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Banda de La Lucila

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Estudié en el Colegio San Juan El Precursor desde el jardín de infantes hasta quinto año. Delantal gris en primaria, amigos y pasarla bien. No tuve sobresaltos en esta época. De bien chico jugaba mucho a los soldaditos, a la guerra, a los indios y cowboys y mis compañeros de aventuras eran Santi Cordeyro y Juan Racedo. No era habilidoso para jugar a la pelota, por eso no me invitaban a participar de programas que incluyeran actividad física, pero no me importaba mucho porque tenía cómo divertirme. El juego de los soldaditos era muy importante. Papá me contaba historias de cuando él vivía en Bélgica con sus diez años y los nazis habían invadido y ocupado Amberes. Fueron cinco años muy duros hasta que finalizó la guerra. Sus relatos narraban cómo tuvieron que racionar las comidas, vivir en una casa con todos los vidrios de las ventanas rotos por los bombardeos. Y sentía un puñal clavándose en el corazón cada vez que veía a las tropas nazis desfilar por su pueblo. Tuvieron que emigrar por un tiempo al sur de Francia, hasta que finalmente pudieron volver en 1944. De ahí mi gran interés en el tema bélico. Estos juegos me nutrieron y me enseñaron mucho. Hay muchas cosas de la Segunda Guerra Mundial que sé precisamente porque jugué a los soldaditos. Tenés que saber para jugar, y cuando jugás, siempre tenés que hacerlo en serio. Tuve una muy linda infancia.

A los diez años Jean me llevó al San Isidro Club (SIC) a jugar al rugby. Este fue un suceso maravilloso que me cambió la vida. De ahí en más mis sábados pasaron a ser días de rugby. Ese año mi división fue la novena y mi entrenador, Pedro Lawson. En ese momento empezó mi larga y estrecha relación que mantengo hasta hoy con el club de mis amores. Esos colores que me identificaron para siempre: celeste, negro y blanco. Crecí dentro de esos valores que nos inculcaron y que nos moldearon como personas: trabajo en equipo, respeto al otro, disciplina, compromiso, dar siempre lo máximo en cada actividad y no bajar los brazos. Cuando empecé a jugar mi físico no era propiamente el de un gran atleta. Era gordito y no tenía buena estatura. Entrené por primera vez en la cancha número dos del SIC, con una camiseta blanca, pantalón del colegio y medias del Ajax de Ámsterdam. Al verme, los entrenadores me indicaron que fuera junto a las forwards. Ahí comenzó mi recorrido por el deporte más lindo y noble que tuve la suerte de jugar por casi diez años, y que me sigue acompañando.

Ese mismo año mi padre compró un departamento en Punta del Este, Uruguay. Estaba muy bien ubicado, no era lujoso pero tenía lo justo. Era chiquito, pero muy piola y acogedor. Su gran virtud era la vista al mar. De ahí en más, todos los veranos fueron en Punta del Este. Este lugar, además de darme momentos únicos con mi familia, me permitió conocer a mucha gente y vivir experiencias increíbles. Andar a caballo por la playa y los bosques, comer churros en Manolo, pescar en altamar, las primeras salidas con chicas en la calle Gorlero y jugar a los flippers esperando poder sacarles créditos o extra ball para jugar hasta la medianoche.

Durante un viaje a Europa con mis padres y mis hermanas, estando en Londres fuimos a ver La Guerra de las Galaxias. Era la primera película de la saga de Star Wars, ícono que hoy por hoy sigue siendo de culto. Fue un evento que me marcó profundamente, de esos que quedan grabados a fuego. Fuimos a verla solamente papá y yo. Podría decir que lo que pasó esa tarde fue mágico, me llevó a amar las películas de ciencia ficción para siempre. Tenía once años.

Nunca tuve mucha pasión por el estudio. La primaria fue muy tranquila y relajada, y en la secundaria tuve que ajustarlo un poco. Como jugaba en el SIC, pude formar parte de los equipos de rugby del colegio durante mis últimos cuatro años. En 1981 salimos campeones en la categoría Cadetes jugando de preliminar de Los Pumas versus Canadá en la cancha de Gimnasia y Esgrima de Buenos Aires (GEBA). Incluso en quinto año fui capitán; en más de una ocasión le avisaba a mamá que tenía partido y en realidad me iba a cualquier lado. Otras veces directamente me rateaba del colegio para vagar por ahí. Por suerte el control de los viejos respecto del estudio no era muy estricto y me las arreglaba para no llevarme ninguna materia. Hice lo que quise. Solía ir a almorzar con mis abuelos maternos. No sé si me divertía mucho pero lo hacía igual. Salía del colegio e iba a comer algo para después volver caminando. Poco a poco pude desarrollar una relación más estrecha con Tatita, y ni hablar con Tatín. Hubo un maravilloso día que le descubrí a mi abuelo una buena colección de revistas Playboy de los años setenta escondidas, eso sí, en francés. De ahí en más, las visitas dejaron de ser aburridas y rutinarias a merced del descubrimiento de semejante tesoro.

Mi barrio de chico fue La Lucila. Ahí surgió mi gran amistad con Guillermo “Willy” Méndez Córdova, Ignacio “Nacho” Aldazábal y Diego “Gaita” González Alayes. Éramos inseparables. Los primeros dos eran del colegio y estaban un año adelante. Nos hicimos muy amigos gracias a que éramos parte del mismo pool de madres que nos llevaba al colegio. Por ellos empecé a andar en skate y lo disfruté realmente mucho. También salíamos a andar en bicicleta, hacer fulbito en la calle, tirar petardos en diciembre y jugar al carnaval en verano. Me acuerdo de que había muchos naranjos en las calles del barrio y nos trenzábamos en duras guerras de naranjas. Nos gustaba el quilombo, el desorden.

Alrededor de los trece o catorce años empezamos a interactuar más con las chicas del barrio. Teníamos lindas vecinas, como Irene y sus amigas del St. Andrews. También vivían cerca unas hermanas canadienses de las que no recuerdo los nombres, con quienes compartimos muchos momentos y, al ser “de avanzada”, podíamos, sin los prejuicios de la época, reconocer y festejar nuestro despertar hormonal. Boludeábamos mucho en la calle con nuestras viejas bicicletas inglesas y disfrutábamos todos juntos.

Una noche de verano, a eso de la medianoche, mientras deambulábamos por ahí, nos encontramos un muñeco de Tribilín grande en la basura. Decidimos ponerlo en medio de la calle, como si fuese una persona parada. Rápidamente nos escondimos detrás de los autos estacionados porque veíamos un haz de luz que se acercaba. Era un auto que venía muy rápido. Tres metros antes de nuestro Tribilín, intentó frenar y provocó un gran chillido pero no pudo evitar chocarlo. La mujer que iba como acompañante empezó a gritar:

—¡Atropellaste a una criatura! ¡Atropellaste a una criatura!

Nosotros casi no podíamos contener la risa. El conductor bajó a toda velocidad y, cuando se dio cuenta de que era un muñeco, gritó furioso:

—¡Pendejos de mierda! ¡¿Dónde están?!

Caminó unos pasos hacia los autos estacionados y se detuvo. Miraba para todos lados.

—¡Dale, gordo, subite al auto! Es tarde.

—Pará que aprovecho y voy a mear.

A los pocos segundos escuchamos el ruido del pis caer sobre el cemento. Se nos heló el corazón. Pensamos que después iba a intentar encontrar a los responsables de la joda. Sin movernos, apenas levantamos las cabezas para entrecruzar miradas. Estábamos conteniendo el aire para no hacer ruido y deschavarnos. Teníamos un cagazo bárbaro de que nos encontrara.

—¡Pendejos de mierda! —volvió a murmurar mientras se levantaba el cierre—. Escuchá cómo se ríen esos hijos de puta. ¡La puta madre! —balbuceó.

Puso primera y se fue.

La preadolescencia me unió mucho con mis amigos del barrio. Posterior a eso, el deporte me llevó a compartir más tiempo con mis compañeros de rugby. Para ese entonces los veía cuatro veces por semana. Entrenábamos martes y jueves, veíamos a la primera el sábado y jugábamos el domingo. Dentro de la cosecha de amigos que me dio el rugby, la lista es inmensa y confieso que temo dejar a alguno afuera, razón por la cual no la detallo.

A medida que fui creciendo, mi cuerpo se fue modificando. Si bien nunca fui de contextura física grande, el rugby acompañó mi desarrollo y terminé siendo un pilar derecho que formaba bastante bien. No era un jugador sobresaliente, sin embargo, tenía buen juego de manos, corría rápido y tacleaba sin problema. Con los muchachos la pasábamos muy bien. Salíamos mucho, pero como no éramos de los más populares, nunca estábamos invitados a las mejores fiestas. Al no salir con las chicas de los colegios San Andrés, Northlands o Sworn, pocas chances teníamos de ser invitados a esos fiestones. Sin embargo, hicimos muchos intentos de colarnos, algunas veces con éxito y buena cosecha, y otros no tanto. Hubo muchos intentos fallidos. Una noche, me subí a un paredón para poder llegar al techo de una casa. Nuestro destino final era una fiesta que iba a estar muy buena. Tuve que pasarme de techo en techo para llegar al lugar indicado. Cuando faltaba poco para concluir la misión, pisé fuerte una teja y casi me fui para abajo, ¿se imaginan caer en el living de una casa? Retrocedí rápidamente todo el camino avanzado. Cuando volví a tocar el suelo, estaba muy asustado y nervioso. Todavía temblando decidí volverme directo a La Lucila. No hubo fiesta esa noche.

Durante el último año del colegio quise divertirme y mucho. Cultivé una gran amistad con Juan Pablo Kexel, compañero de primaria y secundaria. Ese año nuestra relación se afianzó y fortaleció de manera tal que se mantiene hasta el día de hoy. Por otro lado, tenía un grupo de amigos, Los Marlos, que cursaban conmigo. Éramos los cuatro del fondo de la clase: Leandro, Nacho Valera, Sebastián y yo. Ese año fue increíble, tan increíble que hasta me salvé del servicio militar obligatorio por número bajo.

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