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Introducción

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Viernes 11 de julio de 1986, nueve de la noche. Invierno. Frío tremendo.

“¡Feliz cumpleaños!”, le digo a mi amigo de la infancia Enrique “Cachua” Casares y lo abrazo fuerte.

Entro y veo que ya somos seis los que dimos el “presente”. Es que nadie se quiere perder un asado de Cachua…

Por lo visto, tuvo que mudar el asado a la chimenea de piedra del living. Es que el frío está bravísimo. Enrique tiene una parrilla portátil que usa como back up. El tipo está en todo. Como a esa parrilla le falta una pata, Cachua suele usar un adorno de metal para estabilizarla.

El asado está a pleno. Charlamos, nos reímos, la estamos pasando genial.

Aproximadamente a las nueve y media un tremendo estallido se apodera de todo. El living se llena de humo y de destellos. Estoy aturdido, no entiendo qué está pasando. El humo no me deja respirar. Quiero salir corriendo pero no me responden las piernas. Siento la garganta cerrada. Escucho gritos… no sé de dónde provienen. Un zumbido muy intenso presiona mi cabeza. Un calor insoportable me envuelve.

Nuevamente intento levantarme, quiero ver si todos están bien, pero no logro mover las piernas, ¡no las siento!

Con los codos avanzo arrastrando el cuerpo entre escombros, vidrios y pedazos de madera. Afuera el humo no es tan denso. Creo ver movimiento a mi alrededor. Los gritos no cesan.

Recuerdo que éramos siete en el asado, éramos siete. Empiezo a decirlo en voz alta, una vez, otra vez. Necesito saber si están bien. Tengo que hacer algo. No puedo dejarme vencer. No quiero morirme. No quiero morirme, Dios…

Estoy terriblemente agotado, no doy más, pero tengo que mantenerme alerta, tengo que estar despierto. Alguien se me acerca, me habla. Le digo mi nombre, le pregunto por mis amigos. “¡Éramos siete adentro!”, le digo. Escucho las sirenas a los lejos. Vienen para acá. Sin tener noción del tiempo, sólo sé que me suben a una camioneta y escucho que vamos al hospital.

En ningún momento supe qué había sucedido. Cómo habíamos pasado de estar compartiendo un asado a salir volando por los aires, aturdidos por ese ruido ensordecedor y luego, el silencio desolador de la tragedia.

Tiempo después y tras las pericias respectivas, se determinó que había detonado un proyectil. Ese “adorno” metálico era una bala de cañón de la Segunda Guerra Mundial comprada en un chatarrero. En su coraza aún contenía trotyl (trinitrotolueno, TNT), un compuesto químico explosivo. Ese artefacto decorativo que en incontables ocasiones había sostenido la parrilla fue lo que tiñó de fatalidad aquella jornada.

La explosión dejó un boquete de casi un metro de diámetro en la pared del living y uno aún más grande en nuestros corazones.

Explosión de vida

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