Читать книгу Épsilon - Sergi Llauger - Страница 10
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Detuvo el vehículo antes de llegar a la barricada de la frontera, a la sombra de una pequeña colina de arena y escombros. La pierna ya le sangraba de forma escandalosa, así que se bajó del quad y se la examinó con cuidado. A su juicio, la herida no resultó ser demasiado severa. El tajo en el muslo era poco más que superficial, de unos diez centímetros de largo. Nada que no pudiera solucionar con unos cuantos puntos y desinfectante… siempre que no tardara demasiado. Por el momento, y aunque le fastidió tener que estropear su ropa, se rasgó con el cuchillo una tira de tela de su chaleco y se aplicó un torniquete por encima de la rodilla. El verdadero problema era que tenía gran parte del pantalón manchado de rojo y eso llamaría la atención a los guardias de la frontera. Pensó que ya se le ocurriría algo. Lo primero que debía hacer a continuación era llamar a Fergus. Cogió un discreto transmisor de su cinturón, cuya onda de alcance solo cubría el perímetro de Paradise Route, y marcó el botón de comunicación directa con el profeta.
Tan solo hizo falta un tono.
—¿Jacob? —Este se apresuró a contestar—. Jacob, ¿dónde estás?
—Fergus, ha surgido un problema —fue lo primero que se le ocurrió decir.
—¡¿Un problema?! —se exaltó—. Me acaban de informar de que has agredido a un vigilante de seguridad y de que te has cargado al maldito dron que custodia el acceso al complejo. ¡¿A eso lo llamas un problema?! ¡Yo diría que más bien es una jodida declaración de guerra! He escuchado cosas que, por mi madre, prefiero no creer; prefiero… —buscó la palabra adecuada— prefiero pensar que dentro de poco despertaré de una de esas pesadillas surrealistas que me atormentan cuando tomo demasiados somníferos. Así que dime que no es cierto, Jacob. Dime que lo que nos están contando desde el CENT es una especie de broma de mal gusto o algo así, porque si no estamos acabados, ¿vale? Tú y yo.
—Tienes que creerme, yo no fui —aseguró, más sereno de lo que esperaba—. No pude convencer al vigilante, como tampoco puedo demostrártelo ahora mismo, pero consígueme tiempo… —se calló un instante—. Necesito desaparecer unos días. Encontraré al verdadero responsable.
—Que me partan los nervios de un porrazo, Jacob. ¡Todo el mundo va a creer que has sido tú!
—¿Y tú qué crees? —dijo serio.
—¿Qué más da lo que yo crea? ¿Piensas que tengo la suficiente influencia como para frenar y encubrir todo esto? —habló más flojito, como si temiera que alguien de su alrededor lo oyera—. ¿Pero acaso eres consciente de hasta qué punto la has cagado? En una hora saldrás en la puñetera Nube como el hombre más buscado de Paradise Route. Van a mostrar la imagen de tu cara en todos los holopaneles de la ciudad. ¡El resto de cazadores de recompensas se van a frotar las manos en cuanto pongan precio a tu cabeza!
—Me conoces desde hace años. Sabes que soy de fiar. Nunca te he dado motivos para que sospeches nada. Me han tendido una trampa: alguien se ha hecho pasar por mí para cometer este robo y pienso encontrarle.
—Mira, te aprecio, Jacob, de verdad. Pero está claro que no podré ayudarte si no me dices dónde demonios estás. Necesito que me expliques con todo detalle lo que ha ocurrido allí adentro y después, ya veremos. Te prometo que haré todo lo que esté en mi mano… —se le escuchó suspirar—, aunque no sé si eso será suficiente.
Ambos enmudecieron unos segundos.
—Podemos vernos frente a la fuente del Goliat, cerca de la estación este —sugirió el mercenario.
—Sé dónde está. ¿Cuándo?
—En una hora, quizá un poco más. Consígueme al menos ese tiempo antes de que se haga público. Es lo único que te pido.
—Veré qué puedo hacer. ¿Dónde estás ahora? —insistió.
—¿Acaso eso importa?
—Jacob, no puedo fiarme de ti si tú no confías en mí. ¿Pero qué te pasa, eh?
—Me encuentro cerca de la frontera —dijo tras pensarlo—. Cogeré el monorraíl de la estación oeste.
—Está bien. ¿Prefieres que mande a alguien de confianza a buscarte?
—No —repuso rotundo—. Nos vemos en la fuente del Goliat en una hora. Ven solo. Hasta entonces, Fergus —colgó el transmisor y se lo guardó en el cinturón.
Volvió a palparse la herida. Mierda, cómo escocía; imaginó que tenía una venda impregnada de alcohol y ardiendo en llamas de un rojo intenso alrededor de ella.
Tendría que ser muy cauto en cada uno de sus próximos movimientos. En Paradise Route, la clave del éxito no residía en rodearte de la gente poderosa, si no en confiar en la gente adecuada. Con los años, afinar la intuición para ese tipo de cosas resultaba cada vez más complicado. Dio una vuelta alrededor del quad para estudiarlo, taciturno. Si estropear su chaleco le supo mal, lo que pensaba hacer a continuación lo encontró de mal gusto. Extrajo la llave del vehículo y agarró el manillar con ambas manos. Pesaba una barbaridad, pero tiró de él con todas sus fuerzas hasta lograr que se inclinara y cayera de lado. El chasis lateral se abolló bajo su propio peso y el salpicadero y guardabarros delantero se quebraron con un fuerte chasquido y quedaron gravemente aplastados.
Jacob se quedó de pie, observando el vehículo volcado, y chasqueó el paladar.
—Una lástima… —dijo para sí mismo.
Echó a andar en dirección a la frontera. Tras rodear la pequeña colina de escombros llegó cojeando a la barricada, donde los guardias observaron desconcertados cómo se acercaba.
Si supieran algo ya le estarían apuntando, se dijo. Le lanzó al vuelo la llave del quad a uno de los vigilantes cuando pasó por su lado.
—Ese condenado vehículo casi me cuesta la vida; el manillar no estaba bien calibrado —dijo, sin dejar de andar—. He volcado a doscientos metros carretera abajo.
—¿Necesita que le llevemos hasta algún médico, Señor? —el vigilante tragó saliva al ver cómo le sangraba la pierna. Le caería una buena bronca por haberle ofrecido un quad estropeado a alguien con ese nivel de autorización.
—No os molestéis —rechazó Jacob con un movimiento de mano, mientras se alejaba en dirección a la estación oeste—. Sobreviviré.
Cuando llegó al apeadero el vagón ya estaba activo, a punto de partir; como en la anterior ocasión vacío de pasajeros. Entró y escogió un asiento cualquiera. Tras un par de minutos, una anciana con un bastón de madera y la cabeza cubierta por un fular negro también entró; con pasitos lentos lo pasó de largo y se sentó unas filas más atrás, donde se dispuso a mirar por la ventanilla, y así se quedó. Luego, el transporte arrancó con un chirrido pesado. Fue curioso, pero aquella vez ningún vigilante se subió en él. Jacob se extrañó y echó la vista atrás. Observó un instante a la mujer, que parecía no haberse percatado de ese hecho, absorta en lo suyo, y volvió a respaldarse en su asiento. El personal cada vez escaseaba más. Sería algo normal, supuso.
Ya debía de ser mediodía cuando el monorraíl pasó de vuelta por los Barrios Altos. El sol brillaba inclemente en el cielo y dentro del vagón empezó a hacer mucho calor. Jacob sudaba bajo la ropa, aunque no hizo nada para remediarlo; estaba acostumbrado a las altas temperaturas. Era extraño ver a alguien por la ciudad vistiendo con ropa ligera. Solo los enfermos lo hacían. Por culpa de la fiebre roja, la gente prefería pasar calor en virtud de tener la piel bien cubierta y protegida. Al mínimo contacto de una persona sana con el virus, tal como la salpicadura de una gota de sangre o el simple estornudo de un enfermo, resultaba mortal de necesidad.
Se encontraba sumido en sus pensamientos cuando una voz senil le sacó de ellos:
—Disculpa —giró la cabeza y vio a la anciana de pie, junto a él. Con una mano sostenía una mascarilla con filtro de aire que de vez en cuando se acercaba a la boca para respirar mejor. Sus ojos llenos de cataratas le imploraron—. ¿Tendrías un crédito o dos? Me muero de hambre. Llevo días queriendo ir al este. Me he subido al monorraíl porque he visto que no había ningún vigilante… —quebró la voz por la desesperación hasta casi perder el habla—. Ni siquiera puedo costearme el trayecto.
Jacob se la quedó mirando, parecía muy desesperada, y asintió. Sacó de un bolsillo una ficha de cinco créditos y se la dio. No iba a volverse pobre por eso, y dada su situación actual era lo que menos le preocupaba. La anciana, agradecida, la tomó y se la guardó entre sus prendas de ropa. El mercenario volvió su atención a la ventanilla, sin decir nada; no quería compañía durante el viaje, aunque para su sorpresa, la mujer sí.
—Eres un buen hombre. Un caballero como quedan pocos. ¿Te importa si me siento a tu lado? —dijo al tiempo que lo hacía.
Jacob puso cara de circunstancias.
—Oiga, anciana, no pretendo ofenderla, pero no es un buen momento para mantener una conversación —trató de ser educado.
La mujer no le dio la suficiente importancia a su negativa.
—Sí que lo es, ¿acaso tienes algo mejor que hacer durante el resto del trayecto?
—Tengo demasiadas cosas en las que pensar…
—Por la forma en la que mirabas más allá de esa ventana juraría que pensabas en tus problemas —sugirió—. Y que no son pocos.
Jacob apretó los labios en una sonrisa desganada.
—¿Y quién no los tiene?
—El que no los busca —afirmó.
No le faltaba razón. Pero su oficio era el que era. No podía cambiar eso. Al igual que tampoco podía cambiar el hecho de que aquella pobre vagabunda quisiera hablar un rato. Podría hacer el esfuerzo. Después de todo, no había motivo para ser descortés.
—¿Por qué quiere ir al este? —preguntó, tras pensarlo un instante—. Es donde están los peores distritos. Su fortuna allí no va a mejorar.
A la mujer pareció iluminársele el semblante, encantada por el rumbo que estaba tomando la conversación. Se removió sobre su asiento y apoyó ambas manos en el cabezal de su bastón. Carraspeó.
—Bueno, verás… tengo una sobrina que podría acogerme en su apartamento. No es muy grande, pero cabemos las dos y eso es mucho mejor que dormir entre varios contenedores. Es la única familia que me queda en la Tierra.
—Usted no huele como si durmiera entre la basura.
—Joven… —lo miró levantando una ceja—. Que sea pobre y vieja no significa que no disponga de unos recursos mínimos. Sé dónde puedo ir a lavarme.
—Entiendo… —volvió la vista a la ventana—. No quería ser grosero. Siento si le ha molestado mi observación.
—Oh, en absoluto —rio de forma apagada, como un pajarito débil. A continuación se fijó en su herida de la pierna y, preocupada, exclamó—. Pero hombre, estás sangrando. Deberías ir a un médico en seguida para que te echara un vistazo.
—Estoy bien —repuso Jacob, que trató de taparse la zona con la mano—. Es solo un arañazo.
La mujer hundió las cejas.
—Pues es un arañazo muy grande.
—He dicho que estoy bien —este endureció el tono y clavó los ojos en ella.
—De acuerdo… vale… —bajó la cabeza—. Veo que ahora soy yo la que te he ofendido.
Jacob sintió una punzada de remordimiento… a decir verdad, muy leve. Pero tampoco había pretendido sonar tan rudo.
—No es culpa suya —se disculpó—, padezco de mal humor crónico.
—Bueno, es peor el reuma crónico, te lo aseguro —dijo, obviamente divertida, pero al ver que Jacob no decía nada más quiso llevar la conversación por otra senda—. Quizá… —prosiguió nerviosa—. Quizá te estarás preguntando dónde se encuentra el resto de mi familia…
—Lo cierto es que no —repuso el mercenario, a lo suyo.
¿Es que no iba a irse nunca?
—Me va bien hablar de ello, ¿sabes? Ya no recuerdo el tiempo que hace que no hablo con nadie… —su tono se volvió triste.
Pobre mujer, pesada lo era un rato. Jacob entornó los ojos hacia ella.
—Está bien… —aceptó al fin. ¿Por qué sentía lástima por una completa desconocida? Lo normal hubiese sido que no le importara un pimiento. Pero había algo en ella…—. Como ha dicho, el trayecto es largo —se cruzó de brazos—. Cuéntemelo si se va a sentir mejor.
La anciana se llevó la mascarilla filtrante a la boca y respiró profundo un par de veces al tiempo que asentía. Luego pareció que le costara arrancar, como si sus recuerdos fueran demasiado dolorosos y tuviera que reunir fuerzas para rescatarlos de algún lugar remoto de su memoria.
—Yo tenía marido y tres hijos —pronunció, nostálgica—. Partieron en la nave Arca número ocho, hace ya diecisiete años, cinco meses y veintitrés días. El más pequeño tendrá ahora tu edad —trató de sonreír—. Suponiendo que se haya adaptado bien a la vida en Épsilon...
—¿La dejaron aquí? —Jacob se extrañó—. ¿No se suponía que la familia directa tenía que embarcar siempre junta?
Ella negó con la cabeza.
—El nuestro fue uno de esos extraños casos de familia numerosa. Los módulos de cabina familiar de las primeras Arcas solo disponían de capacidad para cuatro personas, si íbamos cinco tenían que asignarnos dos cabinas, y las plazas eran muy limitadas. Cada palmo de la nave era importante. Así que cuando estábamos a punto de subir a las lanzaderas con nuestro equipaje, nos pararon y nos llevaron a una sala aparte, donde nos dieron a elegir: o bien uno de nosotros se quedaba en la Tierra, o bien los cinco lo haríamos. —Se encogió de hombros—. Amaba a mi familia más que a nada en el mundo, así que, sin pensarlo, di un paso al frente y les ofrecí ser yo.
—Es raro que no le dieran más solución que aquella —observó su pesadumbre—. En aquellos tiempos aún se hacían las cosas con cierta moralidad.
—Me tomaron los datos y me aseguraron que harían todo lo posible para que pudiera partir en la siguiente Arca —respondió, con la mirada perdida—. ¿De qué me sirvió?
—Pero… ¿cómo se lo tomó su esposo y sus tres hijos? —sin darse cuenta, empezó a interesarse.
—¿Que cómo se lo tomaron? —sus ojos se humedecieron—. No me dieron ni las gracias. Mientras me identificaban y me quitaban el pase, mi marido bajó la cabeza. No se despidió. Ni siquiera tuvo el valor de mirarme a los ojos cuando se subió a la cabina de la lanzadera por miedo a que yo cambiara de opinión en el último momento. Si lo desean, las madres tienen preferencia en casos así.
—¿Y por qué no lo hizo? ¿Por qué no ejerció el derecho preferente de ir usted?
La anciana cerró los párpados y exhaló el aire con pesar.
—Si ahora pudiera volver atrás sé que habría actuado de un modo muy distinto. No hay ni un solo día en que no me arrepienta de lo que hice: abandoné a mis hijos… Pero estaba tan enamorada de mi marido… Aunque no fue hasta después de ese día que me di cuenta de que él no lo estaba de mí.
Jacob se quedó meditabundo. Después de una historia así, cualquiera hubiese dicho que sus propios problemas carecían de importancia. Cualquiera menos él.
—Siento lo que le pasó. Es algo triste —eso sí lo admitió—. Es evidente que no pudo partir en las siguientes naves...
—Bueno, cuando mi familia se fue se llevaron con ellos todo el dinero que teníamos. Y yo me convertí en una sintecho, enfermé varias veces, así que mis posibilidades de futuro se desvanecieron. —Con una mano volvió a llevarse la mascarilla a la boca. La otra la mantuvo sobre el cabezal del bastón.
—Su sobrina… —comentó—. ¿Sabe que irá usted a visitarla?
—No… —contestó casi con miedo—. Y espero que me acepte en su apartamento. Hace años que no nos vemos, pero antes nos llevábamos bien.
Jacob echó un vistazo pausado al exterior para reconocer dónde estaban. No faltaba mucho para el fin del trayecto.
—Ya casi hemos llegado —dijo—. Si no tuviera asuntos importantes que no puedo posponer la acompañaría yo mismo a verla. Las calles del distrito este pueden ser muy peligrosas.
La mujer puso una expresión afable.
—No te preocupes, querido, aunque no lo parezca sé defenderme sola. Y ya has hecho mucho escuchando y ayudando a esta pobre vieja parlanchina —se mostró agradecida. Tenía la extraña fijación de deslizar constantemente la mano por el puño del bastón. Jacob se fijó en ese detalle: aunque en un principio le pareció de madera, no lo era, si no de alguna especie de metal pintado para simular dicho aspecto.
—Ya no se ven bastones como este —cambió de tema de pronto—. Apenas queda madera con la que hacerlos —la puso a prueba.
La anciana no esperaba esa súbita observación, aunque tampoco pareció importarle.
—Oh, sí… sin duda es el objeto de más valor que conservo. Sin él estaría perdida. Me lo fabricó un ebanista amigo mío antes de la caída de los últimos árboles. No sé qué habrá sido de ese hombre. Tenía buenas manos… robustas y expertas —rio. Estaba mintiendo. Puso los dedos sobre el cabezal en una determinada posición—. ¿Quieres verlo de cerca?
Fue en ese instante cuando Jacob, de manera disimulada, se llevó una mano al cuchillo que colgaba de su cinturón y se dispuso a desenfundarlo poco a poco.
—¿Por qué querría hacer eso?
—Pues porque siempre resulta interesante contemplar una buena reliquia del pasado —insistió y se lo acercó un poco más.
—Bueno, yo… —dijo Jacob, que de pronto se puso tenso al caer en la cuenta de quién era realmente aquella mujer—. Dime… ¿a cuántos has matado con él, Cuentacuentos?
Al oír ese apodo, la anciana cambió por completo la expresión. Una sonrisa perversa, sin apenas dientes, se dibujó en su rostro vil y arrugado, que ya nada tenía que ver con el de la vagabunda frágil e indefensa de hacía escasos segundos.
—A más de los que te imaginas, Jacob dos Balas —masculló. Rápida, se colocó la mascarilla, apretó el cabezal del bastón y una nube de gas salió disparada por un pequeño orificio en dirección al mercenario.
Este contuvo la respiración y trató de apartarse de la trayectoria del compuesto químico, aunque eso no evitó que una pequeña parte le entrara por las fosas nasales y la boca. La vista se le nubló al instante. La anciana vociferó desde su asiento y blandió de nuevo el bastón humeante para acercárselo más a la cara, pero él ya tenía su cuchillo preparado en la mano, así que, al tiempo que volvía a esquivar la vara, lanzó una estocada y se lo clavó en el pecho, en pleno corazón, dejando a la mujer anclada en el respaldo. Muerte fulminante. Jacob cayó de rodillas y se llevó una mano al cuello enrojecido, cuyas venas se le empezaron a hinchar como cables de acero. No pudo evitar toser de forma virulenta. En un santiamén, todo a su alrededor había quedado envuelto por una espesa nube mortal. No era capaz de pensar, solo de actuar por instinto. Buscó y agarró con una mano temblorosa la mascarilla de la asesina, que se la llevó como pudo a la boca, y aspiró hondo. La cabeza le dio vueltas y tuvo que alejarse de allí a rastras hasta llegar a la otra punta del vagón, donde apoyó la espalda en la pared y se quedó sentado en el suelo, respirando de forma profunda a través del sistema de filtrado. Había estado a punto de sufrir un shock anafiláctico. Fijó la vista en el cadáver cabizbajo de la mujer; su silueta se difuminaba bajo una bruma verdosa y compacta. Un rio de sangre le manchaba la ropa desde el cuchillo clavado en el pecho hasta la falda harapienta. La escena era una estampa de mal gusto, casi surrealista.
Celine Cuentacuentos… pensó jadeante. Los pulmones le ardían. Debí imaginarlo.
Reconocida en el oficio como una de las asesinas más antiguas y mortíferas de todos los tiempos. A lo largo de los años había encandilado a todas sus víctimas con multitud de historias cuya puesta en escena las convertía en tan creíbles como exquisitas. Teatralidad y engaño elevados al máximo nivel. Se había hecho pasar, entre otros roles, por maestra, doctora, vigilante, mutante, amante y prostituta de lujo en su juventud. Nadie sabía a ciencia cierta qué aspecto tenía dada la innumerable cantidad de veces que se había colocado injertos y operado el rostro. Se contaba que nunca buscó la recompensa del dinero, sino que disfrutaba tanto con lo que hacía que jamás quiso retirarse. Una sociópata en toda regla. Debió de encargarse también del vigilante antes de subirse al monorraíl.
Pero este, pedazo de arpía, se dijo Jacob mientras recobraba el aliento, ha sido el último capítulo de tu cuento.
Se levantó tambaleante, sin soltar la máscara, y se acercó hasta el cuerpo de Celine para recuperar el cuchillo, que extrajo sin miramientos de su esternón. Luego caminó hasta la puerta del vagón, donde aporreó con pesadez el interruptor de la parada de emergencia. En el exterior, un jardín de chispas brotó de los raíles, en fricción con la forzosa frenada de aquel tubo de metal de veinte toneladas. Cuando se detuvo por completo tan solo quedaban dos kilómetros de trayecto para llegar a la estación este. Jacob separó la doble puerta con las manos y bajó a la calle de un salto. Se encontraba frente a un paseo marginal con bazares de comida maloliente y tenduchas decrépitas.
Al fin aire libre.
Tiró de mala manera la máscara al suelo. Los transeúntes y comerciantes que deambulaban por la zona dejaron momentáneamente lo que estaban haciendo y lo observaron como si fuera un soldado que volviera de una guerra de la que no habían tenido constancia. Él los desafío a todos con la mirada, pero no vio a nadie conocido o que intuyera que pudiese acarrearle problemas. Echó a andar hacia el este, sucio, sangrando, malhumorado; la gente se apartó a su paso. Se acercaría con cuidado a la estación este a través de callejones y tejados. Supuso que le estarían esperando pero había algo que necesitaba comprobar con urgencia. Alguien había contratado a la Cuentacuentos para matarle, eso era evidente. Y solo una persona sabía dónde iba a estar él.
Su rostro se endureció a medida que la ira empezó a cabalgar con fuerza por sus venas.
Fergus… maldijo ese nombre en sus adentros.