Читать книгу La vida instantánea - Sergio C. Fanjul - Страница 14

17 de febrero de 2017 · 168 likes

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Llevaba una prisa astronómica: cuando vi a lo lejos la parada del 27, delante del Teatro Circo Price, el autobús ya estaba llegando. Milagrosamente, el semáforo se puso en verde y pude echar a correr a toda velocidad, cruzar una calle, dos calles, esquivar un carrito de reparto, un galgo y a una señora. Aun así, cuando llegué a la parada el conductor ya cerraba las puertas. Me quedé fuera. Por poco. Enseguida me di cuenta de que había bastante tráfico y de que el 27 estaba atascado en una hilera de automóviles que esperaban al verde. «Si voy corriendo a toda hostia por la acera —me dije—, lo cojo fijo en la próxima parada». Entonces todos los músculos de esta máquina de guerra ingobernable que suelo llamar mi cuerpo se pusieron a funcionar como un prodigio extraterrestre. Alcancé velocidades relativistas, esquivé otro carrito de reparto, otro galgo y a otra señora, la peña estaba flipando muy fuerte conmigo, jamás habían visto nada semejante, torcí la esquina y enfilé cuesta abajo la recta final: la siguiente parada se vislumbraba ya al final de la calle. Lo sorprendente es que le llevaba una ventaja considerable al 27, ni siquiera se oía su rugido ahí detrás, pisándome los talones. Seguí bajando a toda velocidad, con el corazón tricotando como el de un bakala, era el Carl Lewis del transporte público, el condenado Usain Bolt que humilla a la Empresa Municipal de Transportes (EMT), el héroe veloz de los oprimidos peatones. Entonces apareció el autobús a mi izquierda, adelantándome. Pensé: «El conductor debe de estar flipando, a ver qué cara pone cuando me suba victorioso, laureado, bien sudado». El 27 llegaba ya a la parada y yo estaba a unos veinte metros. Entre que frenaba y abría la puerta yo ya estaría allí, dispuesto a abordarlo... Pero se dio la circunstancia de que no había nadie esperando en la parada, así que el 27, pilotado por el conductor de los perros del infierno, pasó de largo. Pasó absolutamente de largo, sin acercarse siquiera un poquito a la acera. Ahí me quedé yo, con la rodilla hincada en el asfalto, aparentemente derrotado pero en realidad vencedor moral de la carrera imposible del hombre contra la máquina. Mientras mi corazón se calmaba, ya en el barrio de Palos de la Frontera, mi mente me decía: «A partir de ahora irás corriendo a todas partes».

La vida instantánea

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