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Un gato famélico que apenas podía moverse se retorció entre aullidos cuando fue alcanzado por una pedrada. La mujer que se la había lanzado se acercó, lo observó bien para dictaminar si valía la pena arriesgarse y finalmente lo cogió de las patas traseras y se lo llevó hasta la hoguera cercana de un portal, donde varias personas esperaban con el hambre reflejada en sus ojos. Jacob dejó de mirar mucho antes de que despellejaran al animal para echarlo al fuego, y siguió andando como un fantasma en dirección al distrito de la Dama Blanca. Lo primero que debía averiguar era quién más había sido contratado para el trabajo. Sin importar tanto el mecenas. Y el lugar donde había estallado la bomba de la mañana era el punto más lógico donde cualquier cazador de recompensas empezaría una búsqueda. El plan inicial de Jacob era moverse entre las sombras y observar los alrededores del Capitolio a la espera de ver aparecer rostros conocidos.

Desde distintos lugares lejanos de la ciudad llegaba el sonido de las bandas con sus motocicletas quemando ruedas, gritos de alguna de sus desafortunadas víctimas y el repicar de los tambores propios de sus fiestas salvajes. Celebraban la gran muerte del día.

A unos cien metros de distancia de la zona afectada, Jacob se preparó para el sigilo. Podía apreciarse el rastro todavía humeante de los fuegos recortando el cielo nocturno. Trató de no perderlos demasiado de vista cuando caminó al cobijo de calles secundarias para rodear la plaza. Mientras lo hacía estudió los edificios. Se detuvo en la parte trasera de uno que conservaba unas escaleras anti incendios medio desancladas; empezaban a unos pocos metros del suelo. Le valdría. Escaló un pequeño tramo, ayudándose con las grietas y surcos de la fachada, para poder alcanzarlas. Procuró no hacer ruido al subir hasta la azotea. Por su aspecto sucio y descuidado, lleno de extractores de humo obturados, se diría que hacía años que nadie la pisaba. Se agachó en el límite de la superficie para poder observar en su plenitud los estragos causados por el atentado.

El Capitolio se erguía como una construcción victoriana de paredes originalmente blancas; con el tiempo se habían puesto feas, como todo lo demás, aunque aún conservaba cierta elegancia, al menos hasta hacía veinticuatro horas. Su prominente cúpula central estaba ahora hecha añicos, y numerosos boquetes en su perímetro permitían apreciar un interior destrozado y quemado. Frente al palacio, por toda la plaza, había escombros de ladrillos, metal y carne. Los escasos equipos de limpieza, hombres entregados a la causa, con máscaras de filtro de aire y trajes usados hasta la saciedad, se afanaban en apagar los pequeños incendios que aún ardían entre los cascotes de la zona; también en sacar los cuerpos, enteros o por partes, que seguían enterrados entre las ruinas para depositarlos en la puerta trasera de un furgón con el chasis golpeado por todos lados. Sin los recursos adecuados todo se hacía mucho más difícil y costoso.

En el centro de la plaza se alzaba el poste y la soga oscilante al viento en la que había sido colgado el ministro. Justo debajo, en el suelo, un charco reseco de sangre indicaba que a los alborotadores no les bastó con dejar que su antiguo líder muriera de asfixia. Hasta que el remanente del Gobierno no se pronunciara al respecto, hasta que no moviera ficha, Paradise Route se había convertido en una ciudad sin ley, sin capitán, en un barco a la deriva hacia una muerte infranqueable. Sí… Aquello era un escenario dantesco, sin duda, pero nada que Jacob no hubiera visto mil veces con anterioridad. Entre todo el caos regente, sin embargo, solo hubo un detalle que llamó de manera poderosa su atención, algo que vio por casualidad entre sus estudiadas ojeadas hacia todos los rincones. No fue una pancarta tirada en la plaza, ni una de las pintadas furiosas escritas con sangre en los muros mancillados del Capitolio, sino un discreto epígrafe de tinta blanca y húmeda en la pared de un callejón cercano al lugar. Desde su posición elevada podía leerse a duras penas. Solo tres palabras, suficientes para hacer que los ojos de Jacob brillaran de sorpresa en mitad de la noche.

César sigue vivo. Ponía el epígrafe.

¿Hasta qué punto debía tomarse en serio esas palabras? No era la clase de mensaje que uno pudiera dejar para cometer una chiquillada, a no ser que quien lo hubiera escrito fuera un completo insensato. César… el hombre públicamente apodado como «El Gran Mercenario». Y por méritos propios. Amado por unos, temido por otros. El eterno rebelde que durante años puso patas arriba el sistema: robó al gobierno grandes cantidades de recursos, asesinó a cientos sin dejar huella, provocó innumerables apagones en la ciudad, logró una tregua entre las bandas para que actuaran bajo su mando, y siempre salió impune de todos sus actos de libertad o terrorismo, según el prisma con el que se mire. Vivió y actuó como un fantasma, aparecía y desaparecía a su voluntad, hasta que, de forma misteriosa, un buen día, fue capturado y ejecutado en público con un saco ensangrentado cubriéndole la cabeza. Una vez muerto se lo extrajeron y hubo desmayos, gritos y rumores cuando la plebe vio el modo en que le habían desollado el rostro. El Ministro ordenó que así fuera para dejar claro que ninguna clase de crimen quedaría impune de un castigo justo y proporcionado. De eso hacía ya seis meses. Y poco a poco el nombre de César dejó de estar en boca de todos para convertirse en el susurro de unos pocos, para acabar siendo una sombra olvidada del pasado…

César sigue vivo.

Jacob leyó de nuevo el epígrafe, absorto. Maldita sea, tendría sentido si no fuera porque la ciudad entera le vio morir; él mismo había repasado las imágenes de su muerte decenas de veces.

Una cosa era cierta, si él había visto ese mensaje, cualquier cazador de recompensas que se dejara caer por la zona también lo vería. Puede que incluso fuera uno de ellos el autor y lo escribiera para despistar, para mostrar una pista falsa, para ganar tiempo en la búsqueda del verdadero responsable.

Hubo un breve chasquido a su espalda, tan insignificante que hubiera pasado del todo desapercibido para cualquier persona con un oído menos entrenado. Jacob escuchó, sin moverse.

—Sé que estás allí, Lobo Mordedor —dijo al cabo de un segundo—. Que te me acerques así por la espalda solo puede significar dos cosas: o pretendes matarme o buscas impresionarme. Lo primero no lo conseguirías y lo segundo casi lo lograste una vez en el pasado. No tientes a la suerte.

Silencio…

—Se olvida de una tercera… —se escuchó desde algún lugar de la azotea. Era una voz joven, a la vez que grave, aunque el tono fue más bien el de un susurro.

Jacob se giró de cuclillas y observó. Apoyó la mano en su revólver de la cintura e hizo girar con los dedos la ruedecita que calibraba la potencia del arma para ajustarla al máximo. Le pareció ver una sombra moverse rápido entre los extractores de humo. Se levantó y dio unos pasos cautelosos, con el arma ya en ristre. De pronto, una ligera oscilación en el aire que le hizo notar una presencia a su espalda. Con un movimiento rápido y certero se volvió y llevó el doble cañón de su revólver a la frente del tipo que encontró justo detrás. Este alzó las manos y sonrió. Una sonrisa engreída.

—Puede que el lobo tan solo quisiera darle un pequeño susto al cazador —dijo con sarcasmo—. Usted ya sabe lo mucho que me gustan los juegos. —Sus ojos del todo blancos, propios de las nuevas operaciones oculares en el mercado negro, contrastaron con su juventud y su piel morena. ¿Veinte años, tal vez? El muchacho, de mediana estatura, buena musculatura y con el pelo a rastas, le hizo entender con su posterior calma que venía en son de paz—. ¿Aparta su pistola de mi cara, por favor?

Jacob lo liberó.

—¿Por qué no me sorprende ver a un cachorro como tú en un lugar como este…? —gruñó, y volvió al límite de la azotea para recuperar su posición de espía.

—El ingenioso, intrépido y envidiablemente popular Señor Jacob dos Balas… —exclamó el joven—. Hacía mucho que no le veía. ¿Ha perdido peso o me lo parece a mí?

A Jacob no le hizo gracia tener a Lobo Mordedor de competencia, ni tampoco que este le hubiera descubierto antes. Pese a su corta edad era un buen cazador de recompensas, eficaz como pocos; ambos habían cooperado en algunas misiones del pasado. No lo consideraba un amigo, ni mucho menos, pero existía cierta camaradería, o una rivalidad sana, entre ellos dos; podría decirse que habían llegado a respetarse mutuamente, algo del todo insólito en su profesión. Se conocieron años atrás de un modo brusco, mientras daban caza al mismo hombre, un asesino caníbal del borde exterior. Sus sendas de investigación se cruzaron y se vieron comprometidas, pelearon y Jacob lo dejó sin sentido; el joven cazador siempre insistió después en que aquello solo fue fruto de la suerte… y tal vez tuviera razón. Se desconocía su verdadero nombre, uno de los motivos por el que lo llamaban Lobo Mordedor era porque tenía la fama de poder acercarse a cualquiera sin que la presa tuviera tiempo de percatarse hasta que ya le fuera demasiado tarde. Igual que un lobo que no aúlla, que no avisa, tan solo muerde cuando uno menos se lo espera.

—Me dispararon y terminé desangrándome —explicó Jacob, atento a lo suyo—. Cuando a uno lo dejan en coma durante meses, por norma general tiende a perder peso.

—Eso escuché —admitió con aire distraído, y deslizó el dedo índice por la superficie polvorienta de un extractor—. ¿Es que aquí nunca sube nadie a limpiar?

—Imagino que tienes un trabajo entre manos —se dejó de tonterías—. ¿No deberías aprovechar tu tiempo?

—Lo estoy haciendo —rebatió—. Le he encontrado husmeando, lo que significa que muy probablemente en algún punto de la búsqueda del artefacto nuestros caminos se cruzarán como lo hicieron en el pasado, así que tendré que enfrentarme a usted y con cierto pesar me veré obligado a matarlo.

Jacob hizo una mueca con la boca.

—Lo intentarás —le corrigió.

—Bueno, la recompensa es demasiado suculenta como para tan solo intentarlo. Ya fracasé una vez, cierto, y me aconsejó que madurara. Pero que no sirva de precedente. Un fracaso es tan solo la niebla que no deja ver el triunfo que espera detrás.

—¿Y tú pretendes atravesarla?

—Si le soy sincero prefiero esperar a que se disipe sola.

—Yo no acostumbro a cometer errores.

—En nuestra profesión, los que seguimos vivos es porque cometemos pocos errores, aunque no nos engañemos; tarde o temprano ocurren.

—No te sientas demasiado orgulloso por tu falta de ellos. Apuesto un millón de créditos a que no llegarás a mi edad.

Lobo Mordedor soltó una pequeña carcajada.

—Ningún Olvidado que tenga un solo año menos que usted la alcanzará. Admito que siempre me ha gustado su cinismo.

—¿Así que ese es tu plan? ¿Espiarme y esperar a que la pifie?

—Tiene su lógica, Señor Jacob, al menos en cuanto a ética se refiere, ya que me desagradaría en gran medida tener que arrebatarle la vida. Lo encontraría… de mal gusto. —Torció el gesto—. Pero tampoco puedo permitirme compartir la recompensa con nadie. El pasaje es unipersonal, ¿se lo han comentado?

En esos momentos, dos tipos del equipo de limpieza encontraron otro cadáver entre las ruinas. Tras quitarle los ladrillos y hierros de encima le registraron los bolsillos, le extrajeron los zapatos y la ropa y lo echaron, desnudo, al furgón de los muertos.

—¿Quién te ha contratado, Lobo? La curiosidad me está matando. Puede que sea eso lo que acabe disipando mi niebla.

—¿Me va a pagar con la misma moneda a cambio? —Jacob no contestó—. Lo suponía… —esperó unos segundos y añadió—. ¿No es excitante? Esta parece ser la reina del baile, la misión definitiva de todo cazador de recompensas. Aquello por lo que nos hemos dedicado y esforzado durante toda nuestra vida.

—En tu caso un periodo muy breve —puntualizó Jacob.

—No sea grosero —si le ofendió su comentario, no lo exteriorizó—. La experiencia no lo es todo, ni siquiera tiene un valor moral, es tan solo el nombre que le damos a nuestros errores. Creía que ya habíamos dejado claro que la gente como nosotros no acostumbraba a cometerlos.

A Jacob, las conversaciones que a veces tenía con el joven cazador acostumbraban a parecerle interesantes, sin duda era mucho más culto e inteligente que la mayoría de los hombres más mayores, pero las razones por las que se encontraba allí eran muy serias; no podía permitirse distracciones. Lo hiciera expresamente o no, Lobo Mordedor lo estaba distrayendo, así que cambió de tema y fue al grano.

—A ti que te gusta analizarlo todo. ¿Qué opinas de eso? —señaló con la cabeza hacia el escrito en la pared del callejón. Lobo Mordedor lo leyó con un ligero interés.

—Poco, salvo que hace una hora ese mensaje no estaba. Aunque apostaría mis carísimas retinas a que es una falsa pista. He visto a mutantes del submundo con inexplicables capacidades telepáticas. A hombres con un poder de convicción tan grande que pueden controlar a las masas. Pero todavía no he conocido a nadie que sea capaz de devolverle la vida a un muerto. ¿Le asusta la idea de que ese mensaje sea cierto?

—Yo no tengo miedo, hago que ciertas personas lo tengan.

—Pues qué suerte la suya… —repuso—. Si le soy sincero no me preocupa quién lo haya escrito ni por qué, cada vez que estalla una bomba surgen decenas de fanáticos alabando el fantasma de César. Un garabato en una pared no es relevante, pero el tipo que ahora mismo se acerca por el norte de la plaza ya es otro cantar… Fíjese —sus ojos blancos y opacos centellearon de excitación bajo la oscuridad de la azotea. Con un movimiento pausado decidió agacharse al lado de Jacob.

—Cyborg… —este masticó aquel nombre.

Un musculoso titán de dos metros de estatura, con el rostro y el cuerpo esculpido a base de implantes cibernéticos, hizo acto de presencia. Vestía con una chaqueta de cuero y unos pantalones militares oscuros; botas gruesas que hacían crujir los escombros a cada uno de sus pasos. Parecía más bien una máquina que un hombre; un aniquilador que un mercenario. Callado, concentrado en estudiar el escenario, se dejó ver sin ningún tipo de temor. No había motivo para tenerlo. Pasó de largo las ruinas del Capitolio y caminó con total impunidad entre los cascotes de la plaza, como si buscara una provocación a los ojos de la posible competencia que le estuviera observando. Quería que supieran que él también entraba en el juego. Poco se sabía acerca de Cyborg salvo que detestaba su sobrenombre, las órdenes y a las personas. Y no precisamente en ese orden. Huelga decir que era un cazador de recompensas peligroso, sus servicios solo eran requeridos cuando se debía atrapar a otro cazador. Jacob estudió sus movimientos con respeto, atento. A Lobo mordedor, sin embargo, aquello pareció divertirle:

—Se dice que fue criado por animales más allá de la frontera exterior, y que es incapaz de sentir el dolor. De lo segundo hay constancia. —No pudo borrar la expresión de fascinación en su rostro—. Esto se pone cada vez mejor, ¿no le parece?

Es joven, temerario, se repitió Jacob en una mirada que le echó de reojo. Inexperto…

—Lo primero tampoco me extrañaría. Ese tipo es un animal —pronunció—. Es lógico que varios mecenas hayan pensado en él para el trabajo.

—Admito que tenía mis dudas —contrastó Lobo Mordedor—. Le insertaron la personalidad de un psicópata. Sus métodos descabellados acostumbran a destrozar más de lo que repara, ya me entiende. Últimamente ni siquiera le contratan para cazar a tipos como nosotros. Aunque ya sabe el dicho: en situaciones desesperadas, medidas desesperadas…

Cyborg se acercó al lugar donde habían ahorcado al ministro y examinó la escena. Luego apartó con inusitada facilidad un pedrusco enorme que había al lado y se agachó para recoger algo del suelo. Desde su posición elevada, ninguno de los dos pudo distinguir qué era.

—¿Qué está haciendo…? —se preguntó Jacob.

—A saber… —respondió Lobo Mordedor—. Cualquiera diría que Cyborg sabe algo que nosotros no. Ha ido directo a ese lugar, a ese escombro en forma de roca, como si alguien le hubiera dejado un mensaje. Pero yo soy un eterno desconfiado y ese matiz de mi personalidad me sugiere que allí no hay nada y que el grandullón tan solo quiere que así lo creamos.

—No sabe que estamos aquí.

—¿Está seguro de eso? —rebatió con una sonrisa.

Cyborg se guardó en el bolsillo de su pantalón lo que quiera que fuese que había recogido y siguió deambulando sin prisa por la plaza.

—De lo contrario ahora mismo habría un tiroteo.

—Nosotros somos dos, y de los buenos. Sabe que estaría en desventaja. No obstante, pronto saldremos de dudas.

—¿Qué quieres decir? —le increpó Jacob, suspicaz.

—Que ya he tenido suficientes emociones fuertes por un día —exclamó el muchacho con expresión satisfecha—. Creo que lo dejo solo. Debo retirarme a mi guarida a descansar y a prepararme —se levantó—. Le deseo la mejor de las suertes, Señor Jacob. Volveremos a vernos… siempre y cuando estuviera usted en lo cierto y Cyborg no se haya percatado de su presencia —dio media vuelta y se alejó unos pasos del límite de la azotea.

—Puede que ocurra alguna muerte más hoy aquí, pero no será la mía —aseguró—. De todas formas, me sorprende que no quieras esperar a que aparezcan los demás cazadores de recompensas —le tentó.

—¿Para qué? Ya sé cuanto quería saber —respondió mientras se iba—. He confirmado que los dos únicos que merecerían mi atención forman parte de esto. Buenas noches.

—Lo mismo digo… Cachorro, una cosa más... —Iba a decirle que para él también sería desagradable tener que matarle si una futura ocasión lo requería, pero cuando se giró, este ya no se encontraba en la azotea.

Muy típico de él.

Hizo un movimiento de cejas, restándole importancia, y volvió la vista al frente. Nada que le hiciera sospechar que había sido descubierto ocurrió. En ese momento, Cyborg se sentó en medio de la plaza, inexpresivo, y así se quedó, sin mover un músculo ni trozo de metal de su cuerpo, durante minutos que dieron paso a horas. Jacob esperó paciente desde su posición, sin quitarle el ojo de encima, hasta que la Luna tocó la cúspide del cielo. Para cuando se dio cuenta de lo tarde que se estaba haciendo echó la vista al firmamento. Había pocas nubes y los reflejos de la estación espacial en la exosfera se apreciaban a la perfección, así como las luces blancas por todo el gigantesco casco de la última Arca, salpicada a su vez por destellos intermitentes de un azul tecnológico. Siempre le había parecido sobrecogedora la imagen de una nave casi acabada coronando la bóveda celeste. Tan cercana y tan lejana al mismo tiempo.

Ya era bien entrada la medianoche y Cyborg todavía permanecía sentado, estático, desafiante… ahuyentando con su presencia incluso a los del servicio de limpieza, que se habían marchado de allí hacía rato con el trabajo a medio hacer. Un ente solitario rodeado de destrucción. Jacob maldijo por dentro y no le quedó más remedio que darse por vencido. Finalmente abandonó su posición y, con cuidado de que nadie lo viera, bajó de la azotea y tomó los callejones colindantes en dirección a su apartamento. Seguir allí arriba le habría constituido una pérdida de tiempo. Ningún cazador de recompensas más osaría dejarse ver por la plaza aquella noche.

Recuperar la antimateria no iba a ser una misión fácil, después de todo. No con esa competencia.

Épsilon

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