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Capítulo 15

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Cuando Emily entró en casa de su abuela a su regreso de Colorado, se sorprendió al ver que Gabi salía a toda prisa de la habitación, y miró desconcertada a Samantha.

–¿Qué le pasa?

–Dice que tiene gripe, pero estoy un poco preocupada por ella. No es normal que haya decidido perder más días de trabajo, antes estaba deseando volver. Me parece que ese trabajo la tiene muy estresada, pero que intenta disimularlo.

–¿No volvió a Raleigh? –le preguntó Emily, sorprendida–. Yo creía que iba a volver el mismo día que yo me marché.

–Ese era el plan, pero se puso mala y aún no ha conseguido recuperarse.

–¿Ha ido al médico?

–No. La abuela quería que pasara por la clínica de Ethan, pero no hubo forma de convencerla. Gabi nos aseguró que iba a ponerse en pie en un periquete y que pensaba irse a su casa a finales de la semana pasada, pero al ver que no lo hacía me dieron ganas de llevarla a la clínica a rastras.

–Ya, claro, y supongo que no estás buscando excusas para ir a ver a Ethan, ¿verdad? –comentó Emily, en tono de broma.

–¡Anda ya!

A pesar de la vehemente protesta, Samantha tenía las mejillas teñidas de un rubor que revelaba su interés por el que había sido todo un héroe en el equipo de fútbol del instituto.

–Si quieres que deje de darte la lata con ese tema, deberías dejar de ponerte esa vieja sudadera suya para estar por casa.

–¡Es que es muy cómoda! Bueno, cuéntame qué tal te ha ido. Yo creía que volverías antes.

–Yo también, pero es que se trata de un proyecto fantástico. Va a ser un milagro que esté todo listo antes de Acción de Gracias, pero quiero conseguirlo y creo que todo el mundo tiene claro lo importante que es que la casa esté acabada para entonces. Tanto para esas mujeres como para sus hijos va a ser una bendición poder pasar esas fechas en un lugar donde se sientan a salvo.

–Me encanta verte tan emocionada con una buena causa, es muy distinto a tener que complacer los caprichos de todos esos clientes tuyos forrados de dinero.

Emily se sintió ofendida por aquel comentario.

–Gracias a esos clientes de los que hablas, puedo llevar a cabo proyectos como este.

–Sí, supongo que sí –Samantha optó por dejar el tema y pasar a otro que le parecía menos espinoso–. ¿Cuándo va a llegar Boone?, supongo que estará deseando venir ahora que ya estás aquí.

–No podrá venir hasta mañana. B.J. le pidió permiso para que un amiguito suyo se quedara a dormir en su casa, y Boone le dijo que sí porque aún no sabía que yo iba a llegar hoy.

–Yo puedo ir a cuidar de los niños si quieres, o tú misma podrías ir a echarle una mano con ellos.

–No, acordamos que sería mejor que B.J. no nos viera juntos demasiado a menudo, y seguro que el niño se huele que pasa algo si ve que su padre se va de la casa aunque sea por una hora.

–Supongo que vais con tanto cuidado con B.J. por si las cosas no funcionan entre vosotros, ¿no? Tiene sentido, pero ¿cómo lo llevas?

–La verdad es que no muy bien –admitió Emily–, pero no quiero que B.J. acabe pasándolo mal; en fin, Boone llevará al otro niño a su casa lo antes posible mañana, y después pasará por aquí a verme antes de irse con B.J. a comprar las cosas para la vuelta al cole.

–¿No vas a ir con ellos?

–No –intentó mantenerse inexpresiva, pero no pudo ocultar del todo lo dolida que estaba por ese tema.

–Emily, eso no me parece bien.

–Boone es el padre, así que es él quien pone las reglas; además, después de ver cómo reaccionó Jodie Farmer cuando una de sus amigas nos vio cenando juntos, entiendo que sea tan cauto.

–¿Ah, sí? Pues a mí me parece que uno de vosotros dos piensa que estáis obrando mal, o que no quiere herir susceptibilidades por si lo vuestro no funciona. ¿Eres tú?

–No –admitió, consciente de que su hermana tenía razón.

No se sentía cómoda con aquella situación, pero estaba decidida a ser comprensiva de momento. Sabía que la actitud de Boone no se debía tan solo a que quisiera proteger a B.J., también tenía mucho que ver con lo traicionado y abandonado que se había sentido cuando ella se había ido años atrás; lo quisiera admitir o no, estaba en guardia, y las amenazas de los Farmer le hacían ser incluso más cauto.

Samantha, por su parte, no estaba dispuesta a mostrarse comprensiva, y le aconsejó con firmeza:

–Tienes que cambiar las reglas; tal y como están, no son justas para nadie, incluyéndote a ti. A estas alturas de la vida no tienes por qué verte a escondidas con el hombre al que amas, y Boone no debería pedirte algo así.

–Sí, tienes razón. Pensé que era demasiado pronto para darle mayor importancia al asunto, pero voy a hablarlo con él. Tiene que haber una opción mejor –por desgracia, la verdad era que no se le ocurría ninguna, ya que la sombra del pasado parecía oscurecer el presente.

Boone estaba frustradísimo por tener que malgastar una de las noches que Emily iba a pasar allí, que seguro que eran muy pocas, pero no se le había ocurrido ninguna alternativa. La madre de Alex habría estado dispuesta a llevarse a los niños a su casa, pero últimamente ya le había pedido demasiados favores. La invitación estaba hecha, no podía echarse atrás; además, seguro que ella ya tenía otros planes. Kim era madre soltera, así que debía de estar deseando tener una vida social que no incluyera a dos revoltosos de ocho años.

Los revoltosos en cuestión estaban jugando con el videojuego en el piso de arriba, así que aprovechó para ir a la cocina y llamar a Emily al móvil.

–Hola –la saludó.

–Hola.

Boone sintió que le daba un brinco el corazón al oír su voz.

–¿Ha ido bien el viaje?

–Sí, los vuelos sin contratiempos y había poco tráfico en la carretera.

–Me gustaría haber podido estar en casa de Cora Jane cuando has llegado.

–Podrías haber estado.

Él se sorprendió al notar cierto tono acusador en su voz.

–B.J. quería que su amigo se quedara a dormir aquí, ya te lo expliqué.

–Sí, pero he estado dándole vueltas al asunto. ¿Tan horrible habría sido que les trajeras aquí un par de horas? Podríamos haber preparado unas hamburguesas, o lo que fuera. B.J. no habría notado nada fuera de lo normal.

–Puede que no, pero no quería correr ese riesgo.

–¿Porque B.J. es muy intuitivo, o porque no quieres que Jodie se entere? –le preguntó ella, con cierta amargura.

–Ambas cosas –admitió, desconcertado por su actitud–. Creía que lo entendías, ¿se puede saber qué es lo que ha cambiado? ¿Te ha dicho alguien alguna cosa que te haya sentado mal?, ¿ha hecho Cora Jane algún comentario?

–No se trata de lo que piensen los demás, soy yo la que se siente frustrada. He hecho un largo viaje para venir a verte, solo voy a pasar unos cuantos días aquí, y vamos a pasar juntos… ¿qué?, ¿un par de horas como mucho? Esto no va a funcionar si seguimos así, no podemos asentar una relación sobre esos cimientos.

–Yo estoy tan frustrado como tú, cielo, créeme. Lo de que Alex se quedara a dormir aquí surgió antes de que me dijeras cuándo ibas a venir, pero la próxima vez no dejaré que nada interfiera en nuestros planes. Organizaré alguna actividad para B.J., y tú y yo podremos apurar hasta el último minuto juntos. Sabes que lo deseo tanto como tú, ¿verdad?

–Sí, por supuesto.

–Ven a comprar mañana con nosotros, te apetecía hacerlo –le ofreció, de forma impulsiva.

–Me dijiste que no era buena idea –le contestó ella, sorprendida.

–Puede que no lo sea, pero nadie va a pensar mal si nos ve comprando material escolar o comiendo juntos.

–¿Estás seguro?

–Sí –afirmó, sin darse tiempo a poder cambiar de opinión.

No podía permitir que la hostilidad de Jodie gobernara su vida. Si se enteraba de que estaba con Emily, pues que se enterara; en cualquier caso, iba a tener que acostumbrarse a la idea tarde o temprano, así que lo mejor era que empezara a estar mentalizada cuanto antes.

Enterarse de que él había salido de compras con Emily iba a enfurecerla, pero su reacción sería mucho peor al saber que B.J. les había acompañado; aun así, el padre era él, y una salida de compras era algo del todo inocuo.

–Pasaremos a por ti a las diez, en cuanto dejemos a Alex en su casa. ¿Qué te parece si pasamos todo el día fuera?

–¿Un día entero de compras? –le preguntó ella, con una carcajada–. Cielo, ahora sí que empezamos a entendernos.

Boone tuvo la sensación de que acababa de buscarse unos cuantos problemas con aquella invitación… y, probablemente, el desgaste que iba a tener su tarjeta de crédito era el menor de todos ellos.

B.J. cruzó el jardín a la carrera al ver a Emily, y la abrazó con fuerza antes de exclamar con entusiasmo:

–¡Has vuelto! ¡Papá, mira quién está aquí!

–Ya lo sabía, he pensado que querrías pasar a verla y saludarla –le contestó él, sonriente.

–¿Vas a quedarte para siempre, Emily?

–Solo un par de días –le contestó ella, mientras le abrazaba con fuerza–. A ver, apártate un poco para que te vea bien. ¡Me parece que has crecido unos tres centímetros desde la última vez que te vi!

–Papá dice que este verano he crecido cinco centímetros como mínimo, todos los pantalones del cole me quedan cortos.

–Pues tienes que comprarte otros. ¿Estás listo para comprar un montón de cosas?

El entusiasmo del niño se acrecentó, y le preguntó esperanzado:

–¿Tú también vienes?

–Sí –afirmó, con los ojos puestos en Boone. Aunque él estaba sonriendo, le pareció notar cierta preocupación en sus ojos.

–¡Genial! Papá me ha dicho que comeremos en el centro comercial, y que puedo pedir pizza y tacos.

Emily fingió sorpresa.

–¿En serio? ¡Es mucha comida! ¿Crees que vas a poder con todo eso?

–¡Claro que sí! La abuela Jodie dice que tengo que comer mucho para ponerme grande, pero ella quiere que coma verdura, fruta, y cosas de esas. Es vege… ¿Cómo se dice, papá?

–Vegetariana.

–Ah. Sí, la dieta vegetariana es muy sana –afirmó Emily. Le parecía que podía resultar bastante dura para un niño que iba a ver a sus amigos comiendo pizza de pepperoni, hamburguesas y patatas fritas, pero prefería no criticar a Jodie Farmer. No quería meterse en problemas con aquella mujer.

–¿Por qué no entras a saludar a la señora Cora Jane? –Boone miró esperanzado a Emily–. Está en casa, ¿verdad? Los sábados suele ir al restaurante un poco más tarde.

–Sí, sí que está. Según ella, se ha tomado la mañana libre para pasar algo de tiempo conmigo, pero yo creo que está agotada después de pasar las últimas semanas poniendo a punto el restaurante.

Cuando el niño entró en la casa y los dejó a solas, Boone se acercó a ella y murmuró:

–Quiero besarte.

Estaban a escasos centímetros de distancia, y Emily notó la caricia de su aliento en la mejilla. Le sostuvo la mirada al contestar:

–Pues hazlo. Tenemos unos cinco minutos antes de que B.J. vuelva, seguro que la abuela lo mantiene un rato ocupado.

–Así que cinco minutos, ¿no? Pues va a tener que ser todo un besazo.

–Seguro que estás a la altura de las circunstancias.

–Se hará lo que se pueda –le aseguró, antes de tomarla entre sus brazos y besarla.

Emily se entregó por completo a las sensaciones que inundaban sus sentidos… el deseo, la pasión, el familiar aroma cítrico y masculino.

–Ya me siento mucho mejor –murmuró, cuando el beso terminó al fin–. Me preocupaba que hoy no pudiéramos darnos ni un solo beso en todo el día, aunque fuera a hurtadillas.

–Las cosas van a mejorar, llegará el día en que no tendremos que hacerlo a hurtadillas.

–Eso espero, porque no sé si soy capaz de seguir así. Suena muy sórdido, como si nos avergonzáramos o algo así.

–Podrías verlo desde otra perspectiva. Besarnos a hurtadillas podría ser bastante excitante, antes lo era. ¿Te acuerdas de cuando nos daba miedo que nos pillaran?

–Éramos adolescentes –le recordó ella, a pesar de que no pudo evitar sonreír al recordar aquellos tiempos–. Dos adultos no tendrían que verse obligados a ocultar lo que sienten, sobre todo si están libres y sin compromiso. No tendríamos que tener que darle explicaciones a nadie.

–Estoy intentando ser respetuoso con los sentimientos de Jodie, por muy injustos que sean. ¿Para qué buscar problemas sin necesidad? Además, tenemos que pensar en B.J.

–No estoy diciendo que nos demos el lote delante de él, pero creo que podríamos salir y pasarlo bien los tres juntos.

–Eso es lo que vamos a hacer hoy.

Al ver lo frustrado que parecía, Emily le puso una mano en la mejilla y comentó con voz suave:

–Pero esto te pone muy nervioso, ¿verdad? Te preocupa que el niño se haga ilusiones y acabe sufriendo, o que le cuente a su abuela que hemos salido juntos de compras.

–Ambas cosas son posibles.

–Deja de imaginarte problemas inexistentes. Te prometo que voy a ser una chica buena, no voy a comerte a besos delante de tu hijo.

Él sonrió al oír aquello.

–Vaya, ahora no habrá quien me quite esa idea de la cabeza. Voy a pasarme el día entero pensando en esos besos.

–Perfecto, puede que eso te motive para idear la forma de que pasemos algo de tiempo a solas antes de que yo tenga que volver a Los Ángeles.

La sonrisa de Boone se ensanchó aún más.

–Ya estoy en ello, así que no me tientes a menos que lo digas en serio.

–Lo digo muy, pero que muy en serio –le aseguró ella, con total sinceridad.

Las perspectivas de su breve estancia allí acababan de mejorar considerablemente.

Al igual que la mayoría de hombres, Boone habría preferido la tortura antes que ir de compras a un centro comercial, pero el entusiasmo de Emily era contagioso. El propio B.J. no se quejó por tener que probarse media docena de vaqueros y suficientes camisas y jerséis como para vestir a todos sus compañeros de clase, aunque se negó en redondo cuando ella intentó convencerle de que, además de las carísimas zapatillas de deporte de las que estaba enamorado, se probara también unos zapatos de vestir.

–No puedes ir a la iglesia con zapatillas de deporte –arguyó Emily.

–Ya tengo zapatos finolis, y me aprietan los pies.

–Por eso mismo necesitas unos nuevos –ella frunció el ceño al ver que Boone intentaba disimular sin éxito una sonrisa, y le espetó–: ¡Podrías echarme una mano!

–Emily tiene razón, campeón. Ya que estamos aquí, deberíamos aprovechar y comprarte unos zapatos de vestir. Los que tienes se te han quedado pequeños.

–¡Bueno, pero si tú también te compras unos! –le dijo el niño, enfurruñado.

El rostro de Emily se iluminó.

–¡Qué buena idea! ¿Te has probado alguna vez unos mocasines de cuero como estos, Boone? –agarró un par y se los enseñó para que los viera bien–. ¡Mira lo suaves que son!

–Sí, suavísimos –murmuró él, sin demasiada convicción. Teniendo en cuenta lo que valían los dichosos mocasines, tendrían que poder levitar como una alfombra mágica.

–¡Tienes que probártelos! –insistió ella, antes de pedirle a una dependienta todos los modelos que quería que les sacara.

Boone miró con incredulidad la media docena de cajas que tuvo ante sus ojos poco después.

–¡Por el amor de Dios, Em!

–Más tarde me lo agradecerás –miró a padre e hijo con una sonrisa radiante al comentar–: ¡Qué divertido es esto!, ¿verdad?

Boone miró a B.J. con una cara de sufrimiento que el niño le devolvió, pero se la veía tan feliz que no podían fastidiarle el momento saliendo huyendo de la zapatería.

Después de gastar más de doscientos dólares, salieron de allí con unos mocasines para él, unas zapatillas de deporte y unos zapatos de vestir para B.J., y un par de zapatos con unos siete centímetros de tacón para Emily. Había insistido en que se los probara al ver que ella no les quitaba la mirada de encima, y en cuanto había visto el efecto que tenían combinados con sus espectaculares piernas le había pedido a la dependienta que se los envolviera.

–No tienes por qué comprarme unos zapatos, Boone. Puedo pagarlos yo –protestó ella.

–Estás ayudándonos muchísimo con las compras, es lo mínimo que puedo hacer –se inclinó hacia ella y susurró–: Estoy deseando verte con esos zapatos… y sin nada de ropa.

Sonrió al ver que ella se ponía roja como un tomate y no seguía protestando, pero la verdad era que él estaba igual de afectado; por desgracia, aquella tarde no iba a tener oportunidad de saciar su deseo. Se planteó regresar a Sand Castle Bay de inmediato en vez de quedarse a comer en el centro comercial, pero B.J. estaba empeñado en comer pizza, tacos y quién sabe qué más, y ya estaba arrastrándoles hacia la zona de restaurantes.

–No hay nada como un poco de frustración para mantener a raya el aburrimiento, ¿verdad? –le dijo a Emily, en tono de broma.

–¿Qué frustración?, no sé de qué estás hablando –le aseguró ella, con fingida inocencia.

–En ese caso, está claro que eres más fuerte que yo.

O eso, o estaba encantada al darse cuenta de que ya estaba arrepentido de las dichosas reglas que él mismo había insistido que tenían que respetar.

–¡Me he comido dos trozos de pizza y un taco de ternera! –le explicó B.J. a Cora Jane con entusiasmo–. ¡Y me he bebido un refresco de los grandes! –frunció el ceño al admitir–: Eso no ha sido buena idea, papá ha tenido que parar el coche dos veces para que hiciera pis.

Cora Jane se echó a reír, miró a Boone con ojos penetrantes, y le preguntó con una expresión de lo más inocente:

–¿No tienes que ir a ver cómo va todo en tu restaurante?

–Sí. En fin de semana hay más movimiento, y me gusta ir a comprobar que la situación está bajo control.

–¿Por qué no va Emily contigo? B.J. puede quedarse aquí conmigo, y enseñarme todo lo que ha comprado para el cole.

–¿Estás segura? –le preguntó él. Llevaba el día entero muriéndose de ganas de estar a solas con Emily, y Cora Jane se lo estaba poniendo en bandeja.

–Claro que sí. Seguro que está cansado después de tanto ajetreo, puede quedarse a dormir aquí. Jerry va a venir dentro de un rato, así que tendré ayuda.

Boone la besó en la mejilla y le dijo, sonriente:

–Eres un ángel.

–Es una casamentera metomentodo –murmuró Emily, aunque estaba sonriendo y no puso ninguna objeción a lo que había propuesto su abuela.

–Cuidado con lo que dices, jovencita. No hagas que retire mi ofrecimiento –le advirtió Cora Jane.

–¡No, por favor! –se apresuró a decir Boone–. Venga, Emily, vamos al restaurante para comprobar que todo marcha bien.

–No vendremos muy tarde, abuela.

–Yo creo que sí –afirmó él, mientras la conducía hacia la puerta–. Hijo, haz caso a la señora Cora Jane. Pórtate bien.

–No te preocupes por B.J. –le dijo la anciana–, los dos nos llevamos de maravilla. Si vais a llegar tarde, no hace falta que llaméis para avisar. Así no nos despertaréis.

–Gracias –le dijo él, con una sonrisa de oreja a oreja.

En cuanto salieron de la casa, condujo a Emily hasta el coche medio a rastras y la hizo entrar en el vehículo apresuradamente.

–¡Parece que quieres huir a toda prisa! –comentó ella, con una carcajada.

–No quiero que tu abuela cambie de opinión, ni que B.J. empiece a preguntar por qué me acompañas al restaurante. Esto es un regalo caído del cielo, no voy a desaprovecharlo… y tú tampoco deberías hacerlo –condujo por el camino hasta que perdieron de vista la casa, y entonces detuvo el coche y le pidió con voz suave–: Ven aquí –cuando se inclinó hacia él, enmarcó su rostro entre las manos y la miró a los ojos antes de soltar un profundo suspiro–. Espero que esos zapatos tuyos que hemos comprado estén en el maletero, no he podido quitarme esa imagen de la cabeza en toda la tarde.

–La verdad es que yo pensaba que no ibas a lograr que estuviéramos a solas esta noche, pero los he dejado ahí por si acaso. Tendría que haber dado por hecho que mi abuela iba a ingeniárselas para echarte una mano.

Él le dio un beso largo y profundo, y después comentó sonriente:

–Yo no le he dicho nada a tu abuela. No he tenido que insinuar nada, ni suplicarle que me ayude.

–No hace falta, es una mujer muy astuta.

–¿Y eso te parece mal?

–En este momento, la verdad es que no –admitió ella, con una sonrisa traviesa–. Pisa el acelerador, Dorsett. Estamos perdiendo tiempo.

–¡Así me gusta! –exclamó, antes de incorporarse de nuevo a la carretera y poner rumbo a su casa.

En condiciones normales, el trayecto duraba unos quince minutos, pero estaba convencido de que podía acortarlo a diez. Podía hacer un montón de cosas interesantes con cinco minutos extra, sobre todo una vez que Emily estuviera desnuda.

Pasada la medianoche, cuando quedaron saciados al fin, les entró hambre y bajaron a la cocina.

–Para ser un hombre que tiene tres restaurantes, tienes la nevera bastante vacía –comentó ella, mientras echaba un vistazo.

–Esta semana no he tenido tiempo de ir a comprar; además, B.J. y yo hemos comido fuera casi todos los días, aquí solo hemos desayunado. Alex y él pidieron pizza para cenar anoche, hicieron palomitas, y de postre comieron helado –rebuscó en uno de los armarios, y sacó triunfal un paquete de palomitas–. ¡Sabía que había quedado algo!

Ella enarcó una ceja, y comentó con escepticismo:

–¿De verdad crees que unas palomitas nos van a dar la energía necesaria para aguantar un par de rondas más en el dormitorio? No sé tú, pero yo necesito proteínas.

–¿Preparo unas tortillas? Hay huevos, queso, y… –miró en el cajón de la verdura, y sacó una cebolla y un pimiento verde–. ¿Qué te parece?

–Sí, con eso me basta. ¿Anoche quedó algo de helado?

Boone abrió el congelador, sacó una tarrina medio vacía, y anunció sonriente:

–¡Aquí está el postre!

–¡Dame eso! ¿Dónde están las cucharas?

–En ese cajón de ahí. Ya que estás, saca también tenedores y cuchillos.

–Después del postre –le dijo ella, con una sonrisa de oreja a oreja, antes de meterse una enorme cucharada de helado en la boca y de cerrar los ojos extasiada.

Él soltó una carcajada, y comentó en tono de broma:

–No sé si estabas tan excitada mientras hacíamos el amor.

–Mucho más, te lo aseguro, pero es que esto está de rechupete. ¿Quieres un poco?

–Me conformo con la tortilla –no pudo dejar de mirarla mientras ella gemía de placer con cada cucharada de helado, y al final le advirtió–: Como sigas así, voy a llevarte de vuelta al dormitorio. Me estás poniendo a mil.

–Lo que pasa es que te sientes retado, quieres comprobar si tú también eres capaz de hacerme gemir así.

–Cielo, hace un rato estabas gimiendo sin parar; de hecho, si mal no recuerdo, también has suplicado un poco.

–¿Ah, sí? Pues yo no me acuerdo de eso.

–Yo sí.

–Vas a tener que demostrármelo –le retó, sonriente. Al ver que daba un paso hacia ella, alzó la mano para detenerle y le dijo con firmeza–: Después de las tortillas.

Él se echó a reír.

–Te juro que no recordaba que fueras tan provocadora.

–Puede que sea porque nunca estuvimos juntos de verdad –se puso seria, y añadió–: Nunca estuvimos así, con una casa entera para nosotros, sin tener que estar pendientes de la hora a la que había que volver a casa. Ahora estamos juntos como adultos.

–¿Y qué te parece? –le preguntó él, con el corazón en vilo.

Ella dejó la tarrina de helado sobre la mesa, le rodeó la cintura con los brazos y apoyó la cabeza contra su hombro antes de admitir:

–Que es increíble.

Boone sonrió aliviado al oír aquellas palabras. Ella tenía razón, su relación era increíble… ¡y pensar que apenas acababa de empezar!

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