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SOBRE LA FIRMEZA DEL SABIO

EL SABIO NO RECIBE ULTRAJE NI OFENSA 40

No sin razón, Sereno, diría yo que hay tanta diferencia entre los estoicos [1 ] y los demás consagrados a la sabiduría como entre las hembras y los machos, aun cuando ambos grupos contribuyan por igual a la vida de la comunidad, pero una parte ha nacido para obedecer, la otra para el mando. Los demás sabios blanda y suavemente, casi como los médicos de cabecera y particulares a sus enfermos, curan no según lo mejor y más rápido sino según les permiten: los estoicos, que han acometido una vía viril, no se cuidan de que parezca agradable a los que la emprenden, sino de que nos arrebate cuanto antes y nos alce a la alta cumbre que se yergue fuera del alcance de cualquier proyectil, al punto de que descuella sobre la suerte. «Pero por donde nos llaman está [2] empinado y pedregoso.» ¿Cómo no? ¿A pie llano se llega a las alturas? Y ni siquiera es tan escabroso como pretenden algunos. Tan sólo la primera parte tiene rocas y piedras y aspecto de impracticable, tal como los más lugares suelen parecer abruptos y macizos a quienes los otean de lejos, puesto que la lejanía engaña la vista, luego, a medida que se van acercando, poco a poco se distinguen las cosas que la confusión de los ojos había juntado en montón, entonces se les vuelve ligera pendiente lo que se les hacía precipicio por culpa de la distancia.

Recientemente, al hacerse mención de Marco Catón, 41 hablabas [3] con indignación, intolerante como eres con la injusticia, de que a Catón lo había comprendido poco su época, porque a él, que descollaba por sobre los Pompeyos y los Césares, lo había puesto por debajo de los Vatinios, y te parecía indigno que, en una ocasión en que iba a oponerse a una ley, 42 le hubieran arrebatado la toga en el foro y que, obligado a pasar desde la tribuna de los oradores hasta el Arco de Fabio 43 a través de los grupos del partido sedicioso, hubiera soportado hasta el final palabras insolentes, salivazos y todas las demás ofensas propias de una multitud enloquecida.

[2 ] Yo te respondí entonces que tenías motivo para inquietarte en nombre del Estado, que ponían en venta Publio Clodio 44 por su lado, Vatinio y los personajes más detestables por el suyo, y, acometidos de alucinada ambición, no comprendían que ellos, mientras lo vendían, también eran vendidos: en lo que respecta a Catón en sí, te aconsejé que estuvieras tranquilo, haciéndote pues ver que el sabio no puede recibir ningún ultraje ni ofensa y que, además, los dioses inmortales nos han dado a Catón como un modelo de hombre sabio más claro que lo fueron para las generaciones anteriores Ulises y Hércules. 45 A éstos nuestros estoicos los proclamaron sabios, invictos en sus trabajos, menospreciadores del placer y victoriosos en toda suerte de espantos. [2] Catón no trabó pelea con fieras, cuyo acoso es propio del cazador y del labriego, ni persiguió monstruos a sangre y fuego ni coincidió con aquellos tiempos en los que uno podía creer que el cielo se apoya en los hombros de un hombre solo: 46 una vez desterrada la antigua credulidad y conducido el siglo a la cima de la ciencia, él, enfrentado a la ambición, mal multiforme, y al ansia desmesurada de poder, que todo el orbe dividido en tres 47 no podía saciar, se alzó en solitario contra los vicios de una ciudad decadente y que tocaba fondo por su mole misma, y detuvo al Estado en su caída, en la medida en que podía sujetarlo una sola mano, hasta que, relegado a la fuerza, se ofreció como compañero a una ruina tanto tiempo diferida y a la vez se extinguió lo que era ilícito dividir; pues ni Catón vivió después de la libertad ni la libertad después de Catón. ¿A éste piensas tú que pudo el pueblo hacerle [3] ultraje porque lo despojó de la pretura o de la toga, porque salpicó con las inmundicias de su boca aquella cabeza venerable? El sabio está a salvo y no puede verse afectado por el ultraje o la ofensa.

Me parece ver tu espíritu enardecerse y en ebullición, te dispones a [3 ] gritar: «Cosas así son las que quitan autoridad a vuestras normas. Prometéis grandes cosas que uno ni siquiera puede desear y mucho menos creer. Luego decís cosas extraordinarias, pero cuando habéis negado que el sabio es pobre, no negáis que suelen faltarle esclavo, techo y comida; cuando negáis que el sabio puede enloquecer, no negáis que se enajena y profiere palabras poco juiciosas y se atreve a cuanto lo obliga la fuerza de su enfermedad; cuando habéis negado que el sabio es un esclavo, igualmente no intentáis impugnar que puede ser vendido y ha de hacer lo que le mandan y prestar a su dueño servicios serviles: así, arqueando bien alto las cejas, caéis en lo mismo que los demás, aunque cambiéis los nombres de las cosas. Así pues, sospecho [2] que algo así hay también en esto que a primera vista es hermoso y estupendo: el sabio no va a recibir ultraje ni ofensa. Pero lo que más importa es si lo sitúas fuera del alcance de la irritación o fuera del alcance del ultraje. Pues si dices que lo soportará con ecuanimidad, no tiene ningún privilegio, lo ha alcanzado algo común y que se aprende con la frecuencia de los ultrajes, el sufrimiento; si niegas que puede recibir ultrajes, esto es, que nadie ha de intentar hacérselos, dejo todos mis asuntos y me hago estoico».

[ 3] Yo, de cierto, no me he propuesto adornar al sabio con el honor ficticio de las palabras, sino situarlo en un lugar en que no se permita ningún ultraje. «¿Entonces, qué? ¿No habrá nadie que lo maltrate, que lo ponga a prueba?» Nada en la naturaleza es tan sagrado que no encuentre su sacrílego, pero lo divino no está menos en lo alto en caso de que haya quienes apetezcan una grandeza situada fuera de su alcance, que no van a tocar; invulnerable es no lo que no recibe golpes, sino [4] lo que no puede ser herido: por este indicio te haré conocer al sabio. ¿Acaso es dudoso que es más consistente el vigor que no es vencido que el que no es agredido, cuando son dudosas las fuerzas no experimentadas, y, por el contrario, con razón se tiene por la más consistente firmeza la que rechaza todas las embestidas? Sábete así que el sabio es de mejor natural si no lo perjudica ningún ultraje que si no se le hace ninguno; y llamaré esforzado al hombre al que no someten las guerras ni arredra una fuerza enemiga puesta en marcha, no al que disfruta de [5] un ocio apacible entre gentes apáticas. En consecuencia, lo que digo es que el sabio no está expuesto a ningún ultraje; así pues, no viene a cuenta cuántos dardos le arrojan, cuando a todos es impenetrable. Igual que la dureza de algunas piedras es inexpugnable al hierro, y el diamante no se puede cortar o agrietar o desgastar, 48 sino que por añadidura mella lo que lo golpea, del mismo modo que algunos materiales no pueden ser consumidos por el fuego, sino que conservan, aun rodeados de llamas, su rigidez y su aspecto, del mismo modo que algunos escollos, proyectándose a lo alto, rompen las olas y no muestran huella alguna de violencia, a pesar de haber sido azotados tantos siglos, así el espíritu del sabio es firme y acumula tanto vigor que está tan a salvo del menoscabo como las cosas que he mencionado.

[4 ] «¿Entonces, qué? ¿No habrá nadie que intente hacer ultraje al sabio?» Lo intentará, pero el ultraje no lo alcanzará; pues está alejado del contacto con sus inferiores por una distancia demasiado grande para que ninguna fuerza perjudicial haga llegar hasta él sus fuerzas. Incluso cuando los poderosos, nacidos para el mando y fuertes por el consentimiento de sus siervos, pretenden perjudicarlo, todos sus ataques fallarán más acá de la sabiduría tanto como los proyectiles que se arrojan a lo alto con arco o catapultas, aun cuando hayan saltado más allá del alcance de la vista, tuercen su trayectoria más acá del cielo. ¿Qué? ¿Piensas tú que, cuando aquel necio rey oscurecía el día con [2] multitud de flechas, alguna saeta chocó con el sol, o que pudo tocar a Neptuno echando cadenas a las profundidades? 49 Así como lo celeste escapa a la mano del hombree y la divinidad no se ve en nada perjudicada por los que derriban templos y funden estatuas, cuanto se comete contra el sabio con malicia, desfachatez y arrogancia, en vano se intenta. «No obstante, sería preferible que no hubiera nadie que quisiera [3] hacerlo.» Deseas para el género humano una rara cualidad, la inocencia; que no se cometa importa a quienes planean hacerlo, no a quien no puede sufrirlo incluso aunque se cometa. Más aún, no sé si la calma en medio de las provocaciones no demuestra más la fuerza de la sabiduría, tal como la más clara prueba en favor de un general poderoso en armas y en hombres es una despreocupada indiferencia en tierra de enemigos.

Distingamos, si te parece, Sereno, el ultraje de la ofensa. El primero [5 ] es por naturaleza más penoso, ésta, más ligera y grave tan sólo para los remilgados, con la que los hombres no quedan malheridos sino agraviados. Tan grande es, sin embargo, la debilidad y ligereza de los espíritus, que algunos piensan que nada hay más amargo; así, encontrarás un esclavo que prefiera recibir azotes a bofetadas y que considere la muerte y los latigazos más tolerables que una palabras ofensivas. A tal extremo de estupidez se ha llegado que nos angustia no sólo [2] el dolor sino la idea del dolor, a la manera de los niños, a quienes infunde miedo una sombra y la deformidad de las máscaras y un rostro desfigurado; provocan sus lágrimas los nombres poco agradables al oído y los movimientos de los dedos y otras cosas que rehúyen súbitamente con el ímpetu propio de su confusión.

El ultraje tiene esta intención: afectar a alguien con una desgracia; [3] ahora bien, la sabiduría no deja lugar a la desgracia (pues para ella la única desgracia es la indecencia, que no puede entrar en donde están ya la virtud y la honradez); luego, si no hay ningún ultraje sin desgracia y no hay ninguna desgracia sino lo indecente, pero lo indecente no puede alcanzar a quien está dedicado a tareas honrosas, entonces el ultraje no alcanza al sabio. En efecto, si el ultraje es el sufrimiento de alguna desgracia, pero el sabio no sufre ninguna desgracia, entonces [4] ningún ultraje afecta al sabio. Cualquier ultraje supone un menoscabo para aquel contra quien arremete, y nadie puede recibir un ultraje sin detrimento ninguno, bien de su dignidad, bien de su cuerpo, bien de las cosas situadas en nuestro exterior. Ahora bien, el sabio nada puede perder: todo lo ha basado en sí mismo, no confía nada a la suerte, tiene sus bienes en un lugar seguro, contento con su virtud, que no tiene necesidad de lo fortuito y por tanto no puede aumentar ni menguar; en efecto, lo que ha sido llevado hasta su perfección no tiene posibilidad de incrementarse y la suerte no arrebata nada más que lo que ha dado; ahora bien, no da virtud, por tanto tampoco la quita: es libre, inviolable, inmutable, inquebrantable, tan inflexible frente al azar que ni siquiera puede inclinarse y mucho menos vencerse; mantiene sin desviar sus ojos ante el aspecto de los acontecimientos terribles, nada [5] cambia en su rostro, bien se le presenten duros, bien favorables. Así pues, no perderá nada que vaya a notar que ha desaparecido, pues está en posesión de la virtud sin más, de la que no se le puede apartar, lo demás lo tiene en precario y ¿quién se trastorna por la pérdida de lo que no es suyo? Y si el ultraje no puede causar daño a nada de lo que es propiedad del sabio, puesto que si su virtud está a salvo, sus bienes están a salvo, no se puede hacer ultraje al sabio.

[6] Había tomado Megara Demetrio, 50 el que recibió el sobrenombre de Poliorcetes; el filósofo Estilpón, 51 al que preguntó si había perdido algo, le dijo: «Nada, todo lo mío lo llevo conmigo». Y sin embargo su hacienda había ido a parar al botín y a sus hijos los había raptado el enemigo y su patria había caído en manos extranjeras y el rey en persona, rodeado de las armas de su victorioso ejército, lo interrogaba [7] desde su posición superior. Pero él le echó por tierra su victoria y demostró que él, a pesar de haber sido tomada su ciudad, quedaba no sólo invicto sino indemne; pues tenía consigo sus verdaderos bienes, de los que otro no puede tomar posesión; por el contrario, los que se llevaban desbaratados y despedazados no los consideraba suyos, sino accidentales y sujetos al imperio de la suerte. Por eso no los había apreciado como propios; pues la posesión de todo lo que se concentra en nosotros desde fuera es escurridiza e insegura.

Piensa ahora si un ladrón o un difamador, un vecino insolente o [6 ] algún rico que ejerza el dominio propio de una vejez sin hijos, pueden hacer ultraje a éste, a quien la guerra, el enemigo y aquel experto en el egregio arte de asolar ciudades no pudieron arrebatarle nada. En [2] medio de las espadas que centelleaban por todas partes, y el tumulto de la soldadesca en el saqueo, en medio de las llamas, la sangre y los escombros de la ciudad devastada, en medio del estruendo de los templos que se derrumbaban sobre sus dioses, hubo paz sólo para ese hombre. Así pues, no tienes por qué considerar arriesgada mi promesa, de la que, si te merezco poca confianza, te daré un fiador. Pues apenas crees que recaiga en un hombre tanta reciedumbre o tanta grandeza de ánimo; pero él sale al centro y dice: «No tienes por qué [3] dudar de que quien ha nacido hombre pueda elevarse por encima de lo humano, de que pueda contemplar sereno dolores y daños, erosiones y heridas, la abundante agitación de las circunstancias que vibran a su alrededor y soporte tanto las duras tranquilamente como las favorables moderadamente y, sin ceder a aquéllas ni confiarse en éstas, sea uno solo y el mismo en medio de esta variación y no considere suyo nada más que a él mismo y él también sólo en la parte en que es mejor. Mirad, aquí estoy yo dispuesto a probaros esto: que bajo este [4] aniquilador de tantas ciudades las fortificaciones se derrumban al golpe del ariete, y la altura de las torres de repente cae a tierra por culpa de las minas y las excavaciones secretas, y el terraplén se acrecienta hasta alcanzar los baluartes más altos, que, por el contrario, no puede hallarse ninguna máquina capaz de remover un espíritu bien cimentado. Hace poco a rastras he escapado de las ruinas de mi casa y, [5] mientras los incendios brillaban por todas partes, he huido de las llamas a través de la sangre; no sé qué azar atenaza a mis hijas o si es peor que el común; solo y senil y viendo a mi alrededor sólo enemigos, reconozco sin embargo que mi hacienda está íntegra e intacta: poseo, tengo cuanto de mío he tenido. No tienes por qué creerme a mí vencido [6] y vencedor a ti: ha vencido tu suerte a mi suerte. Aquellos bienes caducos, que cambian de dueño, no sé dónde están; en lo que toca a mis pertenencias, conmigo están, conmigo estarán. Han perdido esos [7] ricos sus patrimonios, los libertinos sus amores y sus prostitutas ama das con gran dispendio de su reputación, los arribistas la curia, el foro y los lugares destinados a practicar sus vicios en público; los usureros han perdido sus registros, en los que la avaricia, alegre sin razón, sueña riquezas: yo de cierto todo lo tengo íntegro e incólume. Así que pregunta a esos que lloran y se lamentan, que en defensa de su dinero exponen sus cuerpos desnudos a las espadas desenvainadas, que huyen del enemigo con la bolsa repleta».

[8] Luego ten por cierto, Sereno, que el hombre perfecto, colmado de virtudes humanas y divinas, nada pierde. Sus bienes están rodeados de fortificaciones sólidas e infranqueables. No quieras comparar con ellas los muros de Babilonia, por los que penetró Alejandro, 52 ni las murallas de Cartago o de Numancia, tomadas por una misma mano, 53 ni el Capitolio ni la ciudadela 54 (conservan señales del enemigo): las que defienden al sabio están a salvo del fuego y del asalto, no ofrecen ninguna entrada, altas, inexpugnables, iguales a los dioses.

[7 ] No tienes por qué decir, como sueles, que este sabio nuestro no se halla en parte alguna. No simulamos ese vano ornamento de la condición humana ni concebimos una imagen inmensa de una falsedad, sino que, tal cual lo describimos, lo hemos exhibido, lo exhibiremos, quizá raras veces y uno solo a grandes intervalos de tiempo; pues las cosas grandes y que sobrepasan la medida vulgar y corriente no se producen frecuentemente. Por lo demás, me temo que este mismo Marco Catón, con cuya mención ha empezado este debate, está por encima de nuestro modelo.

En suma, más potente debe ser lo que hiere que lo que es herido; [2] ahora bien, no es más fuerte la maldad que la virtud; luego el sabio no puede ser herido. Un ultraje contra los buenos no lo intentan sino los malvados: para los buenos hay paz entre ellos, los malvados son para los buenos tan perniciosos como entre ellos. Y si no puede ser herido sino el más endeble y de otro lado el malvado es más endeble que el bueno y los buenos no deben temer un ultraje más que por parte de sus contrarios, el ultraje no cae sobre el hombre sabio. Pues ya no tengo que recordarte que nadie hay bueno sino el sabio. «Si Sócrates —dice— fue [3] condenado injustamente, recibió un ultraje.» En esta cuestión conviene darnos cuenta de que puede ocurrir que alguien me haga un ultraje y yo no lo reciba: igual que si uno pusiera en mi casa de la ciudad algo que hubiera robado de mi villa: él habrá cometido un hurto, yo no habré perdido nada. Puede alguien hacerse dañino por más que no haya [4] causado ningún daño. Si uno se acuesta con su esposa igual que con la de otro, será adúltero, por más que ella no sea adúltera. Alguien me ha administrado veneno, pero al mezclarse con la comida ha perdido su poder: él se ha comprometido con el crimen por administrarme el veneno, aunque no me ha causado daño. No es menos asesino aquel cuya puñalada se evitó porque se interpuso la ropa. Todos los crímenes, incluso antes de su ejecución, quedan consumados por cuanto hay culpabilidad suficiente. Ciertas cosas son de esta naturaleza y se relacionan [5] según la alternativa siguiente: la una puede existir sin la otra, la otra no puede sin la una. Intentaré dejar claro lo que digo. Puedo mover los pies aunque no corra: correr no puedo sin que mueva los pies; puedo, por más que esté en el agua, no nadar: si nado, no puedo no estar en el agua. De la misma suerte es también esto de que se trata: si he recibido [6] un ultraje, es preciso que se me haya hecho; si me ha sido hecho, no es preciso que yo lo haya recibido. Pues pueden sobrevenir muchos accidentes que rechacen el ultraje: como alguna casualidad puede abatir la mano amenazadora y desviar los dardos arrojados, igual alguna circunstancia puede repeler cualquier ultraje y eliminarlo en pleno curso, de modo que haya sido hecho tanto como no recibido.

Además, la justicia no puede padecer nada injusto, puesto que los [8 ] contrarios no casan; ahora bien, una injusticia no se puede hacer más que injustamente; luego al sabio no se le puede hacer ultraje: no puede uno ni siquiera favorecerlo. De un lado, al sabio no le falta nada que pueda recibir como regalo, de otro el malvado no puede otorgar nada digno del sabio. Pues debe tener antes de dar, por el contrario, nada tiene que el sabio se complazca en que se transfiera a él.

[ 2] Luego uno no puede dañar al sabio o favorecerlo, ya que lo divino ni desea ser ayudado ni puede ser herido y por su parte el sabio se sitúa próximo y cercano a los dioses, semejante a un dios, exceptuando su condición mortal. En tanto aspira y se dirige a aquel estado excelso, ordenado, imperturbable, que discurre con un curso igual y concorde, tranquilo, benévolo, creado para el bien común, beneficioso para él mismo y para los demás, no anhelará nada rastrero, no llorará por nada. [3] El que, apoyándose en la razón, avanza a través de los infortunios humanos con espíritu divino, no tiene dónde recibir un ultraje. ¿Piensas que digo tan sólo de parte del hombre? Ni siquiera de parte de la suerte, que cada vez que ha ido a enzarzarse con la virtud, nunca se ha retirado empatada. Si lo supremo, más allá de lo cual no tienen nada con que amenazar las leyes airadas y los déspotas más crueles, en lo que la suerte malgasta su poder, lo aceptamos con ánimo apacible e imparcial y reconocemos que la muerte no es una desgracia y por ende ni siquiera un ultraje, mucho más fácilmente toleraremos lo otro, daños y dolores, deshonras, cambios de lugar, pérdidas de familiares, separaciones, cosas que al sabio, aunque lo rodeen todas al tiempo, no lo hunden, y con más motivo no se aflige ante la arremetida de cada una por separado. Y si soporta resignadamente los ultrajes de la suerte, ¡cuánto más los de los hombres poderosos, que sabe que son agentes de la suerte!

[9 ] Así pues, todo lo sufre del mismo modo que el rigor del invierno y la inclemencia del clima, que las fiebres y enfermedades, y lo demás que sucede al azar, y de nadie tiene tan buena opinión que piense que ha hecho algo con reflexión, caso que sólo se da en el sabio. Lo propio de todos los otros no son las reflexiones, sino los engaños, las trampas, los arrebatos desordenados de los espíritus, cosas que cuenta entre los imprevistos. Ahora bien, todo lo fortuito se ensaña a nuestro alrededor y contra nuestros inferiores.

[2] Piensa también que para los ultrajes se abre un amplio campo 〈en〉 aquellas ocasiones en que se busca un riesgo para nosotros, como con un acusador sobornado o con una delación calumniosa o con el encono de los poderosos azuzado contra nosotros, y otras insidias que se dan entre los togados. 55 Es frecuente también el ultraje cuando se han sus traído las ganancias de alguien o la recompensa largo tiempo perseguida, cuando se le ha arrebatado una herencia alcanzada con mucho trabajo y se le ha desposeído del favor de una familia gananciosa: esto lo evita el sabio, que no sabe ni vivir para la esperanza ni para la aprensión. Añade ahora que nadie recibe un ultraje sin que se altere su espíritu, [3] sino que se trastorna al percibirlos, que, por el contrario, está libre de trastornos el hombre que ha evitado los extravíos, dueño de sí, de una tranquilidad profunda y apacible. En efecto, si lo toca un ultraje, lo mueve y lo empuja; ahora bien, el sabio está libre de la ira que enciende la impresión de ultraje, y no estaría libre de ira de ningún modo más que estando libre de ultraje, que sabe que no se le puede hacer. De ahí que está tan erguido y alegre, de ahí que se deja llevar por un continuo júbilo; al contrario, no se arruga ante las aprensiones de las circunstancias de los hombres, a tal punto que le resulta útil el propio ultraje, mediante el cual consigue experiencia de sí mismo y pone a prueba su virtud.

Respetemos, os lo ruego, esta intención y asistamos con ánimo y [4] atención amistosos, mientras el sabio se libra del ultraje. Y no por esto se hace ninguna merma a vuestra prepotencia, a vuestros deseos avidísimos, ciega temeridad y arrogancia: a salvo vuestros vicios, se busca esta libertad para el sabio. No bregamos para que no os sea lícito hacer ultrajes, sino para que él pueda mandar al fondo todos los ultrajes y defenderse con su resistencia y grandeza de ánimo. Del mismo modo [5] en las competiciones sagradas 56 muchos vencieron agotando con su obstinada resistencia los puños de quienes los golpeaban. Considera al sabio como de esta clase, la de los que, gracias a un entrenamiento prolongado y constante, han logrado un vigor capaz de resistir y fatigar toda fuerza hostil.

Puesto que hemos recorrido la primera parte, pasemos a la segunda, [10 ] en la que, con argumentos algunos particulares pero comunes los más, refutaremos la ofensa. Es menos importante que el ultraje: por ella podemos quejarnos más que querellarnos, a ella tampoco las leyes la consideraron digna de una reclamación. Este sentimiento lo provoca [2] la debilidad del espíritu que se arruga ante un dicho o hecho deshonroso: «No me ha recibido hoy, aun cuando recibía a otros», y «Mis palabras o las ha desatendido con arrogancia o las ha puesto abiertamente en ridículo» y «Me ha colocado no en el centro del triclinio sino en el extremo», 57 y otras circunstancias de este tenor, que ¿cómo llamaré sino quejas de un espíritu hastiado? En ellas inciden normalmente los refinados y los despreocupados, pues no tiene tiempo de [3] advertir estas cosas uno al que apremian otras peores. Por culpa de un ocio excesivo los temperamentos débiles por naturaleza y afeminados y los que han degenerado por falta de auténticos ultrajes, se inquietan por incidentes cuya mayor parte resulta de un error del que los interpreta. Así pues, muestra que no hay en él nada de sensatez ni de aplomo quien se siente afectado por una ofensa. Pues sin duda se considera menospreciado, y esta comezón no se da sin cierta humillación del espíritu que se deprime y se rebaja. Por contra, el sabio no es menospreciado por nadie, conoce su grandeza y se hace saber a sí mismo que nadie tiene tantos derechos sobre él y todas estas que yo no llamaría miserias del espíritu sino molestias, no las vence sino que ni siquiera las siente.

[4] Otras cosas hay que golpean al sabio aunque no lo derriban, como el dolor corporal y la debilidad, o la pérdida de amigos e hijos y el quebranto de una patria que arde en guerra. No niego que el sabio sienta esto, pues tampoco le atribuimos la dureza de la piedra o del hierro. La virtud no consiste en resistir lo que no sientes. ¿Qué hay, entonces? Algunos golpes recibe, pero, una vez recibidos, los supera, los cura y los mitiga, mas estas pequeñeces ni siquiera las siente y no emplea contra ellas su habitual virtud de aguantar las adversidades, sino que o no las tiene en cuenta o las considera ridículas.

[11 ] Además, como gran parte de las ofensas la infieren los arrogantes e insolentes y los que mal soportan la suerte ajena, tiene con qué rechazar esa disposición engreída, la virtud más hermosa de todas, la magnanimidad: todo cuanto es de ese tipo ella lo pasa de largo como las apariciones sin sustancia de los sueños y las visiones nocturnas, que no [2] tienen nada de consistente o de real. Al mismo tiempo piensa que todos son demasiado inferiores para tener el atrevimiento de despreciar a los muy superiores. Contumelia se dice a partir de contemptus , 58 porque nadie señala con tal ultraje más que al que ha menospreciado; ahora bien, nadie menosprecia al mayor y mejor, aunque haga algo de lo que suelen los menospreciadores. En efecto, los niños golpean en la cara a sus padres y el crío enreda y arranca los cabellos de su madre y los rocía de saliva, o descubre a la vista de los suyos lo que debe tener tapado y no escatima las palabras más soeces, y nada de esto llamamos ofensa. [3] ¿Por qué razón? Porque quien lo hace no puede menospreciar. Es el mismo motivo por el que nos hace gracia el ingenio, ofensivo para sus dueños, de nuestros esclavos, cuyo atrevimiento se arroga finalmente el derecho sobre los invitados, una vez ha empezado con el dueño; y cuanto más despreciable es uno, más suelta tiene la lengua. Con esta intención algunos compran muchachitos descarados y afilan su audacia y les ponen un maestro, para que lancen sus pullas con precisión, y a éstas no las llamamos ofensas sino agudezas: ¡qué tremendo despropósito es con las mismas cosas unas veces divertirse y otras ofenderse y llamar a aquello con lo que un amigo salta insulto, agudeza si viene de un esclavo graciosillo! 59

La misma disposición que tenemos nosotros con los niños la tiene [12 ] el sabio con todos los que continúan en la infancia aun pasada su juventud y ya canosos. ¿Han hecho algún progreso esos que manifiestan miserias del espíritu y unos extravíos cada vez más graves, que sólo se distinguen de los niños por el tamaño y conformación del cuerpo, por lo demás no menos caprichosos e inseguros, ansiosos de placeres sin distinción, inquietos y apaciguados no por inspiración propia sino por miedo? Por eso nadie diría que hay alguna diferencia entre [2] ellos y los niños, porque éstos tienen codicia de tabas, nueces y calderilla, aquéllos, de oro y plata y tableros de mesa, porque éstos hacen entre ellos de magistrados e imitan la pretexta, los haces y el tribunal, 60 aquéllos juegan con circunspección a lo mismo en el Campo 61 y el foro y en la curia; éstos en las playas con un montón de arena levantan remedos de casas, aquéllos, como si hicieran algo importante afanándose en remover piedras, paredes y techos, han convertido en un peligro lo que se inventó para amparar los cuerpos. 62 Luego los niños padecen un extravío igual que quienes han avanzado más en edad, pero el de [3] éstos es en otro sentido y más grave. Así pues, no sin razón el sabio recibe sus ofensas como bromas y a las veces los amonesta como a niños con castigos y correctivos, no porque ha recibido un ultraje, sino porque lo han hecho y para que dejen de hacerlos; pues igual se doman también las caballerías con la fusta, y no nos enfadamos con ellas cuando han rechazado a su jinete, sino que tiramos del bocado para que el dolor venza su terquedad. Reconocerás entonces que está resuelta también aquella objeción que nos hacen: «¿Por qué razón el sabio, si no recibe ultrajes ni ofensas, castiga a los que los hicieron?» Pues es que no se venga, sino que los enmienda.

[13 ] Además, ¿qué razón hay para que no creas que esta firmeza de ánimo se corresponde con el hombre sabio, cuando en otros te es posible advertir lo mismo pero no por el mismo motivo? Pues ¿qué médico se enfada con un demente? ¿Quién toma a mal los insultos de un enfermo [2] febril al que han prohibido el agua fría? El sabio tiene para con todos el mismo sentimiento que el médico para con sus enfermos, cuyas partes pudendas, si necesitan una cura, no desdeña tocar ni examinar sus heces y vómitos ni aguantar los improperios de los locos furiosos. El sabio se percata de que todos los que andan vestidos con toga y púrpura, saludables, atezados, están poco sanos y no los ve de otra forma sino como enfermos indisciplinados. Así pues, ni siquiera se excitará si [3] durante su enfermedad se han atrevido a una excesiva insolencia contra él, que los está tratando, y con la misma disposición con que no aprecia en absoluto sus muestras de respeto, tampoco lo que se le hace poco respetuosamente. Así como no le gustará que un mendigo le tenga veneración ni considerará un ultraje que un hombre de la más baja plebe, al saludarlo, no le devuelva a su vez el saludo, igualmente tampoco se engreirá si muchos ricos lo engríen (pues sabe que no se distinguen en nada de los mendigos, es más, que son más infelices, pues tienen muchas necesidades y aquéllos muy pocas) y, a la inversa, no se alterará si el rey de los medos o Átalo de Asia 63 le dan de lado, al saludarlos, en silencio y con gesto arrogante. Sabe que su situación no tiene nada envidiable, no más que la de aquel que en una numerosa familia 64 tiene a su cargo el tratamiento de los enfermos y los enajenados. ¿Es [4] que voy a molestarme si no me corresponde con mi nombre uno de esos que cerca del Templo de Cástor 65 comercian comprando y vendiendo siervos inútiles, cuyas tiendas están repletas de un tropel de esclavos de la peor clase? No, pienso yo, pues ¿qué tiene de bueno ese en cuyo poder no hay nadie que no sea malo? Luego, del mismo modo que no hace caso de la cortesía o la descortesía de éste, así tampoco de la del rey: «Tienes bajo tu poder a partos, medos y bactrianos, 66 pero los retienes por el miedo, pero por su culpa no tienes ocasión de destensar el arco, pero son los enemigos más odiosos, pero son sobornables, pero están al acecho de un nuevo dueño». Luego no se alterará por las ofensas [5] de nadie. Pues ya pueden ser distintos todos entre sí, que el sabio de seguro los considera a todos parejos, en virtud de su idéntica necedad. Porque si sólo se rebaja una vez al punto de alterarse por un ultraje o una ofensa, nunca podrá sentirse sereno; la serenidad, por el contrario, es un bien exclusivo del sabio. Y se guardará de mostrar respeto al que le ha hecho una ofensa con la mera suposición de que se la ha hecho; pues es inevitable que se alegre de verse tenido en consideración uno cuyo menosprecio molesta a todo el mundo.

[14 ] A algunos los posee una locura tan grande que piensan que una mujer puede hacerles ofensa. 67 ¿Qué importa cuán hermosa es la suya, cuántos porteadores tiene, cuán recargadas sus orejas, cuán ancha su litera? De todos modos es un animal sin seso y, si no acceden a ella el conocimiento y una vasta erudición, violento, inmoderado en sus pasiones. Algunos se molestan por verse zarandeados por el peluquero y llaman ofensa a los impedimentos del guardián de la entrada, a la arrogancia del encargado de los nombres, al ceño fruncido del ayuda de cámara. 68 ¡Oh, cuántas carcajadas ha de lanzar en esas circunstancias, con cuánto placer ha de colmar su ánimo el que, desde la agitación de los extravíos de los otros, contempla su propia calma! «¿Entonces, [2] qué? ¿No va a acercarse el sabio a las puertas que tenga bloqueadas un portero inflexible?» Él, de cierto, si lo reclama un asunto ineludible, lo intentará y al portero, sea quien sea, lo amansará como a un perro fiero, echándole comida, y no le disgustará desembolsar algo para cruzar el umbral, pensando que en algunos puentes también se abona un peaje. Así pues, también le pagará al que administre este impuesto sobre las visitas, sea quien sea: sabe que con dinero se compra lo que está en venta. Es un pusilánime aquel que está satisfecho de sí mismo porque ha replicado sin reprimirse al de la entrada, porque le ha roto su bas tón, porque se ha acercado al dueño y le ha pedido que le zurren la badana. Se convierte en adversario quien entra en liza y, para vencer, se ha hecho parejo al otro.

«Pero el sabio ¿qué hará si lo golpean con el puño?» Lo que Catón [3] cuando lo golpearon en la boca: no se encolerizó, no vengó el ultraje, ni siquiera lo devolvió, simplemente negó que se le hubiera hecho. 69 Más entereza mostró no acusándolo que excusándolo. En este punto no nos [4] detendremos mucho tiempo: pues ¿quién no sabe que nada de lo que se cree malo o bueno le parece al sabio lo mismo que a todos? No mira qué consideran vergonzoso o miserable los hombres, no va por donde la gente sino que, como los astros que recorren una ruta en sentido opuesto al firmamento, 70 así avanza él contra la común opinión.

Así pues, dejad de decir: «¿El sabio, entonces, no recibirá ultraje si [15 ] le pegan, si le arrancan los ojos? ¿No recibirá una ofensa si lo acosan por el foro los gritos insolentes de unos sinvergüenzas? ¿Si en el convite de un rey le mandan recostarse en un extremo de la mesa y comer con los esclavos encargados por sorteo de tareas deshonrosas? ¿Si le obligan a soportar alguna otra de las situaciones que se pueden imaginar desagradables para un pundonor innato?». Por más que ésas [2] aumenten cuanto sea en cantidad o en magnitud, serán de naturaleza invariable: si no lo alcanzan las nimias, tampoco las más graves. Pero a partir de vuestra debilidad hacéis suposiciones sobre el espíritu grande y cuando calculáis cuánto pensáis que podéis padecer, le ponéis al padecimiento del sabio un límite un poco más allá, pero a él su virtud lo ha colocado en otra zona del universo, sin que tenga nada en común con vosotros. Búscale condiciones difíciles y todas las que son duras de [3] tolerar y repulsivas al oído y a la vista: un montón de ellas no lo abrumará y lo mismo las afrontará una por una que todas juntas. Quien califica de tolerable para el sabio esto y de intolerable aquello y reduce su grandeza de ánimo a unos límites fijos, hace mal: la suerte nos vence si no se la vence por entero.

No pienses que es estoico este vigor, Epicuro: a quien os arrogáis [4] como valedor de vuestra indolencia y consideráis que hace recomendaciones delicadas y negligentes e inductoras al placer, dice: «Rara vez la suerte se entromete con el sabio». 71 ¡Qué cerca estuvo de pronunciar unas palabras propias de un varón! ¿Quieres tú hablar más [5] esforzadamente y desplazarlas del todo? Esta casa del sabio estrecha, sin lujos, sin ruidos, sin mobiliario, no está custodiada por ningún portero que distribuya la multitud con su desgana venal, pero por este umbral vacío y libre de guardián no pasa la suerte: sabe que no tiene sitio allí donde no hay nada suyo.

[16 ] Y si también Epicuro, que fue sobremanera condescendiente con el cuerpo, se alza contra los ultrajes, ¿qué podrá en nosotros parecer increíble o por encima de la capacidad de la condición humana? Dice él que hay ultrajes tolerables para el sabio; nosotros, que no hay ultrajes. [2] Pues no tienes por qué decir que esto es incompatible con la naturaleza: no negamos que sea un asunto enojoso verse golpeado y zarandeado y privado de algún miembro, pero negamos que todo eso sea ultraje: no los despojamos de la sensación de dolor sino del nombre de ultraje, que no se puede admitir mientras la virtud esté a salvo. Veremos quién de los dos dice más la verdad: uno y otro coinciden respecto al menosprecio del ultraje. ¿Quieres saber qué diferencia hay entre los dos? La que hay entre dos gladiadores de los más esforzados, uno de los cuales se aprieta la herida y se mantiene en pie, el otro, mirando al público que grita, le hace señas de que no es nada y no consiente [3] que se interceda por él. No tienes por qué pensar que es mucho en lo que disentimos: ambos ejemplos recomiendan aquello de lo que se trata, que es lo único que os concierne: menospreciar los ultrajes y las que yo llamaría sombras y sospechas de ultrajes, las ofensas, para despreciar las cuales no hace falta un hombre sabio, sino simplemente cuerdo, que pueda decirse a sí mismo: «¿Eso me sucede merecida o inmerecidamente? Si merecidamente, ofensa no es, es juicio justo; si inmerecidamente, [4] debe avergonzarse el que cometió la injusticia». ¿Y qué es eso que se llama ofensa? Uno ha bromeado con el brillo de mi cabeza y con el mal estado de mis ojos y con la delgadez de mis piernas y con mi estatura: ¿qué ofensa hay en oír lo que es evidente? Delante de uno solo reímos un dicho, delante de muchos nos enfadamos y no dejamos a los otros el derecho de decir cosas que nosotros mismos solemos decir de nosotros: con las bromas mesuradas nos complacemos, con las inmoderadas nos irritamos.

Crisipo 72 cuenta que uno se enfadó porque alguien lo había llamado [17 ] borrego de mar. 73 Hemos visto llorando en el Senado a Cornelio Fido, yerno de Ovidio Nasón, cuando Corbulón 74 le llamó avestruz desplumado; ante otros insultos que zaherían sus costumbres y su vida se le mantuvo sereno el semblante, ante éste tan absurdo se le saltaron las lágrimas: tan grande es la debilidad de los espíritus cuando la razón los ha abandonado. ¿Qué hay de que nos ofendemos si alguien [2] imita nuestra habla, nuestros andares, si remeda algún defecto de nuestro cuerpo o nuestra lengua? ¡Como si esos detalles se hicieran más evidentes al imitarlos otros que al realizarlos nosotros! Unos con disgusto oyen hablar de su vejez y de sus canas y de otras cosas a las que se llega con ganas: el insulto de la pobreza, que cualquiera que la oculte se echa a sí mismo en cara, ha exacerbado a otros: así pues, a los insolentes e ingeniosos en ofender se les quitan ocasiones si espontáneamente las anticipas tú primero: no da lugar a reír nadie que se ría de sí mismo. Confiado está a la memoria que Vatinio, 75 hombre nacido [3] tanto para la risa como para el odio, fue un truhán gracioso y decidor. Él mismo decía muchísimas ocurrencias sobre sus pies y los costurones de su cuello: así evitaba las ingeniosidades de sus enemigos, que los tenía en más cantidad que achaques, y sobre todo las de Cicerón. Si con su descaro fue capaz de esto él, que había desaprendido la decencia con sus constantes improperios, ¿por qué no ha de poder uno que haya sacado algún provecho de los estudios liberales y del cultivo de la sabiduría? Añade que es una clase de venganza privar del placer de [4] la ofensa hecha al que la hizo; suelen decir: «¡Ay, pobre de mí! No lo ha entendido, creo!»; hasta tal punto el éxito de la ofensa estriba en el sentimiento e indignación del que la sufre. Además, no le faltará a veces un congénere: ya habrá quien te vengue a ti también.

[18 ] Gayo César, 76 grosero entre los demás defectos que tenía en abundancia, se dejaba llevar por la singular manía de mortificar a todo el mundo con algún comentario, y eso que él mismo ofrecía ocasión bien favorable para reír: tan grande era la fealdad de su tez pálida, testimonio de su vesania, tan grande la hosquedad de sus ojos agazapados bajo una frente llena de arrugas, tan grande la deformidad de su cabeza desolada y salpicada de cabellos teñidos; añade una nuca rodeada de cerdas y la exigüidad de sus piernas y la enormidad de sus pies. Resulta inacabable, si es que pretendo referir una por una las palabras con las que se mostró grosero con sus padres y abuelos, con los dos órdenes juntos: 77 referiré las que le acarrearon su perdición.

[2] Tenía entre sus principales amigos a Valerio Asiático, 78 hombre violento y que apenas estaba dispuesto a soportar con espíritu ecuánime las ofensas hechas a otros: a éste en un banquete, esto es, en una reunión pública, con voz bien clara le echó en cara cómo se comportaba su esposa durante el coito. ¡Bondad divina, que esto oiga un hombre, que lo sepa el príncipe y llegue a tal grado de desenfreno que, siendo príncipe, le cuente tanto sus adulterios como sus aversiones, no digo a un consular, no digo a un amigo, sino sencillamente al marido! Por el contrario, [3] Quérea, 79 tribuno militar, tenía una voz en discordancia con su energía, de tono lánguido y, si no conocieras sus obras, más que sospechosa. A éste Gayo, cuando le pedía el santo y seña, una veces le daba «Venus», otras «Príapo», censurándole de mil maneras esa blandura en un hombre armado. Y esto él, que iba vestido con gasas, calzado con sandalias y adornado con oro. 80 Así pues, le obligó a servirse del hierro para no pedirle más el santo y seña: él fue el primero entre los conjurados en levantar la mano, él le cercenó el cuello por la mitad de un solo golpe; después se acumularon de todas partes muchas más espadas que vengaban ultrajes públicos y particulares, pero el primer hombre fue el que menos lo parecía. En cambio, ese mismo Gayo todo lo consideraba ofensa, según [4] son de incapaces para aguantarlas los aficionados a hacerlas: se irritó con Herennio Macro 81 porque al saludarlo lo había llamado Gayo, y no hubo impunidad para un primipilo que lo había denominado Calígula. Pues a él, nacido en el campamento y criado por las legiones, lo solían llamar así, por ningún otro nombre se hizo nunca más familiar a los soldados, pero eso de Calígula lo juzgaba una afrenta y una ignominia desde que usaba coturnos. 82 Luego también nos servirá de consuelo, aunque nuestra [5] afabilidad descuide la venganza, el hecho de que vaya a haber alguien que le dé su merecido al desvergonzado, arrogante e injurioso, defectos que no se agotan en un solo hombre ni en una sola ofensa.

Fijémonos en el ejemplo de aquellos cuya paciencia alabamos, [6] como el de Sócrates, que tomó por el lado bueno las chanzas contra él publicadas y contempladas en las comedias, y se rió no menos que cuando su esposa Jantipa lo empapó de agua sucia. 83 A Antístenes84 le echaban en cara su madre extranjera y tracia; 84 replicó él que también la madre de los dioses era del Monte Ida. 85

[19 ] No hay que llegar a la riña ni al cuerpo a cuerpo. Hay que apartar lejos los pies y desdeñar cuantas cosas de éstas hagan los ignorantes (por otro lado, no pueden hacerlas más que los ignorantes) y no hacer distinciones entre las muestras de consideración y los ultrajes del pueblo. [2] Ni hay que dolerse por éstos ni alegrarse por aquéllas; de otra forma descuidaremos muchas obligaciones a causa de nuestra aprensión o nuestra aversión por las ofensas, no haremos frente a nuestras tareas públicas y particulares, productivas incluso a las veces, mientras nos atormenta la afeminada angustia de oír algo contrario a nuestro ánimo. A veces incluso, indignados con los poderosos, manifestaremos este sentimiento con inmoderada libertad. Ahora bien, la libertad no es no sufrir nada, estamos equivocados: la libertad es sobreponer el ánimo a los ultrajes y hacerse a sí mismo tal que sólo de sí mismo provengan los motivos de alegrarse, separar de sí mismo las apariencias, para que no haya de llevar una vida agitada si teme las risas de todos, las lenguas de todos. Pues ¿quién hay que no pueda hacer una ofensa, si cualquiera [3] puede? Ahora bien, el sabio y el aspirante a la sabiduría emplearán remedios distintos. A los que no han alcanzado la perfección y aún se orientan según las opiniones del pueblo hay que explicarles que deben vivir en medio de ultrajes y ofensas: todo les será más llevadero si se lo esperan. Cuanto más respetado es alguien por su linaje, renombre o patrimonio, que se comporte tanto más esforzadamente, recordando que los grados superiores se mantienen en primera línea de combate. Que soporte ofensas y palabras desvergonzadas y deshonras y demás bajezas como si fuera el griterío de los enemigos y tiros lejanos y piedras que restallan alrededor de los cascos sin herir a nadie; que resista los ultrajes como las heridas, hundidas unas en las armas, otras en el pecho, sin dejarse caer, sin ni siquiera dejarse desalojar de su puesto. Aunque te veas cercado y acosado por el ímpetu enemigo, es vergonzoso ceder: defiende la posición que te asignó la naturaleza. ¿Quieres saber cuál es esa posición? La del hombre. Otra ayuda hay para el sabio, [4] opuesta a ésta; pues vosotros estáis en plena lucha, para él ya se ha producido la victoria. No os opongáis a vuestro propio bien, alimentad en vuestro ánimo esta esperanza, mientras llegáis a la verdad, y acoged gustosos lo mejor y asistíos con vuestra reflexión y vuestros deseos: para la república del género humano es beneficioso que haya algo invicto, que haya alguien contra quien nada pueda la suerte.

40 Cf . Sobre la providencia , nota 1.

41 Ibid. , notas 7 y 25.

42 Fueron varias las veces en que Catón se opuso a una ley, siempre propuesta para favorecer los intereses de Pompeyo y de César (cf . Plutarco, Catón el Joven , 26, 2-29, 2; 31, 1-5). Aquí, como en Epíst ., 14, 13, Séneca parece referirse concretamente a la presentada por César para distribuir Campania en lotes entre los ciudadanos indigentes (cf . Plutarco, ibid ., 33, 1-2; Dion Casio, op . cit ., XXXVIII , 3, 2-3; Suetonio, Julio César , 20, 4).

43 La tribuna de los oradores se alzaba en el extremo oeste del foro Romano, adornada con los espolones de las naves capturadas al enemigo: de ahí su nombre en latín, Rostra [los espolones]; el Arco de Fabio, situado en la parte opuesta, lo había erigido Quinto Fabio Máximo en recuerdo de su victoria sobre los alóbroges (año 121 a.C.), conservado asimismo en su cognomen , Alobrógico.

44 Publio Clodio, decidido partidario de César, se entregó a toda clase de manejos, legales o no, con tal de lograr la victoria del partido de la plebe, clase a la que había descendido voluntariamente para poder ser nombrado tribuno de ella; como tal, hizo desterrar a Cicerón, basándose en la ilegalidad de las condenas capitales con que éste había sofocado la conjuración de Catilina (cf . Sobre la ira , III , nota 238). Agitador y demagogo, murió asesinado por sus rivales.

45 Para los estoicos Hércules era modelo del hombre tan esforzado como prudente, comparable nada menos que con el ingenioso y tenaz Ulises; lejos, pues, esta imagen de la de las comedias, que lo presentaban como un bruto sin seso (versión que Séneca no tiene escrúpulos para explotar en su Apocolocintosis , ofreciéndonos un personaje bien distinto al de las dos tragedias que le hizo protagonizar, Hércules loco y Hércules en el Eta ).

46 Como Hércules, precisamente, que en uno de sus trabajos (a los que quizás alude superficialmente Séneca), yendo en busca de las manzanas de las Hespérides, se ayudó del padre de éstas, Atlas, el gigante hijo de Jápeto condenado a soportar sobre sus hombros la bóveda celeste en castigo por la revuelta que con sus hermanos intentó contra los dioses.

47 Se refiere el autor al pacto secreto (año 60 a.C.) que regulaba la alianza entre Pompeyo, César y Craso (cf . Sobre la providencia , 5, 14 y notas correspondientes).

48 A esta notable cualidad apunta su nombre en griego, transcrito por vía culta al latín, adámas [indomable]; el término se aplicaba en principio y en general a cualquier materia sólida y dura (cf . Lucrecio, op . cit ., II , 447).

49 Alude Séneca a dos conocidos episodios de la invasión de Grecia por Jerjes (durante la llamada segunda guerra médica, en el primer cuarto del siglo V a.C.); según asegura Heródoto, op . cit ., VII , 34-35, ordenó dar latigazos al Helesponto y aherrojarlo con grilletes porque el mar había destruido los dos puentes de barcas tendidos sobre él. El mismo historiador (ibid ., 226, 1-2) cuenta cómo los arqueros persas lanzaban tal cantidad de flechas contra los espartanos defensores de las Termópilas, que llegaban a tapar el sol.

50 Hijo de Antígono, fue rey de Macedonia desde el año 306 al 282 a.C. En el curso de la incesante guerra que fue su reinado se ganó el sobrenombre de Poliorkētḗs [Conquistador de ciudades] que Séneca glosa más abajo (6, 1): una de ellas fue Megara, en el Ática, centro comercial y cultural, cuna de una corriente filosófica.

51 Uno de los representantes de la escuela de Megara, discípulo de Diógenes y maestro a su vez de Zenón (cf . Diógenes Laercio, VII , 24), el fundador del estoicismo a quien sin duda inculcó su teoría de que el bien supremo radica en la impasibilidad del espíritu, la tan estoica apáteia . En su calidad de precursor, pues, Séneca le concede incluso la palabra (6, 3-7), después de referir esta anécdota suya bien conocida (cf . Diógenes Laercio, II , 115).

52 Séneca utiliza los hechos de Alejandro Magno como ejemplos normalmente negativos, de falta de dominio y de crueldad (cf . Ch. Favez, «Alexandre le Grand vu par Sénèque», Palaeologia 7 (1958), págs. 107-110; pero quizás oculten un velado ataque a Nerón, cf . M. Coccia («Seneca e Alessandro Magno», Vichiana 13 (1984), págs. 12-25); positivos, raras veces (cf . Sobre la ira , II , 23, 2-3). En ésta lo nombra como conquistador de una ciudad cuyas gigantescas murallas fueron famosas no sólo por sus jardines colgantes: Babilonia, capital de la antigua Caldea.

53 La de Publio Cornelio Escipión Emiliano, el hijo de Lucio Emilio Paulo adoptado por la familia Cornelia (circunstancia que recuerda su segundo cognomen ) que representó un papel protagonista en la Roma republicana, no sólo por haber acabado con Cartago (año 146 a.C.) y tomado Numancia doce años más tarde, sino por los nuevos aires helenizantes que insufló en las artes y las letras romanas.

54 Roma fue conquistada y saqueada en el año 387 a.C. por los senones, una de las tribus galas que se habían asentado en las llanuras del Po; como casi toda la población había huido de la ciudad, fue fácil para ellos tomarla, incluyendo la fortaleza del Capitolio, digan lo que digan las anécdotas con las que los romanos quisieron velar este desagradable episodio de su historia (cf . Tito Livio, op . cit ., V , 47-49, 7).

55 Vale por decir los ciudadanos romanos, caracterizados por el vestido nacional, la toga. En cuanto a las zancadillas entre ellos mutuas, no será la única ocasión en que Séneca aluda a los testimonios falsos, los juicios amañados y otras lindezas propias del foro (cf ., por ejemplo, Sobre la ira , II , 7, 3; 8, 2; III , 2, 1, etc.), así como a los estafadores y los cazadores de herencias (cf . Sobre la brevedad de la vida , nota 476).

56 Ya que todos los certámenes atléticos se celebraban en honor de algún dios; precisamente uno de ellos, aunque menor, Pólux, era experto en el arte que menciona Séneca, el pugilato, practicado a las veces con los puños protegidos por guanteletes metálicos.

57 Los divanes sobre los que los romanos comían recostados tenían capacidad para tres personas, de las que la de más rango o por cualquier causa más destacada ocupaba la posición central.

58 Las etimologías antiguas no se fundamentaban habitualmente sobre criterios científicos, sino más bien en la semejanza de los significantes, cuyos significados se ponían luego en relación de maneras incluso ingeniosas; en esta ocasión Séneca hace derivar contumelia [injuria] de contemptus [menosprecio] erróneamente, pues, por discutibles que sean las etimologías respectivas, lo cierto es que temno , verbo del que deriva contemptus , es una palabra de origen no latino (cf . A. Ernout y A. Meillet, Dictionnaire étymologique de la langue latine , París, 1959).

59 Esta traducción «salta/insulto» intenta reflejar el juego original dictam /maledictam . Por otro lado, es notorio que ese travieso descaro no sólo se toleraba, sino que se instigaba también en los jóvenes esclavos favoritos (cf . Petronio, El Satiricón , 64, 5-12), que no hay que confundir con los auténticos bufones (los scurrae o copreae ), que solían ser enanos o bobos (cf ., respectivamente, Suetonio, Tiberio , 61, 6, y Séneca, Epíst ., 50, 2).

60 Las comparaciones con los niños, en tanto que inconscientes o no responsables de sus actos, son muy habituales en otros autores (cf . E. Otón, Séneca . De la cólera , Madrid, 1986, pág. 37, nota 14) y no menos en Séneca (cf . 5, 2; Sobre la ira , I , 2, 5; 12, 4; II , 11, 2, 6; Sobre la firmeza del sabio , 9, 1, etc.), para censurar las obras de los adultos: tan baladí es lo que desean poseer los niños (algunos frutos secos o monedas para fichas de sus juegos) como los mayores, que ansían tener metales valiosos y también los apreciados orbes, tableros circulares para las mesas, de madera de cedro o de limonero (cf . Plinio, op . cit ., XIII , 29; Dion Casio, op . cit ., LXI , 10, 3, según el cual Séneca llegó a poseer más de quinientos). Por otra parte, cuando los niños fingen ser magistrados remedan sus atavíos (la toga praetexta , blanca y orlada con una franja púrpura) y sus insignias (las fasces , haces de varas con un hacha en medio portados por unos subalternos llamados lictores ).

61 Cf . Sobre la providencia , nota 34.

62 Recuerda Séneca una sentencia de su maestro Papirio Fabiano (la recoge Séneca el Viejo, op . cit ., II , 1, 11) que contraponía también la protección teórica al peligro real: en efecto, las pésimas condiciones de construcción de las casas de vecinos, las insulae que tanto abundaban en la populosa Roma, hacían que los desprendimientos y derrumbamientos fueran un riesgo constante para moradores y transeúntes (cf . Sobre la tranquilidad del espíritu , 11, 7). Esta inseguridad exclusiva de los edificios romanos era un lugar común en las sátiras (cf . Juvenal, Sátiras , 3, 190-196).

63 Átalo III, rey de Pérgamo, dueño de unas riquezas fabulosas y ya proverbiales entre los romanos (cf . Horacio, Odas , I , 1, 11-13), a quienes las había legado a su muerte en el año 133 a.C.

64 Hay que tener presente que la familia incluía también la servidumbre; de hecho, la palabra designaba en sus orígenes sólo el conjunto de esclavos de una casa (de famulus , «esclavo doméstico»), que podían ser numerosísimos (cf . Sobre la tranquilidad del espíritu , 8, 6).

65 Situado al sudeste del Foro, el antiguo Templo de los Dioscuros, Cástor y Pólux, había sido completamente restaurado y nuevamente dedicado por Tiberio (cf . Suetonio, Tiberio , 20); durante un tiempo formó parte del palacio imperial, pues Calígula lo incluyó en su ampliación, convirtiéndolo en vestíbulo para poder colocarse entre los dos dioses, como si fueran sus hermanos (cf . Suetonio, Calígula , 22, 2).

66 Bactriana, región que corresponde actualmente al norte de Afganistán, constituyó junto con Sogdiana una satrapía del imperio persa desde los tiempos de Ciro (siglo VI a.C.), que también anexionó al suyo el imperio de los medos, en el actual Irán (cf . Sobre la ira , III , nota 248); en cambio, los partos mantuvieron la independencia de su poderoso reino en Escitia (sur de Ucrania) desde el año 250 a.C. hasta el 226 d.C., en que se instaló en el trono un monarca sasánida.

67 Séneca no fue una excepción a la poca cuenta que de la mujer se hacía en la Antigüedad, según demuestra aquí y en otras ocasiones (cf . 1, 1; Sobre la ira , II , 30, 2; III , 24, 3, etc.). Sobre la cuestión, cf . Ch. Favez, «Les opinions de Sénèque sur la femme», Revue des Études Latines 1 (1938), págs. 335-345; pero también A. L. Motto y J. R. Clark, «Seneca on women’s liberation», Classical World 65 (1972), págs. 155-157, y C. E. Manning, «Seneca and the Stoics on the equality of the sexes», Mnemosyne 26 (1973), págs. 170-177, en cuya opinión Séneca creía, aun a nivel primario, en la igualdad entre hombres y mujeres.

68 Cuatro clases de esclavos cuyas tareas los situaban, aun transitoriamente, en una posición de superioridad respecto de sus dueños (obviamente, el peluquero, en latín cinerarius por las cenizas en que calentaba las tenacillas de rizar), o de otros hombres libres cuando pretendían entrar en la casa y hacerse anunciar al señor de ella (lo que hacía el nomenclator ), o entrar en sus aposentos: entonces ejercían su pequeño poder, molesto a las veces (cf . Sobre la ira , III , 37, 2), pero siempre venal.

69 La misma anécdota, pero con más detalles escénicos, en Sobre la ira , II , 32, 2.

70 Los astros (el sol y los planetas conocidos en la época, Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Saturno) aparentemente se desplazan en dirección contraria al movimiento de las estrellas fijas en la bóveda celeste (cf . Consolación a Marcia , 18, 3 y Consolación a su madre Helvia , 6, 7).

71 Séneca proporciona en sus Diálogos bastantes citas directas o indirectas de Epicuro, que contribuyen a la edición, aunque fragmentada, de su obra perdida; ahora bien, precisamente esta sentencia (recogida con el n.° 16 en la ed. Usener) nos es suficientemente conocida por otras fuentes (Cicerón, por ejemplo, la aduce con frecuencia, cf . Del supremo bien y del supremo mal , 19, 63; II 27, 89; Disputaciones tusculanas , v, 26).

72 Filósofo estoico del siglo III a.C., discípulo de Zenón, quien fundó la escuela.

73 Es en cualquier habla un recurso corriente usar el nombre de ciertos animales como insulto, considerándolos paradigmas de algún defecto o vicio; así, la estolidez achacada al borrego hace de su nombre un sinónimo de «estúpido», tal como aparece en Plauto, El mercader , 567; Petronio, op . cit ., 57, 2, y Juvenal, op . cit ., 10, 50; el improperio que, según Séneca, testimonia Crisipo lleva el muy original añadido «de mar», quizá refiriéndose a algún animal realmente marino.

74 Sobre Cornelio Fido no tenemos más datos que los aquí proporcionados por Séneca, todo lo contrario de lo que ocurre con su celebérrimo suegro, el poeta Ovidio. Gneo Domicio Corbulón fue un afamado general bajo Claudio y Nerón, procónsul de Asia, de Armenia y de Siria. Su renombre despertó la envidia de Nerón, que lo condenó a suicidarse en el año 67.

75 Cf . Sobre la providencia , nota 25.

76 Sobrino nieto del emperador Tiberio, a quien sucedió, era y es más conocido como Calígula desde su niñez entre los soldados de su padre Germánico (cf . nota 82). Séneca sentía una profunda aversión contra él, con buenas razones (cf . Dion Casio, op . cit ., LIX , 19, 7), y lo demuestra en estos tratados (sobre todo en Ira ) a la menor ocasión, como ahora que lo describe, aunque no parece exagerar lo risible de su aspecto, que nos confirman otras fuentes (cf . Suetonio, Calígula , 50, 1-3). Séneca, sin embargo y según su doctrina, no debería ridiculizar defectos físicos, pues, aunque no constituya ofensa (cf . 16, 4), la burla no tiene justificación ninguna (cf . Sobre la ira , III , 26, 4).

77 La nobleza romana se dividía en dos clases o estamentos, el orden de los senadores (ordo senatorius) y el orden de los caballeros (ordo equester) .

78 Personaje relevante (fue cónsul ordinario en el año 46) cuya mujer, a lo que dice Séneca, fue víctima de la costumbre que tenía Calígula de escoger durante el banquete a la esposa de algún convidado, ausentarse con ella y, a su regreso, comentar sus impresiones (cf . Suetonio, Calígula , 36, 5). Movido o no por esta afrenta, cierto es que Asiático fue instigador del asesinato de Calígula, según él mismo se jactaba (cf . Tácito, Anales , XI , 1, 2).

79 Casio Quérea era un oficial de alto rango, tribuno militar (había seis por legión y la comandaban sucesivamente durante dos meses); un soldado valiente y leal (cf . su actuación en la revuelta de Germania en Tácito, Anales , I , 32, 4), pero que pidió incluso el privilegio de dar él el primer golpe de los conjurados contra el emperador y lo logró (cf . Suetonio, Calígula , 56, 2; 58, 3), irritado por las humillaciones de que le hacía objeto, dándole consignas absurdas pero malintencionadas: Venus, sobradamente conocida, o Príapo, hijo suyo y de Júpiter, el dios de la fecundidad de miembro enorme y erecto permanentemente por venganza de Juno celosa.

80 Las extravagancias de Calígula en su atavío fueron muchas (cf . Suetonio, Calígula , 52), incluyendo en ellas la variedad y uso irregular que hacía del calzado: se presentaba, por ejemplo, en público con unas hogareñas sandalias (cf . Sobre la ira , III , 18, 5).

81 Este personaje, por otra parte desconocido, debía de tenerse por íntimo de Calígula cuando lo saludó por su praenomen solo.

82 El apodo de Calígula le venía de las botas militares (caligae) que desde pequeño le fueron confeccionando a medida los soldados de su padre (cf . Tácito, Anales , I , 41; Suetonio, Calígula , 9); con razón, pues, lo llama así un veterano centurión (primipilo, esto es, el de mayor antigüedad y rango en una legión); por otra parte, aunque Calígula efectivamente usaba a las veces coturnos (el calzado de los actores trágicos, de alza exagerada), aún le duraba su vieja afición a las caligae (cf . Suetonio, loc . cit . en nota 80).

83 Sócrates fue ferozmente ridiculizado por su contemporéneo Aristófanes en la comedia Las nubes , y aparecía en las de otros comediógrafos (cf . Sobre la vida feliz , 27, 2) rivales de Aristófanes, como Amipsias y Éupolis, aunque no haya total certeza sobre cómo era tratado en ellas su personaje (cf . A. Lesky, Historia de la literatura griega , Madrid, 1976, págs. 452-453, y 462). Aún mucho más incierta es la realidad de la tradición sobre el carácter insufrible de Jantipa, esposa de Sócrates y madre de sus tres hijos, tradición plagada de anécdotas como esta que menciona Séneca (cf . P. Grimal, Sénèque . De constantia sapientes . Commentaire , París, 1953, pág. 99).

84 Filósofo discípulo primero de Gorgias, luego de Sócrates, y a su vez maestro de Diógenes, con lo que pasa por fundador o precursor de la escuela cínica.

85 Cibeles, la Gran Madre, era efectivamente una diosa importada del Asia Menor, donde se le rendía culto en ciertos lugares como el Monte Ida, en Frigia (al noroeste del Asia Menor). Esta respuesta de Antístenes está recogida por Diógenes Laercio, VI , 1.

Séneca

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