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Mercenario, porque en la Nube sabemos tan bien como tú que solo puedes confiar en tu buen pulso y puntería, adquiere ya tu revólver Skyscreamer, de potencia regulable y con doble cañón de acero. De líneas tan elegantes que querrás darle un beso antes de disparar.

El hecho de que hubieran pasado ya dos horas sin recibir una sola visita empezó a preocuparle. Jacob se apoyó sobre el marco de la ventana con rejas de su apartamento y observó con incertidumbre las calles. Había dejado de llover, pero las sirenas de los vehículos antidisturbios seguían sonando aquí y allá y los vigilantes humanos, custodiados por drones cibernéticos, patrullaban los distritos con ira en la mirada, en busca de posibles culpables. El atentado tenía que haber sido gordo. Todas las fuerzas militares que aún quedaban en la ciudad, que no eran muchas, parecían haberse desplegado en un abanico de gritos y malas maneras, cargando contra la gente a la mínima provocación. Jacob no disponía de receptor de radio, el que tenía se estropeó antes del incidente que lo dejó en coma y aún no había tenido tiempo de adquirir otro, así que no podía saber a ciencia cierta lo que había pasado, aunque era de suponer que habrían muerto muchas personas, algunas tal vez importantes. Se enteraría tarde o temprano.

Al final desistió de esperar y se tumbó sobre la cama, donde exhaló el aire despacio. Su apartamento consistía en un único y reducido habitáculo, al igual que el resto de viviendas de aquel sector de edificios apretados unos con otros, conocido como La colmena. La bombilla que colgaba del techo parpadeaba, aunque aún funcionaba gracias a su conexión con una arcaica batería que hacía un ruido espantoso; iluminaba a duras penas una cama desmullida, una mesa plegable con dos sillas, una pequeña cocina a gas, un arcón medio roto, cuatro paredes desprovistas de pintura y un viejo poster de los Texas Rangers del siglo veintiuno colgado en una de ellas. Jacob no sabía quiénes eran. La imagen simplemente estaba allí cuando firmó el contrato de alquiler. Los lavabos eran comunitarios, igual que la única ducha que había en el edificio, en el piso inferior. Y aun así, aquello era un lujo. Podía considerarse afortunado de tener un techo para él solo —dada su ocupación no podía ser de otra manera—, la mayoría de familias debían compartir su escaso espacio con otras.

Mientras los humos no se calmaran, y a no ser que tuviera un buen motivo, sabía que no resultaba aconsejable salir a la calle en busca de respuestas. El único problema era que permanecer en un sitio cerrado muchas horas, aunque fuera en su propio apartamento, lo ponía de mal humor.

La espera le dio hambre. Coció en el fogón un trozo de carne, se suponía, de liebre, que guardaba envuelto en telas y troceó una cebolla ajada. Esa sería su comida del día. Más tarde mató el tiempo con flexiones y abdominales y se acostó un buen rato. Al despertar se dedicó a engrasar su revólver con esmero y a afilar su cuchillo, que tenía tantas muescas en su filo como asesinos y forajidos de la ley había cazado con él. Algunos vecinos, en su mayoría refugiados de la desolada Europa, discutían a gritos y a golpes en los pisos de arriba, eso era normal. Pero al mínimo ruido de pasos que se oía por los pasillos Jacob alzaba la cabeza y escuchaba con atención. Por último retiró la cama a un lado y apartó una baldosa suelta que había debajo, oculta a simple vista. Contó los créditos en el interior de una bolsa negra que guardaba en el hueco; solía hacerlo cada día. Un millón doscientos mil. Ni uno más ni uno menos que la vez anterior. Volvió a dejar todo como estaba.

Habían transcurrido diez horas desde el atentado y ahí afuera ya reinaba la noche. Era del todo insólito que aún no le hubieran contactado. Hasta que de pronto, sucedió.

Golpearon tres veces a su puerta sin mirilla y Jacob, siguiendo sus propias medidas de seguridad, empuñó el revólver, apoyó la espalda en la pared, a un lado, y esperó en silencio.

—Soy Fergus. Abre —sonó una voz conocida. De todos sus clientes era justo el que esperaba. Fergus era un alto profeta de la Ilumonología, una de las personas más ricas e influyentes de Paradise Route. Jacob había trabajado varias veces para él, entre ellas su primer encargo, cuando empezó su oscuro oficio, y también el último, varios meses atrás, el cual casi le costó la vida.

Jacob le permitió el paso y cerró la puerta tan pronto el hombre entró; era calvo y al límite de considerarse obeso, aunque su apariencia intimidaba a muchos. Se sabía que rondaba los cincuenta años, pese a que aparentaba bastantes más.

Fergus observó a desgana el apartamento y luego increpó a Jacob con la mirada.

—¿Te estarás preguntando qué carajo ha ocurrido? —fue lo primero que dijo. Su tono sonó brusco, casi desquiciado.

—No te negaré que llevo algunas horas formulándome preguntas —contestó Jacob, que fue hasta la mesa, donde depositó su revolver.

Fergus se quitó y dejó a un lado una manta harapienta que cubría sus verdaderas vestimentas: un traje oscuro a rayas bien acicalado de cuyas mangas sobresalían ribetes blancos. Del cuello le colgaba una cadena de oro macizo con la insignia de un sol como péndulo. Sacó un pañuelo limpio de su bolsillo y se secó el sudor de la frente.

—Que me reviente un rayo gamma, ha sido horrible —dijo con voz cansada. Sus pómulos permanecían manchados por el hollín de las calles.

—Siéntate —Jacob le ofreció una silla y fue a sentarse frente a él. Fergus hizo una mueca de molestia cuando se dejó caer sobre ella.

El mercenario esperó a que su cliente se pronunciara.

—Una bomba ha destruido medio Capitolio —soltó de golpe—. Los manifestantes se han rebelado contra los vigilantes de la zona mientras las bandas aparecían en escena y se colaban en los cascotes. Luego han colgado al Ministro D’Angelo en medio de la plaza —tragó saliva—. Lo han hecho mal, de forma salvaje, y durante cinco minutos no ha dejado de gritar como un cerdo, retorciéndose en su soga.

—¿Qué bandas?

—Los Espectros, los Capas Negras… —dejó ir un suspiro desganado—, algunos Jinetes de la Ceniza. Jamás habían actuado juntos de este modo. Esos malnacidos siempre se han llevado a matar.

Jacob se quedó pensativo. Que las bandas pactaran entre ellas para actuar juntas era muy mala señal.

—¿Cuál es la situación ahora?

—Parece ser que está bajo control. Aunque vete a saber hasta cuándo. Apenas quedan vigilantes para hacer frente a esta crisis y con los pocos que hay solo podemos reforzar la seguridad en los Barrios Altos. La tensión ahí fuera es máxima. Las calles se han llenado de muertos. Por todos los astros, han secuestrado a una periodista.

Por algún motivo, Jacob se acordó de la interlocutora de las noticias. Vicky Benett, se llamaba.

—Siento decir que todo irá a peor —aportó el mercenario—. Si las cosas están así ahora, en cuanto la última de las naves Arca parta hacia Épsilon ya no habrá esperanza para nadie. Aquí solo permanecerá el caos.

—Cierto… —admitió Fergus—. Pero todavía queda una lista de evacuación que hacerse pública. No sé cómo diantres se han atrevido a hacer algo así en un momento como este.

—Esas listas están amañadas desde que el movimiento para evacuar la Tierra empezó a mediados del siglo pasado. Todas las plazas de las once naves que han abandonado el planeta en los últimos cincuenta años han tenido nombre y apellidos; en su mayoría destinadas para gente de tu nivel adquisitivo, Fergus. Los ciudadanos lo saben.

—No… solo lo sospechan. Hay una gran diferencia. Es por eso que siempre se incluyen unos pocos ciudadanos sanos de los suburbios de entre toda la gente importante que embarca.

—Diferencia… —Jacob soltó un bufido de risa. Por alguna razón aquel comentario le molestó—. Sin duda, un término de lo más relativo.

—¿Y eso te resulta gracioso?

—Solo el despotismo con el que lo utilizas. ¿Qué te hace diferente a ti de ellos?

Fergus levantó de forma casi imperceptible una ceja, preguntándose cómo un insecto como Jacob tenía la osadía de hablarle en aquel tono.

—¿Por dónde quieres que empiece? ¿Por mi carga genética, por mi don de la teatralidad o por mi estatus económico y social?

—Por los tres.

—Entonces trataré de resumirlo —repuso Fergus, ligeramente crispado—. Una de las mayores ventajas de poseer un coeficiente intelectual elevado y ser capaz de expandir y dirigir con eficacia una nueva religión cuando todo está a punto de irse al cuerno, es que te ves con la libertad de soltar en público todas las memeces que quieras mientras se sostengan dentro del dogma establecido, y la gente te escucha y te paga por ello. —Presionó el dedo índice contra la mesa—. Porque nos necesitan; necesitan una rama a la que aferrarse para que la idea de una dantesca y cada vez más cercana muerte sea menos aterradora. Estamos hablando de una estrella de neutrones del tamaño de la Luna que gira mil veces por segundo sobre sí misma y cuya gravedad equivale a un millón de veces la de nuestro Sol, que se acerca al noventa y siete por ciento de la velocidad de la luz hacia la Tierra despedida por una antigua supernova cabreada y que cuando llegue dentro de once meses lo desintegrará todo en una millonésima de segundo. ¡Joder!, no es que sea precisamente una gripe común. La gente está desquiciada. Nosotros solo hemos tratado de otorgarles luz en estos días oscuros.

—Vaya, qué bonito —mencionó Jacob con cierta desfachatez.

Fergus se respaldó sobre su silla y lo miró con aire de superioridad.

—¿Me he equivocado esta vez al arrastrarme hasta aquí para tratar de contratar tus servicios antes que los de otros, Jacob? —sonó como una amenaza—. Puede que se te haya echado de menos, pero yo no me caso con nadie.

Sus miradas analíticas se cruzaron en silencio durante un par de segundos.

—Mis disculpas… —las palabras del mercenario no sonaron demasiado veraces—. Soy un poco bocazas, ya me conoces.

—Bocazas… Y rebelde —masticó las palabras—. Esa es tu naturaleza. Vienes de una infancia difícil y de una juventud infame. Te saqué de la miseria de la vieja Detroit cuando aquello ya era solo una ciudad fantasma y tú poco más que un animal. Te ayudé porque demostraste tener unas cualidades extraordinarias para tu trabajo. Pero la próxima vez que te dirijas a mí de ese modo, aunque solo sea un gesto que no me guste lo más mínimo, me encargaré de que te quedes solo.

Jacob calló y apartó un segundo la mirada. Los recuerdos que conservaba de esa época traumática de su pasado no eran del todo claros, como si su cerebro se hubiera esforzado por desterrarlos al olvido. Era mejor así. Por otro lado, le gustara o no, lo cierto es que le debía un respeto a aquel hombre, si no fuera por Fergus habría muerto de hambre o de cualquier enfermedad mucho tiempo atrás en aquella ciudad maldita, sin importarle a nadie. Con suerte, el personal de limpieza urbanística habría dado con su cuerpo pudriéndose entre las ruinas y lo habrían arrastrado hasta la fosa común más cercana.

—¿Qué necesitáis que haga? —dijo al fin, colaborador.

Fergus, satisfecho, dejó entrever un par de dientes de platino en medio de las teclas amarillentas que formaban su dentadura. Luego adoptó un porte mucho más serio y acercó el pecho a la mesa.

—El atentado de hoy ha sido una simple tapadera. El verdadero atentado ha tenido lugar en el límite exterior de la ciudad, en el CENT, minutos después de estallar la bomba del Capitolio.

Jacob frunció el ceño. El CENT era el complejo termo-nuclear cercano a la ciudad. Durante más de una década vivió su época dorada con la construcción de las últimas naves Arca, pero ahora solo era otro complejo gubernamental más a punto de ser clausurado. ¿Qué interés podría tener para nadie?

—Explícate.

Fergus se tomó su tiempo. Apartó con la mano unas migajas de comida de la mesa.

—Dime, ¿recuerdas cómo consiguen las naves Arca alcanzar la velocidad de curvatura?

La pregunta lo cogió por sorpresa.

—Claro… —dudó. Aunque apenas se hablara ya de ello era algo que todo el mundo conocía—. Tiene que ver con la antimateria. Su producción en masa ha agotado todos los recursos del planeta, por eso ahora es un mundo estéril. El precio que se ha pagado para salvar la raza humana.

—En efecto —dijo—. La antimateria: la fuente de energía más poderosa que existe. Tan solo diez miligramos serían suficientes para propulsar una nave de aquí hasta Marte. Un kilo aporta la energía necesaria como para llegar a Épsilon en cuatro años en vez de en cuarenta.

—O para proveer de electricidad diez ciudades como esta durante siglos… —puntualizó—. ¿A dónde quieres ir a parar?

Fergus se ajustó el doble nudo de su corbata mientras escogía bien las palabras.

—Hoy, alguien ha burlado los sistemas de seguridad del complejo aprovechando que todas las fuerzas de control civil se dirigían al distrito de la Dama Blanca —dijo—. Sea quien sea es bueno; sin disparos, sin alarmas, sin víctimas mortales. Ha accedido a los laboratorios bajo tierra, ha robado el último contenedor de antimateria y se ha marchado como un fantasma, no ha dejado ningún rastro. La única pista que tenemos es que existen muy pocas personas que sepan dónde se encontraba el dispositivo... —se detuvo un instante antes de seguir hablando—. No hace falta que te diga que sin ese artefacto, la nave Arca que aguarda en la exosfera ni siquiera dispondrá de energía para abandonar la órbita terrestre.

Jacob se cruzó de brazos, calculando la gravedad del asunto, y dejó ir un murmullo pensativo.

—Pues tenéis un buen problema… Uno de narices —matizó—. Si no fuera porque es del todo imposible diría que parece obra de César.

—Déjate de fantasmas —le increpó Fergus—. Centrémonos en lo que importa.

—Como quieras —musitó, y añadió—. ¿Imagino que esperas que yo lo recupere?

Fergus hizo un gesto de evidencia con la cabeza para reafirmar sus palabras.

—Ya no queda tiempo ni recursos suficientes en el planeta para producir más antimateria. Como bien has dicho, lo hemos consumido todo. Fuera de esta ciudad solo quedan cadáveres y dunas sepultando el antiguo mundo —entrelazó los dedos—. Te seré franco: no habrá créditos esta vez. Pero da con ese artefacto y con el responsable o responsables del robo y a cambio te garantizo lo que siempre has deseado pero nunca has confesado, aquello por lo que has ahorrado durante tanto tiempo para poder costearte: un pasaje personal en la última nave Arca. La certeza absoluta de que salvarás tu pellejo. —A Jacob se le aceleró el pulso, aunque no permitió que se le notara—. He de admitir que me encantaría encontrarte a bordo. Me vendrían muy bien tus servicios en el futuro. Épsilon… dicen que parece verde en la distancia, sin océanos pero lleno de lagos. Su tamaño es ligeramente superior al de la Tierra. Y también posee ciertos peligros.

Jacob se llevó una mano al mentón. En todos esos años Fergus nunca había incumplido un trato, no tenía motivo para pensar que ahora iba a actuar de forma distinta. Además, tenía que llegar al fondo del asunto, al parecer era una buena oportunidad. El profeta tenía razón con respecto a sus ambiciones. No dispondría de una ocasión mejor para escapar de la cárcel en la que se había convertido el planeta Tierra.

—Admito que tu propuesta es buena —dijo tras pensarlo.

—¿Qué admites qué? —Torció el gesto, como si no pudiera creer lo que acababa de oír—. ¡Coño, es espectacular!

Jacob tamborileó con los dedos sobre la mesa, se levantó de la silla y le ofreció la mano.

—Acepto. Encontraré ese artefacto y a quien lo ha robado.

Fergus se la estrechó, aunque más bien para ayudarse a levantar.

—Escucha, me es indiferente si te ves obligado a cargarte a diez adinerados de los Barrios Altos o si tienes que arrastrarte por las cloacas y túneles del submundo. Más nos vale que lo resuelvas antes de que se sepa lo que ha pasado. Si esto se hace público…

Ya nada contendrá a los ciudadanos… pensó Jacob. Era la primera vez que advertía en los ojos del profeta un atisbo de preocupación.

—¿Quién será mi competencia esta vez? —Quiso saber.

—No te voy a mentir, el caso es grave. Habrá otros: asesinos, cazadores de recompensas… aunque no contratados por mí. Comienza por acercarte mañana temprano al CENT. Pregunta por uno de los vigilantes, Orly, Orland o algo así. Ahora mismo, mientras hablamos, se encuentra recopilando las grabaciones de seguridad para buscar pistas. Me encargaré de que le avisen de que vas a ir y de que solo las reproduzca ante tu presencia. Toma esto…

Sacó de su traje un pase de seguridad de máximo nivel, en otras palabras; un salvoconducto que permitiría a quien lo llevara pisar cualquier distrito, inmueble o parte de la ciudad. Los mecenas solían prestárselos a sus mercenarios cuando les encargaban una misión. Y se lo entregó. Jacob lo miró, era el pase de más alto rango que había tenido nunca entre sus manos. Se lo guardó en el bolsillo.

—¿Necesitas que te acompañe a algún sitio?

Fergus cogió de nuevo su manta y se la colocó por encima, de manera que sus caros ropajes quedaron bien disimulados.

—No… mi escolta aguarda cerca de tu edificio. Resulta anecdótico, pero hoy hace una noche particularmente hermosa, se aprecia bien la Luna y la estación espacial. Aprovecha y date una vuelta. No tiene desperdicio.

Jacob no respondió. Le abrió la puerta.

—Contacta conmigo tan pronto averigües algo…

—Cuenta con ello —le aseguró el mercenario.

Fergus se giró y lo miró una última vez, como si pudiera ver en el interior de su alma. Un alma tal vez negra y corrompida a esas alturas.

—Tú fuiste… —empezó a decir, pero se detuvo—. No importa. Haz lo que mejor sabes hacer. —Le tocó el brazo a modo de despedida, se alejó y desapareció por la penumbra del pasillo.

Jacob, meditabundo, cerró la puerta y apagó la luz. La habitación quedó sumida en una penumbra parcial. Se acercó a la ventana y observó la noche. Infinidad de estrellas salpicaban el firmamento. Carente de contaminación lumínica, el cosmos ofrecía su cara más espectacular. La esfera plateada de la Luna bañaba los restos de los edificios más cercanos; tras unas pocas ventanas se apreciaba el tintineo anaranjado de alguna llama. El resto solo ofrecían oscuridad tras sus cristales y sombras extrañas. Debido al ángulo y posición de su propia ventana no alcanzaba a ver los reflejos de la última nave Arca ni de la estación espacial, pero estaban ahí arriba, en alguna parte. En esos momentos, Fergus salió del edificio y se le acercaron tres hombres que salieron de las sombras: su escolta. Juntos se acercaron a un vehículo destartalado, aunque debió de ser lujoso tiempo atrás, aparcado en la acera, y se metieron en su interior. Los faros se encendieron y el ruido del motor quebró el silencio de la calle.

Jacob esperó a que se alejaran un trecho, entonces fue hasta el arcón donde guardaba su ropa. Se puso el chaleco antibalas, su gastado juego de hombreras de cuero y se ajustó el cinturón de las armas alrededor de la cintura. Al hacerlo dejó al descubierto un instante dos cicatrices de bala en el abdomen. Salió por la puerta de su apartamento, colocándose el sombrero, y la cerró tras de sí.

Tenía trabajo que hacer. No esperaría hasta mañana.

Épsilon

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