Читать книгу Épsilon - Sergi Llauger - Страница 12

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—Que tengas un gran día —se despidió Jacob.

—Y tú mucha suerte —rio Jev mientras este se iba apresuradamente de la tienda.

Jacob pasó junto a los tres Espectros, que, drogados hasta la médula, esta vez le ignoraron, y trató de alejarse lo máximo posible del ruido producido por las sirenas de alarma. Pensó en cuál tendría que ser su próximo movimiento y llegó a la rápida conclusión de que solo existía un lugar del cual podía fiarse de ir. Si ese fallaba… bueno, estaría bien jodido. De todas formas no tenía alternativa: la taberna de la estación del Búfalo parecía ser la mejor opción para esconderse durante al menos unas horas. El viejo Matthew era un amigo leal, le ayudaría… o eso quiso creer. Hacia allí dirigió sus pasos.

Anduvo un buen trecho por calles secundarias y entró en el umbral de algunos edificios abandonados que sabía que atajaban por algún patio trasero, hasta que llegó al corazón del suburbio este. Allí no había vigilantes. Los vapores blanquecinos humeaban por las salidas de las alcantarillas; la basura desparramada crujía bajo sus botas y los vagabundos y enfermos le miraban en silencio, condenados, algunos desde sus literas a la intemperie, llenas de piojos y excrementos, o en el interior de sus chabolas desestructuradas. Oyó llantos y lamentos desde algunas de esas barracas; suplicas de limosna… incluso vio a una chica joven que sangraba por el bajo vientre y bramaba como un animal, tumbada sobre un colchón sucio en el suelo, mientras dos mujeres más y un hombre la sujetaban e intervenían para ayudarla a abortar. Se les veía más interesados que compasivos. A saber lo que harían luego con el embrión, pensó Jacob con desagrado, pero en ningún momento se detuvo. No podía permitirse el lujo de preocuparse por toda esa gente. Ya estaban muertos. Todos los ciudadanos lo estaban.

Mientras se alejaba de la parte más marginal del distrito, en un cruce repentino, se encontró casi de frente con una patrulla de dos vigilantes y un dron que peinaban la zona. Tuvo que reaccionar rápido y esconderse tras una furgoneta oxidada y sin ruedas, aparcada de mala manera en la acera. Cuando la patrulla pasó de largo y Jacob pudo comprobar entre los hierros torcidos del vehículo que ya se habían alejado lo suficiente, se puso en pie y sintió un fuerte y súbito mareo. La visión se le nubló. Se miró la mano; parecía tener doce dedos. Tuvo que apoyar el hombro en el chasis calcinado de la furgoneta para no caer al suelo. La herida de la pierna, que le estaba empezando a supurar, el calor extremo y los efectos del gas químico de la Cuentacuentos, que aún no había eliminado por completo de su organismo, eran una mala combinación. Necesitaba asistencia médica de inmediato. El aire de la ciudad era demasiado impuro, portador de infinidad de bacterias. Un simple corte podía ser mortal si se lo dejaba demasiado tiempo sin curar. Y él ya había tentado su suerte más de lo que podría catalogarse como prudente.

Siguió su camino, tambaleante. Trató de saltar una valla para adentrarse en un cementerio de coches abandonado. Escalarla le costó más de lo habitual y aterrizó rodando por el suelo. Se levantó con una mueca de dolor. El desguace era extenso; ocupaba una isla urbana entera, pero allí era fácil ocultarse y sabía que una vez al otro lado tan solo tendría que cruzar una o dos calles más y llegaría al callejón que conducía a la estación del Búfalo. Montañas de automóviles aplastados y retorcidos, casi inclasificables, se alzaron a su paso como oscuros acantilados erosionados por el viento. El aspecto del lugar era laberíntico, triste y todo olía a metal en corrosión. Incluso, a veces tuvo que subirse a los capós de los coches para seguir avanzando. A medio tramo, sentado entre unas pilas de neumáticos podridos y porquería industrial, se encontró con un hombre de barba mugrienta que llevaba puesta una gorra negra; cocía una alimaña chamuscada en una hoguera hecha con plásticos. El tipo se lo quedó mirando con extraña fijación. Algo hizo que Jacob se detuviera un instante y se preguntara por qué. Pronto lo entendió. Siguió la mirada del hombre, giró la cabeza y echó la vista arriba. Por encima de los montículos de herrumbre, en uno de los edificios cercanos, uno lo bastante alto como para contener un holopanel retroiluminado en sus pisos superiores, su rostro y su perfil aparecían en primer plano con una orden de busca y captura y el emblema esférico del Gobierno.

—No les diré que te he visto, amigo —le juró el vagabundo, tal vez por miedo.

El mareo casi no permitía hablar a Jacob. Sudaba de forma copiosa. Trató de respirar.

—No voy a hacerte daño, tranquilo. Ya me iba.

—Ese holopanel lleva semanas apagado. Lo han encendido ahora, por ti… —Para sorpresa de Jacob, el hombre se quitó la gorra y se la ofreció con pulso tembloroso. Este, extrañado, la tomó entre sus manos—. El Gobierno… —masculló con desdén—. Los muy malnacidos me han destrozado tanto la vida que... Sea lo que sea lo que les has hecho, espero que les haya dolido de verdad.

Jacob no esperaba aquella actitud altruista de un sintecho. Se puso la gorra en la cabeza, apestaba, e intentó cubrirse lo máximo posible el rostro con su visera.

—Gracias —murmuró, y fue a seguir la senda.

—Tal vez no lo veas como la mejor opción, pero en realidad lo es —lo detuvo el hombre.

Jacob se giró.

—¿De qué me hablas? —No estaba para acertijos.

—Del submundo, claro —repuso el sintecho—. Allí no te buscarán.

—Allí me buscarán cosas peores —dijo.

—Es un lugar peligroso, sin duda. Pero si aprendieras a moverte bien por la red de túneles y cavernas te sorprenderías de lo que podrías llegar a encontrar ahí abajo.

—Mutantes, caníbales y toda clase de enfermos mentales.

—No todo es tan malo.

—Lo dices como si hubieras estado allí…

El hombre lo miró con pesadumbre, como si en realidad no quisiera hablar de ello. Las sirenas se oían ya por todo el distrito.

—Será mejor que te des prisa. Registrarán esta zona, me haré el dormido y me despertarán con una patada para preguntarme. Pero yo no he visto a nadie.

—¿Por qué me ayudas? No me conoces de nada —quiso saber antes de irse.

—Porque puede que mi cuerpo se haya corrompido durante todos estos años… pero no mis valores —contestó—. Todavía sé distinguir entre lo que está bien y lo que está mal. Y alguien que se enfrenta al Gobierno corrupto de esta ciudad no puede ser un mal tipo—. El brillo de sus ojos delataba nobleza, en contraste con su aspecto cochambroso.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó.

—Antes se me conocía como el Bardo —contestó, con un orgullo ya perdido—. Ahora ya nadie me llama de ningún modo.

—El Bardo… —repitió Jacob, como si quisiera registrarlo en su memoria—. No lo olvidaré —asintió en un gesto de gratitud y echó a andar sin perderle de vista, reflexivo, hasta que la propia senda entre los restos de los vehículos lo ocultó.

Le había parecido un individuo interesante. En otras circunstancias no le hubiese importado mantener una conversación larga con él, tampoco llevar encima algunos créditos que darle…

Tras abandonar el cementerio de coches, avanzó por la acera de una nueva avenida en la que la mala hierba empezaba a crecer por sus grietas y ranuras, sin que los de mantenimiento urbanístico se hubieran preocupado por cortarla. A esas alturas del fin del mundo, ya nadie lo haría. Las personas con las que se cruzó lo miraron, más bien por su ya pronunciada cojera que por su rostro pálido y cabizbajo. Algunos susurraron al verle pasar, puede que alguien incluso le reconociese, pero aunque así fuera, habría resultado extraño que un ciudadano de a pie lo delatara, tampoco ganaban nada. Además, eso era tarea de los cazadores de recompensas, simple y llanamente. No obstante, fueron momentos de especial tensión. Un par de vehículos vigilante aéreos, con sus sirenas y sus luces rotatorias, pasaron a toda prisa en dirección opuesta, barriendo el asfalto de la calzada. Puede que se dirigieran a otros distritos donde buscarle. Por suerte, su lugar de destino ya no estaba lejos. Fue un alivio cuando pudo torcer al fin por el callejón que conducía a la estación del Búfalo y llegar a la entrada de su túnel lúgubre. Se detuvo un instante para recobrar el aire, con las manos sobre las rodillas, su respiración se había vuelto profunda y dificultosa, y se decidió a adentrarse.

Sus pasos retumbaron en la oscuridad, solitarios, con un eco decreciente. La prostituta que había visto el día anterior yacía ahora muerta en el suelo, con la cara cerúlea, llena de llagas y un reguero de espuma blanca y reseca cayéndole por la comisura de la boca. La fiebre roja debió de darle una muerte horrible y agónica durante horas. Jacob trató de pasar lo más alejado de ella posible, tapándose el fuego de la herida con la mano, aunque sabía que ese era un gesto inútil, solo placebo. Si se tenía que infectar lo haría igual, con una mano cubriéndose o sin ella.

Para cuando bajó las escaleras de caracol y aporreó la puerta de la taberna sintió que las piernas le flaqueaban.

La fina rendija superior se deslizó.

—Jacob, ¡cielo santo! —Los ojos de Matthew se abrieron de par en par. Ruido de cerradura. Le abrió la puerta y tuvo que sostenerlo por las axilas para que no cayera al suelo. De fondo se oía el runrún de la radio—. En la Nube no dejan de hablar de ti. No pude creerlo cuando escuché tu nombre, todo el mundo te busca. —Le pasó un brazo por encima del hombro; con la mano libre juntó las dos mesas rudimentarias de su pequeño local y lo ayudó a tumbarse encima. Le palpó la frente—. Jesús, estás ardiendo…

—Ayuda… —Consiguió balbucear Jacob. El fuego de su herida se había extendido ahora por todo su cuerpo; le quemaba por dentro y le hacía tiritar—. Ayúdame.

—Calma, hijo —trató de tranquilizarle. Buscó la posible causa de su mal y dio con el tajo en la pierna. Presentaba mal aspecto.

—Ayúda… me —volvió a articular, demasiado débil como para mantener la cabeza erguida.

—¿Pero qué has hecho, Jacob…? —Preguntó Matthew con cara de preocupación—. ¿Qué ha pasado?

La venda… la venda de fuego, ¡quítamela! Quiso contestarle pero no pudo. Sus ojos se entornaron hasta terminar cerrándose.

Luego, todo se volvió oscuro.

Épsilon

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