Читать книгу La vida instantánea - Sergio C. Fanjul - Страница 22

1 de abril de 2017 · 253 likes

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Una vez tuve una novia que siempre que estaba en casa se ponía una gorra de visera verde oliva. La llamaba su «gorra de andar por casa». En aquellos momentos de amor primerizo me parecía un rasgo genial de su personalidad, un punto excéntrico que la hacía aún más atractiva. Qué cosa, su «gorra de andar por casa». Qué persona tan especial.

Pronto empecé a visitarla con frecuencia en su apartamento, por Conde Duque, e incluso a pasar allí algunas noches, sobre todo durante los fines de semana. No tardó en regalarme una gorra de visera verde oliva: era mi propia gorra de andar por casa. Lo cierto es que me hizo mucha ilusión, porque con esa gorra en la cabeza yo entraba también en su excitante y creativo mundo.

El siguiente paso fue arrejuntarnos en un único piso, por Atocha. Al fin y al cabo, no tenía sentido pagar dos alquileres y tener siempre un inmueble inutilizado. Con la confianza y la convivencia dejé de ponerme la gorra de andar por casa. Es curioso: al principio solo me la quitaba cuando ella estaba fuera, currando en el teatro, y en cuanto escuchaba el ruido de las llaves girando en la cerradura me la volvía a colocar. Yo sabía que aquello de la gorra no era otra cosa que una costumbre divertida y excéntrica, pero de alguna manera tenía miedo de que ella me viera en casa sin la gorra. No quería decepcionarla.

El tiempo lo hizo todo más laxo: no cuidábamos tanto nuestro aspecto, hablábamos menos, salíamos poco y yo volvía a beber cada noche en el salón. Entonces, no sé por qué, dejé de ponerme mi gorra de andar por casa. Ella montaba en cólera: «Ponte tu gorra de andar por casa», me decía, y yo le respondía que era libre de ponerme o no ponerme lo que quisiera, que la gorra era mía y la casa también. Y la cabeza, claro. Ella decía que no podía vivir conmigo ni mantener una relación si no cumplía las normas que habíamos establecido desde el principio, si no me ponía la gorra de andar por casa. Yo le dije que eso no era una norma sino un juego ingenuo, y hasta estúpido. Ella me dijo que me fuera a la mierda. Yo le dije que eligiera: o yo o la gorra sobre mi cabeza. Ella me dijo que eso era una elección imposible, porque si yo me iba tampoco iba a poder dejar la cabeza con la gorra puesta, así que me rechazaba a mí, a mi cabeza y a la gorra.

Apenas unos días después yo ya estaba viviendo en otro apartamento que encontré barato en Marqués de Vadillo. En las noches más tristes me aliviaba mirando su Facebook. Movido por la nostalgia, una tarde bajé al bazar chino y me compré una gorra de visera verde oliva. Una gorra de andar por casa.

La vida instantánea

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