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CONSOLACIÓN A SU MADRE HELVIA

A menudo, madre excelente, he sentido el impulso de consolarte, a menudo [1 ] lo he reprimido. Muchas razones me inducían a atreverme: en primer lugar, me parecía que podría librarme del peso de todas mis contrariedades cuando, aunque no hubiera podido contener tus lágrimas, las hubiera al menos, entre tanto, enjugado; después, no dudaba que tendría más autoridad a la hora de animarte si antes me hubiera rehecho yo; además, temía que un golpe de suerte superado por mí superara a alguno de los míos. Así pues, como podía, intentaba arrastrarme, tapándome la desgarradura con la mano, para vendar vuestras heridas. En [2] cambio, había otras para retrasar mi proyecto: sabía que no debía enfrentar tu dolor mientras se desencadenara con su primera violencia, no fuera a ser que los propios consuelos lo avivaran y encendieran, pues también en la enfermedad no hay nada más perjudicial que un medicamento intempestivo; estaba por tanto a la espera de que quebrantara él mismo sus fuerzas y, una vez que el paso del tiempo lo hubiera aplacado para poder resistir los remedios, consintiera en ser palpado y sometido a tratamiento. Además, cuando ojeaba todos los tratados de los más esclarecidos ingenios, escritos con el propósito de mitigar y moderar los duelos, no encontraba ejemplo de uno que hubiera consolado a los suyos cuando él mismo era llorado por ellos; estaba así dudoso ante esta situación insólita y me daba miedo de que resultara no una consolación sino una inflamación. ¿Y cómo no, si hacían falta palabras nunca dichas y no [3] sacadas de las exhortaciones normales y corrientes, para un hombre que, por consolar a los suyos, alzaba la cabeza de su propia pira? Al contrario, es inevitable que la intensidad de todo dolor que sobrepasa el límite impida la elección de las palabras, puesto que a menudo priva incluso de la propia habla. Como pueda, lo intentaré, no por confianza en mi talento, [4] sino porque puedo ser una suerte de consuelo eficacísimo yo mismo, el que ahora consuela. A quien no le negarías nada, seguramente no le irás a negar ahora, espero, por más que toda aflicción sea persistente, tu consentimiento a que se fije por mi parte un límite a tu añoranza.

[2 ] Advierte qué grandes esperanzas me he hecho de tu complacencia: no dudo que voy a tener sobre ti más dominio que tu dolor, que es lo que tiene mayor dominio sobre los desdichados. Así pues, para no enfrentarme enseguida con él, previamente lo secundaré y lanzaré sobre él materia que lo avive: todo lo extraeré y volveré a abrir lo que ya está [2] cicatrizado. Alguien dirá: «¿Qué manera de consolar es ésta, revivir desgracias ya borradas y poner al espíritu ante la visión de todas sus tribulaciones, cuando apenas soporta la de una sola?». Pues piense ese que todo lo que es maligno hasta el punto de recrudecerse, contra los remedios las más de las veces se cura con otros contrarios. Así pues, le aplicaré todos los duelos, todos sus dolores: esto va a ser no medicar con miramientos, sino cauterizar y amputar. ¿Qué voy a conseguir? Que un espíritu vencedor de tantas desdichas se avergüence de aguantar [3] mal un solo golpe en un cuerpo tan marcado de cicatrices. 55 Así pues, que lloren largo tiempo y giman aquellos cuyos corazones melindrosos ha enervado una prolongada prosperidad y que se derrumban por la sacudida de los más ligeros contratiempos; aquellos, en cambio, cuyos años han transcurrido enteramente en medio de quebrantos, que soporten también lo más penoso con firme e inquebrantable serenidad. Una única ventaja tiene la desventura constante: a los que atormenta siempre, al final los acaba curtiendo.

[4] La suerte no te concedió ningún momento libre de los más penosos duelos, ni siquiera exceptuó el día de tu nacimiento: perdiste a tu madre en cuanto naciste, mejor dicho, mientras nacías, y fuiste en cierto modo abandonada a la vida. Creciste con una madrastra, a la que de cierto obligaste a convertirse en madre con toda la obediencia y el afecto como se pueden hallar en una hija; de todos modos, a nadie le ha dejado de salir cara una madrastra, incluso bondadosa.

A un tío materno, 56 el hombre más cariñoso, excelente y valeroso, lo perdiste cuando aguardabas su llegada; y, para que la suerte no mitigara su saña con dilaciones, a los treinta días enterraste a tu queridísimo esposo, 57 del que eras madre de tres hijos. Estando de luto te notificaron este luto, con todos tus hijos ausentes, además, como si tus desgracias se hubieran acumulado adrede para esa ocasión, a fin de que no hubiera donde pudiera recostarse tu dolor. Paso por alto tantos [5] peligros, tantos temores que soportaste cuando sin pausa arremetían contra ti; hace bien poco, en el mismo seno del que habías hecho salir a tres nietos acogiste los restos de tres nietos. 58 A los veinte días de haber enterrado tú a mi hijo, 59 muerto entre tus brazos y tus caricias, te enteraste de que te había sido arrebatado yo. Esto te faltaba aún, llevar luto por los vivos.

Este último golpe, lo reconozco, es el más duro de cuantos alguna [3 ] vez se han abatido sobre tu cuerpo: no ha desgarrado superficialmente la piel, ha atravesado el pecho y las entrañas mismas. Pero, al igual que los bisoños levemente heridos gritan sin embargo y sienten más horror de las manos de los médicos que de la espada, y en cambio los veteranos, aun traspasados de lado a lado, permiten pacientemente y sin gemidos que les limpien las heridas como si no se tratara de sus cuerpos, así debes tú ahora prestarte valerosamente al tratamiento. Los lamentos, [2] los gritos y demás con que habitualmente se alborota el dolor de las mujeres, recházalos de plano: has desaprovechado, en efecto, tus numerosas desgracias si aún no has aprendido a ser desdichada. ¿No te parece que te he tratado sin remilgos? Nada te he ocultado de tus desgracias, sino que las he puesto todas amontonadas ante ti.

Lo he hecho con un propósito ambicioso: he decidido, en efecto, [4 ] derrotar tu dolor, no confinarlo. Y lo derrotaré, creo, si en primer lugar te hago ver que no padezco nada por lo que pueda ser llamado yo desdichado, y menos aún por lo que haga desdichados también a los que me tocan de cerca; y segundo, si paso a tu caso y te demuestro que en absoluto es penosa tu suerte, que depende completamente de la mía. 60

[2] Empezaré lo primero por esto que tu amor está impaciente por oír: no me ocurre nada malo. Si puedo, te haré evidente que las circunstancias mismas que piensas que me agobian no son insoportables; y si esto es imposible de creer, al menos yo estaré satisfecho conmigo mismo, puesto que seré feliz en unas circunstancias que suelen hacer desdichados [3] a los demás. No hay razón para que te fíes de otros en lo que a mí toca: yo mismo, para que no te veas inquietada en absoluto por suposiciones infundadas, te aclaro que no soy desdichado. Añadiré, para que estés más segura, que ni siquiera puedo llegar a ser desdichado.

[5 ] Hemos sido engendrados en condiciones favorables mientras no nos apartemos de ellas. La naturaleza ha hecho que para vivir bien no haya necesidad de grandes preparativos: cada cual puede hacerse feliz a sí mismo. La importancia de las circunstancias externas es poca y tal que no tiene gran influencia en ninguno de los dos sentidos: ni las favorables encumbran al sabio ni las adversas lo abaten. En efecto, siempre se ha esforzado por depender lo más posible de sí mismo, por esperar [2] de sí mismo todas las satisfacciones. ¿Qué, pues? ¿Estoy diciendo que soy un sabio? En absoluto; pues si realmente pudiera afirmarlo, no sólo negaría ser un desdichado, sino que proclamaría que soy el más afortunado de todos y que he sido trasladado a la vecindad con el dios. En realidad, cosa que es bastante para mitigar todos los pesares, me he puesto en manos de los sabios y, no estando aún repuesto para socorrerme a mí mismo, me he refugiado en campamento ajeno, esto es, el de [3] los que sin dificultad se defienden a sí mismos y a los suyos. 61 Ellos me han aconsejado estar constantemente en pie, como haciendo de centinela, y avistar todas las intentonas de la suerte, todos los ataques, mucho antes de que arremetan. Es penosa para quienes es imprevista; fácilmente la resiste quien siempre la aguarda. Pues también la llegada del enemigo arrolla a los que ha cogido desprevenidos; en cambio, quienes se han preparado antes de la guerra para la guerra venidera, bien dispuestos y aprestados, aguantan fácilmente la primera embestida, que es la más violenta.

Nunca me fié yo de la suerte, incluso cuando parecía proponerme [4] la paz. Todas las cosas que iba acumulando tan bondadosamente sobre mí, dinero, cargos, influencia, las puse en un lugar del que pudiera ella recuperarlas sin molestarme a mí. Mantuve una gran distancia entre ellas y yo; por lo tanto, me las ha quitado, no arrancado. A nadie ha aplastado la suerte adversa sino al que engañó mostrándosele favorable. Los que se han encariñado con los regalos de ella como suyos para siempre, [5] los que por ellos han querido ser admirados, quedan postrados y afligidos cuando los engañosos y tornadizos deleites dejan plantados a sus espíritus frívolos e infantiles, por completo desconocedores del placer estable; en cambio, el que no se ha inflado en circunstancias prósperas tampoco se encoge cuando cambian. Frente a ambas situaciones mantiene incólume su espíritu, de entereza ya puesta a prueba, pues en la ventura misma ha aprendido qué poder tenía contra la desventura. [6] Así pues, yo consideré siempre que en aquellas cosas que todos desean no hay ningún verdadero bien, las hallé entonces hueras y maquilladas con afeites aparentes y engañosos, sin tener en su interior nada que correspondiera a su aspecto; ahora, en las que llaman desgracias no hallo nada tan terrible y riguroso como presagiaba la opinión de la gente. La palabra misma, sin duda, en virtud de una cierta convicción y acuerdo ya suena a nuestros oídos bastante desagradable y al oírla nos golpea como algo funesto y abominable: así lo dictamina el pueblo, pero las sentencias del pueblo en gran parte las derogan los sabios.

Dejando a un lado, entonces, el juicio de la mayoría, a la que arrastra [6 ] la apariencia externa de las cosas, como quiera que la consideren, veamos qué es el destierro. Por supuesto, un cambio de lugar. Que no parezca que le resto importancia y escamoteo lo que contiene de malo: a este cambio de lugar le sigue una serie de contrariedades: la pobreza, la deshonra, el menosprecio. Contra éstas argumentaré más tarde; por el momento quiero considerar primero qué amarguras aporta el cambio de lugar en sí mismo.

«Estar lejos de la patria es intolerable.» Pues bien, contempla esta [2] aglomeración para la que apenas bastan las casas de una ciudad inmensa: la mayor parte de esa muchedumbre está lejos de su patria. Han acudido en masa desde sus municipios y colonias, del orbe entero, en suma. A unos les ha empujado la ambición, a otros las exigencias de una misión oficial, a otros la encomienda de alguna embajada, a otros el desenfreno, que busca un lugar conveniente y copioso en vicios, a otros la afición a los estudios liberales, a otros los espectáculos; a algunos les ha atraído la amistad, a otros el ingenio, que encontró amplio campo para mostrar sus cualidades; algunos han traído una belleza en [3] venta, otros una elocuencia en venta. Ninguna clase de hombres deja de acudir a una ciudad que concede gran valor tanto a sus virtudes como a sus vicios. Haz llamar a todos ésos por su nombre y pregunta de qué tierra es cada uno: verás que son mayoría los que, tras abandonar su país, han venido a la ciudad más grande y hermosa, ciertamente, [4] pero no suya. Después márchate de esta urbe que casi puede decirse perteneciente a todos, recorre todas las ciudades: ninguna deja de tener una gran proporción de gente forastera. No te detengas en aquellas cuya amena situación y favorable entorno seducen a los demás; examina los parajes desiertos y las islas inhóspitas, Escíato y Serifo, Gíaro y Cosura: 62 no hallarás ningún destierro en el que no viva alguien por propio deseo. ¿Qué se puede hallar tan desnudo, tan escarpado [5] por todas partes como esta roca? ¿Qué más yermo en cuanto a los recursos? ¿Qué más agreste en cuanto a los hombres? ¿Qué más horrible en cuanto a la situación misma? ¿Qué más extremado en cuanto al clima? 63 Y sin embargo hay aquí más forasteros que naturales del país. Luego el cambio de lugares no es en sí penoso, hasta el punto de que incluso este lugar ha separado a algunos de su patria. [6] Encuentro autores que afirman que hay en nuestro espíritu un cierto prurito natural por cambiar la residencia y trasladar el domicilio; en efecto, al hombre le ha sido dada una mente vivaz e incansable: en ningún lado se detiene, se dispersa y desparrama sus pensamientos sobre todo lo conocido y lo desconocido, errática, renuente al descanso y [7] satisfecha con las novedades. De lo cual no te extrañarás si tienes en cuenta su origen primero: no está formada de una sustancia terrena y pesada, proviene del espíritu celeste; ahora bien, la naturaleza de los fenómenos celestes siempre está en movimiento, huye y se precipita en velocísima carrera. Contempla los astros que iluminan el firmamento: ninguno de ellos está inmóvil. 〈El sol〉 se desliza constantemente y cambia un lugar por otro y, aunque gira junto con el universo, se mueve no obstante en dirección contraria al propio firmamento, 64 discurre por todas las partes de los signos, nunca se para: son permanentes su avance y su andar de acá para allá. Todos están siempre girando y [8] trasladándose tal como dispusieron la ley y la exigencia de la naturaleza, se dirigen de acá para allá; cuando hayan completado sus órbitas durante un determinado número de años se irán de nuevo por donde habían venido. Ve ahora tú y piensa que el espíritu humano, formado con los mismos elementos de que está constituido lo divino, lleva a mal el traslado y la mudanza, siendo así que la naturaleza divina se complace o incluso se sustenta en un cambio constante y apresurado.

Pues bien, pasa ahora de lo celeste a lo humano: verás que pueblos [7 ] y naciones en masa han cambiado su lugar de residencia. ¿Qué significan en medio de países bárbaros las ciudades griegas? ¿Y entre indios y persas la lengua macedónica? 65 La Escitia y toda aquella extensión de pueblos salvajes e ingobernables ostentan poblaciones aqueas establecidas en las costas del Ponto: 66 ni la crudeza de un invierno permanente, ni el temperamento de sus hombres, temible al igual que su clima, los detuvieron a la hora de trasladar sus casas. En Asia hay una [2] multitud de atenienses; 67 Mileto ha diseminado por todas partes población suficiente para setenta y cinco ciudades; todo el flanco de Italia que baña el mar Inferior fue la Magna Grecia. 68 Asia reclama como suyos a los etruscos; 69 los tirios habitan África, Hispania los cartagineses; 70 los griegos se introdujeron en la Galia, en Grecia los [3] galos; 71 los Pirineos no impidieron el paso de los germanos. 72 Por parajes inaccesibles y desconocidos se ha desenvuelto la movilidad de los hombres. Arrastraron consigo a sus hijos y mujeres y a sus padres impedidos por la vejez. Unos, tras verse zarandeados en un largo errabundeo, no escogieron el lugar con buen criterio, sino que ocuparon el más cercano, a causa del cansancio; otros se ganaron con las armas el derecho sobre la tierra ajena; a algunos pueblos se los tragó el mar cuando se dirigían a tierras desconocidas, otros se asentaron allí donde los [4] arrojó la más completa penuria. Y la razón de abandonar su patria y buscar otra no fue la misma para todos: a unos la destrucción de sus ciudades los empujó, escapando de las armas enemigas, a los dominios de otros, al verse despojados de los suyos; a otros los alejó una revuelta civil; a otros la excesiva aglomeración de gente sobrante los obligó a marcharse a fin de disminuir la población; a otros los expulsaron las epidemias o unos agrietamientos frecuentes de la tierra o algún defecto insoportable de un suelo estéril; a algunos los sedujo la fama de una [5] región feraz y exageradamente alabada. Distintas razones hicieron salir de su patria a unos y a otros: en todo caso, es evidente que nada ha permanecido en el mismo lugar en que fue engendrado. El ir y venir del género humano es constante; algo se muda cada día en un mundo tan vasto: se echan nuevos cimientos de ciudades, surgen nuevos nombres de pueblos en tanto que los anteriores han desaparecido o se han anexionado a otro más poderoso. Ahora bien, todas estas emigraciones [6] de pueblos ¿qué otra cosa son sino destierros en masa? ¿A qué hacerte dar tantos rodeos? ¿Qué interés tiene enumerar a Anténor, fundador de Padua, 73 y a Evandro, que emplazó a orillas del Tíber el reino de los árcades? 74 ¿A Diomedes y a los demás, vencidos lo mismo que vencedores, a quienes la guerra de Troya dispersó por tierras de otros? 75 El [7] imperio romano, es bien sabido, contempla como su fundador a un desterrado a quien, fugitivo de su patria sometida, llevando consigo unos pocos despojos, la necesidad y el miedo al vencedor trajeron hasta Italia, en su busca de tierras lejanas. Este pueblo, después, ¡cuántas colonias ha enviado a cada provincia! Dondequiera que el romano ha vencido, allí reside. Daban sus nombres de buen grado para estos cambios de lugar y el anciano abandonaba sus altares y seguía a los colonos allende el mar.

Realmente el asunto no requiere enumerar más casos: añadiré uno, [8] sin embargo, que tengo bien a la vista: esta isla misma ya ha cambiado a menudo de habitantes. Pasando por alto los hechos más antiguos que el paso del tiempo ha velado, los griegos que ahora habitan Marsella, tras abandonar la Fócide, 76 se asentaron primero en esta isla; no está claro qué los ahuyentó de ella, si el rigor del clima o la proximidad de la prepotente Italia o la naturaleza de un mar sin puertos; pues es evidente que no contó entre los motivos la fiereza de los habitantes, porque entonces precisamente se mezclaron con los feroces y toscos pueblos de la Galia. Después pasaron a ella los ligures, pasaron también los [9] hispanos, lo que es evidente por la semejanza de las costumbres: tienen los mismos tocados y el mismo tipo de calzado que los cántabros, incluso algunas palabras, pues en conjunto su lengua, por el trato con griegos y ligures, se ha alejado de la materna. Después fueron traídas dos colonias de ciudadanos romanos, una por Mario y la otra por Sila: 77 ¡tantas veces ha cambiado la población de esta roca yerma y erizada de [10] espinas! En suma, apenas encontrarás una tierra que todavía la habiten los nativos; todo está revuelto y mezclado. El uno ha sustituido al otro: éste ha deseado lo que a aquél aburrió; aquél ha sido arrojado de donde él había expulsado a otro. Así plugo al hado, que no se mantenga siempre en el mismo lugar la suerte de cosa alguna.

[8 ] Contra el cambio de lugares en sí, excluyendo las demás contrariedades que son inherentes al destierro, Varrón, el más erudito de los romanos, 78 cree que es suficiente este remedio: dondequiera que vamos hemos de disfrutar de una misma naturaleza; Marco Bruto 79 cree suficiente que les sea posible a quienes van al destierro llevarse consigo [2] sus virtudes. Incluso si estos argumentos por separado los juzga alguien poco eficaces para consolar al desterrado, reconocerá que ambos en unión tienen mucha más fuerza. ¡Qué poquito es, en efecto, lo que hemos perdido! Las dos cosas que son las más excelentes nos seguirán adondequiera que nos traslademos: la naturaleza universal y la virtud [3] particular. Así, puedes creerme, quedó determinado por quienquiera que haya sido el configurador del universo, bien sea él un dios omnipotente, bien una inteligencia incorpórea creadora de obras inmensas, bien un soplo esparcido por todo lo más grande y lo más pequeño con igual intensidad, bien el hado y la invariable sucesión de causas vinculadas unas con otras; 80 así, digo, quedó determinado que no cayera bajo el dominio de otro sino lo más prescindible. Todo lo mejor que [4] hay para el hombre está más allá del poder humano: no se puede dar ni quitar. Este mundo, mayor y mejor provisto que ninguna otra cosa creada por la naturaleza, y el espíritu, espectador y admirador del mundo del que es la parte más espléndida, son propiedad nuestra perpetua y van a durar con nosotros tanto tiempo como nosotros duremos. Así pues, dirijámonos con paso firme adondequiera que las circunstancias [5] nos lleven, alegres y confiados, recorramos las tierras que sean; dentro del mundo no se 〈puede〉 encontrar ningún destierro 〈pues nada de lo que〉 está 〈dentro del mundo〉 es ajeno al hombre. 81 Desde cualquier sitio la mirada se alza al cielo a igual distancia, por intervalos similares todo lo divino está separado de todo lo humano. [6] Por consiguiente, mientras mis ojos no se vean apartados del espectáculo que nunca les cansa, mientras me sea posible contemplar el sol y la luna, seguir con la vista los demás astros, investigar sus ortos y ocasos, los intervalos y los motivos de que se muevan más rápido o más despacio, observar tantas estrellas que resplandecen por la noche, unas fijas y otras que se alejan no mucho trecho sino que describen círculos sobre sus propias huellas, algunas que estallan de repente, otras que deslumbran la vista con el fuego que esparcen, como si estuvieran cayendo o que pasan volando largo trecho con su potente luz; mientras esto me acompañe y, en la medida en que le está permitido al hombre, me entremezcle con los fenómenos celestes, mientras tenga siempre mi espíritu en lo más alto propenso a la observación de cosas que le son afines, 82 ¿qué me importa el suelo que pise?

«Pero esta tierra no es rica en árboles frutales o frondosos, no está [9 ] regada por cauces de ríos grandes ni navegables; no produce nada que deseen otras gentes, apenas bastante fértil para el mantenimiento de los que la habitan; aquí no se extrae el valioso mármol, no se explotan filones de oro ni de plata.» Es mezquino el espíritu al que gustan las [2] cosas terrenas: hay que guiarlo hacia aquellas que en todas partes se muestran igual, en todas partes resplandecen igual. Y hay que pensar que las primeras estorban los bienes verdaderos, mediante falsedades y creencias sin fundamento. Cuanto más largas dispongan sus galerías cubiertas, cuanto más arriba levanten sus torres, cuanto más ampliamente agranden sus fincas, cuanto más hondo excaven sus subterráneos para el verano, cuanto más grande sea la carga con que eleven los [3] tejados de sus cenadores, tanto más será lo que les oculte el cielo. El azar te ha arrojado a una región en la que una cabaña es el más suntuoso cobijo: en verdad que eres de espíritu menguado y que mezquinamente se consuela si lo soportas valerosamente sólo porque conoces la cabaña de Rómulo. 83 Di más bien así: «¿No es cierto que esta humilde choza da acogida a la virtud? Entonces será más bella que cualquier templo cuando en ella se haga ver la justicia, la moderación, la prudencia, la piedad, el buen sentido para distribuir con equidad los quehaceres, el conocimiento de lo humano y lo divino. No es estrecho ningún lugar en que cabe este tropel de virtudes tan grandes, no es penoso ningún destierro al que es posible ir con esta compañía».

[4] Bruto, en el libro que escribió sobre la virtud, 84 cuenta que vio a Marcelo 85 desterrado en Mitilene y, al menos en la medida en que a los hombres se lo permite su naturaleza, viviendo con la mayor felicidad y nunca más aficionado a las buenas artes que en aquella época. Y así añade que más le pareció marchar al destierro él, que iba a regresar sin [5] el otro, que dejar a éste en el destierro. ¡Marcelo, más afortunado en la época en que su destierro pareció bien a Bruto que cuando a la República su consulado! ¡Qué grande fue el hombre que hizo que alguien se considerara desterrado porque se alejaba de un desterrado! ¡Qué gran hombre, el que causó la admiración de un personaje admirable [6] incluso para su Catón! 86 El mismo Bruto cuenta que Gayo César pasó de largo por Mitilene porque no aguantaba ver caído en desgracia a ese hombre. Es verdad que con peticiones oficiales el Senado le consiguió el permiso para regresar, tan inquieto y afligido que aquel día todos parecían tener los sentimientos de Bruto, y pedir no por Marcelo sino por ellos mismos, no fueran a estar desterrados si estaban sin él; pero logró mucho más el día en que Bruto no pudo dejarlo como desterrado ni César verlo. En efecto, se ganó el testimonio de ambos: a Bruto le dolió regresar sin él, a César le avergonzó. ¿Dudas acaso que aquel [7] hombre excelente, para sobrellevar pacientemente el destierro, se haya dado ánimos así a menudo?: «Que estés lejos de la patria no es ninguna desdicha. Estás tan impregnado de estudios filosóficos que sabes que el sabio tiene su patria en cualquier lugar. Y además, este que te ha expulsado ¿no estuvo él mismo lejos de la patria durante diez años seguidos? 87 Para acrecentar el imperio, sin duda, pero lo cierto es que estuvo lejos. Ve ahora cómo se lo lleva África llena de amenazas por la [8] guerra que resurge, se lo lleva Hispania, que está restaurando el partido quebrantado y maltratado, se lo lleva el desleal Egipto, 88 el mundo entero, en fin, que está atento a la oportunidad ofrecida por la convulsión del imperio. ¿A qué problema hará frente primero? ¿A qué partido se opondrá? Por todas las tierras lo arrastrarán sus victorias. A él, que lo ensalcen y veneren las naciones: tú vive contento con la admiración de Bruto».

Marcelo, entonces, soportó bien su destierro y nada cambió en su [10 ] espíritu el cambio de lugar, por más que lo siguiera la pobreza. Que en ésta no hay nada malo lo entiende cualquiera que no haya dado aún en la locura de la avaricia y el lujo, que todo lo vuelven del revés. ¡Qué poco es, en efecto, lo que es necesario para el mantenimiento del hombre! ¿Y a quién le puede faltar eso siempre que tenga alguna virtud? En lo que a mí respecta, concretamente, entiendo que no he [2] perdido riquezas sino preocupaciones. Las exigencias del cuerpo son reducidas: quiere mantener lejos el frío y calmar con alimentos el hambre y la sed; lo que se desea de más es trabajo para los vicios, no para las necesidades. No es preciso escudriñar entero el abismo ni abrumar el estómago con una matanza de animales, ni desenterrar ostras en una playa desconocida del último mar. ¡Que dioses y diosas destruyan a esos cuyos lujos traspasan las fronteras de un imperio tan [3] envidiado! Más allá del Fasis 89 quieren que se cace para proveer su pretenciosa cocina y no les avergüenza obtener aves de los partos, de quienes aún no hemos tenido venganza. 90 De todas partes acarrean cualquier cosa para su glotonería, que aborrece las ya conocidas; lo que su estómago, estropeado por las exquisiteces, apenas admite, se les trae desde el confin del océano; vomitan para comer, comen para vomitar, y ni siquiera se dignan digerir los manjares que buscan por todo el mundo. Si uno desprecia estas cosas, ¿en qué le perjudica la pobreza? Y si uno las desea, también le es provechosa la pobreza, pues, a pesar suyo, recobra la salud y, aunque ni siquiera por obligación acepta los remedios, ciertamente entre tanto, mientras no puede quererlas, es semejante al que no las quiere.

[4] Gayo César, 91 a quien me parece que la naturaleza engendró para mostrar de qué eran capaces unos vicios extremados en medio de una suerte extremada, se cenó diez millones de sestercios en un solo día y aunque en ello se vio ayudado por la imaginación de todos, a duras penas encontró la manera de transformar en una sola cena el tributo de [5] tres provincias. ¡Qué dignos de lástima aquellos cuyo apetito no se estimula más que ante costosos manjares! Además, no los hace costosos un sabor exquisito o algún otro atractivo para el paladar, sino la escasez y la dificultad para conseguirlos. Por otra parte, si deciden recobrar su sano juicio, ¿qué necesidad hay de tantos recursos al servicio del estómago, de tanto comercio, de asolar los bosques, de escudriñar el abismo? Por todas partes están los alimentos que la naturaleza dispuso en cualquier lugar; pero los pasan por alto, como ciegos, y recorren todos los países, atraviesan los mares y, aunque pueden aplacar su hambre con [6] escaso gasto, la excitan con mucho. Dan ganas de decirles: «¿Por qué fletáis barcos? ¿Por qué armáis vuestras manos contra las bestias y con tra los hombres también? ¿Por qué corréis de un lado a otro con tanta agitación? ¿Por qué acumuláis riquezas sobre riquezas? ¿No queréis pensar qué pequeños son vuestros cuerpos? ¿No es locura y extravío mental insuperable desear mucho cuando abarca uno tan poco? Así pues, por más que acrecentéis vuestros patrimonios y extendáis vuestras posesiones, nunca ensancharéis vuestros cuerpos. Cuando os hayan ido bien los negocios y las campañas militares os hayan procurado mucho, cuando se hayan amontonado los manjares rastreados por todas partes, no tendréis donde almacenar vuestras provisiones. ¿Por qué acaparáis tantas cosas? Está claro que nuestros antepasados, cuyo valor sustenta [7] aún ahora nuestros vicios, eran unos desventurados que se procuraban el alimento con sus propias manos, que tenían la tierra por lecho, cuyas casas aún no refulgían con el oro, cuyos templos aún no resplandecían con las piedras preciosas; pues entonces se prestaba piadosamente juramento por unos dioses de arcilla: pero quienes los habían invocado, con tal de no defraudarles, volvían a enfrentarse al enemigo dispuestos a morir. 92 Está claro que nuestro dictador, 93 que atendió a los legados samnitas [8] mientras daba vueltas en el fuego a su humildísima comida con su propia mano, aquella con la que ya había golpeado a menudo al enemigo y había restituido la corona de laurel en el regazo de Júpiter Capitolino, vivía menos feliz que vivió en nuestra época Apicio, 94 quien en la ciudad de la que una vez se ordenó salir a los filósofos como corruptores de la juventud, envenenó, dedicándose al arte culinario, a su generación con su ciencia. Vale la pena conocer su final. Cuando había dilapidado [9] en su cocina cien millones de sestercios, cuando había engullido tantas donaciones de príncipes y las inmensas rentas del Capitolio en sucesivos festines, abrumado por las deudas revisó entonces por primera vez sus cuentas, pues se vio obligado; calculó que le quedarían diez millones de sestercios y, como si fuera a vivir con la más extrema estrechez si vivía [10] con diez millones de sestercios, puso fin a su vida con veneno. ¡Cuánta ansia de lujo poseía a ese al que parecieron una miseria diez millones de sestercios! Ahora ve y piensa que lo que hace al caso es la moderación en el dinero, no en el deseo. Uno ha habido que se espantó ante diez millones de sestercios y lo que otros buscan con vehemencia él lo rehuyó con veneno. No obstante, para aquel hombre de mente tan depravada su última bebida fue la más saludable: entonces sí que comía y bebía venenos, cuando no sólo disfrutaba sino que presumía de sus desaforados banquetes, cuando hacía ostentación de sus vicios, cuando atraía a los ciudadanos a sus excesos, cuando incitaba a los jóvenes, maleables [11] por sí mismos aun sin malos ejemplos, a imitarlo. Cosas así suceden a los que no ajustan sus riquezas a la razón, cuyos límites son precisos, sino a una conducta licenciosa, cuyo capricho es inmenso e incontenible. Para la codicia nada es bastante, para la naturaleza incluso un poco es bastante. Luego la pobreza no acarrea ninguna contrariedad a los desterrados: en efecto, ningún destierro es tan mísero que no sea fértil de sobra para alimentar a un hombre.

[11 ] «De todos modos el desterrado tiene que echar de menos sus vestidos y su casa.» Esto también lo echará de menos sólo para su uso: no le faltarán ni un techo ni con qué cubrirse, pues el cuerpo se protege con tan poco como se alimenta; la naturaleza no le hizo complicado al hombre nada de lo que le iba haciendo necesario. Pero echa de menos [2] la púrpura impregnada de abundante múrice, 95 bordada en oro y adornada con colores y artificios variados: ése no es pobre por culpa de la suerte, sino por la suya propia. Incluso si le devuelves lo que ha perdido, no conseguirás nada, pues cuando esté rehabilitado le faltarán de [3] sus deseos más cosas que cuando desterrado de sus posesiones. Pero echa de menos la vajilla resplandeciente de vasos de oro y la plata ennoblecida por los nombres antiguos de sus artífices, el bronce valioso por la extravagancia de unos cuantos 96 y el tropel de esclavos capaz de hacer estrecha la casa por amplia que sea, los animales de tiro ya ahítos y obligados a engordar, y los mármoles de todas partes: por más que estas cosas se acumulen, nunca saciarán su insaciable deseo, al igual que ningún líquido bastará para satisfacer a uno cuya necesidad no proviene de la falta sino del ardor de sus entrañas abrasadas: pues no es eso sed sino enfermedad. Y esto no sucede sólo con el dinero o los [4] alimentos; la misma condición hay en toda necesidad que no nace simplemente de la falta sino del vicio: lo que acumules para ella no supondrá el fin de su avidez sino un paso más. Así pues, quien se mantiene dentro de los límites naturales no notará la pobreza; a quien sobrepasa los límites naturales lo perseguirá la pobreza en medio incluso de la opulencia más absoluta. Para lo necesario hasta los destierros bastan, para lo superfluo ni tan siquiera los reinos. El espíritu es el que nos [5] hace ricos: él nos sigue a los destierros y en la más rigurosa soledad, en cuanto encuentra lo suficiente para sustentar el cuerpo, disfruta en abundancia de sus propios bienes: el dinero no toca en nada al espíritu, no más que a los dioses inmortales. Todo esto que ensalzan los temperamentos [6] toscos y excesivamente apegados a sus cuerpos, los mármoles, el oro, la plata y los tableros de mesa grandes y bruñidos, 97 son lastres terrenales que un espíritu íntegro y consciente de su condición no puede estimar, él que es ligero y despejado y, cuando quiera que se vea libre, dispuesto a elevarse a lo más alto; entre tanto, en la medida en que le es posible a través del obstáculo de los miembros y de esta pesada carga que lo rodea, recorre las regiones divinas con el pensamiento veloz y alado. Por esto nunca puede padecer destierro, libre [7] como es y pariente de los dioses, comparable al universo entero y a la eternidad. En efecto, su pensamiento vaga por todo el cielo, se proyecta a cualquier tiempo pasado y por venir. Este pobre cuerpo, guardia y cadena del espíritu, se ve zarandeado aquí y allí; en él se ensañan las torturas, los pillajes, las enfermedades; el espíritu es ciertamente inviolable, eterno y no se le puede poner encima la mano.

Porque no creas que, a fin de rebajar las contrariedades de la pobreza, [12 ] que nadie siente como penosa sino quien así la considera, me valgo sólo de enseñanzas de los sabios, fíjate primero en cuánto mayor es la proporción de pobres a los que en absoluto notarás más apenados ni más preocupados que los ricos; es más, no sé si están tanto más felices [2] cuanto en menos cosas se distrae su espíritu. Pasemos a los pudientes: ¡qué numerosas son las ocasiones en que son semejantes a los pobres! El equipaje de los que se ponen en camino se ha restrigindo y siempre que la urgencia del viaje exige premura se renuncia al tropel de acompañantes. Los que están en el ejército ¿qué parte de sus bienes llevan [3] consigo, cuando la disciplina militar excluye todo lo superfluo? Y no sólo las condiciones del momento o las estrecheces del lugar los igualan a los pobres: eligen algunos días, cuando ya les ha atrapado el hastío de las riquezas, para comer en el suelo y usar platos de arcilla, rechazando el oro y la plata. ¡Insensatos! Eso que de vez en cuando desean lo temen siempre. ¡Oh, qué ofuscación de las mentes, qué ignorancia de la verdad 〈ciega a quienes〉 atormenta 〈el miedo a una pobreza〉 que simulan [4] por gusto! Por mi parte, siempre que me vuelvo a mirar los ejemplos del pasado, me avergüenza emplear consuelos para la pobreza puesto que el lujo de estos tiempos ha degenerado hasta tal punto que el dinero para el viaje de los desterrados es superior al patrimonio de los próceres de antaño. Es bien sabido que Homero tuvo un esclavo, Platón tres, ninguno Zenón, con quien comenzó la doctrina austera y viril de los estoicos. ¿Podrá alguien entonces afirmar que vivieron miserablemente [5] sin que por ello él parezca a todos el más miserable? Menenio Agripa, 98 que fue mediador en la reconciliación oficial entre los patricios y la plebe, fue enterrado gracias al dinero reunido en colecta. Atilio Régulo, 99 cuando estaba desbaratando a los cartagineses en África, escribió al Senado que su jornalero se había marchado y abandonado su finca: el Senado decretó que fuera cultivada a expensas del Estado, mientras Régulo estuviera ausente. ¿Tan gravoso le fue carecer de un esclavo, como [6] para que el pueblo romano fuera su aparcero? Las hijas de Escipión 100 recibieron su dote del erario, porque su padre no les había dejado nada: era justo, por Hércules, que el pueblo romano pagara una vez tributo a Escipión, puesto que tantas otras se lo exigía a Cartago. ¡Dichosos los maridos de las muchachas para quienes el pueblo romano hizo las veces de suegro! ¿Consideras más felices a esos cuyas hijas, actrices de pantomima, 101 se casan con un millón de sestercios, que a Escipión, cuyas hijas recibieron del Senado, su tutor, un as libral 102 en dote? ¿Puede alguien menospreciar la pobreza, de la que hay precedentes tan notorios? ¿Puede el desterrado [7] irritarse porque le falta algo, cuando a Escipión le faltó la dote, a Régulo el jornalero, a Menenio el funeral, cuando a todos ellos les fue compensado lo que les faltaba con mayor honra precisamente porque les había faltado? Con estos abogados, pues, la pobreza no sólo resulta segura sino también beneficiosa.

Se puede replicar: «¿Por qué hábilmente separas estos hechos que [13 ] de uno en uno se pueden soportar, pero juntos no? El cambio de lugar es tolerable si sólo cambias el lugar; la pobreza es tolerable si no la acompaña la deshonra, que aun por sí sola suele agobiar al espíritu». [2] Contra éste, quien sea que venga a atemorizarme acumulando desgracias, habrá que emplear estas palabras: «Si para enfrentarte a una parte cualquiera de tu suerte tienes fortaleza suficiente, lo mismo te sucederá con todas. Una vez que el valor ha fortalecido el espíritu, lo hace invulnerable por todos lados. Si te ha abandonado la codicia, la plaga más violenta del género humano, la ambición no te supondrá un obstáculo; si contemplas tu día último no como un castigo sino como una ley natural, en tu corazón, del que habrás expulsado el miedo a la muerte, no osará entrar ningún otro temor; si piensas que el apetito [3] sexual le ha sido dado al hombre no para su placer sino para propagar la especie, como no te habrá corrompido esta oculta perdición clavada en las entrañas mismas, cualquier otro deseo pasará por tu lado sin tocarte. La razón derriba los vicios no uno a uno, sino todos al mismo tiempo: de un golpe se obtiene la victoria sobre el conjunto». 103 ¿Crees [4] tú que la deshonra puede inquietar a un sabio que todo lo ha fundado en sí mismo, que se ha alejado de las opiniones del pueblo? Peor incluso que la deshonra es una muerte deshonrosa: Sócrates, sin embargo, con el mismo rostro con que en otras ocasiones había puesto en su sitio él solo a los treinta tiranos, 104 entró en la cárcel, para redimir de la deshonra al lugar mismo, pues no podía parecer cárcel aquel en que estaba [5] Sócrates. ¿Quién hay hasta tal punto ciego para discernir la verdad que crea que fue una deshonra la doble derrota de Marco Catón en sus aspiraciones a la pretura y al consulado? 105 Deshonra fue la de la pretura [6] y el consulado, que ganaban honor gracias a Catón. Nadie es menospreciado por otro si antes no se ha menospreciado él mismo. Bajo y vil es el espíritu vulnerable a esta afrenta; por el contrario, el que se levanta contra los más crueles infortunios y abate las desgracias que aplastan a otros, lleva sus pesares como distintivos, ya que estamos hechos de tal manera que nada provoca en nosotros una admiración tan [7] viva como un hombre valerosamente desdichado. En Atenas era conducido Aristides 106 al suplicio: todos cuantos le salían al paso bajaban los ojos y se lamentaban como si se castigara no a un hombre justo sino a la justicia misma. Uno hubo, sin embargo, que fue capaz de escupirle en la cara. Podía incomodarse porque sabía que nadie de boca pura se atrevería a eso; en cambio, él se limpió la cara y con una sonrisa le dijo al magistrado que lo acompañaba: «Advierte a ese que no vuelva a bostezar con tanto descaro». Eso sí que fue hacer afrenta a la afrenta [8] misma. Sé que algunos afirman que nada hay más penoso que el menosprecio, que les parece preferible la muerte. A éstos replicaré yo que también muchas veces el destierro está del todo desprovisto de desprecio: si un hombre grande ha caído, grande yace por tierra, no es él menospreciado más de lo que son pisoteadas las ruinas de los edificios sagrados que la gente piadosa venera igual que si estuvieran en pie.

[14 ] Como por mi parte no tienes nada, madre queridísima, que te arrastre a un llanto sin fin, se deduce que te incitan tus motivos. Ahora bien, son dos: pues o bien te trastorna el hecho de que pareces haber perdido un amparo o bien el hecho de que no sabes soportar en sí misma la propia nostalgia.

La primera posibilidad la he de tratar muy por encima, pues conozco [2] tu carácter, que no aprecia en los suyos otra cosa más que a ellos mismos. Allá se las compongan las madres que abusan de la capacidad de sus vástagos con femenina incapacidad, que, como a las mujeres no les es posible ejercer cargos públicos, son ambiciosas por medio de ellos, que consumen e incluso tratan de heredar los patrimonios de sus hijos, que agotan su elocuencia alquilándola a otros. Tú has gozado [3] muchísimo con los bienes de tus vástagos, te has beneficiado poquísimo; tú siempre has impuesto un límite a nuestra generosidad, cuando a la tuya no se lo imponías; tú, hija de familia, 107 has contribuido de buena gana a enriquecer a tus hijos; tú has administrado de tal manera nuestros patrimonios que te afanabas en ellos como tuyos, te abstenías de ellos como ajenos; tú te has escatimado nuestra influencia, como si manejaras bienes ajenos, y de nuestros cargos no te ha correspondido nada más que satisfacciones y gastos. 108 Nunca tu cariño ha mirado por tu provecho; así pues, no puedes echar de menos en el hijo que te han arrebatado aquello que nunca creíste que te correspondiera cuando estaba indemne.

Toda mi consolación debo dirigirla allí donde nace la verdadera [15 ] violencia del dolor de una madre: «Entonces me veo apartada de los brazos de mi amadísimo hijo. No puedo disfrutar de su presencia, de su conversación. ¿Dónde está aquel a cuya vista relajé mi apenado rostro, a quien confié todas mis inquietudes? ¿Dónde sus charlas de las que nunca me cansaba? ¿Dónde sus estudios en los que yo participaba más gustosamente que cualquier mujer, más íntimamente que cualquier madre? ¿Dónde aquellos encuentros? ¿Dónde su alegría siempre infantil en cuanto veía a su madre?». Añades a esto los lugares [2] mismos de una convivencia llena de momentos jubilosos y, forzosamente, las huellas de un trato reciente, tan eficaces a la hora de atormentar los espíritus. Pues también esto tramó contra ti cruelmente la suerte: quiso que te marcharas sólo dos días antes de caer yo golpeado, tranquila y sin temerte nada semejante. Bien nos había separado la lejanía [3] de los lugares, bien te había preparado para esta desgracia la ausencia de unos cuantos años: regresaste no a obtener satisfacciones de tu hijo, sino a perder tu costumbre de echarlo de menos. Si te hubieras ausentado mucho antes, lo habrías soportado con más entereza, pues el tiempo transcurrido habría debilitado tu nostalgia; si no te hubieras ido, habrías logrado tu recompensa postrera de ver a tu hijo dos días más: de hecho, el cruel hado lo combinó de manera que ni pudieras [4] presenciar mi suerte ni habituarte a mi ausencia. Pero cuanto más angustiosas son estas circunstancias, tanto más debes apelar al valor y combatir con más denuedo, como contra un enemigo conocido y ya derrotado a menudo. Esta sangre no mana de tu cuerpo ileso: has sido herida entre las cicatrices mismas.

[16 ] No hay razón para que utilices el pretexto de tu condición femenina, a la que prácticamente se ha concedido un derecho a las lágrimas sin moderación, pero no sin límite; y por esto nuestros antepasados concedieron un plazo de diez meses a las que lloraban a sus maridos, 109 a fin de transigir con la tenacidad de la aflicción femenina mediante una disposición legal. No prohibieron los lutos sino que les pusieron un término; pues sentir un dolor interminable por haber perdido a alguien de los más queridos es necia ternura, y ninguno, inhumana dureza; el equilibrio ideal entre el cariño y la razón es sentir y a la vez [2] contener la añoranza. No hay razón para que te fijes en algunas mujeres a cuya pena, que habían asumido para siempre, puso término la muerte (tú conoces a algunas que no se quitaron nunca el luto que se habían impuesto al perder a sus hijos); a ti te exige más tu vida más esforzada desde el principio: un pretexto femenino no puede corresponder [3] a la que ha estado apartada de todos los defectos femeninos. No te llevó a sumarte a la mayoría la más grave desgracia del siglo, la desvergüenza; no te doblegaron las piedras preciosas ni las perlas; no te deslumbraron las riquezas como el mayor bien del género humano; no te torció, educada como fuiste en una familia tradicional y estricta, la imitación de los peores, peligrosa también para las personas decentes; nunca te avergonzaste de tu fecundidad, como si te reprochara tu edad; nunca, a la manera de otras cuya reputación procede sólo de su belleza, disimulaste tu vientre hinchado como si fuera una carga indecorosa [4] ni destruiste en tus entrañas las esperanzas concebidas de hijos; 110 no te manchaste la cara con afeites ni coqueterías; nunca te gustó un vestido que no descubriera nada nuevo al quitárselo: el único ornato, la belleza más hermosa e independiente de una edad concreta, el mayor atractivo, te pareció que era el pudor. Así pues, para ganarte [5] tu derecho al dolor no puedes alegar tu condición femenina, de la que tus méritos te han alejado: debes mantenerte tan apartada de las lágrimas femeninas como de sus demás defectos. Y ni siquiera las mujeres dejarán que te consumas en tu herida, sino que te aconsejarán recobrarte rápidamente, una vez que hayas cumplido con una aflicción breve e inevitable: basta con que te propongas fijarte en las mujeres a las que su probado mérito situó entre los grandes varones. A Cornelia 111 [6] la suerte le había reducido sus hijos de doce a dos. Si quieres contar los funerales de Cornelia, había perdido diez; si valorarlos, había perdido a los Gracos. Sin embargo, a los que lloraban a su alrededor y maldecían de su destino les prohibió que acusaran a una suerte que le había dado como hijos a los Gracos. De tal mujer tuvo que nacer uno capaz de decir en la asamblea: «¿Vas a hablar tú mal de la madre que me trajo al mundo?». Me parecen mucho más valerosas las palabras de la madre: el hijo valoró en mucho el nacimiento de los Gracos; la madre, también sus funerales.

Rutilia siguió a su hijo Cota 112 al destierro y a tal punto estuvo [7] atada a él por el cariño que más quiso sufrir el destierro que la añoranza, y no volvió a la patria antes de poder hacerlo con su hijo. Cuando ya estaba él de regreso y en el apogeo de su carrera política, lo perdió con tanta entereza como lo había seguido y nadie observó sus lágrimas después de enterrado el hijo. En la expulsión mostró su valor; en la pérdida, su sensatez. Pues por un lado nada le hizo desistir de su afecto y por otro nada la retuvo en una tristeza superflua y sin sentido. Entre estas mujeres quiero que te cuentes; harás muy bien en seguir el ejemplo de aquellas cuya vida siempre has imitado, a la hora de reprimir y refrenar tu angustia.

[17 ] Sé que la cuestión no está en nuestras manos y que ningún sentimiento se deja someter, menos aún el que nace del dolor, pues es fiero y rebelde a cualquier remedio. A veces queremos sofocarlo y tragarnos los gemidos; sin embargo, por nuestro rostro compuesto y arreglado se derraman las lágrimas. Otras veces con los juegos o con los combates de gladiadores mantenemos ocupado el espíritu; con todo, lo van minando, en medio de los espectáculos que lo entretienen, las leves punzadas [2] de la añoranza. Por eso es mejor vencer ese sentimiento que engañarlo; en efecto, el que ha sido burlado o distraído con placeres o quehaceres, al punto se recobra y gracias al descanso toma fuerzas para ensañarse; en cambio, todo el que cede a la razón queda apaciguado para siempre. Así pues, no tengo intención de prescribirte lo que sé que muchos han utilizado, que te distraigas con un largo viaje o disfrutes con uno placentero, que ocupes mucho tiempo en hacer que salgan bien las cuentas o en administrar tu patrimonio, que continuamente te metas en algún asunto nuevo: todas estas cosas son útiles por corto tiempo y no son remedios sino trabas para el dolor; por mi parte, yo [3] prefiero darle fin a darle largas. Por tanto, te guío allí donde deben refugiarse todos los fugitivos de su suerte, a los estudios liberales: ellos curarán tu herida, ellos arrancarán de raíz tu tristeza. Aun cuando no estuvieras familiarizada con ellos deberías ahora utilizarlos; pero, en cuanto te lo permitió la severidad a la antigua de mi padre, no abarcaste [4] ciertamente todos los buenos conocimientos, pero sí los abordaste. ¡Ojalá mi padre, sin duda el mejor de los hombres, menos aferrado al uso de los antepasados, hubiera querido que te instruyeras en los preceptos de la sabiduría mejor que te iniciaras sólo! No tendrías ahora que procurarte defensas contra la suerte, sino sacar las tuyas. Por culpa de esas que no utilizan las letras por saber sino que se instruyen en ellas por ostentación, apenas consintió que te dedicaras a los estudios. Sin embargo, gracias a tu ávida inteligencia sacaste de ellos más de lo que permitía el tiempo: están echados los cimientos de todas las ciencias; regresa a ellas [5] ahora; te prestarán protección. Ellas te consolarán, ellas te deleitarán, si ellas penetran de buena fe en tu espíritu, nunca más penetrará el dolor, nunca la inquietud, nunca el vano tormento de una desolación inútil. A ninguno de éstos dará paso tu pecho; pues a los demás defectos ya hace tiempo que está cerrado. Éstas son sin duda las defensas más seguras y las únicas que pueden llegar a sustraerte a la suerte.

[18 ] Pero como, mientras llegas al puerto que te prometen los estudios, tienes menester de puntales en que apoyarte, quiero entre tanto señalarte los consuelos que ya tienes. Mira a mis hermanos: 113 estando ellos [2] a salvo no te es lícito acusar a la suerte; en ambos tienes en qué complacerte, según sus distintas cualidades: uno ha alcanzado cargos con su dedicación, el otro los ha menospreciado sabiamente. Busca alivio en el prestigio de un hijo, en el sosiego del otro, en el afecto de ambos. Conozco los sentimientos íntimos de mis hermanos: uno ha cultivado su prestigio para serte ornato, el otro se ha retirado a una vida calma y apacible para dedicarse a ti. Bien ha distribuido la suerte a tus hijos, [3] tanto para tu remedio como para tu solaz: puedes protegerte con el prestigio de uno y disfrutar con el ocio del otro. Rivalizarán en atenciones contigo y con el afecto de dos se suplirá la añoranza de uno. Puedo prometértelo sin temor: nada te faltará excepto el número.

Después de ellos, mira también a tus nietos: a Marco, 114 el niño más [4] cariñoso, en cuya presencia no puede perdurar ninguna tristeza; nada se agita en el pecho de nadie tan grave ni tan reciente que él no apacigüe con sus caricias. ¿A quién no le hará contener las lágrimas su alegría? [5] ¿A quién no le harán ensanchar el corazón encogido de angustia sus ocurrencias? ¿A quién no inducirá a jugar esa vivacidad? ¿A quién, aun sumido en sus pensamientos, no llamará la atención y distraerá ese parloteo que a nadie llega a cansar? ¡A los dioses se lo ruego, que tenga la suerte de vivir más que nosotros! Que en mí se detenga [6] agotada toda la crueldad de los hados; todo cuanto tenga que lamentar su madre, que caiga sobre mí, todo cuanto su abuela, sobre mí. Que prospere el resto de mi gente, cada cual en su sitio. No me quejaré nada de mi pérdida, 115 nada de mi situación, sólo con que sea yo expiación suficiente para que mi familia no tenga que lamentar nunca nada más.

Acoge en tu regazo a Novatila, 116 que pronto te va a dar biznietos, [7] a la que yo tanto había tomado bajo mi cargo; tanto me la había adjudicado que, aun estando vivo su padre, puede parecer huérfana, puesto que me ha perdido; ámala también por mí. Hace poco la suerte le ha arrebatado a su madre: tu cariño puede conseguir que simplemente [ 8] lamente haber perdido a su madre, no que lo note también. Moldea ahora sus costumbres, edúcala ahora: los preceptos que se inculcan a tierna edad penetran más a fondo. Que se habitúe a tus recomendaciones, que se vaya formando a tu gusto: le darás mucho aunque no le des nada más que tu ejemplo. Este deber tan sagrado será para ti como un remedio; pues nada puede apartar de la angustia a un espíritu que se duele por amor, a no ser la razón o una honesta ocupación.

[9] Entre tus grandes consuelos contaría también a tu padre si no estuviera ausente. Ahora, sin embargo, según tu cariño por él, piensa cómo es el suyo por ti: comprenderás cuánto más justo es reservarte para él que consagrarte a mí. Siempre que te acometa incontrolada la violencia del dolor y te ordene seguirla, piensa en tu padre. Cierto es que, al darle tantos nietos y biznietos, has hecho que no le quedaras tú sola; pero la conclusión de su tiempo transcurrido felizmente te corresponde a ti. Estando él vivo no te es lícito quejarte porque hayas vivido.

[19 ] Y aún me había callado tu mayor consuelo, tu hermana, ese corazón tan apegado a ti, al que se trasladan todas tus preocupaciones para ser compartidas, ese espíritu maternal para todos nosotros. Con ella has mezclado tú tus lágrimas, en su regazo has tenido el primer respiro. [2] Cierto es que ella se guía siempre por tus sentimientos; en mi persona, sin embargo, no se lamenta sólo por ti. En sus manos fui traído a la Ciudad, gracias a sus cuidados afectuosos y maternales me restablecí tras un largo tiempo de enfermedad; 117 ella desplegó su influencia en apoyo de mi cuestura 118 y ella, que no soportaba siquiera la osadía de conversar o saludar en voz alta, por amor a mí venció su vergüenza. Ni su estilo de vida retirada ni su modestia, ingenua en medio de tanta insolencia de las mujeres, ni su tranquilidad ni sus costumbres reservadas y consagradas al sosiego le impidieron en absoluto hacerse incluso [3] ambiciosa por mí. Éste es, queridísima madre, el consuelo con el que puedes reponerte: únete a ella lo más que puedas, átate a ella en apretado abrazo. Suelen los afligidos rehuir aquello que más quieren y buscar libertad para su dolor: tú refúgiate en ella, sean cuales sean tus in tenciones; tanto si quieres mantener tu actitud como abandonarla, en ella encontrarás el término de tu dolor o una compañera. Pero, si algo [4] conozco la prudencia de tan perfecta mujer, no permitirá que te dejes consumir por una aflicción nada provechosa y te contará su caso, del que yo fui también testigo.

Había perdido en plena travesía a su queridísimo esposo, nuestro tío, 119 con quien se había casado siendo doncella. Sin embargo, resistió al mismo tiempo el dolor tanto como el temor y, triunfando del temporal, en medio del naufragio transportó su cadáver. ¡Ah, de cuántas [5] yacen en el olvido sus hechos extraordinarios! Si le hubiera correspondido aquella antigua época sencilla en su admiración de las virtudes, con cuánta competencia de los ingenios sería elogiada la esposa que, olvidándose de su debilidad, olvidándose del mar terrible incluso para los más templados, expuso su cabeza a los peligros por una sepultura y, mientras se preocupaba por el funeral de su esposo, no tuvo miedo por el suyo. Es celebrada en los poemas de todos aquella que se ofreció como sustituta de su marido: 120 más grandioso es esto, buscar a riesgo de la vida una tumba para el esposo; es mayor el amor que, con parecido peligro, sale ganando menos.

Después de esto nadie puede extrañarse de que durante los dieciséis [6] años que su marido tuvo Egipto a su cargo nunca se la viera en público, no admitiera en su casa a ningún natural de la provincia, no pidiera nada a su esposo, no permitiera que le pidieran nada a ella. Y así, esa provincia habladora y ocurrente para ofender a sus prefectos, en la que incluso los que evitaron la culpa no escaparon a la maledicencia, la contempló como modelo sin igual de integridad y, lo que es más dificil para quien gusta incluso de las chanzas peligrosas, contuvo todos sus excesos verbales, y aún hoy está deseando, aunque ya no la espere, una semejante a ella. Mucho era que la provincia le hubiera dado su apro bación durante dieciséis años: más es que no dio muestras de conocerla. [7] Esto no lo menciono con intención de realizar su elogio (más bien es reducirlo el pasarlo tan someramente), sino para que comprendas que es una mujer de gran espíritu, a la que no han dominado la ambición ni la codicia, compañeras a la vez que lacras de todo tipo de poder, ni el miedo a la muerte, cuando aguardaba, con la nave ya desarbolada, su naufragio, le impidió, no que buscara, aferrándose a su esposo exámine, cómo salir de allí, sino cómo dar con él en tierra. 121 Es preciso que le des muestras de un valor igual a éste, y rescates tu espíritu del luto y hagas por que nadie piense que te pesa haberme parido.

[20 ] Por lo demás, como es inevitable que, por más que hagas, tus pensamientos vuelvan a mí una y otra vez, y que ninguno de tus hijos te venga a la memoria con más frecuencia, no porque ellos te sean menos queridos, sino porque es natural llevar la mano más a menudo allí donde duele, escucha cómo debes imaginarme: contento y alegre como en las mejores circunstancias. Son, en efecto, las mejores, puesto que mi espíritu, exento de todo cuidado, tiene tiempo para sus actividades y tan pronto se recrea en estudios más superficiales como se remonta, [2] ávido de la verdad, a indagar su naturaleza y la del universo. Primero examina las tierras y su situación, luego la condición del mar y sus flujos y reflujos alternantes; entonces estudia todo lo que se extiende, plagado de espantos, entre el cielo y la tierra, y este espacio agitado por truenos, rayos, vendavales y aguaceros, nieve y granizo; en ese momento, cuando ya ha recorrido las partes más bajas, se lanza a las más altas y disfruta del hermosísimo espectáculo de las cosas divinas: acordándose de su propia eternidad, alcanza a todo lo que ha sido y ha de ser a través de todas las épocas.

55 Es el tratamiento enérgico propugnado por los estoicos para curar los males del espíritu, un método viril opuesto al blando y complaciente de las demás escuelas (cf . Sobre la firmeza del sabio , 1, 1), que Séneca ya ha justificado en Consolación a Marcia , 1, 5-8, también por medio de unas comparaciones y un léxico referidos a la medicina.

56 Desconocido, pues no se trata del que menciona más tarde (19, 4): éste murió en el año 31 d.C. (cf . nota 119); el primero, un mes antes que el padre de Séneca, según dice, que murió en el 39 d.C.

57 Lucio Anneo Séneca (ca . 55 a.C.-39 d.C.), a veces inadecuadamente conocido como «el Rétor», porque reunió sus vastos y curiosos recuerdos de los ejercicios escolares de declamación en dos obras para el uso de sus hijos, que así se lo habían solicitado; fueron éstos tres: Lucio Anneo Novato (más tarde, L. Junio Galión, porque fue adoptado por el rétor de este nombre), L. Anneo Séneca y L. Anneo Mela (padre de Lucano).

58 No sabemos ni sus nombres ni sus padres; uno de los tres podría ser el hijo de Séneca del que habla luego.

59 Séneca se refiere con cierta indiferencia a este hijo suyo; quizás había extendido a él el desapego que tenía a su primera mujer, sobre la que guarda en sus obras un silencio casi absoluto: sólo alude a ella una vez y despectivamente (Sobre la ira , III , 36, 3), siendo así que esta consolación le daba pie para mencionarla, ya estuviera viva o muerta.

60 Por una vez el autor anuncia el plan de una obra y lo cumple luego, sin dejarse llevar, como suele, por el desorden que surge del desarrollo irregular de los aspectos distintos de un tema; Consolación a su madre Helvia es su obra mejor estructurada y compuesta, si no la única.

61 El primer estoicismo es radical al clasificar a los hombres: o sabios o necios. Séneca propone una categoría intermedia, la de los que no siendo sabios tampoco son necios, pues se dejan guiar por los primeros: los llamados proficientes .

62 Lugares tradicionales de destierro, estos islotes, más que islas, se hallan en el mar Egeo los tres primeros, y entre Sicilia y Túnez el último, llamado Pantelaria actualmente.

63 Arrastrado por la corriente de las preguntas retóricas en su afán de remachar el argumento, Séneca deja traslucir lo que realmente piensa de Córcega; su descripción recuerda la que hace Ovidio de Tomos, cf . J. J. Gahan, «Seneca, Ovide and exile», Classical World 58 (1985), págs. 145-147.

64 Movimiento contrario sólo en apariencia (cf . Consolación a Marcia , 18, 3).

65 Introducida por los ejércitos de Alejandro Magno a finales del siglo IV a. C.

66 Escitia es el nombre dado a la región comprendida entre el Danubio y el Don, al norte del mar Negro. Desde el siglo VIII hasta el VI a.C. todo el litoral de este mar quedó salpicado de numerosas colonias y factorías de los griegos, que lo llamaron póntos Eúxeinos , «mar Hospitalario», y más tarde fue el Ponto por excelencia.

67 Según la tradición, entre los siglos XII y IX a.C. sucesivas migraciones desde diversos puntos de Grecia tuvieron como objetivo la costa de Asia Menor, una región que se llamó Jonia y en la que se fundaron doce ciudades principales; éstas a su vez se convirtieron en metrópolis de nuevas colonias: Mileto fue una de las más activas, con un número de fundaciones superior incluso al que da Séneca, según Plinio, op . cit ., V , 112.

68 El mar Inferior es el Tirreno («etrusco», cf . nota siguiente), por contraposición al Superior, el Adriático. La zona que baña es el sur de Italia y Sicilia, colonizadas en los siglos VIII y VII a.C. por jonios, eolios y aqueos.

69 Los historiadores antiguos, excepto Dionisio de Halicarnaso, que los considera autóctonos (I , 25-30), proclaman el origen oriental de los etruscos, siguiendo con más o menos fidelidad el relato de Heródoto, Historia , I , 94, según el cual la mitad de la población de Lidia, en el siglo XIII a.C. y bajo la guía de Tirreno, se hizo a la mar hasta arribar a la costa occidental de Italia, donde se estableció definitivamente.

70 Los fenicios también se extendieron por todo el Mediterráneo, procedentes de ciudades-estado como Tiro, que en el siglo IX fundó Cartago; ésta a su vez estableció varias colonias importantes en Hispania, desde el 660 (Ibiza) hasta el 226 a.C. (Cartagena).

71 Los griegos de Focea, una de las doce ciudades jonias, llegaron a la Galia y fundaron Marsella en el siglo VI ; tres siglos después, pueblos galos se desplazaron por el sur de Europa y penetraron por el interior de Grecia hasta Delfos (279 a.C.).

72 Séneca comete con toda seguridad un error al confundir los germanos con los celtas que invadieron Hispania en el siglo VII a.C., pues es muy poco probable que se refiera al paso fugaz (unos pocos meses) de los cimbrios, una tribu germana, después de la batalla de Arausio, en la que, aliados a los teutones, derrotaron a Roma (105 a.C.).

73 Anténor, amigo y consejero del rey Príamo, huyó de Troya junto con sus hijos y llegó al norte de Italia, al valle del Po. Allí fundó la ciudad de Padua y el linaje de los vénetos.

74 Evandro, príncipe de Arcadia (la montañosa región del Peloponeso idealizada por la poesía bucólica), marchó de su patria por razones oscuras y alcanzó Italia, concretamente la zona cercana a la desembocadura del Tíber; en su orilla izquierda fundó la ciudad de Palanteo, sobre una colina que con el tiempo se llamaría Palatino.

75 A la caída de Troya le siguió la desbandada de los pocos troyanos supervivientes (Eneas entre ellos, al que luego se alude), pero también el regreso azaroso a sus patrias de muchos héroes griegos; Diomedes, fiel compañero de Ulises en numerosas empresas, hizo como él un largo viaje hasta llegar a Italia, donde fundó la ciudad de Argiripa; en ello estaba cuando rechazó la petición de ayuda de los latinos, para no enfrentarse de nuevo a su enemigo Eneas (Virgilio, Eneida , XI , 225-280).

76 Séneca confunde la Fócide (la comarca griega donde están el Parnaso y Delfos) con Focea (cf . nota 71). Por otra parte, la relación que hace de los sucesivos colonizadores de Córcega no se atiene a un orden cronológico (cf . J. Cosini, «Sénèque et la langue des Corses», Revue des Études Latines 32 (1954), págs. 111-115). Para la posible fuente que utilizó, cf . A. La Penna, «Sallustio e Seneca sulla Corsica», Parola del Passato 31 (1976), págs. 143-147.

77 Mariana y Aleria, respectivamente, a corta distancia una de otra (cf . Pomponio Mela, De Chorographia , 11, 122).

78 Marco Terencio Varrón (116-27 a.C.) se ganó merecidamente esta fama por su vastísima producción sobre los temas más variados, de la que sólo nos han llegado fragmentos y dos tratados casi completos; no se halla entre ellos este argumento que le atribuye Séneca.

79 Marco Junio Bruto (85-42 a.C.) fue junto con Casio el más destacado entre los asesinos de César, pese al afecto que éste siempre le mostró (cf . Plutarco, Bruto , 5, 1, y la nota 86), por su arraigado republicanismo, prácticamente familiar (descendía de aquel Bruto que expulsó a los reyes, cf . Consolación a Marcia , nota 27). La cita de Séneca seguramente está extraída de su tratado Sobre la virtud (Cicerón, Bruto , 249-250). Cf . nota 84.

80 El filósofo no se decanta claramente por ninguna de las posibilidades que le ofrecen las principales escuelas: la anánkē epicúrea, el pnéuma de los estoicos y el noûs aristotélico. Queda fuera el demiourgós de la Academia, pues difícilmente, a no ser que se exageren las capacidades que le atribuye Platón, puede ser descrito como un dios todopoderoso, un concepto extraño a la filosofía grecorromana: Séneca pudo tomarlo de alguna religión oriental introducida en Roma.

81 Variante ampliada del «nada de lo humano considero ajeno a mí», el celebérrimo verso de Terencio (Heautontimorúmenos , 77), que, según testimonios antiguos, el público acogía invariablemente con aplausos.

82 Puesto que el soplo ígneo que anima el universo es también el que alienta el espíritu del hombre, según la doctrina estoica.

83 Construcción de madera (por lo que hubo de sufrir algún incendio, cf . Dion Casio, op . cit ., XLVIII , 43, 4) en el Palatino, que pasaba por ser la vivienda del fundador.

84 Es muy probable que Séneca resuma aquí un pasaje de Sobre la virtud que Bruto dedicó a Cicerón, un auténtico libro, como dice Séneca, y no una mera carta, como quieren algunos (cf . H. Bardon, La littérature latine inconnue , París, 1952, I , págs. 210-211).

85 Marco Claudio Marcelo, cónsul en el 51 a.C., formó parte del ejército pompeyano derrotado por César en Farsalia, y tuvo que retirarse a Mitilene, una isla en el Egeo, hasta que el Senado obtuvo de César el perdón para él; cuando regresaba a Roma fue asesinado en el Pireo.

86 Cf . Consolación a Marcia , nota 43. La amistad y la admiración mutua entre los tres se fundaba en sus comunes ideales republicanos; entre Catón y Bruto estaban además reforzadas por el parentesco: Bruto era hijo de la hermana de Catón, Servilia, que fue largo tiempo la amante favorita de César (cf . Suetonio, Julio César , 50, 2; Plutarco, Bruto , 5); cuando quedó huérfano, Catón se encargó de educarlo.

87 Las campañas de César en conquista de la Galia se prolongaron desde el año 58 al 49 a.C.

88 Séneca, como en otras ocasiones, no tiene en cuenta la cronología de los hechos que relata: César tuvo que combatir primero en Alejandría precisamente contra aquellos que, por congraciarse con él, habían asesinado traidoramente a Pompeyo; luego tuvo lugar la batalla de Tapso en África y por último la de Munda en Hispania.

89 Río de la Cólquide (antigua región de Asia, al este del mar Negro y sur del Cáucaso), de cuyo nombre procede el de las aves que allí se cazaban, los faisanes.

90 Los partos, un pueblo de Escitia, sometieron toda la región a su imperio (250 a.C.-226 d.C.). A ellos se enfrentó un tanto temerariamente Craso, triunviro y gobernador de Siria; su estrepitosa derrota en Carras (53 a.C.) y su muerte a traición, mientras negociaba con los vencedores, constituyeron una grave afrenta que los romanos siempre ansiaron vengar (cf . Horacio, Odas , 1, 2, 51-52), aunque nunca lo lograron.

91 Conocido como Calígula, el apodo que le pusieron los soldados de su padre Germánico, entre quienes se había criado (Suetonio, Calígula , 9).

92 Sin duda Séneca tiene en mente el célebre caso de Marco Atilio Régulo: capturado por los cartagineses durante la primera guerra púnica, fue enviado a Roma, bajo palabra de volver a su prisión, para negociar las condiciones de la paz; sin embargo, convenció al Senado de que rechazara las propuestas por Cartago y, aun sabiendo seguro que iba a morir por ello, regresó y fue torturado hasta la muerte.

93 Manio Curio Dentato, cónsul, no dictador, en cuatro ocasiones; en la primera (290 a.C.) derrotó a los samnitas, después de que éstos intentaran sobornarle; cuando se lo propusieron estaba guisándose unos nabos.

94 Marco Gavio Apicio (ca . 25 a.C.-ca . 39 d.C.), poseedor de una inmensa fortuna que le permitió dedicarse sin tasa a la gastronomía más refinada y satisfacer sus caprichos culinarios más extravagantes (cf . Tácito, Anales , IV , 1, 3; Plinio, op . cit ., IX , 66, X , 3). Revolucionó la austera cocina romana inventando nuevas técnicas (cf . Plinio, op . cit ., VIII , 209) y recolectando recetas en su Libro de cocina ; su ejemplo, según Séneca, fue más pernicioso que las doctrinas de los filósofos, expulsados de Roma en el 98 a.C. por un decreto censorial (cf . Cicerón, El orador , III , 24, 8).

95 El múrice o conchil, principal representante de una familia de moluscos que poseen glándulas segregadoras de una sustancia colorante rojiza que da tonalidades púrpuras a las telas. Un tejido así teñido adquiría enorme valor, pues el procedimiento de obtención del tinte era costosísimo.

96 Los tres metales más apreciados, en orden: el oro […], la plata y el bronce, a los que dan más valor la antigüedad o la escasez, como era el caso del bronce de Corinto, buscado con afán por los coleccionistas (Plinio el Joven, Cartas , III , 6, 1-5).

97 En latín orbes [círculos], confeccionados con madera de cedro (Plinio, op . cit ., XIII , 29) o de limonero (Dion Casio, op . cit ., LXI , 10, 3), muy apreciados y valiosos, signo seguro de riqueza (Séneca llegó a poseer más de quinientos, según Dion Casio).

98 Se decía que había mediado en las negociaciones entre patricios y plebeyos, cuanto éstos se retiraron al Aventino (494 a.C., la primera secesión de la plebe), dejando la ciudad desprovista de comerciantes, artesanos, inquilinos, etc., con el fin de presionar a los dirigentes.

99 Cf . nota 92.

100 Séneca se equivoca, pues según el testimonio de Valerio Máximo, op . cit ., IV , 4, 10, y de Apuleyo, Apología , 18, 9, la que fue dotada a expensas del Estado fue la hija de Gneo Cornelio Escipión, no las dos de su sobrino Publio.

101 Representación por medio de gestos de un texto cantado por un coro. Este género de teatro se creó en Roma en el siglo I a.C. y se mantuvo con éxito hasta el final del imperio.

102 Esto es, una moneda de cobre que pesaba una libra (unos 326 gramos), peso considerable al que alude su nombre en latín, aes graue .

103 Argumento obtenido del estoicismo ortodoxo que, como ya se ha visto, no es partidario de los términos medios: vicios o virtudes se poseen en bloque, si se tiene uno se tienen todos y para siempre; si una vez se ha superado un contratiempo, han de superarse igualmente todos los que vengan después

104 Los llamados treinta tiranos formaron un consejo oligárquico que gobernó Atenas, sustituyendo a las instituciones democráticas y cometiendo arbitrariedades, en 404-403 a.C. Socrátes, como cuenta Platón, Apología de Sócrates , 32c-d, se enfrentó abiertamente a ellos.

105 En los años 54 y 51 a.C. No logró la pretura debido a las maniobras violentas y sobornos que desplegaron los partidarios de su rival, Vatinio, un arribista (cf . Cicerón, Epístolas a Quinto , II , 4, 1); en el consulado fue relegado en el favor popular por su carácter excesivamente severo y derrotado limpiamente por los otros candidatos, lo que no dejó de dolerle (César, Guerra civil , I , 4, 1); para cada caso, cf . también Plutarco, Catón el Joven , 42, 1-5, y 49, 2-6.

106 General ateniense en Maratón, Salamina y Platea, y también político de una integridad tan rara que le llamaban el Justo. Sin embargo, no fue él protagonista de esta anécdota, sino Foción, otro distinguido militar y orador ateniense (Plutarco, Foción , 36, 1-2).

107 Pues aún vivía su pater familias (cf . 18, 9) y seguía dependiendo de él, sin independencia económica.

108 Antes de su exilio, Séneca había sido ya cuestor (cf . 19, 2) y quizás edil; Novato, su hermano mayor, probablemente debía de haber alcanzado algún grado más del cursus honorum . Estos cargos acarreaban unos gastos (financiación de los juegos, mejoras en las calles, etc.) a los que contribuían familiares y allegados.

109 Cf . sin embargo la epístola 63, 13, donde habla de un año para las mujeres en general, no necesariamente viudas.

110 La práctica del aborto era habitual en la Roma de Séneca, libre e independiente de cualquier consideración sobre el derecho del feto a la vida; años más tarde, siendo emperador Septimio Severo (193-211 a.C.), fue prohibido como un crimen contra el padre y la patria (cf . AA. VV., Historia de la vida privada , Madrid, 1988, 1, págs. 26 y 166).

111 Cf . Consolación a Marcia , nota 30. Séneca se contradice respecto al número de hijos que perdió Cornelia: en Consolación a Marcia , 16, 3, afirma que murieron los doce en vida de ella.

112 Gayo Aurelio Cota, que se exilió voluntariamente en el año 90 a.C. tras haber sido acusado de incitar a los aliados de Roma a rebelarse contra su hegemonía (Cicerón, Bruto , 201-202). Más tarde regresó y obtuvo el consulado.

113 Cf . nota 57. El mayor fue el que se dedicó a la política; el menor, Mela, rehuyó toda actividad pública.

114 Diversas razones (cf . C. Cardó, Consolacions , Barcelona, 1925, págs. 51-52) invitan a identificar a este Marco con el hijo de Mela, Marco Anneo Lucano, el autor de la Farsalia ; no sobrevivió a su tío, pues murió el mismo año que él (65 d.C.) bajo la misma acusación.

115 Del hijo al que ya ha aludido (2, 5; cf . nota 59).

116 Hija de Novato; la filiación en este caso no deja lugar a duda.

117 Séneca padeció durante toda su adolescencia una tuberculosis pulmonar derivada de la bronquitis crónica de su infancia (cf . P. Rodríguez Fernández, op . cit ., 1976, págs. 32-45).

118 Cf . nota 108. Es dudoso en qué año alcanzó la cuestura, pero con certeza fue posterior al 31, cuando tía y sobrino ya estaban de nuevo en Roma.

119 La hermana de Helvia estaba casada con Gayo Galerio, prefecto de Egipto. Durante su mandato, Séneca acudió allí buscando un clima adecuado para su afección pulmonar. En el año 31 Galeno cesó en su cargo y regresaba con su mujer y su sobrino a Roma cuando murió, unos días antes de que la nave en que viajaban estuviera a punto de naufragar.

120 Fue Alcestis, casada con Admeto, rey de Feras. Su leyenda nos ha llegado sobre todo a través de Eurípides, que la llevó al teatro, pero también son numerosísimas las veces en que los poetas aluden, aun sin nombrarla (como el propio Séneca en Medea , 662-663), a esta mujer modelo de amor y abnegación: accedió a morir en lugar de su marido, que tenía la posibilidad de seguir viviendo si alguien lo sustituía el día marcado para su muerte. Hércules la rescató luego de los infiernos y la devolvió a la vida, más joven y hermosa que antes.

121 Intento, quizás en vano, reproducir la ambigüedad del verbo que emplea Séneca, effero , propiamente «sacar» (aquí, del mar) y específicamente «sacar de casa a un difunto», esto es, «enterrar».

Séneca

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