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20 de mayo de 2017 · 89 likes

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Aquí me llaman Rey Gaviotu.

Estamos en la isla de Tabarca, una isla mínima a una hora en barco de Alicante. Es tan pequeña que desde una punta se ve la otra. Hay un puñado de restaurantes (donde sirven un plato tradicional llamado caldero), un espacio natural protegido (poblado de posidonia oceánica) con una casa en ruinas en medio, un faro, un fortín militar y un par de tiendas. Si quieres tabaco por la tarde, cuando todo cierra y el lugar se queda desierto, hay un par de ancianitos que te lo venden en el salón de su casa mientras ven Pasapalabra, como si fuera droga.

—En invierno solo vivimos aquí quince personas, incluyendo al ATS —dice la tabernera, que expone fotos originales de Elvis haciendo la mili; se las regaló una amiga alemana—. Son meses muy duros, este año hubo cuatro temporales y nos quedamos días incomunicados. Así que hay que tener reservas.

La cobertura es escasa y el wifi va fatal, así que publico esto como quien envía un télex desde la guerra de los Balcanes. En verano ya viene todo el turisteo y hasta han abierto un hotel-boutique (¿gentrificación en Tabarca?), pero ahora hay poquísima gente y muchísimos gatos que pululan por todo el trazado ortogonal del minúsculo pueblo, unos ciento cuarenta felinos me dicen, diez por persona. Están por todas partes, moviéndose sinuosamente, haciendo poco ruido. Es como si fueran los espíritus de los tabarqueños muertos. El pueblín, blanco y polvoriento, bien podría ser escenario de un wéstern crepuscular o la Comala de Juan Rulfo, por aquello del calor y los difuntos.

En 1769 Carlos III repobló este islote con doscientas familias recolectoras de coral rescatadas del turco en la Tabarka original, Túnez, así que aquí aún se mantienen muchos apellidos italianos, como Russo o Parodi.

—Todos los animales que hay en la tierra los hay en el mar —me dice un marinero con cara de italiano y piel curtida de salitre al borde de las olas—. La rata, la araña, el gallo, el tigre, el buey, el león... Hay peces que parecen escorpiones.

—¿Y el elefante? —pregunta Liliana, despeinada por la brisa.

—Seguro, tiene que haber.

Lo que hay aquí es mar por todas partes y, claro, gaviotas. Lo de Rey Gaviotu a mí me viene de una de mis expediciones a Algeciras, ciudad silvestre, portuaria, mestiza y malcarada, pero flipante. Una noche subí a la azotea a fumar y a mirar el puerto, ese monstruo tentacular que se mueve lento y brilla en la oscuridad, el reino de los heroicos estibadores nocturnos. Entonces una bandada de gaviotas se acercó y voló en círculos a mi alrededor, muy cerca, graznándome, como rindiéndome pleitesía, como coronándome. Desde entonces, allí donde voy, las gaviotas, así como otras aves de diferente envergadura, doblan la cerviz, y me hacen reverencia, y me cuentan secretos de mar adentro.

Hay en Tabarca un recoleto camposanto traspasado por la brisa, rodeado por la mar salada. Yo quiero yacer aquí eternamente. Y que en mi lápida ponga: aquí yace el Rey Gaviotu. Y que un gaviotu cague encima.

La vida instantánea

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