad de la vida; Consolación a Polibio y, por último, Consolación a su madre Helvia. Sin embargo, no incluye otras obras tales como las Cuestiones naturales, Sobre la clemencia, Sobre los beneficios y las Epístolas morales a Lucilio. El hecho de recibir este título no se debe a la afinidad literaria de la colección, ni a la extensión de las obras agrupadas, ni tampoco a las características formales de tales tratados. De hecho, la ordenación de tales obras no corresponde a criterios temáticos ni tampoco cronológicos; tal selección y orden ni siquiera se basa en los destinatarios. Resulta, pues, una colección meramente convencional.

En la presente edición se ha optado por mantener lo dispuesto en el códice tanto en la agrupación de las obras como en su orden interno, excepción hecha de las tres Consolaciones , que, por razón de su particular composición, se agrupan bajo ese epígrafe.

Séneca

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