Читать книгу Séneca - Seneca - Страница 14

Оглавление

CONSOLACIÓN A POLIBIO

***122 nuestra los comparas, son perdurables; si los reduces a la condición [1 ] de la naturaleza, que todo lo destruye y lo hace regresar al mismo lugar de donde lo engendró, son perecederos. En efecto, ¿qué cosa inmortal han hecho unas manos mortales? Las célebres siete maravillas 123 y otras mucho más admirables que ha levantado la ambición de los años posteriores, algún día las irán a ver arrasadas. Así es: nada es eterno y pocas cosas duraderas; cada una es frágil a su manera, sus finales varían; por lo demás, todo lo que ha empezado acabará también. Algunos amenazan [2] al mundo con su aniquilamiento y este universo que abarca todo lo divino y lo humano, un día cualquiera, si consideras lícito creerlo, lo descompondrá y lo hundirá en el antiguo caos y en las tinieblas: que venga alguien ahora y llore por las vidas individuales, que se lamente por las cenizas de Cartago, de Numancia y de Corinto 124 o cualquier otra que de más alto haya caído, cuando incluso este universo que no tiene dónde caer va a desaparecer; que venga alguien y se queje de que no le han perdonado unos hados que algún día se han de atrever a tan [3] grande abominación. ¿Quién hay de una soberbia tan arrogante y desmedida que, ante esta ley inexorable de la naturaleza que hace regresar todo a una misma conclusión, quiera salvarse él solo y los suyos y sustraer [4] una casa a la ruina que pende incluso sobre el mundo mismo? El mayor consuelo, por tanto, es pensar que le ha sucedido lo que todos antes que él han sufrido y todos van a sufrir; y por esto me parece que la naturaleza hizo común lo que había hecho más penoso, para que la igualdad consolara de la crueldad del hado.

[2 ] Te será también de no poca ayuda pensar que tu dolor no va a servir de nada, ciertamente, a aquel que añoras ni a ti; no querrás, pues, que sea prolongado lo que es inútil. Porque si vamos a conseguir algo con la tristeza, no rehúso derramar por tu suerte las lágrimas que me han sobrado de la mía; aún ahora encontraré en estos ojos que el llanto por mi casa ha apurado ya algo que mane, si al menos va a ser [2] en beneficio tuyo. ¿A qué esperas? Quejémonos, o mejor yo mismo haré mía esta reclamación: «Oh suerte injustísima a juicio de todos, hasta aquí parecías haber preservado a este hombre que por merced tuya había alcanzado tanta consideración que su prosperidad había escapado a la envidia, cosa que raras veces ha sucedido a alguien. Y ahora le has infligido el mayor dolor que podía sufrir, en vida de César, y después de haberle acosado bien por todas partes, comprendiste que [3] tan sólo este flanco era accesible a tus golpes. ¿Qué otra cosa, pues, podrías hacerle? ¿Quitarle el dinero? Nunca ha dependido de él; incluso ahora lo aparta de sí mismo todo cuanto puede y con tanta facilidad para ganarlo no saca de él otro beneficio más que el menospreciarlo. [4] ¿Quitarle los amigos? Sabías que es tan amable que fácilmente podría poner a otros en el puesto de los perdidos; en efecto, me parece que, de todos los que he visto con influencia en la casa del príncipe, sólo conozco a este al que tener de amigo, aunque a todos les conviene, [5] más todavía les agrada. ¿Quitarle la buena fama? Es en él demasiado consistente para que la pudieras arruinar ni siquiera tú misma. ¿Quitarle la buena salud? Sabías que su espíritu está de tal manera afianzado en los estudios liberales, en los que no se nutrió sólo sino que nació, que se sobrepondría a todos los dolores del cuerpo. ¿Quitarle [6] la vida? ¡Qué poquito le habrías perjudicado! La fama le ha garantizado la vida eterna de su talento: él ha procurado que perdure lo mejor de sí mismo y escapar a su condición de mortal con la composición de esclarecidas obras de elocuencia. En tanto que haya algún aprecio por las letras, en tanto que se mantenga la fuerza de la lengua latina o la gracia de la griega, 125 prevalecerá junto con los hombres insignes 126 a cuyo talento se ha igualado o, si su modestia rechaza esto, se ha asociado. Sólo has estado pensando, entonces, en cómo le podrías [7] perjudicar más; cuanto mejor es uno, en efecto, tanto más a menudo suele soportarte siempre que enloqueces sin criterio alguno y te haces temible en medio incluso de tus favores. ¡Qué poquito te suponía preservar de esta afrenta a un hombre al que tu benevolencia parecía haber alcanzado a ciencia cierta y no haberle llegado por casualidad, según tu costumbre!».

Añadamos, si quieres, a estas quejas las inclinaciones del joven interrumpidas [3 ] en sus interesantes inicios. Fue digno de tenerte como hermano: tú ciertamente eras muy digno de no tener que lamentar nada ni siquiera de un hermano indigno. Se le rinde un testimonio invariable por parte de todos los hombres: es añorado en honor tuyo, es elogiado en el suyo. Nada hubo en él que no hicieras tuyo gustosamente; [2] es cierto que tú habrías sido bueno también con un hermano menos bueno, pero en él tu afecto halló materia apropiada y se empleó mucho más generosamente. Nadie sintió su poder por haberte ofendido, nunca amenazó él a nadie con que tú eras su hermano; se había formado en el ejemplo de tu discreción y tenía presente qué gran honra y a la vez carga eras tú para los tuyos: él supo soportar este peso. [3] ¡Hados despiadados e injustos con toda virtud! Antes de conocer la felicidad que le estaba reservada, tu hermano fue excluido. Bien veo que me indigno poco; nada hay, en efecto, más difícil que encontrar las palabras adecuadas a un dolor profundo. Sin embargo, si podemos conseguir algo, quejémonos más todavía: «¿Qué pretendías, suerte [4] tan inicua y tan violenta? ¿Tan pronto te has avergonzado de tu benevolencia? ¿Qué crueldad es ésta, irrumpir en medio de unos hermanos y mermar con tan sanguinaria rapiña un grupo tan bien avenido? ¿Quisiste perturbar y menoscabar sin motivo alguno una familia tan unida de jóvenes excelentes, que no desmerecía en ninguno de los hermanos? ¿De nada sirve, entonces, una integridad observada ante cualquier [5] ley, de nada una sobriedad a la antigua, de nada 〈una mesura〉 en la prosperidad, 〈de nada〉 un desinterés absoluto practicado desde el poder absoluto, de nada un sincero y discreto amor por las letras, de nada una mente libre de toda mancilla? Llora Polibio y, como en un hermano ya está advertido de lo que puede temer en los demás, tiene miedo incluso por los consuelos mismos de su dolor. ¡Qué hazaña indigna! Llora Polibio y se lamenta de algo, aun siéndole César propicio. Sin duda, esto ambicionabas, suerte insolente, demostrar que nadie puede ser protegido contra ti ni siquiera por César».

[4 ] Acusar por más tiempo a los hados, podemos, cambiarlos, no podemos: se mantienen firmes e implacables; nadie los hace vacilar ni con insultos ni con llantos ni con razones; nunca le ahorran ni le rebajan nada a nadie. Por consiguiente, ahorremos unas lágrimas que no consiguen nada; pues más fácilmente este dolor nos agregará a ellos que nos los devolverá: si nos atormenta y no nos ayuda, hay que abandonarlo desde el primer momento y apartar el espíritu de unos consuelos vanos y de una suerte de amarga ansia por sufrir. Pues a nuestras lágrimas, si la sensatez no les señala un límite, la suerte no se lo [2] señalará. Venga, mira a tu entorno a todos los mortales, hay por todas partes materia abundante y frecuente para llorar: a uno lo reclama a su trabajo cotidiano la pobreza laboriosa, a otro le inquieta la ambición que jamás descansa, otro ha sentido miedo de las riquezas que había anhelado y por ese deseo suyo pasa fatigas, a otro lo atormentan las preocupaciones, a otro los quehaceres, a otro el gentío que asedia constantemente su vestíbulo; 127 éste se lamenta de tener hijos, este otro de haberlos perdido: antes nos faltarán lágrimas que razones para lamentarnos. [3] ¿No ves qué clase de vida nos ha prometido la naturaleza, que ha querido que lo primero de los hombres al nacer sea el llanto? Con este comienzo somos engendrados, a él se conforma toda la sucesión de los años que siguen. Así pasamos la vida y por eso debemos hacer con moderación lo que hay que hacer con frecuencia y, considerando cuántas penalidades se ciernen sobre nuestras espaldas, debemos, si no acabar con las lágrimas, sí al menos reservarlas. Ninguna otra cosa hay que ahorrar más que ésta, cuyo uso es tan frecuente.

[5 ] También te será de no poca ayuda pensar que a nadie le es menos agradable tu dolor que a aquel a quien parece ofrecerse: él o no quiere o no comprende que tú te atormentes. Así pues, no hay ningún motivo para esta demostración, que es superflua para aquel a quien se [2] ofrece, si nada siente, y desagradable, si siente. Me atrevería a decir que nadie hay en el orbe entero de la tierra que se complazca con tus lágrimas. ¿Entonces, qué? ¿Una intención que nadie tiene contra ti crees que es la de tu hermano, causarte daño con tu propio suplicio, intentar apartarte de tus ocupaciones, esto es, del estudio y de César? No es verosímil esto; él, en efecto, te ofreció su cariño como a un hermano, su veneración como a un padre, su respeto como a un superior. Quiere ser para ti motivo de añoranza, no quiere serlo de tormento. Así pues, ¿qué utilidad tiene languidecer en un dolor que, en caso de que a los muertos les quede alguna percepción, tu hermano desea que se termine? Todo esto, si se tratara de otro hermano cuyos sentimientos [3] pudieran parecer ambiguos, lo pondría en duda y te diría: «Si tu hermano desea que tú te atormentes con lágrimas incesantes, es indigno de este cariño tuyo; si no quiere, deja este dolor que os abruma a ambos; ni el hermano desafecto debe ser añorado así ni el afectuoso lo querría así». Mas tratándose de éste, cuyo afecto está tan comprobado, hay que tener por seguro que nada puede serle más penoso que el hecho de serte penoso su infortunio, el hecho de atormentarte él de alguna manera, el hecho de perturbar él y también agotar tus ojos, del todo indignos de este castigo, con un llanto sin fin.

Sin embargo, nada alejará tanto tu afecto de unas lágrimas tan [4] inútiles como el pensar que para tus hermanos tú debes ser ejemplo de cómo sobrellevar con entereza esta afrenta de la suerte. Lo que los grandes generales hacen cuando las cosas van mal, fingir deliberadamente buen humor y ocultar las adversidades con una alegría aparente, para que los ánimos de los soldados, si ven quebrantado el espíritu de su general, no se derrumben a la vez, eso tienes que hacer tú también ahora: adopta una expresión distinta a tu ánimo y, si puedes, [5] abandona completamente todo tu dolor; si no, escóndelo en tu interior y reprímelo para que no se manifieste, y procura que te imiten tus hermanos, que considerarán decoroso todo lo que te vean hacer y cobrarán ánimos según tu rostro. Debes ser tanto su alivio como su consolador; ahora bien, no podrás oponerte a su aflicción si condesciendes con la tuya.

Puede también disuadirte de un luto extremado tener bien presente [6 ] que nada de lo que haces puede pasar inadvertido. El acuerdo de los hombres te ha impuesto un papel destacado: tienes que mantenerte en él. Te rodea todo este tropel de quienes pretenden consolarte, y sondea tu ánimo y examina cuánta fortaleza posee frente al dolor y si tú tan sólo sabes aprovechar diestramente las circunstancias favorables o si también puedes soportar virilmente las adversas: tus ojos están bajo vigilancia. Tienen en todo mayor libertad aquellos cuyos sentimientos [2] se pueden encubrir: tú no tienes libertad para secretos. Bajo una fuer te luz te puso la suerte: todos sabrán cómo te has portado en este golpe que has recibido, si al momento de ser herido has arrojado las armas o bien te has mantenido en tu posición. Hace tiempo el amor de César te elevó, y también tus estudios te alzaron, al más alto rango; nada plebeyo te cuadra, nada humilde; ahora bien, ¿qué hay tan humilde y [3] mujeril como el dejarse consumir por el dolor? No te está permitido, en un luto igual, lo mismo que a tus hermanos; muchas cosas no te las consiente la opinión formada sobre tus estudios y tus costumbres, mucho exigen de ti los hombres, mucho esperan. Si querías que todo te estuviera permitido, no tendrías que haber atraído sobre ti las miradas de todos: ahora tú tienes que cumplir todo cuanto prometías. Todos los que alaban las obras de tu ingenio, que las hacen copiar, a los que, aun cuando no les haga falta tu suerte, tu ingenio sí les hace falta, son vigilantes de tu espíritu. Nunca puedes hacer nada indigno de tu condición de hombre cabal y erudito sin que muchos se avergüencen de [4] su admiración por ti. No te está permitido llorar sin medida, y no sólo esto no te está permitido: tampoco prolongar el sueño a parte del día te está permitido, o escapar de la agitación de los negocios al descanso del campo apacible, o restablecer tu cuerpo agotado por la continua asistencia a tus fatigosas tareas con un viaje de placer, o entretener tu ánimo con la variedad de los espectáculos, o disponer del día a tu gusto. No te están permitidas muchas cosas que incluso a los más humildes y a los que yacen en su rincón les están permitidas: una gran suerte [5] es una gran servidumbre. No te está permitido hacer nada a tu gusto: hay que escuchar a tantos miles de hombres, clasificar tantas solicitudes; hay que examinar tan gran cúmulo de asuntos procedentes del mundo entero, para que pueda ser presentado en buen orden a la atención del príncipe máximo. No te está permitido, digo, llorar: para que puedas escuchar a los muchos que lloran y las súplicas de los que están en peligro y anhelan alcanzar la misericordia del benignísimo César, tienes tú que enjugar tus lágrimas.

[7 ] Esto, sin embargo, te ayudará con remedios aún más llevaderos: cuando quieras olvidarte de todo, piensa en César. Mira cuánta lealtad, cuánta dedicación le debes por su benevolencia contigo: comprenderás que doblegarte no te está más permitido a ti que a aquel en cuyos hombros, si es que damos algún crédito a las leyendas, se apoya [2] el mundo. 128 Incluso al propio César, a quien todo está permitido, por esto mismo muchas cosas no le están permitidas: su desvelo protege el sueño de todos; su trabajo, el ocio de todos; su dedicación, las distracciones de todos; su actividad, el descanso de todos. Desde el día en que César se consagró al mundo se sustrajo a sí mismo y, a la manera de los astros que sin reposo efectúan constantemente su recorrido, nunca le está permitido detenerse ni ocuparse de lo suyo. Así pues, a [3] ti también en cierto modo se te impone la misma exigencia: no te está permitido mirar por tus intereses, por tus aficiones. Mientras sea César dueño del mundo no puedes entregarte al placer ni al dolor ni a ninguna otra cosa: te debes todo entero a César. Añade ahora que, como siempre proclamas que César te es más querido que tu propia [4] vida, no te es lícito, mientras César está a salvo, quejarte de tu suerte: si se halla bien él, están a salvo los tuyos, nada has perdido; tus ojos conviene que estén no sólo secos sino incluso alegres. En él lo tienes todo, él te vale por todo. Eres poco agradecido a tu prosperidad, lo cual es bien impropio de tus sentimientos tan razonables y respetuosos, si te permites llorar por algo estando él a salvo.

Aún te indicaré un remedio, ciertamente no más seguro, pero sí [8 ] más íntimo. En las ocasiones en que te retiras a tu casa es cuando más tendrás que temer la tristeza. En efecto, en tanto que contemples a tu divinidad particular, no encontrará la aflicción manera de entrar en ti: César ocupará toda tu persona; cuando te alejes de él, entonces, como si se le hubiera concedido una oportunidad, el dolor acechará tu soledad y poco a poco se infiltrará en tu espíritu despreocupado. Así pues, [2] no hay razón para que consientas que haya ningún momento libre de tus aficiones; entonces tus letras, tanto tiempo y tan lealmente amadas, te devolverán el favor, entonces te defenderán como su superior y su cultivador, entonces Homero y Virgilio, que han merecido del género humano tanto agradecimiento como tú has merecido de todos y también de ellos, que has querido que fueran conocidos para más gente que para la que habían escrito, permanecerán largo tiempo a tu lado: libre de peligros estará todo el tiempo que confíes a su protección. Redacta entonces, tan bien como eres capaz, los hechos de tu César, a fin de que se transmitan a través de todos los siglos gracias a la publicación de un íntimo suyo; él, en efecto, te proporcionará material y a la vez ejemplo en cuanto a ordenar y describir perfectamente sus hazañas. 129 No me atrevo a llevarte más lejos, a que compongas cuentos [3] y fábulas al estilo de Esopo, empresa aún no intentada por los ingenios romanos, 130 con la gracia en ti habitual. Es realmente difícil que tu ánimo golpeado tan violentamente pueda dedicarse tan pronto a estas tareas más alegres. Sin embargo, ten como prueba de que ya se ha restablecido y vuelto en sí el que pueda pasar de los escritos más serios [4] a estos más superficiales. Pues en los primeros, por enfermo que esté todavía y en lucha consigo mismo, lo distraerá la propia gravedad de los asuntos de que se ocupe; los segundos, que se tienen que componer con el ceño desfruncido, no los tolerará hasta tanto no vuelva a ser el mismo de siempre en todo punto. Así pues, deberás ocuparlo primero con un material más serio, luego templarlo con otro más alegre.

[9 ] También te será de gran alivio preguntarte a menudo: «¿Me lamento por mí o por el que ha muerto? Si es por mí, desaparece el pretexto del cariño, y el dolor, sólo justificado porque es desinteresado, empieza a apartarse del afecto cuando mira a la propia conveniencia. Ahora bien, nada es más impropio de un hombre de bien que hacer [2] cálculos con el luto por un hermano. Si me lamento por él, es preciso que uno u otro de estos dos razonamientos sea decisivo. Pues si a los difuntos no les queda ninguna percepción, mi hermano ha escapado a todas las contrariedades de la vida y ha sido restituido al lugar donde estaba antes de nacer y, a salvo de todo mal, nada teme, nada desea, nada padece: 131 ¿qué locura es ésta, no dejar nunca de lamentarme por [3] él, que nunca va a lamentar ya nada? Si los difuntos conservan alguna percepción, ahora el espíritu de mi hermano, como liberado de una prolongada prisión, al fin dueño y señor de sí mismo, se regocija y disfruta del espectáculo de la naturaleza y contempla todo lo humano desde su posición superior, mientras que observa más de cerca lo divino, cuya explicación había buscado tanto tiempo en vano.

»Así pues, ¿por qué me dejo atormentar por la añoranza del que o es dichoso o no es nada? Llorar al dichoso es envidia, a nadie, insensatez».

¿Quizá lo que te conmueve es que parece haber sido privado de [4] unos bienes extraordinarios y precisamente cuando estaban a su alrededor? Cuando pienses que es mucho lo que ha perdido, piensa que es más lo que no teme: no lo atormentará la cólera, no lo afligirá la enfermedad, no le angustiará la sospecha, no lo perseguirá la envidia devoradora y enemiga siempre de los progresos de otros, no le inquietará el miedo, no le preocupará la veleidad de la suerte que pronto muda sus favores. Si cuentas bien, más es lo que se le ha condonado que lo que se le ha arrebatado. No disfrutará de las riquezas, de tu influencia ni [5] tampoco de la suya; no recibirá favores, no los hará: ¿lo crees desdichado por haber perdido eso o dichoso por no echarlo de menos? Créeme, es más dichoso aquel a quien la suerte le es innecesaria que aquel para quien está bien dispuesta. Todos estos bienes que nos seducen con un placer atractivo pero engañoso, dinero, prestigio, poder, y otros muchos ante los que se queda atónita la ciega codicia del género humano, se obtienen con fatigas, se miran con envidia: en suma, a los mismos a los que realzan a la vez los agobian; amenazan más que benefician: son escurridizos e inseguros, nunca están bien sujetos; en efecto, aunque nada se tema del tiempo por venir, la propia conservación de una gran prosperidad es motivo de inquietud. Si quieres creer [6] a los que penetran más a fondo la verdad, la vida toda es un suplicio. Arrojados a este mar profundo y turbulento que va y viene con sus flujos y reflujos y tan pronto nos eleva con repentinas crecidas, como nos precipita con mayores perjuicios y nos zarandea sin cesar, nunca hacemos pie en tierra firme, entre dos aguas flotamos a merced de las olas y chocamos unos contra otros y sufrimos naufragios a veces, lo estamos temiendo siempre; en este mar tan borrascoso y expuesto a todos los temporales no hay para los navegantes ningún puerto salvo el de la muerte. Por tanto, no quieras mal a tu hermano: está descansando. [7] Al fin es libre, al fin está a salvo, al fin es eterno. Deja con vida a César y a toda su descendencia, 132 con vida a ti junto con vuestros hermanos. Antes de que la suerte variara en algo sus favores, la abandonó cuando aún se mantenía constante y lo colmaba de dones a manos llenas. Ahora disfruta de un cielo abierto y despejado; de un lugar [8] bajo y hundido ha saltado a ese otro, cualquiera que sea, que acoge en su dichoso seno a las almas liberadas de sus ataduras, y ahora allí va libremente de un lado a otro y contempla con el mayor placer todos los bienes de la naturaleza. Estás equivocado: tu hermano no ha perdido [9] la luz, sino que le ha correspondido otra más pura. A todos nos es común el camino hasta allí: ¿a qué lloramos por los hados? Él no nos ha abandonado, sino que nos ha precedido. Créeme, hay una gran felicidad en la propia obligación de morir. Nada hay seguro ni siquiera para un día entero: ¿quién, en esta realidad tan incierta y confusa, es capaz de decir si la muerte ha querido mal a tu hermano o ha procurado su bien?

[10 ] También esto, la equidad que muestras en toda circunstancia, es seguro que te ayudará, al pensar que no se te ha hecho injusticia porque has perdido a un tal hermano, sino que se te ha otorgado un favor, porque [2] has podido gozar y disfrutar tanto tiempo de su afecto. Es injusto quien no deja al donante el derecho a disponer de su regalo, codicioso quien no tiene por ganancia lo que ha recibido, sino por pérdida lo que ha devuelto. Es desagradecido quien llama injusticia a la conclusión del disfrute, necio quien considera que no se saca ningún provecho de los bienes excepto de los presentes, quien no se complace también con los pasados ni juzga más seguros los que se han ido, puesto [3] que de ellos ya no hay que temer que se acaben. Reduce demasiado sus goces quien considera que disfruta tan sólo de lo que tiene y ve, y no valora en nada haber tenido eso mismo; pues pronto nos abandona cualquier placer, que se escapa y desaparece y se aleja casi antes de llegar. Así pues, hay que proyectar el espíritu al pasado y evocar cualquier cosa que nos deleitó en alguna ocasión y examinarla una y otra vez con el pensamiento; el recuerdo de los placeres es más duradero y [4] más constante que su presencia. Incluye, por tanto, entre tus mayores bienes el haber tenido un hermano excelente: no hay razón para que pienses cuánto tiempo más hubieras podido tenerlo, sino cuánto tiempo lo has tenido. La naturaleza no te lo dio en propiedad, como tampoco a los demás sus hermanos, sino que te lo prestó. Cuando le ha parecido, te lo ha reclamado al punto y en esto no se ha guiado por tu hartazgo [5] sino por su criterio. Si alguien se disgusta por haber devuelto un dinero prestado, es más, uno cuyo uso recibió sin intereses, ¿no se le tendrá por un hombre injusto? La naturaleza le dio la vida a tu hermano, te la dio a ti también: si ella, haciendo uso de su derecho, ha reclamado más pronto su deuda a quien quiso, no es culpable ella, cuyas condiciones estaban bien claras, sino la codiciosa esperanza del espíritu mortal, que tantas veces olvida qué es la naturaleza y nunca se acuerda de su [6] destino más que cuando recibe una advertencia. Así pues, alégrate de haber tenido un hermano tan bueno y su usufructo; a pesar de que haya sido más corto que tu deseo, dalo por bueno. Piensa que ha sido agradabilísimo haberlo tenido, humano, haberlo perdido; pues nada hay más incongruente que trastornarse uno porque un hermano así le haya correspondido por poco tiempo y no alegrarse porque, con todo, le ha correspondido.

»Pero me ha sido arrebatado cuando menos lo esperaba.» A cada [11 ] uno lo engaña su credulidad y su voluntario olvido de la mortalidad de aquello que aprecia. La naturaleza no ha manifestado a nadie que esté dispuesta a hacerle gracia de su ley inexorable. Cada día pasan ante nuestros ojos los funerales de conocidos y desconocidos y sin embargo nosotros nos dedicamos a otras cosas y consideramos repentino lo que toda la vida se nos anuncia como venidero. Por lo tanto, no hay tal iniquidad de los hados, sino vicio del todo insaciable de la mente humana, que se irrita por salir de donde había sido admitida transitoriamente. [2] Cuánto más justo aquel que, al serle anunciada la muerte de su hijo, pronunció estas palabras dignas de un gran varón:

Yo, cuando lo engendré, sabía ya que tenía que morir. 133

En absoluto te extrañes de que de este hombre naciera quien supiera morir valientemente. No recibió la muerte de su hijo como una noticia sorprendente. Pues ¿qué hay de sorprendente en que se muera un hombre, cuya vida entera no es otra cosa que un viaje hacia la muerte?

Yo, cuando lo engendré, sabía ya que tenía que morir. [3]

Luego añadió algo que demostraba aún mayor sensatez y entereza:

y para esto lo crié. 134

A todos nos crían para esto; quienquiera que es engendrado a la vida está destinado a la muerte. Alegrémonos por lo que nos den y devolvámoslo cuando nos lo reclamen. A cada uno en su momento lo atraparán los hados, a nadie pasarán por alto: que permanezca en guardia el espíritu y no sienta nunca temor por lo que es inevitable, que aguarde [4] siempre lo que es inseguro. ¿A qué voy a mencionar a los generales y a los descendientes de generales, y a los personajes ilustres por sus numerosos consulados o triunfos, que cumplieron con su destino inexorable? Reinos enteros con sus reyes y naciones con sus gentes sufrieron su destino: todos, mejor dicho, todo tiene como meta su último día. El final no es el mismo para todo el mundo: a uno lo abandona la vida en mitad de la carrera, a otro lo deja en la salida misma, a otro a duras penas le permite irse en la vejez más extrema, ya cansado y deseando retirarse; en uno u otro momento, es cierto, pero todos nos encaminamos al mismo lugar. No sé si es más estúpido ignorar la ley de la mortalidad [5] o más desvergonzado rechazarla. Venga, toma en tus manos las poesías de uno cualquiera de los dos autores que se han visto difundidos gracias a la intensa labor de tu talento y que tú has puesto en prosa de tal manera que, aunque haya desaparecido su estructura, permanece su encanto (pues los has traducido de una lengua a otra de tal modo que, cosa por demás difícil, todas sus virtudes te han seguido a un lenguaje extraño a ellas): entre esos escritos no habrá ningún libro que no te proporcione múltiples ejemplos de la inconstancia humana y de calamidades imprevistas y de lágrimas derramadas por un motivo [6] u otro. Lee con cuánto aliento has hecho estremecer el aire con magníficas palabras: te avergonzará desfallecer de repente y desmentir tanta grandeza como hay en tu prosa. No des lugar a que alguien que admire sin medida tus escritos se pregunte cómo ha concebido un espíritu tan frágil pensamientos tan grandiosos y tan consistentes.

[12 ] Es mejor que, de esas circunstancias que te atormentan, te vuelvas a éstas, tan numerosas e importantes, que te consuelan, y mires a tus excelentes hermanos, mires a tu esposa, a tu hijo mires: la salvación de todos éstos la ha acordado contigo la suerte, a cambio de esta parte. Tienes muchos en quienes hallar alivio: guárdate de esta vergüenza, que no les parezca a todos que un solo dolor tiene más dominio sobre [2] ti que estos consuelos tan numerosos. Ves que todos ellos han sido golpeados al tiempo que tú y que no pueden acudir en tu ayuda, más aún, comprendes que incluso esperan ser socorridos por ti; y por eso, en la medida en que poseen menos instrucción y talento, más preciso es que hagas frente tú a la desgracia común. Por otro lado, también sirve de consuelo repartir entre muchos el dolor de uno; el mal, como se distribuye entre varios, tiene que reducirse en ti a una mínima parte.

[3] No dejaré de hacerte presente constantemente a César: mientras gobierne él las tierras y muestre cuánto mejor se guarda el poder con favores que con armas, mientras esté él al frente de los destinos de los hombres, no hay peligro de que sientas que has perdido algo: en él solo tienes protección suficiente, consuelo suficiente. Álzate y cuantas veces acudan las lágrimas a tus ojos, otras tantas dirígelos a César: se secarán con la contemplación de la más grande y más brillante divinidad; su resplandor los deslumbrará de manera que no puedan mirar ninguna otra cosa, y los mantendrá clavados en él. En éste tienes que pensar, a [4] quien contemplas día y noche, de quien nunca desvías tu atención, a él tienes que recurrir contra la suerte. Y, puesto que muestra tanta bondad y tanta benevolencia hacia todos los suyos, no dudo que ya habrá restañado esta herida tuya con numerosos consuelos y habrá hecho acopio de todo lo que pudiera hacer frente a tu dolor. Por otra parte, aunque no haya hecho nada de esto, ¿acaso tan sólo la propia contemplación y el pensar en César no son por sí mismos el mayor consuelo para ti? Que los dioses y las diosas lo tengan largo tiempo prestado a la tierra. [5] Que iguale los hechos del divino Augusto, que sobrepase sus años. Que mientras esté entre los mortales no sienta que haya nada mortal en su familia. Que por largo tiempo con su autoridad acredite a su hijo como dirigente del imperio romano y que lo vea como colega de su padre antes que como sucesor. Que sea lejano y conocido únicamente por nuestros nietos el día en que su linaje lo reivindique para el cielo.

Aparta de él tus manos, fortuna, y no hagas en él ostentación de tu [13 ] poder, salvo en lo que le seas de provecho. Permite que cure al género humano ya tanto tiempo enfermo y exhausto, permite que restaure y restablezca a su estado natural todo lo que arruinó la locura del príncipe precedente. 135 Que este astro, que brilla para un mundo arrojado al abismo y hundido en las tinieblas, resplandezca por siempre. Que [2] pacifique Germania y abra el camino a Britania, 136 que celebre los triunfos de su padre y además otros nuevos; 137 de éstos yo también voy a ser espectador, eso me lo garantiza su clemencia, que ocupa el primer lugar entre sus virtudes. En efecto, no me hizo caer como si no quisiera él volverme a levantar, es más, ni siquiera me hizo caer, sino que me sostuvo cuando me empujó la fortuna y estaba tambaleándome, y haciendo uso del poder de su divina mano me depositó suavemente en tierra cuando me desplomaba al precipicio. Intercedió por mí ante el [3] Senado y no sólo me dio la vida sino que la pidió. Él decidirá: que juzgue mi causa como él quiera que sea; que su equidad la reconozca como buena o la haga buena su clemencia: una u otra cosa la recibiré por igual como un favor suyo, ya sea que me sepa inocente, ya sea que lo quiera. Entre tanto, es eficaz consuelo de mis desdichas ver su misericordia extendiéndose por el orbe entero; puesto que ella ha desenterrado de este rincón mismo en que estoy hundido a bastantes que ya estaban sepultados bajo los escombros de muchos años y los ha devuelto a la luz, no temo que me pase por alto a mí. Ahora bien, él sabe perfectamente el momento en que debe acudir en auxilio de cada uno; yo pondré todo mi empeño para que no se avergüence de llegar hasta [4] mí. ¡Bienaventurada tu clemencia, César, pues hace que los desterrados lleven bajo tu gobierno una vida más tranquila que la que llevaron hace poco los notables bajo Gayo! 138 No tiemblan ni aguardan la espada a cada hora, ni se aterrorizan a la vista de cualquier nave; gracias a ti obtienen la moderación de la suerte rigurosa tanto como la esperanza de otra mejor y la tranquilidad de la presente. Que sepas, en fin, que son muy justos los rayos que veneran incluso los heridos por ellos.

[14 ] Así pues, este príncipe que es consuelo común de todos los hombres, o mucho me equivoco o ya ha reconfortado tu espíritu y procurado, para una herida tan grande, remedios mayores. Ya te ha restablecido por todos los medios, ya, merced a su infalible memoria, te ha referido todos los ejemplos que pudieran inducirte a la serenidad, ya te ha expuesto con la elocuencia en él habitual los preceptos de todos [2] los sabios. Así pues, nadie habrá desempeñado mejor este papel de consejero: si las dice él, las palabras tendrán otro peso, como emitidas por un oráculo; su autoridad divina quebrantará toda la violencia de tu dolor. Supón, por tanto, que te dice: «No te ha escogido a ti solo la suerte para infligir una afrenta tan penosa. Ninguna casa en el orbe entero hay ni ha habido sin algún motivo para llorar. Pasaré por alto los ejemplos corrientes que, aunque de menor importancia, son sin [3] embargo incontables, y te llevaré a los fastos y a los anales públicos. ¿Ves todas estas estatuas que han acabado llenando el atrio de los Césares? Ninguna de ellas deja de ser notable por algún perjuicio de los suyos; ninguno de estos varones que brillaron para ornato de los siglos ha dejado de verse atormentado por la añoranza de los suyos o añorado por los suyos en medio del más hondo sufrimiento.

»¿A qué hablarte de Escipión Africano, 139 a quien notificaron en el [4] exilio la muerte de su hermano? El hermano que había sustraído a su hermano a la cárcel no pudo sustraerlo al hado; y para todo el mundo fue evidente qué rebelde a la legalidad se mostró el cariño del Africano; el mismo día, en efecto, en que arrancó a su hermano de las manos del alguacil, llegó incluso a oponerse, siendo un particular, a un tribuno de la plebe. 140 Sin embargo, añoró a su hermano con tanta entereza como lo había defendido. ¿A qué hablar de Escipión Emiliano, 141 que [5] casi al mismo tiempo contempló el triunfo de su padre y los funerales de dos hermanos? Jovencito, prácticamente un niño, soportó sin embargo aquella repentina ruina de su familia, que se derrumbaba encima mismo del triunfo de Paulo, con tanta entereza como debía soportarla el hombre nacido justamente para que a la ciudad de los romanos le perviviera un Escipión y no le sobreviviera Cartago.

»¿A qué hablar de la buena armonía entre los dos Luculos, 142 interrumpida [15 ] por la muerte? ¿A qué, de los dos Pompeyos? 143 A éstos la suerte en su saña ni siquiera les concedió derrumbarse por fin en una misma caída. Sexto Pompeyo sobrevivió primero a su hermana, 144 a cuya muerte quedaron desligadas las ataduras de la paz romana, per fectamente amarrada, y también él sobrevivió a su excelente hermano, al que la suerte había elevado sólo para que no cayera de una altura menor de la que cayó su padre; y sin embargo, tras esta desgracia Sexto Pompeyo fue capaz de enfrentarse no sólo al dolor sino también a la [2] guerra. Por todas partes se nos ofrecen innumerables ejemplos de hermanos separados por la muerte, más bien al contrario, a duras penas alguna vez se ha visto una pareja de ellos envejeciendo juntos. Pero me contentaré con los ejemplos de nuestra casa; nadie habrá, en efecto, tan falto de sentimientos y de sensatez que se queje de que la suerte ha hecho caer el luto sobre alguien, una vez que sepa que ella ha codiciado incluso las lágrimas de los Césares.

[3] »El divino Augusto perdió a su queridísima hermana Octavia 145 y la naturaleza no lo eximió de la obligación de llorar ni siquiera a él, a quien tenía destinado el cielo. Más aún, también él, después de verse maltratado por toda clase de quebrantos familiares, perdió al hijo de su hermana, 146 al que había dispuesto para sucederle; en fin, por no enumerar uno a uno sus lutos, perdió a sus yernos, a sus hijos y además a sus nietos, 147 y nadie entre todos los mortales sintió más que era hombre, mientras estuvo entre los hombres. Con todo, a tantos y tan hondos lutos dio cabida en su corazón, en el que todo cabía, y el divino Augusto resultó vencedor no tan sólo de los pueblos extranjeros sino también de sus penas.

[4] »Gayo César, hijo y nieto del divino Augusto, mi tío abuelo, 148 en los primeros años de su juventud, en plenos preparativos de la guerra contra los partos, perdió a su queridísimo hermano Lucio, un príncipe de la juventud a otro príncipe de la juventud, y fue herido en su espíritu con un golpe mucho más duro que el que luego recibió en el cuerpo; ambos los soportó por igual, muy pacientemente y muy valerosamente.

[5] »Tiberio César, mi tío, a Druso Germánico, mi padre y hermano menor suyo, cuando estaba abriéndose paso por el interior de Germania y sometiendo al poder de Roma a pueblos belicosísimos, lo vio morir entre sus abrazos y sus besos; 149 sin embargo, fijó un límite al duelo, no únicamente para sí mismo, sino también para los demás e hizo regresar a los usos de un luto romano al ejército entero, no sólo afligido sino también aturdido, que reclamaba el cuerpo de su Druso, y declaró que había que mantener la disciplina no únicamente en su oficio de soldados, sino también en sus muestras de dolor. No habría él podido contener las lágrimas de otros si antes no hubiera reprimido las suyas.

»Marco Antonio, mi abuelo, 150 no inferior a nadie más que a aquel [16 ] por quien fue derrotado, en la época en que estaba consolidando la República e, investido de la potestad triunviral, no veía nada por encima de él, sino que todo, excepto a sus dos colegas, lo contemplaba a sus pies, supo de oídas que su hermano había sido asesinado. 151 ¡Tiránica [2] suerte, qué burlas te gastas con las desgracias de los hombres! Precisamente al tiempo que Marco Antonio actuaba como árbitro de la vida y de la muerte de sus conciudadanos, se daba la orden de que el hermano de Marco Antonio fuera ejecutado. Sin embargo, Marco Antonio soportó este golpe tan amargo con la misma grandeza de ánimo con que había sobrellevado todas las demás contrariedades, y su duelo consistió en vengar a su hermano con la sangre de veinte legiones. 152

»Pero, por omitir todos los demás ejemplos y no mencionar otras [3] muertes que también me afectaron, dos veces me acometió la suerte con un luto por un hermano, 153 dos veces comprendió que se me podía malherir pero no se me podía derrotar: perdí a mi hermano Germánico; cuánto lo quise lo comprende enseguida cualquiera que piense cuánto quieren a sus hermanos los hermanos afectuosos; sin embargo, ajusté mis sentimientos de manera que ni descuidé nada que se debiera exigir a un buen hermano ni hice nada que se pudiera censurar en un príncipe». 154

[4] Supón entonces que el padre del pueblo te cita estos ejemplos y que a la vez te muestra hasta qué punto nada hay sagrado ni intocable para la suerte, que ha osado sacar cortejos fúnebres de estos penates de los que luego iba a requerir dioses. 155 Así pues, no se extrañe nadie de que ella haga algo con crueldad o inicuamente: ¿puede, en efecto, conocer algún tipo de equidad o de moderación respecto a las casas particulares ella, cuya saña implacable ha mancillado los sitiales mismos [5] de los dioses? 156 Por más que le hagamos reproches no por boca nuestra únicamente, sino también por la de todos, no cambiará; se erguirá frente a todas las súplicas y todas las quejas. Así ha sido la fortuna en los asuntos de los hombres, así será: nada ha dejado sin intentar, nada dejará sin tocar; marchará arrebatada por todas partes, tal como ha acostumbrado siempre, atreviéndose a entrar a cometer injusticias incluso en las casas a las que se accede a través de templos, 157 y a las [6] puertas coronadas de laurel 158 les impondrá negros velos. Contentémonos con alcanzar de ella, mediante ofrendas y peticiones públicas, si aún no le ha parecido bien aniquilar al género humano, si todavía contempla favorable el nombre de Roma, únicamente que a este príncipe, que nos ha sido concedido en plena decadencia de la humanidad, lo considere intocable para ella tal como para todos los mortales; que aprenda clemencia de él y se muestre benigna con el más benigno de los príncipes.

Así pues, debes fijarte en todos aquellos que hace poco he citado, [17 ] admitidos al cielo o muy cercanos, y soportar con serenidad la suerte, que también hacia ti tiende sus manos, que no mantiene alejadas ni siquiera de aquellos por quienes juramos; 159 debes imitar su firmeza en sobrellevar y superar sus penalidades, al menos en la medida en que le es posible a un hombre seguir los pasos de los dioses. A pesar [2] de que en otros aspectos 〈haya〉 profundas diferencias en cuanto a honores y títulos, la virtud está situada al alcance de todos: no rechaza a nadie que al menos se considere digno de ella. Ciertamente, harás muy bien en imitar a los que, aunque podían indignarse por no estar exentos de esta desgracia, sin embargo no juzgaron una injusticia, sino justicia de la naturaleza mortal, el verse igualados sólo en esto al resto de los hombres, y soportaron lo que les había ocurrido no con aspereza y amargura excesivas ni tampoco blanda y afeminadamente: en efecto, no sentir las desgracias es impropio de las personas, del mismo modo que no soportarlas es impropio del varón.

Sin embargo, al repasar los Césares a quienes la suerte arrebató hermanos [3] y hermanas, no puedo pasar por alto a ese que se debe excluir radicalmente del número de los Césares, a quien engendró la naturaleza para perdición y oprobio del género humano; cuyo imperio, por él mismo asolado y destruido de raíz, restaura la benevolencia de un benignísimo príncipe. Cuando perdió a su hermana Drusila, 160 Gayo César, [4] ese hombre que no era más capaz de penar que de gozar como un príncipe, rehuyó el contacto y la conversación de sus conciudadanos, no asistió a las exequias de su hermana, no le rindió los honores debidos a una hermana, sino que en su villa de Alba aliviaba las tristezas de esa muerte tan prematura con tableros, dados y otras triviales actividades de esta índole. ¡Qué vergüenza para el imperio! ¡El juego fue el consuelo de un príncipe romano de luto por su hermana! Ese mismo Gayo, [5] con volubilidad de demente, que tan pronto se dejaba crecer barba y cabello como recorría sin rumbo fijo las costas de Italia y Sicilia, sin estar nunca bastante seguro de si quería que su hermana fuera llorada o venerada, al mismo tiempo que le erigía templos y tronos, imponía crudelísimos castigos a quienes se habían mostrado poco afligidos; pues con la misma turbulencia de espíritu soportaba los golpes de la adversidad como, exaltado por la llegada de la prosperidad, se engreía por [6] encima de la condición humana. Lejos de todo varón romano esté un ejemplo tal: distraer el luto con pasatiempos inoportunos, o avivarlo con una repugnante suciedad y sordidez, o entretenerlo con los sufrimientos de otros, un consuelo absolutamente inhumano.

[18 ] Por tu parte, no tienes que variar en nada tus costumbres, puesto que determinaste consagrarte a los estudios que aumentan perfectamente la felicidad tanto como fácilmente aminoran la adversidad, los mismos que son para el hombre la mayor distinción y también el mayor consuelo. Sumérgete ahora, por tanto, más profundamente en tus estudios, ponlos ahora a tu alrededor como defensas de tu espíritu, [2] para que el dolor no encuentre acceso a ti por parte alguna. Haz perdurar también la memoria de tu hermano con algún recuerdo en tus escritos: pues esta obra es la única entre las humanas a la que ningún contratiempo puede perjudicar, que no puede consumir ninguna vejez. Las restantes, que consisten en estructuras de piedra y masas de mármol o túmulos de tierra alzados a inmensa altura, no subsisten largo tiempo, ya que también ellas desaparecen: la memoria del ingenio es inmortal. Ésta es la que debes prodigar a tu hermano, en ésta debes darle un lugar; harás mejor en eternizarlo con un ingenio por siempre duradero, que en llorarlo con un dolor inútil.

[3] En lo que se refiere a la suerte en sí, aunque por ahora no se puede defender su causa ante ti (pues todo lo que nos ha dado, precisamente por habernos privado de una parte, nos resulta aborrecible), habrá que defenderla tan pronto como el tiempo te haya hecho juez más imparcial respecto a ella, pues entonces podrás reconciliarte con ella. En efecto, te dio por anticipado muchas cosas con que compensar esta injusticia, te concederá aún muchas con que repararla; y por último, [4] eso mismo que te ha sustraído, ella misma te lo había dado. Por consiguiente, no emplees contra ti tu ingenio, no colabores con tu dolor. Sin duda tu elocuencia es capaz de hacer pasar por importante lo que es intrascendente y, al contrario, de rebajar lo importante y reducirlo a nimiedad; pero que guarde para otra ocasión estas facultades, ahora que se dedique enteramente a tu consuelo. Y, de todos modos, fíjate, no vaya a ser esto superfluo también; pues la naturaleza nos exige muy [5] poco y por culpa de las apariencias se acumula más. Ahora bien, yo nunca te exigiré que no te aflijas en absoluto. Ya sé que se encuentran algunos hombres de sabiduría más insensible que valerosa, que llegan a afirmar que el sabio no debe sufrir: éstos me parece que nunca se han topado con una desgracia así; de lo contrario, la suerte les habría sacudido su ciencia pretenciosa y les habría obligado, aunque no quisieran, a admitir la verdad. Bastante hará la razón si suprime sólo lo que es [6] superfluo y excesivo en el dolor; mas que admita que éste no existe en absoluto, nadie debe ni esperarlo ni desearlo. Guarde más bien estos límites, de modo que ni dé muestras de insensibilidad ni de insensatez, y nos mantenga dentro de la actitud propia de una mente sensible, no de una perturbada: que corran las lágrimas, pero que también ellas terminen; que se profieran quejidos desde lo hondo del corazón, pero que también ellos se concluyan; gobierna tus sentimientos de manera que puedas ganarte tanto la aprobación de los sabios como de tus hermanos. Debes conseguir desear que la memoria de tu hermano se [7] te presente a cada paso, mencionarlo en tus conversaciones y también evocarlo en repetidos recuerdos, cosa que podrás lograr sólo si te haces su memoria alegre antes que deplorable; pues es natural que la mente rehúya siempre aquello a lo que regresa con tristeza. Piensa en su discreción, [8] piensa en su habilidad al emprender sus cosas, en su laboriosidad al realizarlas, en su seriedad al prometerlas. Todos sus dichos y sus hechos cuéntaselos a los demás y también recuérdatelos a ti mismo. Piensa cómo fue y cómo se podía esperar que fuera; pues ¿qué no se podría garantizar con total seguridad de aquel hermano?

Esto lo he escrito tal como he podido, con mi espíritu debilitado y [9] embotado por esta ya prolongada inactividad. Si te parece que no corresponde a tu talento o que no remedia tu dolor, piensa hasta qué punto no puede tener tiempo para consuelos ajenos uno al que tienen preocupado sus propias desdichas, y qué difícilmente se le ocurren palabras en buen latín a un hombre a cuyo alrededor resuena sólo el griterío inarticulado de los bárbaros, insoportable incluso para unos bárbaros más civilizados. 161

122 Pudiera ser que este principio perdido contuviera el elogio adulador que Séneca dirigió a Mesalina, como afirma Dion Casio en el pasaje que analiza Giancotti, «La consolazione di Seneca a Polibio in Cassio Dione LXI 10, 2», Rivista di Filologia e Istruzione Classica 34 (1956), págs. 30-44. En cuanto a las palabras que faltan a la primera frase conservada para tener sentido completo, podrían perfectamente parecerse a las que imaginó Gertz, L. Annaei Senecae Dialogorum libri XII , Copenhague, 1886 (cf . Reynolds, L . Annaei Senecae Dialogorum libri duodecim , 3.a ed., Oxford, 1985, pág. 266): «“las ciudades y los monumentos erigidos en piedra, si con la vida” nuestra…».

123 Desde muy antiguo se agrupaban bajo esta denominación las pirámides de Egipto, los jardines colgantes de Babilonia, la estatua de Zeus en Olimpia, el templo de Ártemis en Éfeso, el mausoleo de Halicarnaso, el coloso de Rodas y el faro de Alejandría.

124 Tres ciudades destruidas por el fuego: Cartago y Corinto el mismo año, 146 a.C.; Numancia en el 134 a.C.

125 Cada lengua caracterizada por su cualidad esencial, cf . Quintiliano, Institutione oratoria , XII , 10, 35.

126 Homero y Virgilio (cf . 8, 2), a los que había traducido en prosa latina y griega respectivamente (cf . 11, 5).

127 Cf . Consolación a Marcia , 10, 1.

128 Atlante, uno de los gigantes que se alzaron contra los dioses y sufrieron la derrota, fue condenado a sostener sobre sus hombros la bóveda celeste.

129 Séneca exagera aduladoramente el material: Claudio sólo estuvo dieciséis días en campaña durante la única expedición militar que emprendió, contra Britania (Tácito, Anales , 13, 3; Dion Casio, op . cit ., LX , 19-23; Suetonio, Claudio , 17); sí es cierto, en cambio, que Claudio se dedicó con afán a escribir, principalmente de historia, aunque parece ser que sus obras adolecían de mucha erudición y poca calidad literaria (Suetonio, ibid ., 41).

130 Es inverosímil que Séneca desconociera las fábulas de Fedro, precisamente esópicas y publicadas durante los reinados de Tiberio y Calígula; Séneca simula ignorancia para poder halagar aún más a Polibio, indicándole una empresa que sólo él podría acometer.

131 Séneca toma este argumento del materialismo epicúreo; cf . Lucrecio, La naturaleza , III 972-977.

132 De los cinco hijos que tuvo Claudio con sus tres primeras esposas vivían por entonces Antonia (de Elia Petina), Británico y Octavia (de Mesalina).

133 Séneca cita un verso del Telamón de Ennio (cf . Q. Ennio, Fragmentos [ed. de M. Segura], Madrid, 1984, pág. 29), modificándolo ligeramente, pues en la versión original Telamón se refiere a sus dos hijos, Áyax y Teucro.

134 Ennio, y Séneca acto seguido, emplea el verbo tollere , que significa «levantar»: el padre alzaba al recién nacido en sus brazos, simbolizando así su reconocimiento y su intención de criarlo.

135 Como es sabido, Claudio sucedió a su sobrino Calígula, cuya demencia era proclamada por todos, una vez muerto, claro está.

136 Esta pomposa pacificación de Germania se reduce a una victoria sobre la tribu de los caucos por parte de Gabinio Segundo (cf . Suetonio, Claudio , 24, 3). La expedición contra Britania ya nos es conocida (cf . nota 129); el problema es que de la expresión de Séneca no se puede deducir si era aún un proyecto o ya una realidad, ni sacar en consecuencia conclusiones sobre una fecha más precisa de composición para esta obra.

137 Los triunfos de Druso Germánico (cf . Consolación a Marcia , nota 5) y el de Claudio sobre Britania; de hecho, permitió regresar a algunos desterrados para que pudieran contemplarlo (Suetonio, Claudio , 17, 3); ya antes había rehabilitado a unos pocos exiliados, como recuerda el propio Séneca más adelante, pero siempre siguiendo las propuestas del Senado (Suetonio, ibid ., 12, 1).

138 Calígula (cf . Consolación a su madre Helvia , nota 71).

139 No podían hallarse las imagines de los Escipiones en el atrio del palacio imperial, pues no formaban parte de la familia; este Africano fue el primero en ganarse este cognomen , Publio Cornelio Escipión, que intentó defender a su hermano, Lucio Cornelio Escipión Asiático, y librarlo de la cárcel, a la que lo había condenado un decreto de los tribunos de la plebe (cf . Tito Livio, op . cit ., XXXVIII , 54-56).

140 Llamado Augurino; fue el promotor de la orden de prisión contra el Asiático (Aulo Gelio, Noches áticas , VI , 19, 2).

141 Cf . Consolación a Marcia , nota 18.

142 Lucio Licinio Luculo (ca . 117-ca . 57 a.C.) fue el vencedor de Mitrídates en Ténedos, y posteriormente se hizo famoso por sus riquezas y sus banquetes suntuosos; de su hermano Marco se sabe que fue cónsul en el año 73 a.C.

143 Los hijos de Pompeyo Magno: Gneo, muerto tras la batalla de Munda (45 a.C.), y Sexto, que continuó la lucha contra el segundo triunvirato hasta ser derrotado por Agripa en el año 36 a.C. y muerto en Mileto uno después.

144 Séneca confunde a Pompeya, la hermana de Sexto, con la madrastra de ambos, Julia, la hija de César casada por conveniencia política con Pompeyo (cf . Consolación a Marcia , 14, 3, y nota 21; también K. Abel, «Exegetisches zu Senecas Dialogen, XI , 15, 1», Rheinisches Museum für Philologie 105 (1962), págs. 376-377).

145 De nuevo una especie de histerología: Octavia murió en el año 11 a.C., doce después que su hijo.

146 Marcelo (cf . Consolación a Marcia , nota 3).

147 Los yernos, Marcelo, ya mencionado, y Marco Vipsanio Agripa (muerto en el 12 a.C.), maridos sucesivos de su única hija Julia; el plural «hijos» se explica porque adoptó a sus nietos y a sus hijastros (cf . Consolación a Marcia , nota 24); esto aclara el que a continuación Séneca llame «hijo y nieto de Augusto» a Gayo César; éste y su hermano Lucio habían sido distinguidos con el título honorífico al que hace alusión Séneca.

148 Dado que Augusto adoptó a Tiberio, tío de Claudio.

149 Druso cayó enfermo en Germania, adonde acudió Tiberio a marchas tan forzadas que aún halló a su hermano con vida (Dion Casio, op . cit ., LV , 2, I; Suetonio, Tiberio , 7, 3; Consolación a Livia , 89-94). Una vez muerto Druso, Tiberio impidió que sus soldados incineraran allí mismo su cadáver, que fue transportado hasta Roma para ser enterrado (Consolación a Marcia , 2, 1-2).

150 Cf . Consolación a Marcia , nota 8. Marco Antonio fue derrotado por Augusto (aún Octavio) en Accio en el año 31 a.C.

151 Gayo Antonio, pretor en el año 44 a.C., fue condenado y ejecutado por orden de Bruto en Macedonia el año 43 a.C., precisamente el mismo en que su hermano Marco, Octavio y Lépido se asociaban para constituir el segundo triunvirato.

152 Hipérbole evidente: el ejército de Bruto y Casio (cf . Consolación a su madre Helvia , nota 79) derrotado por Marco Antonio y Octavio en Filipos (42 a.C.) no contaba con tantas legiones ni fue aniquilado hasta el último soldado.

153 Claudio tuvo efectivamente dos hermanos (cf . Consolación a Marcia , nota 8), que murieron antes que él; sin embargo, aunque insiste en el número, sólo menciona luego a uno, Germánico, padre de Calígula, muerto, como su padre Druso, de una enfermedad repentina y casi sospechosa (Suetonio, Calígula , 1, 3); sería humillante para Claudio recordar que su hermana Livila, casada con Druso, hijo de Tiberio, había sido condenada por éste como adúltera y asesina de su esposo en el año 31 d.C.

154 Cuando murió Germánico Claudio no era, evidentemente, emperador, ni podía nadie sospechar siquiera que llegara a serlo.

155 Cf . Consolación a Marcia , notas 23 y 51.

156 Traducción aproximada de puluinaria , propiamente los almohadones en que se recostaban las imágenes de los dioses en la celebración de un lectisternium o festín sagrado.

157 Quizá se refiere a los muchos templos que rodeaban el palacio en el Palatino, o más probablemente a la reforma de Calígula, que lo amplió, prolongando un ala hasta el foro; el templo de Cástor y Pólux quedó convertido en vestíbulo del palacio (Suetonio, Calígula , 22, 2).

158 Desde que Octavio tomó el sobrenombre de Augusto (Suetonio, Augusto , 7, 2), las puertas del palacio se adornaban con coronas de laurel, símbolo de ese carácter «sagrado».

159 No era raro jurar por César o por Augusto, como dioses que eran (cf . Horacio, Epístolas , II , 1, 6). El propio Claudio usaba el nombre de Augusto para sus más solemnes juramentos (Suetonio, Claudio , II , 2).

160 Calígula tuvo relaciones incestuosas con sus tres hermanas, pero la favorita con mucho fue Drusila, a la que rindió honores divinos tras su muerte (cf . Suetonio, Calígula , 24, 1-2).

161 A pesar de su cosmopolitismo teórico y del igualitarismo que pretendía en sus escritos, Séneca menospreciaba en realidad a los no grecorromanos, a los bárbaros (cf . M. Coccia, «Seneca e i barbari», Romanobarbaria 5 (1980), págs. 61-87). Por su contacto con ellos Séneca ha olvidado el buen latín, como le sucedió a Ovidio (Tristes , III , 1, 17-18; V , 12, 55-58). Cf . R. degl ‘Innocenti, «Echi delle elegie ovidiane dall’esilio nelle Consolationes ad Helviam e ad Polybium », Studi italiani di filologia classica 52 (1980), págs. 109-143.

Séneca

Подняться наверх