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SOBRE LA PROVIDENCIA

POR QUÉ SUCEDEN ALGUNOS INCOVENIENTES A LOS

HOMBRES DE BIEN, AUN CUANDO HAY UNA PROVIDENCIA 1

Me preguntaste, Lucilio, 2 por qué, si el mundo está dirigido por una [1 ] providencia, les suceden tantas desgracias a los hombres de bien. A esto se contestaría con mayor propiedad a lo largo de un tratado, al probar que una providencia preside el universo y que un dios se interesa por nosotros; pero como es conveniente extraer una pequeña parte del todo y solventar una sola cuestión, en tanto que el litigio permanece intacto, haré una cosa nada complicada: defenderé la causa de los dioses.

Por el momento es inútil exponer que una fábrica tan grande no [2] perdura sin ningún guardián y que toda esta reunión y agitación de los astros no son propias de un ímpetu casual, que las cosas que el azar impulsa se ven a menudo alborotadas y chocan en seguida, que esta velocidad sin trabas regulada por una ley eterna continúa moviendo gran cantidad de cosas por tierra y mar, gran cantidad de luces brillantísimas que refulgen según lo establecido; que este orden no es propio de una materia inestable ni lo que se ha juntado por azar se caracteriza por una capacidad bastante para hacer que la pesadísima masa de las tierras permanezca inmutable y contemple a su alrededor la huida a la carrera del cielo, para que los mares esparcidos por las cavidades ablanden las tierras y no experimenten ningún incremento por los ríos, para que de elementos [3] minúsculos surjan seres colosales. Ni siquiera los fenómenos que parecen confusos e imprecisos (me refiero a las lluvias, nublados, caídas de destructores rayos y los fuegos arrojados por las cumbres reventadas de los montes, temblores de un suelo inestable y otros que provoca la región turbulenta del cielo alrededor de las tierras) suceden, aunque sean imprevistos, sin razón, sino que incluso ellos tienen sus causas, no menos que aquellos que, observados en lugares impropios prodigiosamente, causan maravilla, como unas aguas cálidas entre las olas y unas extensiones nuevas de islas alzándose en el ancho mar. 3

[4] Es más, si alguien se fija en que el mar, retirándose sobre sí mismo, deja las playas al descubierto y que al poco tiempo las vuelve a tapar, ¿creerá que las olas, a causa de una ciega agitación, tan pronto se encogen y se repliegan al interior, tan pronto irrumpen y recuperan en veloz carrera su sitio, cuando en realidad crecen poco a poco y avanzan a su día y hora, más altas o más pequeñas según las atrae el astro lunar, a cuyo arbitrio se desborda el océano? 4 Reservemos estas cuestiones para el momento adecuado, 5 sobre todo porque tú de la providencia no dudas sino que te quejas.

[5] Volveré a congraciarte con los dioses, excelentes para con los excelentes. Pues la naturaleza no tolera que nunca lo bueno perjudique a lo bueno; entre los hombres buenos y los dioses hay amistad, pues la virtud la facilita. ¿Amistad digo? Más aún, confianza y semejanza, puesto que en realidad el hombre bueno sólo por su duración es distinto al dios, discípulo como es suyo e imitador y legítima descendencia, a la que aquel progenitor espléndido, recaudador nada blando de virtudes, [6] educa con gran rigor, tal como los padres severos. Así pues, cuando veas que los hombres buenos trabajan, sudan, suben por lugares escarpados, que, en cambio, los malvados se divierten y nadan en placeres, piensa que nosotros disfrutamos con la modestia de los hijos, con la insolencia de los esclavos, que aquéllos se ven reprimidos por una disciplina más que severa, que se fomenta la osadía de éstos. Que eso mismo te quede claro con respecto al dios: no tiene al hombre bueno en la molicie, lo pone a prueba, lo endurece, lo prepara para sí.

«¿Por qué a los hombres buenos les ocurren innumerables contrariedades?» [2 ] A un hombre bueno ningún mal puede sucederle: no se mezclan los contrarios. Del mismo modo que tantos ríos, tantas lluvias caídas del cielo, tanta abundancia de fuentes medicinales no cambian el sabor del mar, ni siquiera lo mitigan, así el ataque de las contrariedades no trastorna el espíritu del hombre fuerte: se mantiene en su posición y cuanto le sucede lo acomoda a su estilo de vida, pues es más poderoso que sus circunstancias. Y no digo «no las siente» sino «las vence» e incluso [2] se alza, por lo demás tranquilo y calmo, contra las que lo acometen. Todas las adversidades las toma como entrenamientos. De otro lado, ¿quién, con tal que sea un hombre dispuesto a la honradez, no está deseando un trabajo adecuado, y preparado para tareas peligrosas? ¿Para qué persona industriosa no es el ocio un castigo? Vemos que los [3] atletas, a quienes toca ocuparse de su fuerza, luchan con los más vigorosos y exigen a los que los entrenan para la competición que empleen contra ellos todas sus fuerzas; toleran que los golpeen y maltraten y, si no encuentran contrincante de su categoría, se arrojan contra varios a la vez. Se marchita sin oponente la virtud: se ve cuánta es su grandeza y [4] cuánto su poder en el momento en que muestra de qué es capaz con su resistencia. Conviene que sepas que los hombres buenos deben hacer lo mismo, de modo que no se espanten ante circunstancias duras y difíciles y no se quejen del destino, sino que den por bueno cuanto les ocurra, lo vuelvan bueno. Lo importante no es qué soportas, sino de qué manera.

¿No ves hasta qué punto los padres son complacientes de una forma [5] y las madres de otra? Ellos ordenan que sus hijos se despierten temprano para dedicarse a los estudios, incluso en días festivos no toleran que estén ociosos y los hacen sudar y a las veces llorar; las madres, en cambio, quieren estrecharlos en su regazo, conservarlos a su sombra, que nunca se vean afligidos, nunca lloren, nunca trabajen. El dios tiene con los [6] hombres una actitud de padre y los ama virilmente, y dice: «Que se vean acosados por quehaceres, penalidades y perjuicios, para que adquieran la auténtica fortaleza». Los que engordan debido a su indolencia languidecen y desfallecen no sólo con el esfuerzo, sino con el movimiento y con su propio peso. Una prosperidad incólume no soporta ningún golpe; en cambio, cuando ha mantenido un enfrentamiento continuo contra los inconvenientes, ha encallecido a fuerza de injusticias y no cede [7] ante desgracia alguna sino que, si cae, pelea incluso de rodillas. ¿Tú te extrañas si el dios tan amante de los buenos, que quiere que sean los mejores y más excelentes, les asigna una suerte con que puedan ejercitarse? Yo por mi parte no me extraño si de vez en cuando 〈los dioses〉 conciben el deseo de contemplar a grandes hombres luchando contra [8] algún desastre. A veces nos causa placer que un joven de espíritu firme afronte con la lanza a la fiera que lo acomete, que resista impasible la arremetida de un león, y este espectáculo es tanto más agradable cuanto más honorable es quien lo proporciona. 6 Cosas así no son dignas de atraer sobre ellas la atención de los dioses, pasatiempos infantiles y de una ligereza [9] típica del hombre: he aquí un espectáculo digno de que lo mire el dios, atento a su obra, he aquí un duelo digno del dios, un hombre esforzado que afronta su mala suerte, sobre todo si también la provocó. No veo, digo, qué puede tener Júpiter en la tierra más bello, si es que quiere poner su atención en ella, que contemplar a Catón, 7 con su partido ya destrozado no una sola vez, manteniéndose no obstante erguido [10] entre las ruinas del Estado. Y dice: «Aunque todo caiga en manos de uno solo, las legiones vigilen las tierras; las escuadras, los mares, y los soldados de César asedien las puertas, Catón tiene por dónde escapar: con una mano abrirá a la libertad un ancho camino. Este hierro, limpio e inocente incluso en una guerra civil, por fin producirá obras buenas y nobles: dará a Catón la libertad que no pudo dar a la patria. Emprende, espíritu, esta acción tanto tiempo meditada, líbrate de las cuestiones de los hombres. Petreyo 8 y Juba 9 ya se han trabado en combate y yacen muertos el uno a manos del otro, un pacto del destino valiente e insigne, pero que no conviene a nuestra grandeza: para Catón tan vergonzoso es suplicar a alguien la muerte como la vida». Para mí está claro que los [11] dioses miraron con gran gozo, mientras aquel hombre, encarnizado libertador de sí mismo, se preocupa de la salvación de los otros y organiza la fuga de los que se van, mientras se afana en sus estudios incluso en su última noche, mientras hunde la espada en su pecho venerable, mientras esparce sus entrañas y aquella su alma purísima e indigna de ser contaminada con el hierro la hace salir con su mano. 10 Por eso creo yo que su golpe fue poco certero y eficaz: a los dioses inmortales no les fue [12] suficiente contemplar a Catón una sola vez; su valor fue retenido y reclamado para que se mostrara en un papel más difícil; pues uno no encara la muerte con ánimo tan firme como cuando la intenta de nuevo. ¿Cómo no iban a contemplar gustosamente a su discípulo evadiéndose en un final tan magnífico y memorable? La muerte consagra a aquellos cuyo final alaban incluso quienes los temían.

Pero ya cuando avance mi discurso mostraré hasta qué punto no [3 ] son desgracias las que lo parecen: ahora afirmo que esas que tú llamas amargas, adversas y abominables son provechosas primero a quienes les suceden y luego a la totalidad, de la que los dioses se cuidan más que de cada uno; tras esto, que suceden a quienes las desean y serían malditos si las rechazaran. A esto añadiré que transcurren así por el destino y ocurren a los buenos por la misma regla por la que son buenos. Luego te convenceré de que nunca compadezcas a un hombre bueno: pues puede ser llamado infeliz, pero no puede serlo.

La más difícil de las cuestiones que he planteado parece ser la que [2] he dicho primero, esto es, que son provechosos a quienes les ocurren esos hechos que nos horrorizan y hacen temblar. «¿Les es provechoso —dices— ser arrojados al destierro, ser arrastrados a la necesidad, enterrar a los hijos, a la esposa, sufrir una deshonra, padecer una mutilación?» Si te extraña que esto sea provechoso para alguien, te extrañará que algunos queden curados por el hierro y el fuego, no menos que por el hambre y la sed. Pero si piensas que a algunos, para curarlos, les raspan los huesos y se los extraen y les extirpan las venas y les amputan algunos miembros que no podían continuar unidos sin echar a perder el cuerpo entero, 11 convendrás que también te queda probado que algunos inconvenientes son provechosos a quienes les suceden, tanto, por Hércules, como ciertos trances que son alabados y apetecidos resultan perjudiciales a quienes deleitaron, trances muy parecidos a las indigestiones, [3] las borracheras y otros que matan a través del placer. Entre muchas expresiones espléndidas de nuestro Demetrio 12 está también ésta, que tengo reciente (aún suena y vibra en mis oídos): «Nada —dice— me parece más desdichado que uno al que nunca le ha ocurrido ninguna contrariedad». Pues no ha tenido ocasión de ponerse a prueba. Aunque todo le haya salido según sus deseos, incluso antes de sus deseos, los dioses lo han juzgado desfavorablemente: les ha parecido indigno de derrotar alguna vez a la suerte, que rehúye a los más cobardes, como diciendo: «¿Qué, pues? ¿Voy a tomar a ése de adversario? Depondrá en seguida las armas; contra él no hay necesidad de todo mi poder, una ligera amenaza lo ahuyentará, no puede sostener mi mirada. Habrá que acechar a otro con el que pueda llegar a las manos: da vergüenza [4] enzarzarse con un hombre dispuesto a ser vencido». El gladiador considera una deshonra verse enfrentado a un inferior y sabe que es vencido sin gloria aquel que es vencido sin peligro. Igual suele la suerte: se busca a los más esforzados como oponentes, a otros los da de lado con aversión. Ataca a los más tenaces e íntegros, contra los cuales puede dirigir su fuerza: ensaya el fuego en Mucio, 13 la pobreza en Fabricio, 14 el destierro en Rutilio, 15 la tortura en Régulo, 16 el veneno en Sócrates, 17 la muerte en Catón. Un ejemplo magnífico no lo encuentra más que la mala suerte.

¿Es desdichado Mucio porque pone su diestra sobre el fuego de [5] los enemigos y él mismo se exige el castigo de su error, porque con la mano abrasada hace huir al rey al que no pudo con ella armada? ¿Qué, pues? ¿Sería más dichoso si calentara su mano en el seno de su amiga?

¿Es desdichado Fabricio porque cavó su campo en cuanto se libró [6] de la política? ¿Porque emprendió una guerra tanto contra Pirro como contra la riqueza? ¿Porque junto al fuego cena las mismas raíces que desbrozando su campo arrancó ese anciano honrado con un triunfo? ¿Qué, pues? ¿Sería más feliz si acumulara en su vientre pescados de lejanos litorales y extraños volátiles, si estimulara la desgana de su estómago hastiado con marisco del mar Superior e Inferior, 18 si con un enorme montón de frutas guarneciera una salvajina de primera calidad, capturada con gran mortandad de los cazadores?

¿Es desdichado Rutilio porque quienes lo condenaron han de defender [7] su causa generación tras generación? ¿Porque toleró ser arrebatado a su patria con mayor serenidad que quedarse privado del des tierro? ¿Porque fue el único que no cedió en algo ante el dictador Sila 19 e, invitado a regresar, simplemente no se echó para atrás y huyó más lejos? «Ya verán —dijo— esos a quienes tu buena fortuna sorprende en Roma: que vean sangre abundante en el foro y en la superficie del lago Servilio 20 (pues es el espoliario de la proscripción de Sila) las cabezas de los senadores y en todas partes manadas de sicarios vagando por la ciudad y muchos miles de ciudadanos romanos pasados a cuchillo en un solo lugar, tras promesa de inmunidad, es más, a causa de la promesa misma; que vean esas cosas los que no pueden desterrarse.» ¿Qué, pues? ¿Es dichoso Lucio Sila porque, cuando baja al foro, le abren paso con la espada, porque tolera que le muestren cabezas de varones consulares y fija el precio de la muerte a través del cuestor y de los registros públicos? Y todo esto lo hace él, que promulgó la Ley Cornelia. 21

[8] Pasemos a Régulo. ¿En qué lo perjudicó la suerte al hacerlo modelo de lealtad, modelo de resistencia? Los clavos penetran su piel y, dondequiera que reclina su cuerpo exhausto, se recuesta sobre una herida; sus ojos están sometidos a una perpetua vigilia: cuanto más tormentos, más gloria alcanzará. ¿Quieres saber hasta qué punto no se arrepiente de haber fijado este precio a la virtud? Reanímalo y mándalo al Senado: expresará la misma opinión. ¿Consideras tú por tanto más dichoso a Mecenas, 22 a quien, apurado de amores y deplorando los desplantes cotidianos de su displicente esposa, le procuran el sueño mediante la melodía de orquestinas que resuenan levemente a lo lejos? Por más que se amodorre con el vino y se distraiga con el fragor del agua y engañe con mil placeres su mente apurada, tan insomne estará en su lecho de plumas como aquél en su cruz; pero para aquél es un consuelo padecer crueldades por un punto de honor y del sufrimiento pasa a considerar su causa, a éste, ajado por los placeres y penando por una dicha exagerada, más que lo que sufre lo atormenta la causa de su sufrir. No han alcanzado los vicios un dominio tal del género humano [9] que sea dudoso si, en caso de darse la posibilidad de elegir el destino, más querrían nacer Régulos que Mecenas; o, si hay alguien que se atreva a decir que hubiera preferido nacer Mecenas a Régulo, ese mismo, por más que se lo calle, ha preferido nacer Terencia.

¿Juzgas que Sócrates fue maltratado porque engulló aquel bebedizo [10] mixturado por el pueblo no de otra forma que si fuera el medicamento de la inmortalidad y debatió sobre la muerte hasta su propia muerte? ¿Se portaron mal con él porque se heló su sangre y poco a poco, según se iba extendiendo el frío, se detuvo el vigor de sus venas? ¡Cuánto más hay que envidiar a este que a aquellos a quienes les sirven [11] en una gema, a quienes un invertido enseñado a pasar por todo, de virilidad cercenada o dudosa, les licua en el oro nieve filtrada! Éstos devolverán en un vómito cuanto bebieron, tristes y con el regusto de su bilis, aquél, por el contrario, apurará el veneno con gusto y ganas.

En lo que a Catón toca, se ha dicho suficiente y el acuerdo común [12] de los hombres reconocerá que le correspondió la dicha mayor a él, a quien la naturaleza escogió para con él andar a golpes contra trances terribles. «Las enemigas de los poderosos son penosas: que se enfrente a la vez con Pompeyo, 23 con César, con Cra so. 24 Es penoso ser superado por las peores personas en los cargos públicos: que se vea pospuesto a Vatinio. 25 Es penoso implicarse en guerras civiles: que sea soldado por el orbe entero en pro de una buena causa, con tanta desventura como tesón. Es penoso atentar contra uno mismo: que lo haga. ¿Qué conseguiré con esto? Que todos sepan que no son desgracias éstas de las cuales consideré yo digno a Catón.»

[4 ] La felicidad va a parar a la plebe y a los de natural despreciable: por el contrario, subyugar desatres y terrores humanos es propio del grande hombre. Ser siempre dichoso y pasar la vida sin dentelladas en el espíritu [2] es, de cierto, desconocer el otro lado de la naturaleza. Eres un gran hombre: pero ¿cómo lo sé, si la suerte no te da ocasión de demostrar tu valor? Has bajado a los juegos olímpicos, pero nadie más que tú: tienes una corona, no tienes una victoria; no te felicito como hombre esforzado, sino como uno que ha alcanzado el consulado o la pretura: has salido [3] ganando en honra. Lo mismo puedo decir también a un hombre bueno, si ninguna circunstancia comprometida le ha dado oportunidad en que mostrar la fuerza de su ánimo: «Te tengo por un infeliz porque nunca has sido infeliz. Has pasado la vida sin un adversario; nadie sabrá de qué has sido capaz, ni tú mismo siquiera». Pues para el conocimiento de uno mismo es preciso pasar alguna prueba: nadie ha advertido de qué era capaz si no es intentándolo. Así pues, algunos se han ofrecido espontáneamente a las desgracias que ya tardaban y han buscado para [4] su valor, que iba a caer en el olvido, una oportunidad para brillar. Disfrutan, digo, a veces los grandes hombres con la adversidad, no de otra forma que los soldados esforzados con la guerra; al mirmilón Triunfo 26 yo, durante el reinado de Tiberio César, lo oí quejándose de la escasez de combates: «¡Qué bonita época —decía— desaparece!».

El valor está ansioso de peligros y piensa adónde dirigirse, no qué va a sufrir, puesto que incluso lo que va a sufrir forma parte de su gloria. Los hombres aguerridos se vanaglorian de sus heridas, alardean contentos de su sangre que mana por una causa honorable: por más que los que regresan ilesos del combate hayan realizado las mismas hazañas, se mira más al que vuelve herido. El dios, digo, mira por [5] quienes desea que sean honrados lo más posible cada vez que les procura ocasión de hacer algo animosa y esforzadamente, para lo cual es preciso cierta complicación: apreciarás al piloto en la tempestad, en el combate al soldado. ¿Cómo puedo saber qué grande es tu ánimo frente a la pobreza, si rebosas de riquezas? ¿Cómo puedo saber cuánta firmeza muestras frente a la deshonra y el descrédito y la inquina de la gente, si envejeces entre aplausos, si te persigue su favor insobornable, propicio por alguna propensión de sus mentes? ¿Cómo sé con cuánta ecuanimidad vas a soportar la pérdida de tus hijos, si tienes ante tus ojos a cuantos has criado? Te he oído cuando consolabas a otros: me habría hecho idea de ti si te hubieras consolado a ti mismo, si a ti mismo te hubieras prohibido afligirte. Os lo ruego, no os espantéis [6] de esas circunstancias que los dioses inmortales aplican a los ánimos como aguijones: un desastre es una oportunidad para el valor. Con razón uno llamaría infelices a los que se embotan en una prosperidad exagerada, a los que una calma chicha detiene como en un mar apacible: cuanto les sobrevenga les vendrá de nuevas. Las situaciones [7] violentas abruman más a los inexpertos, pesado es el yugo para una cerviz joven; el novato palidece ante la suposición de una herida, contempla con audacia su propia sangre el veterano que sabe que a menudo ha resultado vencedor después de derramarla. Así pues, el dios endurece, ejercita a los que pone a prueba, a los que ama; en cambio, a los que parece mirar con indulgencia, a los que parece perdonar, los conserva flojos para las desgracias venideras. Pues os equivocáis si creéis que alguno está exento: también al largo tiempo dichoso le llegará su parte; quienquiera que parece haber sido emancipado ha sido emplazado.

¿Por qué el dios molesta a los mejores con una mala salud o con un [8] luto o con otros inconvenientes? Porque en el campamento también las misiones peligrosas se encargan a los más esforzados: el comandante envía a los más selectos a que acometan al enemigo en una emboscada nocturna o exploren el camino o desalojen de su posición a una guarni ción. Ninguno de los que salen dice: «Mal me ha considerado el general», sino «Bien me ha juzgado». Que digan lo mismo cuantos reciben la orden de sufrir casos que hacen llorar a los miedosos y cobardes: «Hemos parecido al dios dignos de ser en quienes se experimentara cuánto sabía sufrir la naturaleza humana».

[9] Rehuid los deleites, rehuid la enervante prosperidad, de la que se empapan los espíritus y, si no interviene algo que les recuerde su condición humana, se embotan como amodorrados en una borrachera sin final. A quien han defendido siempre del viento las vidrieras, cuyos pies se han calentado entre fomentos renovados de continuo, cuyos comedores ha templado un calor subterráneo y repartido por las paredes, 27 [10] a éste una ligera brisa no lo acariciará sin peligro. Aun cuando todo lo que ha sobrepasado su medida es perjudicial, la desmesura más peligrosa es la de la prosperidad: perturba el cerebro, incita a la mente a ensueños vanos, esparce gran cantidad de niebla ambigua entre lo falso y lo verdadero. ¿Cómo no va a ser mejor sobrellevar una desdicha sin fin con ayuda del valor, que reventar de bienes infinitos e inmoderados? La muerte por inanición es más llevadera, por una indigestión explotan.

[11] Así pues, los dioses siguen con los hombres buenos el mismo sistema que con sus alumnos los maestros, que exigen más trabajo a aquellos en quienes tienen puestas mayores esperanzas. ¿Acaso crees tú que a los espartanos les son odiosos sus hijos, cuyo temple prueban con azotes administrados en público? Sus mismos padres los animan a que aguanten valientemente los golpes de los látigos y les ruegan, ya desgarrados [12] y exánimes, que perseveren en ofrecer las heridas a otras heridas. 28 ¿Qué tiene de sorprendente que el dios tantee los ánimos generosos con dureza? Un modelo de valor nunca es blando. Nos azota y desgarra la suerte: sufrámoslo. No es saña, es una competición: cuanto más a menudo la entablemos, más esforzados seremos: la parte más firme del cuerpo es aquella que ha hecho mover un uso reiterado. Debemos ofre cernos a la suerte, para que ella nos endurezca contra ella misma: poco a poco nos hará iguales a ella, la frecuencia de los riesgos nos dará el desprecio de los peligros. Así tienen los marineros los cuerpos duros [13] para soportar la mar, los campesinos las manos callosas, los músculos de los soldados son vigorosos para arrojar venablos, tienen miembros ágiles los corredores: en cada uno lo más firme es lo que ha ejercitado. El espíritu llega a despreciar el sufrimiento de las desgracias gracias al sufrimiento; que sabrás qué puede lograr en nosotros si miras cuánto le consigue el trabajo a los pueblos pobres y por esa indigencia más esforzados. Considera todas las naciones en las que tiene su término la paz [14] romana, los germanos digo y cuantas naciones nómadas se hallan cerca del Histro: 29 un invierno sin fin, un cielo sombrío los oprime, mal los sustenta un suelo sin frutos, rechazan la lluvia con techumbres de paja y hojarasca, saltan sobre lagos solidificados por el hielo, cazan alimañas para su alimento. ¿Te parecen infelices? No es infeliz nada que la costumbre [15] ha introducido en el orden natural; pues poco a poco acaba causando placer lo que empezó por necesidad. Para ellos no hay domicilio alguno ni morada alguna más que los que la fatiga dispone para cada día; su comida es vulgar y aun deben procurársela con sus propias manos, la inclemencia del cielo horrorosa, sus cuerpos desprotegidos: esto que te parece un desastre es la vida de tanta cantidad de gentes. [16] ¿Por qué te extraña que los hombres buenos, para que se fortalezcan, se vean zarandeados? No hay árbol firme ni fuerte sino aquél sobre el que se abate un viento constante, pues por el maltrato mismo se ve obligado a sujetarse y hunde sus raíces con más resolución: son quebradizos los que han crecido en un soleado valle. Luego también es provechoso a los hombres buenos, para que puedan mantenerse impasibles, meterse mucho en situaciones pavorosas y soportar con ecuanimidad lo que no son males sino para quien mal los sobrelleva.

Añade ahora el hecho de que es provechoso para todos que los [5 ] mejores, por así decir, estén de servicio y lleven acciones a cabo. Tiene el dios la misma intención que el sabio, mostrar que lo que el vulgo apetece, lo que lo aterra, no es ni bueno ni malo; será, en cambio, evidente que es bueno si no lo aplica más que a los buenos, y que es malo si tan sólo lo destina a los malos. La ceguera será detestable si no pierde [2] los ojos nadie más que aquel a quien deben arrancárselos; así pues, que queden privados de la luz Apio 30 y Metelo. 31 La riquezas no son un bien; así pues, que las posea también el alcahuete Elio, 32 para que los hombres vean el dinero, aun cuando lo consagran en los templos, también en un burdel. De ningún modo puede el dios alejar lo deseado mejor que si lo desvía hacia los más ruines y se lo hurta a los mejores. [3] «Pero es injusto que un hombre bueno se vea mutilado o crucificado o encadenado, que los malvados se pavoneen con sus cuerpos intactos, despreocupados y consentidos.» ¿Entonces, qué? ¿No es injusto que los hombres esforzados tomen las armas y pernocten en el campamento y estén de pie ante la empalizada tras vendarse las heridas, y que entre tanto estén a salvo en la ciudad los afeminados y los que presumen de su indecencia? ¿Entonces, qué? ¿No es injusto que doncellas de noble linaje se despierten por las noches para realizar sus tareas sagradas, 33 [4] que las disolutas disfruten del sueño más profundo? El trabajo incita a los mejores: el Senado a menudo delibera el día entero, mientras durante ese tiempo los más despreciables o distraen su ocio en el Campo 34 o se esconden en la taberna o malgastan su tiempo en alguna tertulia. Lo mismo pasa en esta gran República: los hombres buenos trabajan, gastan, se gastan, y de buena gana, por cierto; no se ven arrastrados por la suerte, le van detrás e igualan sus pasos; si hubieran [5] podido, la hubieran adelantado. Recuerdo haber oído esta expresión, también animosa, de Demetrio, hombre el más esforzado: «Sólo de esto —dijo— puedo quejarme de vosotros, dioses inmortales, de que habéis hecho vuestra voluntad sin que me fuera conocida de antemano; pues hubiera llegado primero a estas situaciones en las que me hallo ahora requerido. ¿Queréis tomar mis hijos? Para vosotros los crié. ¿Queréis alguna parte de mi cuerpo? Tomadla: no os prometo gran cosa, en seguida lo abandonaré por entero. ¿Queréis mi vida? ¿Cómo voy a pretender aplazar que recuperéis lo que me disteis? De buena gana os llevaréis de mí cuanto pidáis ¿Qué hay, entonces? Habría preferido ofrecer a entregar. ¿Por qué era preciso arrebatármelo? Pudisteis recibirlo; pero ni siquiera ahora me lo arrebataréis, porque no se quita nada sino al que pretende conservarlo».

Nada se me impone, nada sufro mal de mi grado, ni soy esclavo del [6] dios, sino que me pongo de acuerdo con él, tanto mas, por cierto, cuanto que sé que todo transcurre según una ley precisa y dictada para la eternidad. El destino nos guía y la primera hora de los nacidos ha [7] determinado cuánto tiempo le queda a cada cual. Una causa depende de otra causa, el interminable encadenamiento de los hechos arrastra consigo asuntos privados y públicos: por lo tanto, hay que sufrir cualquier cosa esforzadamente, porque todas ellas no se precipitan, como pensamos, sino que van llegando. Hace tiempo quedó establecido de qué disfrutas, de qué te lamentas y, a pesar de que las vidas de los individuos parezcan ser variadas con grandes diferencias, el total viene a ser sólo esto: perecederos nosotros, recibimos bienes perecederos. Así [8] pues, ¿por qué nos irritamos? ¿Por qué nos quejamos? Para esto hemos sido preparados. Que la naturaleza se sirva a su gusto de los cuerpos, que son suyos; nosotros, contentos con todo, esforzados, pensemos que nada perece de lo nuestro. ¿Qué es propio de un hombre bueno? Ofrecerse al destino. Es un profundo alivio ser arrebatado junto con el universo: sea lo que sea lo que ha decretado que vivamos así, que muramos así, obliga también a los dioses en la misma necesidad. Una carrera irrevocable transporta lo humano igual que lo divino: el mismo fundador y conductor de todo escribió de cierto el destino, pero se ciñe a él: siempre obedece, sólo una vez ordenó. «¿Por qué, sin embargo, el [9] dios en la adjudicación del destino fue tan injusto que a los hombre buenos les asignó la pobreza y los golpes y las muertes prematuras?» El artesano no puede modificar la materia: no lo ha consentido ella nunca. Algunas cosas no se pueden separar de otras, forman un conjunto, son indivisibles. Los temperamentos lánguidos y proclives al sueño o a un duermevela muy similar al sueño están entramados con elementos inactivos: para que se produzca un hombre del que se deba hablar con consideración hace falta una índole más fuerte. No le será llano el camino: es preciso que vaya arriba y abajo, que quede a merced de las olas y guíe su navío entre remolinos. Contra su suerte debe él mantener el rumbo; tendrá muchos tropiezos duros, amargos, pero que podrá ablandar y dulcificar él mismo. El fuego contrasta el oro; la [10] desventura, a los hombres esforzados. Mira qué alto ha de trepar la virtud: sabrás que no ha de avanzar por lugares seguros.

Es empinado primero el camino, el cual los caballos

frescos al alba apenas ascienden; la parte más alta,

en medio del cielo, de donde incluso a mí me da miedo

mares y tierras mirar y tiembla mi pecho con grande

pánico; al fin el camino es pendiente y precisa de guía

firme; entonces también la que abajo me acoge en sus olas,

Tetis la honda, suele temer que me caiga al abismo. 35

[11] Al oír esto, el animoso joven dice: 36 «Me gusta el camino, subo; vale la pena ir por él, aunque me pueda caer». No deja de amedrentar con temores su ánimo ardiente:

Y aunque mantengas el rumbo y ningún desvío te arrastre,

has de marchar sin embargo a través de los cuernos del toro

hostil, de los arcos de Hemonia y la faz del león sanguinario. 37

Tras esto dice: «Engancha el carro que me has prometido: lo que piensas que me arredra me anima; me agrada estar allí donde el sol mismo tiembla». Es propio del humilde y débil perseguir la seguridad: el valor marcha por las alturas.

[6 ] «¿Por qué, sin embargo, consiente el dios que pase a los hombres buenos alguna desgracia?» Él, de cierto, no lo consiente. Aleja de ellos todas las desgracias, crímenes y escándalos y pensamientos deshonestos y ambiciosos proyectos y pasión ciega y avidez espía de lo ajeno; los cuida y defiende: ¿acaso alguien exige al dios que también vigile el bagaje de los hombres buenos? Ellos mismos alejan del dios esta preocupación: menosprecian las apariencias. Demócrito 38 rechazó las riquezas, [2] pues las consideraba un lastre para una mente pura: ¿por qué te extrañas entonces, si el dios consiente que al hombre bueno le suceda lo que el hombre bueno a las veces quiere que le suceda? Los hombres buenos pierden hijos: ¿cómo no, cuando a las veces también los matan? Son enviados al destierro: ¿cómo no, si a veces ellos mismos dejan la patria dispuestos a no regresar? Son asesinados: ¿cómo no, cuando a veces atentan contra sí mismos? ¿Por qué razón sufren duros tropiezos? [3] Para que enseñen a otros a sufrir: han nacido para ser ejemplo. Así pues, imagina que el dios dice: «¿Qué tenéis que podáis reprocharme vosotros que os complacéis en la rectitud? A los otros los he rodeado de bienes falsos y he burlado sus espíritus frívolos con una suerte de sueño largo y engañoso: los he decorado con oro, plata y marfil, dentro no hay nada bueno. Esos que consideras dichosos, si los miras no por [4] donde se ofrecen a la vista sino por donde se ocultan, son infelices, sucios, repugnantes, enlucidos por fuera a semejanza de sus paredes; ésa no es una dicha sólida y simple: es un revestimiento y fino por demás. Así pues, mientras les es posible estar de pie y mostrarse a su capricho, deslumbran y engañan; cuando les cae encima algo que los descompone y destapa, se hace entonces evidente cuánta profunda y verdadera fealdad ocultaba ese esplendor prestado. A vosotros os he dado bienes [5] seguros, perdurables, mejores y mayores cuanto más les dé uno vueltas y los examine por todos lados: os he concedido menospreciar lo temible, sentir aversión por las pasiones; no brilláis por fuera, vuestros bienes aparecen por dentro. Así el mundo ha menospreciado las apariencias, contento con su propia contemplación. Dentro he puesto todos los bienes: no necesitar la dicha es vuestra dicha».

“Pero nos caen encima muchas penalidades horrorosas, difíciles de [6] tolerar.” «Puesto que no podía yo sustraeros a ellas, armé vuestros ánimos contra todas ellas: soportadlas serenamente. Esto es en lo que aventajáis al dios: él está más allá del sufrimiento de las desgracias, vosotros por encima del sufrimiento. Menospreciad la pobreza: nadie vive tan pobre como ha nacido. Menospreciad el dolor: o se destruye o destruye. Menospreciad la muerte: o bien os da fin o bien os cambia de lugar. Menospreciad la suerte: no le he dado ningún venablo con el que [7] pudiera malherir el espíritu. Ante todo he procurado que nadie os retuviera sin quererlo vosotros; la salida está expedita: si no queréis pelear, os es posible huir. Por lo tanto, de todas las cosas que he querido que os fueran inevitables, nada he hecho más hacedero que el morir. He puesto la vida cuesta abajo: avanza por sí misma. Tan sólo fijaos y veréis qué corto y despejado camino lleva a la libertad. No os he impuesto a la salida unas dilaciones tan largas como a los que entran; de otro modo, la suerte habría detentado un gran poder sobre vosotros, si [8] el hombre muriera tan despacio como nace. Cualquier momento, cualquier lugar os puede enseñar qué fácil es renunciar a la naturaleza y arrojarle a la cara su regalo; entre los altares mismos y los ritos solemnes de los sacrificantes, mientras se desea la vida, habituaos a la muerte. Los robustos cuerpos de los toros se derrumban por una pequeña herida y el puñetazo de una persona hace tambalear animales de enorme fuerza; un delgado hierro desgarra la coyuntura de la testuz y cuando la articulación que une la cabeza y el cuello se corta, aquella mole inmensa se [9] desploma. No se esconde el espíritu en lo hondo ni ciertamente hay que extraerlo con el hierro; no hay que registrar las entrañas con una herida profundamente infligida: la muerte está ahí cerca. No he destinado un lugar concreto para estos golpes: por donde quieras es accesible. Eso mismo que se llama morir, con lo que el alma se separa del cuerpo, es tan breve que no se puede percibir tamaña velocidad: bien sea que un lazo estrangule la garganta, bien sea que el agua impida la respiración, bien sea que la dureza del suelo que está debajo despedace a los que se arrojan de cabeza, bien sea que la absorción del fuego corte la entrada al aire al regresar, sea lo que sea, va rápido. ¿Es que te ruborizas? ¡Teméis tanto tiempo algo que pasa tan pronto!». 39

1 Aunque es evidentemente un añadido posterior, parece bien mantener este subtítulo (y el que aparece en Sobre la firmeza del sabio ) en el que, a la moda medieval, se plantea escuetamente la cuestión que se va a tratar.

2 Como es lógico, el nombre del destinatario aparece al principio mismo de todos los diálogos, excepto únicamente en el de Sobre la tranquilidad del espíritu , debido a su original comienzo. La falta de éste en Sobre el ocio y en una de las Consolaciones , la destinada a Polibio, no nos permite saber si se atenían o no a esta costumbre.

3 El fenómeno de las corrientes marinas cálidas era ya conocido en la Antigüedad, cf . Plinio, op . cit ., II , 227. El mismo autor (ibid ., 202) proporciona una lista de islas surgidas en el mar, comenzando por las míticas (Delos y otras) y concluyendo con una aparecida en su época, Thia , que quizá sea la misma que menciona, sin nombrarla, Séneca aquí y en sus Cuestiones Naturales , VI , 21, 1 (cf . M. Henry, «L’apparition d’une île. Sénèque et Philostrate, un même temoignage», L’Antiquité Classicque Lovain 51 (1982), págs. 174-192).

4 El propio Séneca, en las Cuestiones Naturales , III , 14, 3, propone otra explicación para las mareas, atribuyéndola, eso sí, a los pensadores egipcios: según ellos, son unas corrientes subterráneas las que producen los flujos y reflujos del mar.

5 A lo que parece Séneca se proponía escribir este tratado más amplio al que alude nada más iniciarse el diálogo. Que no lo tenía hecho es indudable, pues «el litigio permanece intacto»; que llegara a hacerlo es, en cambio, muy discutible, aun aduciendo otras posibles referencias (en Epístolas morales a Lucilio [en adelante, Epíst .,], 65, 1, por ejemplo).

6 Ver nobles en lucha contra fieras o como gladiadores no era un espectáculo raro; Nerón ofreció uno en el que incluso los encargados de las tareas serviles eran senadores y caballeros (cf . Suetonio, Nerón , 12, 1) obligados a fuerza de regalos (cf . Tácito, Anales , XIV , 14).

7 Marco Porcio Catón, llamado, para distinguirlo de su bisabuelo, de Útica, ciudad del norte de África en la que resistió un asedio de las tropas de César en el curso de la guerra de éste contra Pompeyo, y en la que acabó sus días suicidándose (año 45 a.C.). Es uno de los modelos favoritos de Séneca (cf . W. H. Alexander, «Cato of Utica in the works of Seneca Philosophus», Proceedings and Transactions of the Royal Society of Canada III , 2, 40 (1946), págs. 59-74), y lo cita frecuentemente, como se verá.

8 Marco Petreyo, lugarteniente de Pompeyo y uno de los principales en los distintos escenarios de la guerra: a su cargo estuvo la campaña en Hispania (año 49 a.C.) y participó en las batallas de Farsalia (año 48) y de Tapso (año 46).

9 Juba, rey de Numidia, intervino en la guerra civil por agradecimiento a Pompeyo, que había asentado a su padre Jénsal en el trono. Tras la derrota de Tapso, concertó con Petreyo un duelo para entrematarse y morir honrosamente (cf . [César], Guerra de África , 94; según este autor, Catón ya se había suicidado).

10 Séneca sigue la versión común en todos los autores (cf ., entre otros, Plutarco, Catón el Joven , 70, 8-10; Dion Casio, op . cit ., XLIII , 12, 1; Valerio Máximo, op . cit ., V , 1, 10), según la cual Catón fue curado de la herida que se había infligido, pero, al recuperar el sentido, desgarró el vendaje y se la volvió a abrir con sus propias manos.

11 Séneca fue un enfermo crónico (cf . P. Rodríguez Fernández, 1976, págs. 35-74) y por ello domina la terminología y usa las comparaciones médicas con profusión, equiparando en numerosas ocasiones al sabio con el médico y las dolencias físicas con las morales (cf . Sobre la firmeza del sabio , 13, 2; Sobre la ira , I , 6, 2; 16, 4; Sobre la tranquilidad del espíritu , 1, 2, etc., dentro de estos diálogos; en otras obras, Sobre la clemencia , I , 2, 1; Sobre los beneficios , V , 22, 3, etc.). Con ello no hace sino seguir un símil muy utilizado, incluso en exceso, por Crisipo y los estoicos en general (cf . Cicerón, Disputaciones tusculanas , IV , 23 y 27); a Séneca le es muy útil, lo mismo que las comparaciones militares, para dar consistencia y claridad a sus argumentos, cf . M. Albamonte, «Su alcuni tipi di similitudine nelle opere filosofiche de Seneca», Quaderni di Cultura e Tradizione classica 1 (1983), págs. 105-114.

12 Demetrio el Cínico, contemporáneo de Séneca, que lo cita en repetidas ocasiones tanto en los Diálogos como en otras obras (cf . Epíst ., 20, 9; 62, 3, etc.); fue seguidor de la escuela de Antístenes y tenemos otros detalles sobre él en Tácito, Anales , XVI , 34-35; Historias , IV , 40, y en Suetonio, Vespasiano , 13, 4.

13 Gayo Mucio protagonizó una de esas anécdotas heroicas que exaltan el valor individual tan del gusto de los romanos: estando Roma asediada por un ejército etrusco, Mucio se infiltró en el campamento enemigo dispuesto a matar al Larte (título etrusco del rey) Porsena; falló en su intento y se castigó abrasándose la mano derecha, con lo que adquirió el cognomen de Escévola, esto es, el Zurdo. Relata este hecho más amplia y bellamente Tito Livio, op . cit ., II , 12-13, 1.

14 Gayo Fabricio Luscinio tomó parte en la guerra contra Pirro (rey de Epiro que en el siglo II a.C. intentó la conquista de Italia). Fue tan pobre que a su muerte el Senado hubo de dotar a sus hijas (cf . Valerio Máximo, op . cit ., IV , 4).

15 Publio Rutilio Rufo, cónsul en el año 105 a.C., contemporáneo y amigo de Cicerón; fue condenado al destierro debido a las presiones de los recaudadores de impuestos, cuyos abusos y malversaciones había denunciado. Nunca regresó a Roma, pese a que se lo solicitó Sila (cf . Valerio Máximo, op . cit ., II , 10, 5).

16 Marco Atilio Régulo, prisionero de los cartagineses en la primera guerra púnica (siglo III a.C.), fue enviado a Roma, bajo palabra de regresar a Cartago, para negociar la paz; sin embargo, abogó ante el Senado por todo lo contrario y, a sabiendas de lo que le esperaba, volvió a su prisión y murió en el tormento (cf . Cicerón, Sobre los deberes , III , 99-100). Más adelante (9) dice Séneca que fue en una cruz, pero él mismo, en otra ocasión en que ofrece una serie idéntica de personajes (excepto los dos primeros, Epíst ., 67, 7), afirma que fue en un arca, especie de doncella de hierro, lo que se corresponde mejor con los numerosos clavos y las múltiples heridas que describe.

17 Sócrates, es sabido, fue condenado a ingerir cicuta. No sólo su muerte serena, rodeado de amigos con los que debatía sobre el trance (cf . más abajo, 12), sino su vida también, despertaron la admiración de Séneca, que lo menciona repetidamente de modelo, en los Diálogos como en todas sus obras, e incluso a las veces le hace trascender ese papel pasivo y le cede la palabra (cf . Sobre la vida feliz , 25, 4-8; 26, 4-8; 27-28).

18 El mar Superior se corresponde con el Adriático, y el Inferior se corresponde con el Tirreno.

19 Lucio Cornelio Sila (138-78 a.C.) adoptó el sobrenombre Feliz , el Afortunado, por su buena estrella en cuantas acciones participó, ya fueran guerras exteriores como civiles: así, en la que enfrentó al partido popular, acaudillado por su antiguo superior Mario (cf . Sobre la brevedad de la vida , nota 512), contra el aristocrático, cuyo jefe era él mismo, consiguió la derrota total de sus enemigos y utilizó sus poderes absolutos como dictador para proscribirlos, lo que implicaba ejecución sumaria y requisa de bienes, dándose lugar a innumerables abusos y atropellos (las cabezas de los proscritos tenían precio puesto, cf . Plutarco, Catón el Joven , 17, 5); además, esa persecución implacable alcanzaba también a los parientes y allegados de sus adversarios (cf . Sobre la ira , II , 34, 3).

20 A orillas del lago Servilio (en realidad, un manantial que estancaba sus aguas cerca del Campo de Marte), y no flotando en él, quedaron expuestas las cabezas de los proscritos asesinados, según Cicerón, Defensa de Roscio de Ameria , 89; sus bienes fueron subastados oficialmente, por eso Séneca llama al lugar «espoliario», esto es, lo identifica con la dependencia del anfiteatro donde los gladiadores moribundos eran rematados (estrangulándolos, según el propio filósofo, cf . Epíst ., 93, 12) y, junto con los ya cadáveres, eran despojados de sus armas y vestidos.

21 El uso romano era designar las leyes con el nombre de quien las hubiera promovido o promulgado; eso hace que las leyes que publicó Sila se llamen todas Cornelia, pero parece evidente que Séneca alude a la de sicariis et ueneficiis , que castigaba asesinatos, envenenamientos y las condenas capitales contra derecho.

22 Gayo Cilnio Mecenas (ca . 69-8 a.C.), íntimo de Augusto, le ayudó a alcanzar el poder y a mantenerse en él, abortando algunas conjuras contra el emperador (cf . Sobre la brevedad de la vida , 4, 5), sustituyéndolo en ocasiones y, sobre todo, colaborando en el renacimiento literario que Augusto pretendía, no sólo como protector de poetas y prosistas, sino como escritor él mismo (cf . Bardon, op . cit ., págs. 13-19); su estilo, rebuscado y efectista, lo critica duramente Séneca (cf . Epíst ., 19, 9; 114, 4-8) como reflejo de sus costumbres decadentes y su vida agitada, entre otros motivos, por los sucesivos repudios y reconciliaciones con su mujer, Terencia, que le robaban el sueño. Cf ., sin embargo, Plinio, op . cit ., VII , 172, que da como causa de ese prolongado insomnio unas fiebres persistentes.

23 Evidentemente, Gneo Pompeyo Magno, primero aliado y luego rival de César; a su política hegemonista se oponía Catón, aunque más tarde en la guerra civil tomó partido por él como mal menor. Séneca suele citarlo para usar su muerte de ejemplo (cf . Sobre la ira , II , nota 137) y jugar con el significado de su cognomen , el Grande (cf . Sobre la brevedad de la vida , 13, 7; Consolación a Marcia , 14, 3).

24 Con este tercer miembro queda completo el llamado primer triunvirato: Gayo Licinio Craso (ca . 115-53 a.C.), célebre tristemente por su derrota en Carras frente a los partos y la posterior muerte a traición que éstos le procuraron. Cónsul con Pompeyo en el año 54, ambos lograron, a fuerza de sobornos y maniobras arteras, que Catón no resultara elegido pretor (cf . Plutarco, Catón el Joven , 40, 1-6).

25 Publio Vatinio, un deshonesto arribista (cf . Cicerón, Cartas a su hermano Quinto , II , 4, 1), precisamente el rival de Catón en las elecciones mencionadas en la nota anterior.

26 Este Triunfo era, a lo que dice Séneca, pues por otra fuente no es conocido, un gladiador de los que iban armados con espada, escudo y casco al estilo galo, rematado por la figura de un pez conocido en griego como mórmylos , de donde el latín murmillo para designarlos. Su queja la provocan las reducciones en las partidas destinadas a los espectáculos impuestas por el ahorrador Tiberio (cf . Suetonio, Tiberio , 34, 1).

27 Dos medidas contra el frío en las casas de los pudientes: ventanas cerradas con delgadas planchas de vidrio, y calefacción obtenida por el sistema llamado hipocausto; el vapor producido en una caldera de agua hirviendo se repartía por debajo del piso, que era doble, y mediante tubos por las paredes. El propio Séneca asegura que tanto el cristal como la calefacción empezaron a usarse en su época (cf . Epíst ., 90, 25).

28 Se trata de la diamastígosis [flagelación], de la que habla Plutarco, Antiguas costumbres de los espartanos , 40: una ceremonia anual en la que los niños competían por ver quién aguantaba más latigazos (cf . también Cicerón, Disputaciones tusculanas , II , 34 y 77).

29 El Danubio, frontera natural con los pueblos germanos cuyas rudas y austeras costumbres sirven a Séneca de parangón con frecuencia (cf . Sobre la ira , I , 11, 2-4; II , 15, 1).

30 Apio Claudio (finales del siglo IV -principios del III a.C.) perdió la vista al final de su intensa vida como reformista y promotor de obras publicas (entre otras, la vía que lleva su nombre, Apia), lo que le valió el cognomen Caecus , el Ciego.

31 De Lucio Cecilio Metelo (siglo III a.C.) había una estatua en el Capitolio tanto por sus victorias sobre los cartagineses (cf . Sobre la brevedad de la vida , 13, 8) y los altos cargos que ocupó, como por haber salvado el Paladio (la imagen de Palas Atenea que protegía Troya y que Eneas llevó a Italia) del templo de Vesta incendiado, hazaña en la que perdió la vista (cf . Plinio, op . cit ., VII , 141).

32 Quizá no se trate de una persona en concreto; si lo fuera, no sería conocida por otras referencias.

33 Son las Vestales, sacerdotisas de Vesta, para cuyo culto eran seleccionadas muy jóvenes entre las familias patricias y obligadas a mantenerse castas durante los treinta años que permanecían al servicio del templo; éste básicamente consistía en conservar siempre encendido el fuego sagrado, símbolo de la diosa; en el aprendizaje de estos ritos y otras funciones pasaban diez años, los practicaban otros diez y los últimos se dedicaban a enseñarlos a las novicias (cf . Sobre el ocio , 2, 2).

34 Séneca no ha de precisar más para que se entienda que es el Campo de Marte, una explanada más allá del pomerio (cf . Sobre la brevedad de la vida , nota 503) empleada desde antiguo para fines militares, electorales (cf . Sobre la ira , II , nota 149) y religiosos; a partir de Pompeyo se levantaron en el Campo teatros, jardines porticados, monumentos y estadios (el de Domiciano, actualmente la plaza Navona).

35 Cita de Ovidio, Metamorfosis , II , 63-69: el Sol describe las dificultades que halla en el trayecto diario con su carro tirado por caballos de fuego, para disuadir a su hijo: le había concedido sin pensar el deseo que quisiera, y fue guiar el carro, desde la salida hasta que alcanza el mar, aquí personificado en Tetis, la titánide esposa de Océano y madre de todos los ríos.

36 El animoso joven es Faetón, el hijo del Sol; esta intervención suya y la siguiente son de cosecha de Séneca, pues no se encuentra en el texto de Ovidio la réplica de Faetón en estilo directo, sino resumida en dos versos (103-104), cuando su padre ha terminado de hablar.

37 Ovidio, op . cit ., 79-81. En su recorrido por las constelaciones del Zodiaco el Sol ha de enfrentarse al toro, al león y al centauro armado con un arco que, como él, es de Tesalia, llamada por su nombre antiguo, Hemonia.

38 Demócrito de Abdera, en Tracia, filósofo materialista contemporáneo y rival de Platón; al final de su prolongadísima vida se sacó los ojos y descuidó lo poco que conservaba de su hacienda (cf . Cicerón, Del supremo bien y del supremo mal , V , 29, 87), que había gastado casi enteramente en sus numerosos viajes (cf . Diógenes Laercio, IX , 35).

39 El suicidio por imperativo moral es piedra angular de la ética estoica; Séneca pone de relieve las ventajas que supone repetidas veces en sus escritos: cf ., sólo en los Diálogos , 2, 10-12; Sobre la ira , III , 15, 3-4; Sobre la tranquilidad del espíritu , 16, 1-4; y Sobre la vida feliz , 19, 1. No obstante, se ha llegado, curiosamente, a sostener todo lo contrario, es decir, que el filósofo desaconsejaba en realidad el suicidio: cf . N. Tadic-Gilloteaux, «Sénèque face au suicide», L’Antiquité Classique Lovain 32 (1963), págs. 541-551.

Séneca

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