Читать книгу La vida instantánea - Sergio C. Fanjul - Страница 21
27 de marzo de 2017 · 111 likes
ОглавлениеDurante tres años y medio, poco después de llegar a Madrid, viví muy cerca de la plaza del Callao. Era extraño ser arrojado al centro del universo español casi recién llegado de provincias. Mi casa, nuestra casa, estaba, por fortuna, en una calle escondida y muy tranquila donde cantaban los pájaros, se oía el rumor de las hojas besadas por la brisa y los niños molestaban; pero, aun así, a veces me resultaba agobiante estar inmerso en el territorio donde sucedía todo.
Ponía la tele y veía un anuncio rodado en Callao. Veía una peli y salían los alrededores de Callao. Las noticias políticas sucedían muy cerca. La boda real nos cogió allí mismo, casi en primera fila, y la policía vino a pedirnos el DNI casa por casa. Aquel día histórico, como he contado tantas veces, no pude regresar del after hours porque la Gran Vía estaba cortada para que pasasen Felipe y Letizia (me enganché a otro reafter, tranquis). Veía entonces mucho cine japonés y coreano, porque estaba de moda y porque en aquellas pelis no salía la plaza del Callao.
Ahora, la verdad, no vivo tan lejos, pero supongo que me he acostumbrado al ajetreo capitalino. Total, que el otro día me topé con una foto de Callao sin peatonalizar (es un decir, más bien sin hormigonear y comercializar) y me entraron dudas sobre si yo había conocido la plaza de esa guisa. No me sonaba. Pero, claro, durante aquellos tres años y medio la plaza era aún recorrida por incesantes vehículos circunvalantes. La memoria es plastilina.
Ahí, recuerdo, donde había un quiosco y autobuses rojos, en esa barandilla metálica que ya no está, me sentaba a esperar a los entonces exiguos coleguis para ir a incendiar Malasaña, en la medida de nuestras posibilidades. Recuerdo que entonces eso me llenaba de nervios ante los prodigios nocturnos que se avecinaban, y también recuerdo que a la vuelta, en Callao, al final de la noche, los chinos ambulantes, como dealers del denostado carbohidrato, aún vendían callejeramente arroz tres delicias y tallarines con gambas, y que aquello me parecía el cielo, aunque dijese la peña que estaban aliñados con saliva y semen oriental. Como el Marqués de Sade en aquel cuento guarro pensaba yo: ¡que me engañen siempre así!