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1 de mayo de 2017 · 244 likes

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Primero de Mayo: tú antes molabas. Hoy es el día ese que cierra el Carrefour 24 Horas de Lavapiés. Hace un par de años, tal día como hoy, me asomé al balcón de casa y al ver las negras verjas del Carrefour bajadas (muy pocos han podido ver esa insólita imagen) pensé que ocurría algo terrible, una invasión alienígena, una guerra nuclear, y estuve a punto a darme a las benzodiazepinas. Luego caí en la cuenta de que era el Día del Trabajador, y bueno, pues mucho mejor. Pero ¿quién es hoy la clase trabajadora?

Hoy en día los oficinistas altivos, los diseñadores web, los analistas Big Data, los coachs y nutricionistas, los escritores de éxito, los periodistas freelance, pensamos que somos clase media, que más que una clase es una manera de estar en el mundo. Aunque trabajemos, creemos que la clase trabajadora es otra, la que tratan de cambiar los estilistas de Cámbiame, la que llevan al circo de Mujeres y hombres y viceversa, los forococheros, los que viven al otro lado del río o regresan a casa en autobús, allá a lo lejos, por donde el sol se pone. El trabajador, como el hipster, es siempre el otro.

Mientras tanto vamos perdiendo derechos a ritmo de plusmarquistas, reformas laborales y leyes mordaza mediante. Hasta nos han puesto un smartphone en la mano y un iPad en casa para que no tengamos escapatoria. Nos creemos unos bon vivants con Netflix, Primark e Instagram, pero somos unos arrastraos con ínfulas. ¿Cómo no serlo, si la izquierda se derrumba y la peña pasa olímpicamente de los sindicatos?

Yo digo «sindicato» y lo que oigo alrededor es el mantra habitual: «vagos», «mafia», «liberados», etcétera; en realidad, lo que escucho es la voz de la hegemonía neoliberal hablando a través de las bocas poseídas de mis amigos para deslegitimar a los representantes de los trabajadores. Pensamos que los sindicalistas son ewoks decimonónicos adictos a las mariscadas, nos molesta que un estibador cobre más que nosotros, somos partidarios de la «solidaridad negativa»: que todo el mundo esté igual de mal que yo, o peor.

Es cierto que los sindicatos andan a contrapié en estos tiempos atomizados (¿por qué hay nuevos partidos y no nuevos sindicatos?), pero el sindicalismo, el juntarte con tus colegas para que no te pisoteen, porque tú solo no eres nada, es una de las ideas más hermosas. Al sindicalismo, compañeros y compañeras, ese que el neoliberalismo rampante ha jurado destruir (y le va bien), le debemos la jornada de ocho horas, las vacaciones pagadas, el subsidio de desempleo, los servicios públicos, millones de pegatinas y banderines gratis que ondear por las calles, y tantas otras cosas buenas en miles de pequeñas empresas y conflictos.

Hoy la clase obrera no es que no exista (existe como siempre, también fuera de las minas y las fábricas), es que nadie se apunta, y los sindicatos van en retroceso perseguidos por los mentecatos. ¿Qué fue de la vieja clase obrera consciente, sindicada y poderosa? Joven nacional: sindícate y prepárate para flipar.

La vida instantánea

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