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Capítulo I

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I feel lucky today / Hey look at that, man /

Do you want to get rocked?

[Me siento afortunado hoy. /

Ey, mirá eso, loco. / ¿Querés rockear?].

DEF LEPPARD, «Let’s get rocked».

Nací el 10 de agosto de 1966 de la unión de dos grandes. Mi padre Michel y mi madre Juana Molina Salas, que lograron un increíble matrimonio criollo-belga. Soy de Leo, un gran remador que no se rinde fácil y muy entusiasta de la vida. Mi madre siempre dijo que fui el hijo de la vejez. Esto, porque nací siete años después de mi hermana Inés, nueve después de Florencia y diez después de mi hermano Jean. De manera que siempre fui “el gordo”, “borrego” o “Sergín” (odiaba y odio ese último apodo). Bastante mimado dicen todos, aunque no lo recuerdo particularmente. Más bien creo que, al haber tenido tres hermanos mayores, tuve bastante más libertad que la que habían tenido ellos. Sí me acuerdo de haber sido muy malcriado por mi hermana Florencia, “Flopi”.

Mis abuelos paternos, Louis Expert y Jeanne Pollet, vinieron en barco desde Bélgica en 1951 junto con mi padre, su único hijo. Ninguno de los tres sabía castellano y mi padre era muy joven. Llegaron al país porque mi abuelo había sido trasladado a la sucursal del Banco Ítalo-Belga en Buenos Aires. Se instalaron en Acassuso, en plena zona norte, después de deambular un poco por varios lugares y elegir dónde empezar su aventura en tierra argentina.

En honor a mi abuelo materno, Sergio Molina Salas o “Tatita”, me llamo Sergio. Era muy machista, no podría sobrevivir a la sociedad actual, un hombre patriarcal. Divertido a su manera, sarcástico y muy inteligente. Arquitecto, gran lector, trabajaba también como profesor de francés nada más ni nada menos que en el Colegio Nacional Buenos Aires. Entre otras cosas, no sabía manejar y su mujer, mi abuela, era quien debía conducir el Buick negro que tenían. Se llamaba Esther Etchart y le decían “la Rusa”. Timbera como pocas. A partir de las cinco, casi todas las tardes se jugaban partidos de generala en su casa, y que nadie se atreviera a interrumpir. ¡Cada participante debía llevar su cubilete y sus dados! Ella me enseñó que la doble generala se hace únicamente con seis o ases. Mis hermanos y yo somos muy timberos también. Nos gusta divertirnos, compartir y competir. De algún lado tuvo que haber salido nuestro gusto por las cartas, los dados y la timba en cualquiera de sus formas. De ahí que cada vez que juego a algo quiero ganar, soy competitivo, nunca juego a menos, aunque después, si pierdo, no me importa tanto. Tengo un tatuaje de los cuatro palos de cartas francesas, cada uno representa a un personaje familiar. Mamama —así le decíamos nosotros— murió jugando a las cartas, y para ella debe haber sido un honor haberse ido de este mundo de esa manera.

“Tatín” o Inés, la hermana menor de mamá, fue una persona extraordinaria. Muy esotérica, espiritual, leía muchos libros de magia blanca, creía en la reencarnación, en Buda y en una infinidad de cosas. De hecho, fue la primera persona en regalarme un libro que me inició en las cuestiones espirituales, uno de Alice Bailey. Siempre tratando de abrir mi mente, jamás desde la obligación. Recalcaba mucho la importancia de ser buena persona, de ser correcto. Su relación conmigo y con mis hermanos siempre fue muy fluida. A Ester, hermana mayor de mamá, solo la conocí por cuentos, ya que falleció en un accidente cuando manejaba su MG convertible, en 1972. Era excéntrica y toda una playwoman para la época.

Mi abuela Jeanne Pollet era muy sociable. Una vez instalados, empezó a averiguar dónde podrían conocer gente. Le sugirieron que fueran al Club Náutico San Isidro, ya que al vivir en Acassuso era un lugar cercano. Una vez admitidos, a mi abuela se le ocurrió investigar quién hablaba francés, porque el castellano era un idioma muy difícil para ellos. Y adivinen qué: mi abuelo, el famoso Tatita, su mujer y sus hijas lo hablaban a la perfección. El particular matrimonio belga había encontrado entonces con quién hablar fluidamente su lengua materna. Allí empezaron los primeros encuentros entre mi madre y mi padre. Contaba mamá que al principio el gringo le parecía un plomo. Menos mal que mi viejo era de remar duro, una característica que sin lugar a dudas heredé. Poco a poco, y después de un trabajo arduo, el belga se ganó el corazón de mi vieja. Una vez que se pusieron de novios y la relación se fortalecía día a día, mi padre tuvo que irse a prestar el servicio militar obligatorio en la Alemania de la posguerra, en 1952. Mamá lo esperó por dos años y, cuando finalmente papá volvió, decidieron casarse el 20 de mayo de 1955 en la Catedral de San Isidro.

Como dije, de mis hermanos el primero en nacer fue Jean. Al año siguiente vino Florencia y por último Inés, dos años más tarde. Parecía que la familia estaba completa, pero no: después de siete años, el 10 de agosto de 1966 aparecí yo. Al mejor estilo de “unas de cal y unas de arena”, cuando le dijeron a Jean de mi llegada también lo nombraron padrino para que no se sintiera desplazado. Se emocionó un poco y con apenas diez años juntó sus ahorros y me compró una cruz para el bautismo. Mis otras dos hermanas lo tomaron como lo más natural del mundo.

Cuando nací, mi familia vivía en San Isidro, puntualmente en Avenida del Libertador, pleno barrio histórico con adoquines y frondosas tipas, muy cerca de la catedral. Vivíamos en un PH al fondo del que no tengo muchos recuerdos. Dicen que Jean me llevaba al jardín de infantes de la mano, no sin antes pasearse por el colegio donde estudiaba mi cuñada Ana. En realidad me usaba para chapear. Después nos mudamos a nuestra casa en La Lucila, donde viví hasta que me casé, en 1993. Allí es donde están mis más gratos recuerdos de infancia y adolescencia. Quedaba en Moreno 419. En la planta alta había un cuarto principal para mis padres, un segundo que compartíamos con mi hermano Jean y un tercero donde dormían las chicas. En la planta baja había un living, comedor, cocina, patio y un pequeño estar. Este último espacio sería testigo de infinidad de historias fuertes y momentos de felicidad. Si bien mis hermanos eran bastante más grandes y no teníamos muchos juegos y actividades en común, fueron ellos quienes me iniciaron en la música. Jean era fanático de los Beatles, a las chicas también les gustaba el rock. Gracias a ellos empecé a conocer a Genesis, Yes, América, Rod Stewart, Elton John y Supertramp. Mi amor por la música empezó desde muy chico.

La relación que tenían mis viejitos entre ellos es, para mí, lo mejor que a uno le puede pasar. Papá era quien proveía y mamá quien se encargaba de que todo funcionase bien en la casa, algo corriente en aquella época. El engranaje que tenían como pareja funcionaba súper bien. Se entendían, siempre atentos a lo que necesitaba el otro, y eran muy buenos compañeros. Les gustaba hacer programas con amigos y tengo el claro recuerdo de que cada vez que salían, lucían impecables. Lo suyo fue realmente un gran amor. Y hablando de esto, el amor que me dio mi viejita linda fue una de las cosas que me sostuvieron, me sostienen y me sostendrán. Asimismo, los consejos de mi padre fueron los que me moldearon, los que me forjaron. Consejos desde un amor profundo, pero no de contacto físico. Hoy en día hay más besos y abrazos entre padres e hijos. El nuestro era de poco contacto pero no dejaba de ser muy profundo. Simplemente era distinto.

De muy chiquito, cuando íbamos al Náutico, yo nadaba en la pileta, jugaba en el arenero o me iba a hablar con los capataces mientras descansaban, así era como me divertía. Mis padres intentaron que aprendiera a navegar en Optimist, un velero pequeño, pero nunca pude hacerlo bien. Creo que el respeto y el cagazo que le tengo al agua vienen de esa experiencia fallida. Otro de los planes clásicos de fin de semana era ir a almorzar a la casa de mis abuelos maternos, en Martín y Omar 734, pleno San Isidro. La comida que más recuerdo y la que más me gustaba eran los ravioles de verdura con salsa de tomate. El postre, ciruelas secas con crema. Yo era el más chico, así que tuvo que pasar un tiempo considerable antes de que pudiese sentarme en la mesa de los grandes. Así y todo, lo disfrutaba.

Navidad era una fecha muy importante para nosotros. Aunque nuestra forma de festejarla era un poco distinta, o más bien bastante europea. Comíamos temprano y entonábamos una canción en francés llamada “Gloria”, seguida de una pequeña plegaria de agradecimiento entonada por papá. Recién ahí, y mucho antes de las doce de la noche, se abrían los regalos. Era una fecha muy especial. A mí por lo menos me trae recuerdos de una infancia y una juventud gratísimas. Actualmente, después de tantos años, seguimos con la misma tradición, cantando y rezando en familia. El año nuevo era diferente. Tenía mucha menos relevancia que la Navidad, comíamos y se abría un champán, después no había mucho más. Cada uno era libre de hacer el programa que quisiera.

Jean se fue de casa en 1978, muy joven. Se casó con Ana, su novia de toda la vida. Para mí, Jean siempre fue con Ana. Ella es una persona entusiasta, luchadora, incondicional y con buen humor. Inés se casó en 1984 con Martín, un petiso muy divertido y ocurrente, con el que siempre tuvimos muy buena relación. Florencia se casó con Enrique en 1985. Un tipo buenísimo, con un corazón muy grande y con un carácter tremendo.

Explosión de vida

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