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Club Cien

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Ya de vuelta en Argentina, mi responsabilidad pasó por ir a la facultad y entrenar. La experiencia en Nueva Zelanda me había inyectado ganas y entusiasmo. Me conectó aún más con la pasión por el rugby. Cuando armaron las listas de los jugadores para el campeonato, por primera vez quedé dentro del equipo A. Estaba muy contento. Era un equipo súper competitivo y además tenía muy buena gente. Yo era suplente por lejos, había grandes jugadores, pero eso no me quitaba las ganas. Podía jugar de primera línea o de ala. Formaba bien y además era rápido. No en vano en 1982, mientras se desarrollaba la Guerra de las Malvinas, me clavaron otro apodo, “Exocet”. Muchos de los jugadores con los que compartí equipo terminaron formando parte del plantel superior del SIC por años. Pero lo más importante fue que pasaron a ser amigos de toda la vida. Incondicionales. Me acompañaron y bancaron con todo su corazón y cariño. Estuvieron en las buenas, pero más en las malas.

En uno de los partidos de pretemporada tuvimos que jugar contra nuestros vecinos, el CASI. Fue mi día de gloria. Uno de los partidos de los que tengo mejores recuerdos. Era un día gris y fresco y jugué como un as, hasta hice dos tries. Les cuento cómo fue uno de ellos. Tomé una pelota que estaba boyando por el medio de la cancha, la levanté con una mano y a toda carrera. Corrí a toda velocidad hasta zambullirme en el ingoal contrario, un éxtasis. A nuestro entrenador no le gustó una mierda.

Hacia mediados de mayo conocí a Elena Moro. Me la presentó Josefina, novia de Memo. Iba al Colegio Labardén y tenía diecisiete años. Era una chica sensible y divertida que me hizo sentir cómodo enseguida. Atractiva, rulos morochos, flaquita y de baja estatura. Me sorprendió de entrada con su forma de ser. Hubo conexión, era como estar con una persona que conocía de toda la vida. Como nunca antes, se me había encendido algo interno. Los sentimientos no se piensan, solo se sienten. Me acuerdo muy bien de una salida a Club Cien, un boliche que quedaba en un subsuelo de la calle Florida. Si bien no pasó nada en particular, esa noche sentí que algo especial podía pasar. Obviamente yo estaba flechado. Elena, por su parte, y de esto me enteré con el tiempo, tenía una expectativa formada con respecto a mí. Creía que yo era “el gordo” canchero, popular y rodeado de gente. De todo lo anterior, lo que sí me hacía honor era ser amiguero, estar rodeado de los que quería. Ella también se sintió atraída cuando nos conocimos, le parecía divertido conocer a alguien “deportista” como yo. Empezó a ver otras cosas en mí que le gustaban. Según su mirada, yo era suelto, divertido y extrovertido. Cuando yo estaba con Elena me sentía hechizado. Tiempo después me enteraría de que a ella le pasaba lo mismo.

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