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AÑO 2111

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Bienvenido, ciudadano, se encuentra usted en la Nube. Sintonice esta emisora y no aparte su oreja de ella si quiere estar al corriente de los acontecimientos que ocurran en la ciudad durante una jornada en la que más de uno acabará empapado. Si sale a la calle recuerde llevar consigo su paraguas térmico, y si no dispone de uno, cómprelo, o mejor aún, cambie de idea y quédese en su vivienda, cobijado bajo el peso de una buena manta, y forme parte de nuestra gran audiencia. Porque sabemos que lo sabe: nosotros poseemos la fórmula para conseguir día a día que su vida no resulte un infierno.

Llovía.

El estruendo de los disparos rompió el silencio de las calles, también el de las personas que transitaban de un lado a otro por la oscuridad del suburbio, a la sombra de edificios decadentes y de un cielo gris y denso. Algunos se sobresaltaron y giraron la cabeza en dirección al ruido, aunque la mayoría hizo caso omiso del incidente, desentendidos, acostumbrados, entregados a una vida de conciencia abandonada.

A Jacob le gustaba salir a la calle los días de tormenta, eran días frescos, simples, sin apenas negocios abiertos ni peleas entre bandas, pero, sobre todo, sin las asfixiantes oleadas de calor llegadas de los bordes exteriores. Eso era importante. A veces, el calor mataba casi tanto como el hambre. Aquella mañana no tenía prisa, tampoco ningún plan en concreto, salvo el de andar sin rumbo fijo, reflexionar sobre el pasado, ya que hacerlo sobre el futuro no tendría demasiado sentido, y tal vez celebrar él solo, con una ración prudente de Licor 7 en la taberna de las ruinas de la estación del Búfalo, que seguía vivo tras su último trabajo.

Ciertamente, aquel tiroteo esporádico no cambió demasiado sus propósitos. Apenas se encontraba a una decena de metros de la víctima cuando ocurrió; se acercó casi por inercia y se detuvo justo al lado, con las manos en los bolsillos de su chaleco y la cabeza oculta bajo su sombrero empapado. Observó el cadáver en el suelo: un hombre de mediana edad, delgado, desaliñado, ¿y quién no lo estaba? En el momento de desplomarse, llevaba aferrada una bolsa de tela entre los brazos que con la caída dejó esparcidos por la acera un puñado de créditos teñidos de rojo. El agua no tardó en diluir la sangre de aquel pobre diablo. Los créditos eran fichas de veinte, de eso se dio cuenta antes de que su ejecutor se acercara jadeante, aún con la pistola en la mano, y le asestara al cadáver un último tiro en la cabeza. Otra nueva y fugaz explosión de luz. Eso no era necesario, por supuesto, pero ningún vigilante, humano o sintético, de haber estado presente lo habría detenido por reaccionar de esa manera. Un saqueador había intentado robar a alguien y, en la ciudad, robar tenía sus consecuencias.

Después de recoger la bolsa y los créditos y comprobar que no faltara nada, el hombre que había disparado, de pelo largo aunque con entradas y con un abrigo de piel viejo y roto que le cubría hasta las rodillas, miró directamente a Jacob, como si acabara de percatarse de su presencia: una sombra silenciosa, casi desapercibida, en un cuadro melodramático, y señaló a la víctima con la pistola.

—Esta escoria me ha obligado a correr por medio distrito —masculló asqueado, justificándose—. Con la que está cayendo, maldita sea —negó con la cabeza mientras terminaba de recuperar el aliento—. Que tengas un gran día —murmuró, y se dispuso a marcharse por donde había venido—. Estúpido cotilla… —Se escuchó cómo decía a los pocos pasos.

Jacob no le respondió, esperó a que se hubiera alejado un buen trecho, echó un último vistazo al cadáver, que le devolvía una mirada vacía a algún horizonte indefinido, y siguió andando calle arriba, mezclándose entre el goteo de personas que andaban ajenas a lo ocurrido.

Llevaba veinte minutos transitando entre la inmundicia de las calles cuando estuvo decidido a llevar a cabo la opción de la taberna. Fue a tomar un atajo y saltó una valla para cruzar por un parque infantil abandonado, con columpios rotos y oxidados y juguetes medio enterrados en el barro. Al hacerlo, las personas que se encontraban más cerca lo miraron de forma extraña. A la gente no le gustaba pisar esa clase de lugares, eran considerados una especie de santuarios que no debían ser profanados. Había hasta quienes depositaban en sus perímetros cartas escritas con tinta y lágrimas y algo parecido a flores hechas con cualquier material. Hacía muchos años que las risas de los niños dejaron de escucharse en la ciudad. Ya nadie quería tener hijos, no tenía sentido traer un bebé al mundo. Incluso el gobierno repartía píldoras para abortar de forma gratuita en todos los distritos. Jacob ni siquiera pensó en si habría ofendido a alguien cuando salió del parque y fue a adentrarse en un callejón estrecho, hogar de algunas ratas. Había un respiradero en la pared que emitía un vapor maloliente salido de la cocina de alguna vivienda baja. Trató de sortearlo.

El callejón terminó ensanchándose y no tardó en llegar ante el umbral de un túnel mohoso y lleno de goteras, sobre este se alzaba a duras penas un edificio deshabitado. Era el túnel que descendía hasta la estación del Búfalo. Respiró hondo antes de penetrar en aquella oscuridad, como si quisiera aprovechar y contener el oxígeno en sus pulmones durante al menos un par de minutos más. En la superficie, el aire cada vez era más artificial, cargado, y rezumaba por todas partes como una nube tóxica. Pero bajo tierra, la sensación de pesadez en la garganta se volvía casi asfixiante. El eco de sus pisadas retumbó entre las paredes deterioradas del paso subterráneo. Como de costumbre, allí solo había yonkis y enfermos resguardados de la intemperie y la lluvia. Toses y lamentos por todas partes.

Una prostituta delgada como el hambre, cuyo rostro había sido masacrado por la fiebre roja, aguardaba cerca de un cilindro metálico que ardía a modo de hoguera. Al verle pasar se le acercó contoneando sus inexistentes curvas. Bajo la penumbra parecía poco más que un esqueleto forrado de piel y llagas supurantes, una parodia triste de lo que un día fue una chica atractiva.

—¿Quieres un revolcón? Cinco créditos y soy tuya —la mujer sonrió con falsedad y fue a rozarle el hombro, pero Jacob se apartó, cauteloso.

—No me toques —la advirtió, severo, deteniéndose un segundo para asegurarse de que nadie se le aproximaba por la espalda. Todo parecía estar en orden. Siguió andando por el túnel en dirección a las escaleras que bajaban a la taberna.

—¡Que te den! ¿¡Me oyes!? —Gritó la prostituta mientras se alejaba. Y, tambaleante, le dedicó un gesto obsceno con el dedo corazón—. ¡Nenaza!

A Jacob, nada de aquello le afectaba ya. Ni a él ni a nadie. Conductas de ese estilo eran lo habitual. Así era la ciudad, al menos la mayoría de sus distritos. Una burbuja superpoblada de corrupción, barrios infernales y desolación urbanística. Sus habitantes, de algún modo se habían acostumbrado a vivir entre la decadencia social y energética, entre el miedo ejercido por las bandas y la esclavitud de trabajos cuya única remuneración consistía en unos pocos créditos, comida o sexo de alto riesgo. Paradise Route, curioso nombre para el último lugar habitable del planeta, hogar de los Olvidados; aquellos cuyos nombres, año tras año, jamás aparecieron en ninguna lista de evacuación. Pero Jacob tenía muy presente que aún quedaba una última oportunidad para unos pocos… la condena definitiva para el resto.

A medio recorrido del pasadizo, a un lado, bajó por unas escaleras en forma de caracol. Había antorchas ancladas a la pared que iluminaban algunos tramos como si se tratara de una cueva cuyas profundidades escondieran un secreto ancestral. Una puerta de acero permanecía cerrada al final. Llamó con el puño y una fina rendija se deslizó a un lado. Los ojos de un hombre lo observaron.

—Caramba. Pasa, Jacob. Qué sorpresa. —Ruido de cerradura. Matthew, el dueño, le abrió y le permitió el acceso; un sesentón de pelo canoso y expresión afable cuya barriga propia de un alcohólico abultaba bajo una camisa manchada de licores.

La taberna era pequeña, adaptada de manera precaria en el espacio de una vieja sala de mantenimiento de la estación, provista de un par de mesas y sillas herrumbradas y paredes forradas con madera tan antigua que ya se estaba pudriendo. La iluminación resultaba escasa, a base de lumbre, como siempre, y olía a cerveza derramada. No había ni un solo cliente, puesto que a esas alturas casi nadie se podía permitir un trago. Una rata hacía ruiditos agudos mientras devoraba en una esquina un pedacito de materia inapreciable a la vista. En el estante de las bebidas, encajada entre las pocas botellas polvorientas que quedaban, una radio antigua emitía la Nube, el único programa que todavía seguía en el aire, el cual solía bombardear a los ciudadanos con una publicidad agresiva y constante.

Jacob tomó asiento frente a la plancha de latón que hacía las veces de barra. El revólver de doble cañón con calibrador de potencia que llevaba enfundado en su cinturón le molestaba, así que lo extrajo y lo dejó encima, a un lado.

—¿Lo mismo que solías tomar? —preguntó Matthew.

—Por favor —afirmó, y ladeó un poco la cabeza para oír lo que decía la interlocutora de las noticias.

Hoy se cumplen tres años desde que la penúltima nave Arca abandonó la órbita de la Tierra para dirigirse al sistema planetario Gliese 581, donde se encuentra Épsilon, el nuevo hogar de la raza humana. Se espera que este mediodía se originen disturbios múltiples en el distrito de la Dama Blanca, alrededor de la sede del gobierno local, por lo que se han desplegado numerosos dispositivos de seguridad por todo el recinto. Aunque el Ministro D’Ángelo ha tratado de hacer un llamamiento a la calma a todos los ciudadanos, alegando que aún queda un Arca en la exosfera y una última lista de evacuación que hacerse pública, parece que los habitantes de Paradise Route han hecho caso omiso a dichas recomendaciones y se están aglomerando para iniciar una manifestación masiva en las afueras del Capitolio…

Matthew le sirvió un vaso con Licor 7 a Jacob. Este lo tomó entre las manos y le dio un par de vueltas para observar su color ocre.

—Hoy habrá problemas —mencionó el tabernero, que se sentó frente a él, sin nada mejor que hacer que iniciar una conversación, y efectuó un trago corto directo de la botella.

—¿Y cuándo no los hay? —Jacob se quitó el sombrero y su rostro curtido en peleas, a juzgar por las cicatrices que le cruzaban la mejilla y el mentón, quedó al descubierto. La sombra de una barba de cuatro días las disimulaba un poco. Era alto y atlético, bien entrenado. Treinta y tantos. Igual que los demás habitantes, también había perdido esa luz de esperanza en la mirada. Ojos negros como la noche. Ceño fruncido, seguramente atormentado por las cosas que se había visto obligado a hacer para sobrevivir. Callado, como era habitual en todo mercenario.

Bebió un pequeño trago y siseó con la lengua. El sabor era fuerte, seco, pero reconfortaba por dentro. En ese momento hubo una parada en las noticias y por la radio empezó a sonar la canción Sweet Home Alabama.

—¿Cómo te va? —Se interesó el tabernero—. He oído que ya te has recuperado de lo que te pasó en tu último encargo.

—He tenido días mejores —dijo, sin apartar la vista del líquido ambarino del vaso—. Aún me lamo las heridas.

Matthew alargó el brazo para dejar la botella en su sitio.

—A propósito, qué ocurrencia… —pronunció—. Depositar por la noche el cadáver crucificado de aquel arrogante que se hacía llamar El Nuevo Mesías en medio de la plaza del Fénix.

—No fue idea mía. Es lo que me pidieron.

—En ese caso, los devotos de la Ilumonología se han vuelto cada vez más sádicos.

—Eso a mí no me concierne, mientras me sigan pagando bien —repuso indiferente.

—Seguro que te lo agradecen con toda el alma —se rascó la mejilla—. Como ellos mismos dicen, lo importante es mandar un mensaje. Y en parte estoy de acuerdo, créeme. Ese tipo era como un grano en el culo, ¿no te parece? No hacía más que envenenar las calles con su verborrea y su molesto intento de desquiciar a la gente.

—Para mí solo era otro chiflado más.

—Un chiflado que hablaba mucho y escuchaba poco —dijo—. ¿Probaste primero a avisarlo para que desistiera?

Jacob asintió.

—Lo hice. Y hablar antes de actuar me costó un balazo y varios meses en coma. Lección aprendida. —Se acercó el vaso a la boca y bebió otro sorbo—. Coño, esta mierda es fuerte.

El tabernero soltó una risa saturada que pareció más bien el ruido de un motor moribundo al apagarse.

—Jacky, Jacky… —negó con la cabeza—. Vigila los asuntos en los que te metes o terminarás muerto antes de hora.

—El noventa y nueve por ciento de la población mundial ha muerto en las últimas dos décadas por culpa de la radiación o de la fiebre roja. Y todos los sanos que quedamos moriremos muy pronto de todos modos. —Hizo una mueca de indiferencia—. El dinero me viene bien para no pudrirme de asco o de hambre el tiempo que nos queda.

—No… Apenas falta un año para el fin. Y apuesto a que ya tienes suficientes créditos como para vivir bien los próximos once meses. Podrías incluso costearte un buen apartamento en los Barrios Altos. Así que esa respuesta no me vale —se pasó una lengua áspera por los labios—. ¿Cuánto hace que te conozco? ¿Seis años? ¿Siete? Vamos, sé sincero: ¿por qué buscas morir antes de hora?

Jacob terminó de beberse el Licor 7 de un trago y miró al tabernero, serio, algo mareado, como si esperara una respuesta ajena a la realidad reflejada en el rostro de aquel hombre. De algún modo la encontró.

—Por lo mismo que tú sigues abriendo este antro de mala muerte cada día, a pesar de que ya no viene nadie. La gente ni siquiera se atreve a adentrarse dos pasos en la estación por miedo a los enfermos o a la compuerta de los niveles inferiores que conduce al submundo. Pero tú sigues levantándote por las mañanas y viniendo aquí, para ver pasar las horas. Porque necesitas mantener la puñetera mente ocupada en algo: ese es el motivo por el que hago lo que hago.

—Un momento… —hundió las cejas a modo de inciso—. La puerta que daba paso al submundo lleva sellada años. Ya no presenta ningún peligro —alegó, como si fuera lo único que pudiera rebatir.

—No me estás escuchando. Olvídalo.

—Sí… Te entiendo, te entiendo —hizo un gesto de calma con las manos—. Tan solo bromeaba, hombre… aunque creo que tiene que haber algo más que no me cuentas. —Fue a coger otra vez la botella—. A esta invito yo.

Jacob retiró el vaso fuera de su alcance.

—Anciano… —lo llamó en confianza—, serías capaz de dejar que me bebiera todo tu alcohol con tal de poder mantener una conversación con alguien durante un par de horas. —Se levantó, rechazó con un ademán que le volviera a servir y sacó tres créditos de su billetera para dejarlos caer sobre la barra—. Te lo agradezco, pero otro día será. Con todo lo que está ocurriendo en el centro de la ciudad imagino que pronto llamarán a mi puerta para un nuevo encargo —cogió su revólver y volvió a enfundárselo en el cinturón.

—Como quieras. —Matthew, algo decepcionado, dejó la botella en su sitio y recogió el dinero. Había sido una conversación corta—. ¿Volverás mañana? —sonó casi como una súplica.

—Me gustaría. —Jacob se colocó el sombrero y se dirigió hasta la puerta. Sin embargo, cuando tenía la mano apoyada en el pomo se detuvo un segundo para oír lo que decía la interlocutora, que volvía a estar en el aire:

Recordemos que dentro de once meses y siete días, la estrella de neutrones popularmente conocida como «El Ángel» llegará a nuestro sistema solar y absorberá toda la materia que encuentre a su paso, incluido nuestro planeta y el Sol. La última de las naves Arca tiene prevista su partida hacia Épsilon en el plazo de dos meses. El Ministro D’Angelo ha asegurado en sus últimas declaraciones que todos aquellos ciudadanos que a partir de ahora estén involucrados en cualquier revuelta contra el Gobierno se les negará la oportunidad de participar en el proceso de selección de la lista de evacuación final. Vicky Benett, en directo desde el Capitolio.

Jacob observó de reojo al tabernero, que escuchaba las noticias de la Nube con rostro inexpresivo. Ahora hablaban de que ya se estaban originando los primeros altercados. De pronto, parecía prestar atención solo a ello.

—Cuídate, Matthew —le dijo.

—Sí, sí… —le hizo un gesto con la mano para despedirse, sin mirarle—. Lo mismo te digo.

Jacob salió de la taberna y cerró la puerta tras de sí.

De vuelta al exterior vio a dos vagabundos enfermos pegándole una paliza a la prostituta que lo había abordado antes. Esta les insultaba y escupía, lo único que podía hacer por defenderse, mientras le tiraban de los pelos y se reían de ella. Jacob, asqueado aunque imperturbable, pasó de largo por el extremo opuesto del pasaje. Precaución ante todo. Si lo salpicaba una sola gota de sangre o sudor de un infectado moriría en dos semanas.

Fue al salir del túnel, de vuelta al exterior, cuando la tierra tembló de repente. En alguna parte de Paradise Route una ensordecedora explosión se elevó hasta los cielos. Jacob se llevó las manos a la cabeza en un gesto instintivo. Incluso los vagabundos cesaron de golpe su actitud hostil contra la mujer. El rastro del humo en suspensión se hizo visible en seguida por encima de las ruinas de los edificios más cercanos. Los cristales de algunas ventanas cayeron a la calle hechos añicos y una marabunta de gritos se hizo audible en la distancia. Aquello no podía significar otra cosa que un nuevo atentado de bomba. Miró en dirección al origen. Venía del Capitolio, estaba seguro.

Jacob no esperó: echó un vistazo rápido a la pantalla rallada de su reloj y arrancó a correr hacia su apartamento, sin molestarse a cubrirse de la lluvia. Volvía a estar en activo; calculó que tenía unos quince minutos antes de que alguno de sus antiguos clientes llamara a su puerta.

Épsilon

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