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Introducción

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Escribo desde que tengo uso de Internet.

A decir verdad, un poco antes ya emborronaba cuartillas con relatos y poemas, Microsoft Word offline, bolígrafo Bic azul, libretas cuadriculadas de bazar, textos que no llegaban a los ojos de nadie, vergüenzas varias escondidas en el legendario cajón lleno de prodigios y basura que antes tenían los escritores. La llegada de Internet supuso un salto definitivo: ahí fuera, en el ciberespacio, había de pronto decenas, cientos, miles de personas a las que hacer llegar lo que escribíamos. Ya no había que guardar nada en el proverbial cajón. Ni siquiera la basura.

Al principio estábamos solos en la red, y ni siquiera había blogs. Yo inventé mi propio blog avant la lettre cuando, a comienzos del siglo xxi, me mudé a Madrid y estaba solo y tenía poca gente con quien hablar, y ni siquiera tenía teléfono móvil. Tampoco ordenador: me veía obligado a teclear en máquinas prestadas, locutorios ecuatorianos o en los (entonces) precarios ordenadores personales de la Facultad de Ciencias Físicas de la Universidad Complutense de Madrid (UCM), donde me amueblaron la cabeza.

Aquella especie de blog que yo había inventado se llamaba Comunicados desde Capitol City, y eran, simplemente, los mails que yo iba enviando a mis amigos contando todo lo que me pasaba en la gran ciudad, que no era poco, sobre todo visto con las pupilas de un veinteañero recién llegado (aunque no frecuentase el café Gijón). Mi público se fue ampliando a medida que conocía gente e iba incluyendo en la lista de correo a mis compañeros de piso, a los colegas de la carrera y, sobre todo, a personas random con las que me topaba en fiestas y bares. Cuando conocía a alguien nuevo, enseguida le pedía el mail para suscribirle a los Comunicados. Aún los guardo, por ahí, en algún disco duro vintage.

Lo de los blogs lo facilitó todo, porque era lo mismo pero como Bill Gates mandaba: ahora no se trataba de mails cutres, sino de una página web en toda regla que cualquiera podía crear o visitar. Aquello lo llamaron la web 2.0: Internet dejaba de ser unidireccional. ¡Viva el pueblo conectado! ¡Arriba el módem popular! Así hasta que la revista Time dijo en una de sus famosas portadas que el Personaje del Año 2006... eras Tú.

Mi blog, que cosechó cierto éxito en aquella prehistoria digital, se llamaba PlanetaImaginario, y debe de seguir encallado, naufragado como un pecio en los procelosos mares del ciberespacio, igual que tantos miles de blogs errantes que uno visita como si visitase un cementerio de ballenas o ese camino empedrado de buenas intenciones que dicen que conduce al infierno.

Escribir en el blog ampliaba mucho las posibilidades de expansión de esta industria literaria: la gente no solo te podía leer, sino que podía incluso comentar, dar feedback, un hecho inédito para los escritores primerizos que no tenían público: había alguien ahí, al otro lado. Hasta se formó una blogosfera, un anillo infinito de blogs enlazados unos con otros que se devolvían las visitas como hacen las familias bien educadas en las urbanizaciones de extrarradio.

Blogs sigue habiendo, pero lo que ya no hay tanto son aquellas bitácoras con ínfulas literarias o vocación de diario. Los blogs que sobreviven se especializan en temas muy concretos: política, videojuegos, mascotas, fontanería, cualquier cosa, muchos de ellos al abrigo de grandes y pequeños medios de comunicación.

El mundo del blog creativo, diarístico, literario o poético, del blog confesional o vital, fue de alguna manera borrado por las redes sociales, que permitían contar tu inane vida al instante y sin tanto esfuerzo. Las fotos resolvían gran parte del asunto. A pesar de la triste importancia en la guerra informativa cotidiana que tiene Twitter, para estos objetivos letraheridos siempre fue más importante Facebook, que permite una lectura más pausada y, por supuesto, una extensión mayor que los tuits de 140 caracteres (que ahora son de 280). Hubo otras aventuras, como el entrañable Fotolog o el MySpace que utilizaban los músicos, pero se quedaron en el arcén de la historia digital y hoy los recordamos como quien recuerda a Espinete.

Yo no entendía para qué podría servir el Facebook, y de hecho tardé un tiempo en abrir una cuenta propia. Una vez que fui miembro todavía me costaba entender su uso, pero ya sentía esa fascinación por cotillear la vida de los demás y hacer algún chiste. Ya empezaba a infoxicarme, y los problemas de ansiedad y procrastinación no tardarían en aparecer. En aquel entonces, de hecho, mantenía de manera paralela mi blog, en el que seguía escribiendo mis cosas, si bien con un vigor exponencialmente decreciente. A nadie le interesaba ya aquella plataforma. De modo que me dediqué full time a la experiencia Facebookera, primero con mi pseudónimo habitual, Txe Peligro, y más tarde con mi nombre real, Sergio C. Fanjul (aunque no sé cuál es más «real»), un cambio obligado por las normas de Mark Zuckerberg: hay que dar la cara en la red social azul oscuro.

Reconozco al menos tres momentos en la breve Historia de las Redes Sociales. El primero fue el que llamaré «Vamos a Tomar unas Cañas». Al principio fue el Verbo, aún estábamos perdidos en el Facebook, tanteando el terreno, tratando de entender qué era todo esto y, sobre todo, reencontrándonos virtualmente con viejos amigos y conocidos: era alucinante, qué tiempos y qué avance tecnológico teníamos entre las manos. Los mensajes solían supurar amor del bueno, y la forma de volver a afianzar los contactos perdidos era la siguiente: «A ver si quedamos para tomar unas cañas». Por lo general, ese «a ver» nunca se materializaba. La industria cervecera ganó menos de lo esperado.

El segundo momento de la Historia de las Redes Sociales lo llamaré «Chiste & Marco Polo». «Chiste» porque lo que predominaba era el humor, porque surgían los memes y el cachondeo masivo, y «Marco Polo» porque también era época de compartir las maravillas del mundo a las que teníamos acceso a través de la red: colecciones de fotos curiosas, grandes historias de superación en países lejanos, teorías de la conspiración y, sobre todo, imágenes de tiernos gatitos. En esta época surgen engendros pseudoperiodísticos para mentes fofisanas como las listas (yo elaboré unas cuantas) y los vídeos rotulados. Los textos en los medios empiezan a titularse con pereza mental e hiperliteralidad en busca del clic masticado: «Hablamos con...», «Así es la verdadera...», «Estas son las razones por las que no debes...». La poesía había muerto y Mister Wonderful campaba a sus anchas.

El tercer momento, que todavía no hemos agotado, lo denomino «Tercera Guerra Mundial», y, como saben, consiste en la conversión de la red social azul oscuro en una jungla y en una guerra, es decir, en el Vietnam de los setenta. No conviene adentrarse aquí alegremente si uno tiene un día depresivo, puteado o ansioso, porque el paseo virtual puede agravar la dolencia. Facebook es ahora para los fuertes de espíritu, para los indómitos, para los impermeables y reflectantes, para los que nunca dudan y siempre la devuelven más fuerte. Es curioso: aunque uno de los temas de «debate» más frecuentes sea el feminismo en varias de sus facetas, parece que la red se ha machirulizado, a la par que cuñadizado.

Descubrimos, después de tantos miles de años, que el prójimo es medio idiota, que el homo sapiens no era tan sapiens, solo que disimulaba porque no podíamos leer dentro de las cabezas ajenas. Lo peor es que con frecuencia acabamos por darnos cuenta de que idiotas también somos nosotros mismos. Facebook, pues, nos ha hecho desvelar el espejismo: no valemos nada ni como individuos ni como sociedad ni como especie, y cabe preguntarse, ahora que sabemos la incómoda verdad, si tiene sentido luchar por el futuro de la humanidad o solo cabe esperar que se extinga en unas pocas generaciones, como predican la Iglesia de la Eutanasia y otros movimientos por la extinción voluntaria de la raza humana. Total, ¿qué importa? Dejemos paso a las cucarachas.

En medio de este violento desaguisado pensé que podría (y debía) valerme del Facebook como una forma de escribir esta escritura que tampoco sé cómo describir. Durante el año 2017 me esforcé en ofrecer gratuitamente al personal textos que no fueran simples chistes, anécdotas de bajo octanaje, reflexiones airadas o comentarios sin filtro. Traté de escribir bien y de cosas bien. El resultado, que se presenta a continuación, es un maremágnum textual en el que el lector encontrará columnismo, relatismo, poesía en prosa, crónica, diarismo, etcétera. Un texto misceláneo, heterodoxo y heterogéneo, como muchos de los que a mí mismo me gusta leer, y que también trata de aportar un poco de cariño y dignidad a ese mundo paralelo en el que tantas horas pasamos al día y en el que ocurren tantas cosas que determinan y determinarán nuestra existencia: el amor y la guerra. Tenemos que cuidarnos.

A lo largo de muchos años de escritura he publicado varios libros de relatos y poemas, he ejercido como ghostwriter en numerosas ocasiones, he participado en puñados de antologías y, como audaz periodista freelance, colaborado con puñados de medios de comunicación que me han dado de comer durante toda mi vida laboral, sobre todo el diario El País y sus diversos suplementos, tentáculos y estribaciones. Todo me ha gustado, todo me ha servido, pero donde más a gusto me he encontrado siempre juntando letras ha sido en la electrónica libertad de Internet, en sus diversas formas: es donde más yo he sido yo mismo, y donde una voz que reconozco como mía se ha ido formando bit a bit.

El agradecimiento es para todas esas personas que muy amablemente han leído, «gusteado» y comentado este chorro de palabras. Muy especialmente para Liliana Peligro, que está en el origen y fin (y en el medio) de todos estos textos y del resto de cosas del mundo. Por supuesto, también para las sagaces y arriesgadas editoras de Círculo de Tiza, que seguramente con este volumen estarán haciendo historia.

Este libro, y libros como este, son hitos históricos para que algún día se diga en los libros de texto de bachillerato que el post de Facebook también es un género literario.

La vida instantánea

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