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La fuente del Goliat Minero se construyó décadas atrás en una plaza originalmente ajardinada en el límite oriental de la ciudad, en honor a los gloriosos tiempos en que los robots destinados a la obra extraían los recursos de la tierra con los que construir las Arcas. Sus servicios fueron muy reconocidos durante el siglo veintiuno. Por eso, tanto los civiles como el ejército, los adoraban. Se hizo publicidad de ellos en todas las ciudades para que las personas se concienciaran de la importantísima labor que realizaban. Allí donde el ser humano era incapaz de llegar; ya fuera a las sofocantes excavaciones en el manto de la Tierra, o a los abismos más fríos y oscuros del océano, lo hacían ellos. Incluso había algunos ciudadanos ricos que, dada la versatilidad de dichas máquinas, las adquirieron para tareas de índole más doméstica. El Goliat era el humanoide sintético de clase obrera perfecto; no necesitaba comer, no necesitaba descansar y por supuesto no necesitaba revisiones de mantenimiento al llevarse a cabo todas sus actualizaciones desde un mismo servidor central. Pero su red de microchips neurales, y eso es algo de lo que se dieron cuenta tarde, resultó ser muy fácil de piratear.

Un buen día, algo se vio modificado en el software interno de esos simpáticos y entregados robots, como si una consciencia colectiva les hubiera ordenado a todos a la vez que se volvieran homicidas. Como consecuencia tuvo lugar una única jornada teñida de sangre, conocida como «Día del Acero», donde las balas llovieron, las personas corrieron y el caos reinó en las zonas de extracción y en las calles de las metrópolis más importantes. Nunca se supo quién o quiénes fueron los hackers responsables de las miles de muertes de ciudadanos inocentes que se produjeron bajo el peso de aquellos robustos puños de hierro. Pero la reacción de las autoridades no se hizo esperar; tomaron la decisión drástica de lanzar un misil a la estratosfera y destruir el satélite que coordinaba y mantenía activos a todos los Goliats. Estos cayeron de repente como marionetas a las que les hubieran cortado los hilos. Una vez convertidos en chatarra inmóvil, fueron retirados de la vía pública, desmontados por piezas y sus materiales fundidos y reaprovechados para otro tipo de tareas. Se rumoreaba que aún quedaban algunos Goliats inactivos e intactos repartidos por el mundo. Había testigos que aseguraban haber visto cuerpos enteros, dormidos, en los oscuros interiores de cuevas lejanas o en ciertos rincones del submundo.

La estatua del Goliat Minero era tan solo el exoesqueleto de dos metros y medio de altura, vacío de entrañas artificiales, de uno de ellos; con un brazo señalaba al cielo y con el otro a la tierra, recordando el verdadero motivo por el que fueron creados. Se erguía con orgullo sobre una fuente circular hecha de cemento que hacía años que ya no funcionaba. El agua que llenaba su base era la de la lluvia que cayó el día anterior, de tono mohoso y estancado.

Jacob la observó desde un callejón cercano, a la sombra de un portal de viviendas húmedo y con cucarachas en el suelo que tuvo que apartar más de una vez con el pie. No había nadie alrededor de la estatua. Tan solo dos cuervos que acostumbraban a posarse siempre sobre ella. No era la primera vez que los veía allí. Cabizbajo, se arriesgó y anduvo hasta la siguiente esquina, donde terminaba el callejón; se detuvo en el último palmo de sombra. Había perdido su sombrero en algún momento de todo aquel ajetreo… y lo peor era que no recordaba dónde. Unos pasos más adelante el calor del sol bañaba la pequeña plaza y la fuente. Aunque pareciera desierta, no debía arriesgarse a exponerse a plena luz. Sabía que podía haber tiradores apuntando desde cualquier ventana oscura y, en apariencia, deshabitada de los edificios colindantes. Asomó la cabeza con cuidado desde el saliente e intentó mirar a lo lejos. Más allá de la plaza quedaban los restos de unas casas bajas calcinadas. Inmediatamente después, se encontraba el apeadero de la estación del este. Y en efecto, allí estaban: Fergus y su séquito de matones, esperando la llegada del monorraíl. El profeta caminaba de un lado para otro del andén, nervioso. Con total seguridad se estaba preguntando por qué el transporte tardaba tanto en llegar; por qué no recibía ninguna noticia de Celine Cuentacuentos… Porque pronto descubrirás que le he dado el pasaporte, maldito traidor. Jacob no se dio cuenta de la fuerza con la que estaba apretando los puños hasta que las uñas se le clavaron en las palmas y le dolieron.

Cogió su transmisor y llamó…

Oyó cómo Fergus descolgaba y desde lejos lo vio llevarse el aparato a la oreja, pero durante unos segundos ninguno de los dos pronunció una sola palabra.

—Tu respiración es profunda, acelerada… —rompió el silencio Jacob—. Y desde aquí casi puedo ver cómo sudas. ¿Estás nervioso o simplemente demasiado obeso?

—¿A qué juegas, Jacob…? —el profeta miró en todas direcciones y les chasqueó los dedos a sus matones para que se dispersaran y buscaran al mercenario en las inmediaciones. Los hombres asintieron en silencio y se abrieron en abanico—. ¿Dónde estás?

—No te molestes en enviar a tus gorilas a por mí. Esta llamada será muy breve y voy a desaparecer con la misma rapidez. Solo tengo una pregunta que hacerte, y dependiendo de tu respuesta sabré si aún queda algo de sinceridad en esa lengua viperina que tienes… ¿Me estás cazando, Fergus? —increpó con una extraña calma.

Vio cómo el profeta sacaba su pañuelo y se limpiaba de forma inquieta el sudor de la frente.

—Será mejor que te entregues, mercenario. Ya es imparable: se va a hacer público. Yo… —Siguió haciendo señas a sus hombres, indicándoles la plaza. Trataba de ganar tiempo—. Todavía puedo ayudarte. Pero si te encuentra cualquier otro no se lo pensará dos veces antes de pegarte un tiro entre ceja y ceja.

—Si me encuentra cualquier otro, reza para que no sea de los tuyos —le advirtió—. Y Fergus… como descubra que estás detrás de todo este engaño, no habrá lugar, persona o dios que pueda protegerte de mí. Te buscaré, te encontraré y entonces te mataré. Aunque sea lo último que haga.

—Jacob… —pronunció el profeta intranquilo, pero este colgó el comunicador y lo dejó con la palabra en la boca.

Los matones ya se estaban acercando a la estatua. Si no se movía pronto descubrirían su posición. Efectuó un paso atrás, dio media vuelta y desapareció entre las sombras del callejón.

La pierna ya no le sangraba, pero la herida, esa venda de fuego palpitante, le quemaba en la piel. Si corría demasiado rápido existía el riesgo de que se le abriese más y dejara un rastro rojo a seguir. Recorrió las calles a un ligero trote, incluso tambaleándose y chocándose de vez en cuando con los muros y esquinas, hasta alejarse lo suficiente de los arrabales del este. Hubiese deseado más que nunca poder volver a su apartamento, aplicarse las curas pertinentes y descansar unas horas. Pero era el último sitio que su sentido común le aconsejaba pisar en aquellos momentos. Lo más seguro era que ya estuviera vigilado por varios cazadores de recompensas, y en breve enviarían a un dron cibernético para que no se moviera de allí hasta el fin de los tiempos si fuera necesario. Maldición, todo su dinero se encontraba en ese lugar. Sin embargo, decidió que no estaba de más asegurarse. Las sirenas de los vigilantes aún no retumbaban por las calles. Su rostro todavía no aparecía en los holopaneles informativos de las fachadas… pese a que no tardaría en hacerlo. Tenía que hacer algo al respecto.

Ya en el distrito central, cruzó una avenida diáfana por la que circulaban algunos vehículos y se metió por una callejuela en la acera opuesta. Había manchas de orina y sangre en el suelo. Un apuñalamiento reciente. Siguió recto hasta llegar a una casa de empeños que tenía carteles de neón centelleando a ambos lados: El Dirigible de Jev, rezaba el nombre del local. Conocía al dueño, se hacía llamar el Jodido Especulador Violento: Jev, para abreviar. Un tipo poco higiénico que perdía los nervios con facilidad y que cada vez que negociaba efectuaba un extraño tic con la nariz.

Tres moteros fumaban alguna clase de hierba tratada químicamente y custodiaban la entrada del establecimiento; pertenecían a la banda de los Espectros. Estos se reconocían con facilidad. Llevaban ropajes desgarrados y el rostro entero tatuado simulando una calavera. Jacob prefirió no prestarles atención al pasar por su lado para acceder al local, aunque ellos se lo quedaron mirando; uno incluso escupió al suelo, a pocos centímetros de su bota derecha. No les tenía miedo; no le infundían respeto, pero la mayoría de esa gente estaba mal de la cabeza, cualquier gesto que no les gustara se lo podían tomar como una provocación y lo último que necesitaba en esos momentos era enfrascarse en una nueva pelea o tiroteo.

—¡Jacob! —Jev, el dueño, extendió los brazos al verle entrar, como si tuviera la intención de abrazarle, pese a que se encontraba tras un mostrador protegido con rejas que dividía la tienda en dos. Llevaba una camisa hawaiana y varias cadenas de plata colgadas del cuello. Arrugó la nariz—. La hostia, estás hecho un verdadero asco.

—Yo también te quiero, Jev —el mercenario se detuvo frente a la reja, tamborileó con los dedos sobre el mostrador y ojeó con brevedad la tienda. Había todo tipo de mercancía: armas, joyas, aparatos electrónicos, la mayoría inservibles, herramientas de mil clases, objetos insólitos, libros y discos de música polvorientos. En una esquina de la repisa, en el lado de la clientela, una pantalla antigua permanecía apagada sobre una especie de teclado. Jacob señaló atrás con el pulgar por encima del hombro—. ¿No crees que tener a esos tres tipos frente a tu puerta puede ser contraproducente para el negocio?

—¿Por qué? —el dueño se extrañó—. ¿No te gustan?

Solo se le veía una mano sobre el tablón. La otra la tenía debajo, agarrando una recortada que apuntaba, a través de un pequeño orificio oculto, a las partes bajas de todo cliente. Por precaución, claro. Desde su ángulo, Jacob no podía verla pero siempre que iba allí se sentía incómodo al imaginarlo. Por lo visto, Jev era bastante resuelto a utilizarla. Los detergentes caseros no habían conseguido eliminar por completo algunas manchas rojas del suelo y las paredes del local.

—¿Acaso les gustan a alguien? —respondió.

Jev se encogió de hombros, restándole importancia.

—Son buenos chicos, les pago para que estén ahí; te diría que casi los tengo como un adorno. Así si alguien quiere venir a joderme se lo pensará diez veces… no, veinte —se corrigió— antes de hacerlo.

—Entonces diles que la próxima vez que uno escupa tan cerca de mí le cortaré la lengua.

Jev extendió la comisura de los labios y terminó soltando una sonora carcajada.

—¿Eso han hecho?

—Solo uno de ellos. Sin duda tiene que ser el más corto de miras.

—La mierda esa que fuman les espesa la saliva, seguro que no ha sido con mala intención; una mera necesidad fisiológica —les excusó y luego le obsequió con su mejor sonrisa—. Bueno, ¿qué puedo hacer por ti, viejo rockero? —De nuevo el tic con la nariz. A Jacob siempre le entraban ganas de estrujársela al verlo.

—Necesito acceder a la cámara espía de mi apartamento en la colmena —hizo un ligero movimiento de cabeza, señalando la pantalla—. ¿Puedes conectarme?

—Por descontado —respondió, como si fuera la cosa más fácil del mundo—. Cuatro créditos y te puenteo dos minutos de imagen en directo.

—Bien… —Jacob fue a meterse la mano en el bolsillo, pero descubrió que lo tenía vacío. Gruñó de mala gana. Le había dado la única ficha de cinco que llevaba encima a esa arpía asesina en el vagón. Tuvo una idea. Se desabrochó el reloj de la muñeca y se lo ofreció—. Acepta esto como pago. Vale más de lo que pides. Me llevo también seis balas de calibre cinético para mi revolver.

Jev se lo quedó mirando primero con desconfianza, pero después agarró el reloj a través de los barrotes, se colocó unas gafas lupa que tenía al lado y estudió el objeto con riguroso interés.

—Veamos… Correa de caucho, marcador de agujas automático, la maquinaria es buena pero la pantalla de plexiglas está muy rayada. Es un modelo muy antiguo. Suizo… —Alzó la vista y volvió arrugar la nariz—. Puedo darte dos minutos de imagen y tres balas cinéticas por él.

—Quiero seis.

—Lo siento, no puedo hacer eso. Cuatro sería una oferta justa. Dudo que pueda revenderlo antes de que todo se vaya al carajo.

—Cinco... O se termina aquí el trato. Sé que el reloj te ha gustado. Y tú eres todo un nostálgico.

Una sucesión de tics, tanto en la nariz como en el ojo izquierdo, indicaron que el Jodido Especulador Violento se lo estaba pensando, o tal vez se empezaba a enojar.

—Eres un puñetero cabronazo sin escrúpulos, ¿lo sabías? —exclamó al fin—. ¿Cómo voy a dar de comer a mis hijos así?

Jacob se lo quedó mirando como si lo tratara de ingenuo.

—Tú no tienes hijos, Jev. Nadie los tiene.

—Está bien —gruñó—. Dos minutos de imagen y cinco balas de calibre cinético. Pero solo porque veo que has tenido un mal día —alzó el dedo índice—. Y siempre, siempre me preocupo por mis clientes.

Se dieron la mano entre los barrotes para sellar el acuerdo.

Tras sacar de unos estantes de la trastienda cinco balas centelleantes con forma oval y dárselas a Jacob, Jev activó con el mando a distancia la pantalla, que se iluminó primero con niebla y luego reflejó un sistema operativo básico.

—Dos minutos —recalcó.

—No necesitaré tanto —el mercenario terminó de guardar las balas en las cavidades de su cinturón y se colocó frente al teclado. Introdujo un código de enlace personal con la micro-cámara de vigilancia de su apartamento. La había instalado tiempo atrás en una brecha del techo, donde quedaba bien disimulada.

Lo que vio cuando finalizó la barra de carga y apareció la imagen isométrica de su vivienda le endureció el rostro.

Todo estaba revuelto: el arcón tumbado y su ropa esparcida por el suelo, los cajones de la pequeña cocina abiertos, el póster de los Texas Rangers roto para comprobar que no había nada oculto detrás; su cama retirada de mala manera y la cavidad donde guardaba la bolsa del dinero, bajo la baldosa falsa… vacía.

—No… —Jacob cerró los ojos y suspiró con fastidio.

No obstante, lo peor aún estaba por llegar. Hizo virar con la consola de mandos la cámara y enfocó la puerta reventada y abierta del apartamento. Vio las siluetas de dos hombres, uno mucho más voluminoso que el otro, que hablaban en la penumbra del pasillo. Jacob achinó los ojos. Tardó unos segundos en reconocerles: eran Cyborg y Lobo Mordedor. El primero no decía nada, con la bolsa de un millón doscientos mil créditos sujeta en la mano, tan solo escuchaba al cachorro, que parecía proponerle algo con su habitual entusiasmo.

En ese instante la pantalla se apagó de golpe.

—Se acabó el tiempo —irrumpió Jev desde el mostrador—. Espero que hayas visto cosas muy interesantes y reveladoras.

Jacob se quedó mirando el reflejo de su propia cara frente a la pantalla apagada. Se topó con una expresión de furia y decepción a partes iguales.

—No te haces a la idea —contestó, frío.

Necesitaba mantener la templanza. Aunque supo que le iba a resultar difícil; en una sola mañana, todo lo que para él tenía algún valor: su trabajo, sus contactos, su dinero… se estaba esfumando igual que la vida en ese apestoso y condenado planeta llamado Tierra.

Fue entonces cuando, desde alguna calle lejana, las primeras sirenas de los vehículos de vigilancia empezaron a sonar.

Jev aguzó el oído:

—Fíjate, parece que alguien ha sido un chico muy malo… —comentó, divertido.

Épsilon

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