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El día era si­len­c­io­so como una tumba y abra­sa­dor como un horno. En la dis­tan­c­ia, el cielo azul se iba acla­ran­do poco a poco mien­tras el sol se des­li­za­ba sobre las islas. Luke pasó por el parque Ho­gland de camino a la co­mi­sa­ría. Tenía sed y náu­se­as. Estaba pa­gan­do el precio de haber dejado que el ron co­rr­ie­ra por sus venas. Su único con­s­ue­lo era que se había ido pronto a la cama y había dor­mi­do pro­fun­da­men­te.

Tres tu­ris­tas po­la­cos es­ta­ban sen­ta­dos en la te­rra­za de la parada de kropp­ka­kors, una es­pe­c­ie de em­pa­na­di­llas de cerdo y patata. Dis­cu­tí­an a voces mien­tras en­gu­llí­an aq­ue­llas bolas gri­sá­ce­as. Justo ahí, Viktor lo había con­ven­ci­do de que les diera una opor­tu­ni­dad. Hasta en­ton­ces, se había negado a me­ter­se en la boca aq­ue­llas bolas blan­du­rr­ias. Pa­re­cí­an kn­ei­dels, las tí­pi­cas al­bón­di­gas judías que su tía solía servir con la sopa de pollo en su casa de Wi­ll­iams­burg los do­min­gos. Luke las odiaba tanto como los ri­t­ua­les re­li­g­io­sos que sus tíos prac­ti­ca­ban a diario. Eran buenas per­so­nas, pero es­ta­ban to­tal­men­te es­cla­vi­za­dos por las ce­re­mo­n­ias y las leyes judías. Los kropp­ka­kors sabían dis­tin­to a los kn­ei­dels, y Luke había apren­di­do a sa­bo­re­ar­los. Pero hoy no tocaba. Solo de verlos se le re­vol­vió el es­tó­ma­go, y apartó la vista rá­pi­da­men­te.

Pasó por la zona de juegos, donde un padre con­so­la­ba a su hija, que se había caído del co­lum­p­io cir­cu­lar en el que él había em­pu­ja­do a Agnes hacía solo unas se­ma­nas. Agnes había es­ta­lla­do en risas cuando él había em­pe­za­do a gi­rar­lo muy rápido.

La co­mi­sa­ría estaba en la es­q­ui­na no­ro­es­te de Trossö, en un edi­fi­c­io grande, alegre y ama­ri­llo. Luke había estado allí antes, y cada vez que lo vi­si­ta­ba re­cor­da­ba la pri­me­ra vez que había pisado la co­mi­sa­ría del no­na­gé­si­mo dis­tri­to de po­li­cía de Nueva York, en la Union Avenue de Wi­ll­iams­burg. Era 1981, él tenía ca­tor­ce y hacía un año que había muerto su madre. Luke for­ma­ba parte de los Re­bel­des del diablo, una de las muchas pan­di­llas ca­lle­je­ras que había en Bro­oklyn en los se­ten­ta y los ochen­ta. Los Re­bel­des del diablo aglu­ti­na­ban cuatro bandas: los Latin kings, los Leyes ho­mi­ci­das, los Judas y los Re­clu­ta­do­res im­pe­r­ia­les. Luke había en­tra­do pronto, con solo trece años. Se había hecho un hueco a puños cuando tres Re­bel­des lo ata­ca­ron para ro­bar­le y Luke luchó como un poseso hasta de­jar­los K.O. a los tres. Los ru­mo­res sobre aquel chaval enorme y va­l­ien­te co­rr­ie­ron como la pól­vo­ra, y dos días des­pués de la pelea el pre­si­den­te de los Re­bel­des del diablo, Apache, fue a bus­car­lo para pre­gun­tar­le si quería unirse a ellos. Aunque Luke dormía en la casa judía de su tía, la pan­di­lla se con­vir­tió en su nueva fa­mi­l­ia, una fa­mi­l­ia en guerra per­ma­nen­te con otras bandas ri­va­les de Wi­ll­iams­burg. Allí fue donde Luke apren­dió a luchar, con y sin armas.

Des­pués de un en­fren­ta­m­ien­to con los Nó­ma­das sal­va­jes, dos po­li­cí­as as­q­ue­ro­sos de­tu­v­ie­ron a Luke y lo lle­va­ron es­po­sa­do a la co­mi­sa­ría, donde lo me­t­ie­ron en un mi­nús­cu­lo agu­je­ro in­mun­do. Podía ver a aq­ue­llos agen­tes amar­ga­dos y des­cre­í­dos a través del cris­tal a prueba de balas. Lo ti­ra­ron en una celda es­tre­cha en la que pasó dos días, hasta que una tra­ba­ja­do­ra social lo sacó de allí.

La co­mi­sa­ría de Karls­kro­na era un es­pa­c­io ab­ier­to, ai­re­a­do y aco­ge­dor. En la re­cep­ción había un mos­tra­dor de abedul largo ador­na­do con gran­des plan­tas en los ex­tre­mos. En el fo­to­ma­tón para ha­cer­se las fotos de carné, una madre y su hijo es­pe­ra­ban para re­no­var el pa­sa­por­te. Al otro lado del mos­tra­dor, había dos zonas con sofás rojos y unas bo­ni­tas mesas de abedul. Una mujer madura ves­ti­da de pai­sa­no estaba sen­ta­da a la iz­q­u­ier­da del fo­to­ma­tón. Le sonrió y le hizo una señal para que se acer­ca­ra.

—¡Hola! Me llamo Luke Berg­mann. Tengo una cita, pero no re­c­uer­do el nombre de la per­so­na que me llamó —dijo. La mujer miró la pan­ta­lla de su or­de­na­dor.

—Ha que­da­do con el de­tec­ti­ve Anders Loman —res­pon­dió ella, y tecleó su número en el te­lé­fo­no de la re­cep­ción. El de­tec­ti­ve con­tes­tó en­se­g­ui­da.

—Re­cep­ción. Ha lle­ga­do tu visita. —Colgó y se di­ri­gió a Luke—: Anders baja ahora mismo.

Luke se sentó en uno de los si­llo­nes rojos de la sala de espera. Hacía cuatro días que habían en­con­tra­do a Viktor y a Agnes. No podía qui­tar­se de la cabeza la imagen de su amigo col­gan­do de la puerta del baño, ni tam­po­co la del cuer­pe­ci­to sin vida de Agnes en los brazos de The­re­se. La cita con el de­tec­ti­ve lo había obli­ga­do a salir de la cama, du­char­se y dar un paseo.

Tras unos mi­nu­tos, un hombre llegó a la re­cep­ción y se pre­sen­tó. Era Anders Loman.

—Gra­c­ias por venir. Vamos a mi ofi­ci­na.

Loman tenía unos cin­c­uen­ta y tantos años, era alto y del­ga­do, estaba en forma para su edad y lucía un bron­ce­a­do na­tu­ral como re­sul­ta­do de pasar tiempo al aire libre. Lle­va­ba el ca­be­llo cui­da­do­sa­men­te teñido de negro y bien pei­na­do hacia atrás. Cada pelo de su cabeza pa­re­cía estar dis­p­ues­to de forma exac­ta­men­te pa­ra­le­la a los demás. Mien­tras lo seguía hacia el in­te­r­ior de la co­mi­sa­ría, Luke pensó que pa­re­cía una re­pro­duc­ción en cho­co­la­te del va­q­ue­ro de Marl­bo­ro. Su­b­ie­ron tres pisos y se me­t­ie­ron en una sala que debía de ser su ofi­ci­na. Al verla, Luke tuvo la im­pre­sión de que Anders Loman era muy quis­q­ui­llo­so. Había un mon­ton­ci­to de pa­pe­les en per­fec­to orden sobre su mesa, un or­de­na­dor con la pan­ta­lla plana, una mesita con un termo de café y dos tazas, y una car­pe­ta verde ce­rra­da en el centro del es­cri­to­r­io. Tam­bién había ar­chi­va­do­res de dis­tin­tos co­lo­res ali­ne­a­dos en las es­tan­te­rí­as y, en la pared de detrás de la silla, un gra­va­do de Erik Dah­l­berg, donde se podía apre­c­iar la ciudad de Karls­kro­na a fi­na­les del siglo xvii. Todo estaba me­ti­cu­lo­sa­men­te dis­p­ues­to.

Loman invitó a Luke a que se sen­ta­ra en la silla de con­fi­den­te y llenó las dos tazas con café. Se le cayó una gota pe­q­ue­ña en la mesa e in­me­d­ia­ta­men­te sacó un rollo de papel de cocina del cajón y la limpió. Luke cogió la taza, agra­de­ci­do. Em­pe­za­ba a sentir un sudor frío y le tem­bla­ban las manos.

—Parece que ne­ce­si­ta un poco de café —dijo Loman.

—Ayer me em­bo­rra­ché —dijo Luke—. Desde el lunes me cuesta dormir.

—Es com­pren­si­ble —dijo Loman mien­tras abría la car­pe­ta verde—. Es una his­to­r­ia muy triste.

Luke no res­pon­dió. Anders Loman sacó un do­cu­men­to de la car­pe­ta y lo exa­mi­nó.

—Luke Berg­mann —dijo—. Se mudó de Nueva York a Ag­da­torp, a las af­ue­ras de Karls­kro­na, en 1997. Gra­d­ua­do en Tra­ba­jo Social en 2004 con un título de la Uni­ver­si­dad de Jämshög. Asis­ten­te en el Centro de Re­ha­bi­li­ta­ción de Apelgår­den, en Lis­terby, desde 2004.

—Acabo de em­pe­zar a tra­ba­jar en Eke­ku­llen, en Rödeby —dijo Luke—. La semana pasada.

Loman lo anotó.

—Una his­to­r­ia in­te­re­san­te —dijo, le­van­tan­do la mirada—. ¿Puede con­tar­me más sobre cómo ter­mi­nó en este agu­je­ro per­di­do de la mano de Dios?

—No —dijo Luke—. No en­t­ien­do qué podría tener que ver con el caso.

—Nada, en re­a­li­dad. Solo siento cu­r­io­si­dad. Me gusta Es­ta­dos Unidos. Viví en el sur de Washing­ton DC du­ran­te unos meses a fi­na­les de los no­ven­ta, cuando estuve en la Aca­de­m­ia In­ter­na­c­io­nal del FBI en Quan­ti­co. Fue la mejor época de mi vida.

—¿Y cómo es que un po­li­cía de Karls­kro­na tiene unos es­tu­d­ios tan su­pe­r­io­res? —pre­gun­tó Luke.

—Du­ran­te esa época tra­ba­ja­ba para los ser­vi­c­ios se­cre­tos en Es­to­col­mo —con­tes­tó Loman—. Pedí una beca de in­ves­ti­ga­ción, me la dieron y, como no tengo fa­mi­l­ia, vine aquí.

Luke se man­tu­vo en si­len­c­io. Loman se aclaró la gar­gan­ta.

—Bien, he leído lo que le dijo al sar­gen­to Lars­son el lunes —pro­si­g­uió, mien­tras cogía otro do­cu­men­to de la car­pe­ta verde—. ¿Quiere volver a leer su de­cla­ra­ción para com­pro­bar si sigue siendo co­rrec­ta? Si lo es, le agra­de­ce­ría que la fir­ma­ra al final de la última página.

Le acercó el do­cu­men­to a Luke, que empezó a leer. Ter­mi­nó, firmó y se lo de­vol­vió a Anders Loman.

—Es co­rrec­to.

—Muy bien. Gra­c­ias. —Loman lo metió en la car­pe­ta verde.

Luke sorbió el café.

—¿Y qué se les ha ocu­rri­do?

Anders Loman se apoyó en la silla y miró a Luke con sus claros ojos azules, que bri­lla­ban como dos arán­da­nos aún por ma­du­rar en con­tras­te con la tez morena.

—¿Qué quiere decir?

—Pues que qué se les ha ocu­rri­do en re­la­ción a lo que pudo pasar. ¿Cómo mu­r­ie­ron?

Anders Loman se in­cli­nó hacia Luke. Apoyó los codos en la mesa y juntó sus finos dedos. Soltó un largo sus­pi­ro.

—To­da­vía no te­ne­mos los re­sul­ta­dos de las au­top­s­ias, así que no po­de­mos estar se­gu­ros. Pero si quiere saber cuál es mi hi­pó­te­sis, se la diré con gusto.

Luke asin­tió.

—¿Se dio cuenta de que había un tarro con un polvo blanco al lado del or­de­na­dor del salón? —pre­gun­tó Loman.

Luke volvió a asen­tir.

—Se llama na­tr­ium phe­no­bar­bi­tal y se conoce co­mún­men­te como «fe­no­bar­bi­tal» —con­ti­nuó Loman—. Es un veneno que, en dosis muy pe­q­ue­ñas, solo es un som­ní­fe­ro. Pero un gramo es su­fi­c­ien­te para matar a una per­so­na. Ac­t­ual­men­te lo usan los ve­te­ri­na­r­ios para dormir a los ani­ma­les. Tam­bién lo em­ple­an en una co­no­ci­da clí­ni­ca de eu­ta­na­s­ia en Suiza. En el vaso que había al lado del tarro en­con­tra­mos polvo mez­cla­do con agua. Pro­ba­ble­men­te esa fue la causa de la muerte de Agnes Span­del. Hablé con los pa­ra­mé­di­cos que fueron al apar­ta­men­to y di­je­ron que había restos de polvo en la boca de la niña. De la causa de la muerte de su padre no es­ta­mos se­gu­ros. Pro­ba­ble­men­te murió por ahor­ca­m­ien­to, pero lo sa­bre­mos con cer­te­za en unos días, cuando el de­par­ta­men­to fo­ren­se de Lund nos mande el in­for­me de la au­top­s­ia.

—¿Quiere decir que Viktor obligó a Agnes a tomar el veneno? —pre­gun­tó Luke.

—No creo que ella lo tomara vo­lun­ta­r­ia­men­te —con­tes­tó Loman—. Se trata de una sus­tan­c­ia te­rri­ble­men­te amarga, y había una ta­ble­ta de cho­co­la­te medio em­pe­za­da al lado del vaso. Pro­ba­ble­men­te él le diera el cho­co­la­te cuando ella se bebió la mezcla. Agnes la de­rra­mó o es­cu­pió un poco. La po­li­cía cien­tí­fi­ca ha en­con­tra­do restos del lí­q­ui­do en el suelo.

Luke negó con la cabeza. Loman lo miró, sor­pren­di­do.

—¿Usted no cree que ocu­rr­ie­ra así?

—Es que no lo en­t­ien­do —dijo Luke—. Me cuesta mu­chí­si­mo creer que Viktor pu­d­ie­ra hacer algo se­me­jan­te. ¿Es fácil en­con­trar ese veneno? ¿Puede com­prar­lo cual­q­u­ie­ra?

—No en Suecia, a no ser que seas un ve­te­ri­na­r­io cer­ti­fi­ca­do —con­tes­tó Loman—. Mi teoría es que Viktor lo buscó por in­ter­net y lo compró en una página ex­tran­je­ra.

Luke se quedó en si­len­c­io un mo­men­to.

—¿Cuándo murió Viktor? —pre­gun­tó.

—Esto tam­po­co lo sa­be­mos to­da­vía —con­tes­tó Loman—. Pero nues­tro fo­ren­se hizo una es­ti­ma­ción pre­li­mi­nar de la hora de la muerte al­re­de­dor de las ocho y media de la tarde del lunes. La niña murió des­pués, como ya sabe. Usted estaba en el piso en ese mo­men­to.

—Media hora antes de que yo lla­ma­ra al timbre —dijo Luke.

Loman asin­tió.

—Usted lo co­no­cía bien, según tengo en­ten­di­do —dijo Loman—. ¿Tiene idea de por qué haría algo tan drás­ti­co?

—Es to­tal­men­te in­com­pren­si­ble. Lo vi el sábado y estaba de muy buen humor, como siem­pre. Se en­con­tra­ba bien.

Loman re­vol­vió los pa­pe­les.

—Por lo que nos han dicho, Viktor Span­del había su­fri­do al­gu­nos epi­so­d­ios de­pre­si­vos re­c­ien­te­men­te. El último fue cuando su mujer lo dejó en… —Loman cogió un do­cu­men­to y leyó—: 2001, hace tres años. —Volvió a le­van­tar la vista—. Quizás esto lo ex­pli­ca todo. Puede que vol­v­ie­ra a estar de­pri­mi­do y de­ci­d­ie­ra qui­tar­se la vida y ven­gar­se de su ex­mu­jer lle­ván­do­se a la niña con él. No sería la pri­me­ra vez que ocurre algo así.

Sus ojos azules se cla­va­ron en Luke. Él se re­cli­nó en la silla e in­ten­tó di­ge­rir lo que aca­ba­ba de oír. ¿Ven­gar­se de The­re­se? ¿Podía ser esa la causa? Viktor se había que­da­do hecho polvo des­pués de que ella lo dejara, pero era im­po­si­ble que lle­ga­ra hasta el punto de matar a Agnes. Viktor no. No era una per­so­na amar­ga­da ni ven­ga­ti­va. Y, por encima de todo, nunca ma­ta­ría a su propia hija.

—Es im­po­si­ble que Viktor hi­c­ie­ra pasar por eso a su hija, ella era lo que más quería en el mundo.

Anders Loman se re­cli­nó.

—Que­re­mos creer que co­no­ce­mos a los amigos —dijo—. Pero la gente no siem­pre nos mues­tra lo que piensa y siente en re­a­li­dad. Ni si­q­u­ie­ra nues­tros amigos más ín­ti­mos. ¿Es po­si­ble que Viktor no qui­s­ie­ra pa­re­cer débil o que qui­s­ie­ra evitar que usted se pre­o­cu­pa­ra? ¿Cuánto hacía que se co­no­cí­an?

—Diez años —con­tes­tó Luke—. In­clu­so viví con Viktor y Agnes du­ran­te al­gu­nas tem­po­ra­das, como hace tres años, la última vez que él pasó por una mala época.

—En­t­ien­do lo te­rri­ble que debe pa­re­cer­le esta hi­pó­te­sis —dijo Loman—. Créame. Sé lo que se siente.

Anders Loman se in­cli­nó hacia de­lan­te y apoyó sus manos en la mesa. Luke pudo apre­c­iar que las tenía muy arru­ga­das y dedujo que era mayor de lo que pa­re­cía.

—Pero tam­bién había una es­pe­c­ie de nota de sui­ci­d­io en el piso. Estaba en el dor­mi­to­r­io. Encima de la al­mo­ha­da.

Luke lo miró fi­ja­men­te. Se le erizó el vello de los brazos. Si Viktor había es­cri­to una nota de sui­ci­d­io, en­ton­ces podría ser que el ins­pec­tor tu­v­ie­ra razón.

—¿Una es­pe­c­ie de nota de sui­ci­d­io? —pre­gun­tó con calma, como si le diera miedo saber más.

—Sí. Es críp­ti­ca, pero cla­ra­men­te es una nota de sui­ci­d­io. Usted lo co­no­cía bien. ¿Sabe si Viktor creía en la re­en­car­na­ción?

—¿Puedo ver la nota?

Anders Loman volvió a abrir la car­pe­ta verde y empezó a pasar do­cu­men­tos. Sacó un trozo de papel metido en una bolsa de plás­ti­co y lo dejó en­fren­te de Luke, que lo cogió con cui­da­do. En el papel había es­cri­ta una sola frase:

Del na­ci­m­ien­to del cuerpo a la

tumba del cuerpo y luego

de nuevo al na­ci­m­ien­to.

El texto estaba es­cri­to a or­de­na­dor. Luke leyó la frase varias veces. Tuvo que con­cen­trar­se para poder asi­mi­lar el sig­ni­fi­ca­do de aq­ue­llas pa­la­bras. Estaba claro que tenía que ver con la re­en­car­na­ción, y estaba es­cri­to como un poema.

Viktor no era afi­c­io­na­do a la es­cri­tu­ra, y mucho menos a la poesía. Lo único que es­cri­bía eran co­rre­os elec­tró­ni­cos de tra­ba­jo.

—Esto es ab­sur­do —dijo Luke fi­nal­men­te—. Ha­blá­ba­mos mu­chí­si­mo sobre re­li­gión y Viktor era ag­nós­ti­co, como yo, aunque yo nací en una fa­mi­l­ia judía. Me dijo que cuando era joven fue cap­ta­do por una secta, pero al cabo de un tiempo logró es­ca­par y du­ran­te muchos años se opuso fir­me­men­te a cual­q­u­ier re­li­gión. Des­pués del di­vor­c­io, relajó un poco su pos­tu­ra y ter­mi­nó de­ci­d­ien­do que no le im­por­ta­ba si Dios exis­tía o si había vida des­pués de la muerte. Me dijo que ya lo des­cu­bri­ría cuando lle­ga­ra el mo­men­to.

Luke volvió a mirar la frase.

—Además, esto está es­cri­to como un poema. Viktor no es­cri­bía poesía. Es más, tam­po­co la leía. Solo le gus­ta­ban las no­ve­las negras y los libros de psi­co­lo­gía.

Anders Loman se frotó las manos.

—Suena ex­tra­ño, eso es in­ne­ga­ble —dijo—. Pero la nota estaba ahí, y hemos com­pro­ba­do que salió de im­pre­so­ra de su casa. ¿Cómo ex­pli­ca esto?

—No lo sé —dijo Luke—. Solo sé que Viktor nunca le haría nada malo a su hija.

—¿Así que cree que al­g­u­ien los mató? —pre­gun­tó Loman—. Si es así, ¿por qué? Por lo que sa­be­mos, no ro­ba­ron nada del apar­ta­men­to. Tam­po­co hay signos de que for­za­ran la puerta. Además, hemos com­pro­ba­do la cuenta ban­ca­r­ia y las ac­c­io­nes de Viktor y están in­tac­tas.

Luke se cubrió la cara con las manos, se dejó caer hacia de­lan­te y apoyó los codos en las ro­di­llas. No en­ten­día nada. ¿Podía ser que es­tu­v­ie­ra eq­ui­vo­ca­do sobre Viktor? Ob­v­ia­men­te, todo el mundo tiene se­cre­tos. Pero ¿por qué iba a mentir Viktor sobre ser ag­nós­ti­co? No tenía sen­ti­do.

Le­van­tó la vista. Anders Loman lo miraba en si­len­c­io. Luke asumió que si seguía en­ro­ca­do en que Viktor no había ase­si­na­do a su propia hija, no lo­gra­ría avan­zar.

—En­ton­ces, ¿por qué Viktor no se tomó tam­bién ese polvo? —dijo Luke, cam­b­ian­do de tercio—. ¿Por qué forzar a Agnes a que se lo tomara y luego ahor­car­se? Anders se le­van­tó e hizo una señal para darle a en­ten­der que la con­ver­sa­ción había ter­mi­na­do.

—Sí, buena pre­gun­ta. Pero ¿quién sabe? Quizás pensó que era una forma más rápida de llegar a la otra vida. El veneno puede tardar horas en afec­tar al sis­te­ma ner­v­io­so y la res­pi­ra­ción.

Luke se le­van­tó, encajó la mano de Anders Loman y pre­gun­tó si podía ir al piso de Viktor. Dijo que ne­ce­si­ta­ba re­co­ger al­gu­nos libros y cedés que le había pres­ta­do.

—Sería mejor que es­pe­ra­ra unos días —dijo Loman—. El piso estará pre­cin­ta­do hasta que ten­ga­mos los re­sul­ta­dos de las au­top­s­ias. Hemos cam­b­ia­do la ce­rra­du­ra y está prohi­bi­do entrar. Pero en cuanto el acceso esté per­mi­ti­do, me pondré en con­tac­to con usted para que pueda ir a re­co­ger sus cosas.

Luke asin­tió y salió del des­pa­cho. Ya fuera de la co­mi­sa­ría, miró el reloj y lo cegó la bri­llan­te luz del sol. Fal­ta­ba media hora para su cita con Karin Hart­man, la psi­có­lo­ga de Viktor, que había ac­ce­di­do a hablar con él in­me­d­ia­ta­men­te. Estaba al co­rr­ien­te de lo que había ocu­rri­do.

Se quedó de pie en la acera unos mi­nu­tos. Ya no tenía náu­se­as, pero el calor lo ma­re­a­ba. Tuvo que sen­tar­se para pensar. Vio un banco al otro lado de la calle, cruzó y se sentó. Se sentía como si es­tu­v­ie­ra dentro de un ac­ua­r­io, mi­ran­do lo que ocu­rría a través del cris­tal. La imagen que tenía de Viktor había cam­b­ia­do por com­ple­to. Pen­sa­ba que lo co­no­cía bien, pero estaba claro que se había eq­ui­vo­ca­do. Viktor tenía cier­tas ideas… ideas de­ses­pe­ra­das que no com­par­tía con él.

Miró hacia el edi­fi­c­io de la co­mi­sa­ría. Anders Loman lo ob­ser­va­ba de pie junto a la ven­ta­na. Sus meses de for­ma­ción con el FBI habían im­pre­s­io­na­do a Luke. Además, pa­re­cía com­pe­ten­te y edu­ca­do. Luke no estaba acos­tum­bra­do a eso en lo que res­pec­ta­ba a los po­li­cí­as. Loman lo saludó. Luke res­pon­dió le­van­tan­do la mano y empezó a ca­mi­nar len­ta­men­te hacia el sur de la ciudad.

Ya co­no­cía a Karin Hart­man. La había visto al­gu­nas veces. La pri­me­ra había sido dos años atrás, cuando llevó a Viktor a la clí­ni­ca pri­va­da de Ron­neby­ga­tan des­pués de que su­fr­ie­ra un epi­so­d­io de­pre­si­vo menor. Karin irra­d­ia­ba in­te­li­gen­c­ia y com­pe­ten­c­ia, y le cayó muy bien. Sabía que Viktor to­da­vía la vi­si­ta­ba, aunque no tan a menudo como cuando había estado re­al­men­te mal. Karin era es­pe­c­ia­lis­ta en de­pre­sión e in­clu­so había pu­bli­ca­do un libro al res­pec­to.

Luke cogió el as­cen­sor hasta la quinta planta y entró por la puerta se­ña­li­za­da: «Nivel sa­ni­ta­r­io 5». La doc­to­ra com­par­tía re­cep­ción y es­pa­c­io con otros tra­ba­ja­do­res au­tó­no­mos del sector sa­ni­ta­r­io: un ma­sa­jis­ta, una os­teó­pa­ta y un es­pe­c­ia­lis­ta en mind­ful­ness. Aq­ue­lla sala le re­cor­da­ba a un spa: ilu­mi­na­ción tenue, mo­bi­l­ia­r­io en tonos claros, velas aro­má­ti­cas en los al­féi­za­res de las ven­ta­nas y una pe­q­ue­ña fuente bor­bo­te­an­te que trans­mi­tía calma y ar­mo­nía.

Se di­ri­gió a la re­cep­ción y, cuando estaba a punto de tomar as­ien­to en la sala de espera, Karin salió de su des­pa­cho. Tenía unos se­sen­ta años y el pelo rubio cor­ta­do a lo paje. Era bajita y re­chon­cha, lle­va­ba gafas de pasta negra y un ves­ti­do es­tam­pa­do. Tenía una mirada avis­pa­da pero tran­q­ui­la. Fue hacia Luke y lo abrazó.

—Siento mu­chí­si­mo lo que ha ocu­rri­do, Luke —dijo—. Ven, vamos a mi des­pa­cho.

Si no fuera por el es­cri­to­r­io, po­drí­an haber estado en el salón de una casa par­ti­cu­lar. Junto a la ven­ta­na de prin­ci­p­ios del siglo xx había dos si­llo­nes negros pul­cros y ele­gan­tes y una mesita re­don­da de cris­tal. Una es­tan­te­ría llena de libros de me­di­ci­na y psi­co­lo­gía cubría todo el la­te­ral de la es­tan­c­ia. Bo­ni­tas li­to­gra­fí­as col­ga­ban de las pa­re­des. Y, por su­p­ues­to, había un sofá: un mueble cómodo y aco­ge­dor, no del estilo aus­te­ro y ge­o­mé­tri­co que a menudo apa­re­cen en las pe­lí­cu­las in­te­lec­t­ua­les es­ta­d­ou­ni­den­ses.

Karin invitó a Luke a sen­tar­se en el sofá.

—¿Qu­ie­res algo? ¿Café, té?

Le dijo que no.

—Te agra­dez­co que me re­ci­bas con tan poca an­te­la­ción —dijo Luke.

—Es lo menos que puedo hacer. Viktor era un pa­c­ien­te que tenía en gran estima.

Karin pa­re­cía una modelo del ca­tá­lo­go de Gudrun Sjödén. Se movía con gracia. «To­da­vía es guapa —pensó Luke—. De joven debió de ser pre­c­io­sa». Se sentó en uno de los si­llo­nes negros.

—Nor­mal­men­te solo hablo de los pa­c­ien­tes con sus fa­mi­l­ia­res, si tengo el per­mi­so del pa­c­ien­te, claro —con­ti­nuó—. Pero no queda nadie vivo de la fa­mi­l­ia de Viktor, y como me contó que te­ní­ais una re­la­ción muy es­tre­cha, haré una ex­cep­ción. Se­gu­ra­men­te estés pen­san­do por qué no pu­dis­te an­ti­ci­par­te —con­ti­nuó Karin, ex­pre­san­do pre­ci­sa­men­te lo que ob­se­s­io­na­ba a Luke.

—He em­pe­za­do a cues­t­io­nar mi juicio —con­tes­tó Luke—. No puedo en­ten­der cómo se me pasó por alto.

—No eres el único. Yo he estado aquí sen­ta­da con Viktor du­ran­te muchos meses, ha­blan­do de­ta­lla­da­men­te sobre su vida emo­c­io­nal, y tam­po­co pude pre­ver­lo.

Se re­cli­nó en el sillón, des­can­só las manos en el regazo y negó con la cabeza mien­tras ha­bla­ba.

—Si lo hu­b­ie­ra visto venir, me habría ase­gu­ra­do de que me vi­si­ta­ra con más fre­c­uen­c­ia y de que re­ci­b­ie­ra aten­ción in­me­d­ia­ta.

—En­t­ien­do que to­da­vía os veíais a menudo —dijo Luke.

—Venía dos veces al mes. Nos es­tu­vi­mos viendo cada quince días du­ran­te casi un año.

—¿No te parece ex­tra­ño que si­g­u­ie­ra vi­n­ien­do aquí, que in­vir­t­ie­ra tiempo y dinero en una psi­có­lo­ga, y que no te ha­bla­ra de los pen­sa­m­ien­tos des­truc­ti­vos que tenía?

—Viktor con­f­ia­ba com­ple­ta­men­te en mí —con­tes­tó Karin—. Tuvo ideas sui­ci­das jus­ta­men­te des­pués de salir del hos­pi­tal, hace más de dos años. Ese es el mo­men­to más crí­ti­co para las per­so­nas con de­pre­sión. Pero lo superó, y du­ran­te el último año no dijo nada que in­di­ca­ra que tenía planes de este tipo.

—Nunca me habló de estos pen­sa­m­ien­tos —dijo Luke.

—La ma­yo­ría no lo hace.

—¿Pen­sa­ba en la re­li­gión? —pre­gun­tó Luke—. ¿Te contó que cuando era joven estuvo en una secta?

—Sí, pero no me dijo que eso lo afec­ta­ra en la ac­t­ua­li­dad. Hasta cierto punto estaba agra­de­ci­do por la ex­pe­r­ien­c­ia, aunque lo que vivió fuera una locura. Se lo tomaba como un de­li­r­io de ju­ven­tud.

Karin se acercó a Luke.

—Tú no po­drí­as haber hecho nada, ¿lo en­t­ien­des? Te lo ga­ran­ti­zo. Es muy usual que las per­so­nas que se sui­ci­dan lo hagan sin haber dado nin­gu­na señal.

—Es que no lo en­t­ien­do —dijo Luke—. Estuve en su casa el sábado por la tarde, y Viktor estaba de tan buen humor… Dos días des­pués, hace esto.

—Eso tam­bién ocurre a veces—dijo Karin—. Para al­gu­nas per­so­nas, la de­ci­sión de sui­ci­dar­se es li­be­ra­do­ra. Cuando toman la de­ter­mi­na­ción, pien­san que han en­con­tra­do la so­lu­ción a sus pro­ble­mas. Y en­ton­ces se sien­ten fe­li­ces, por más ex­tra­ño que te pa­rez­ca.

Karin calló. Los dos se que­da­ron en si­len­c­io unos ins­tan­tes.

—Lo que más me cuesta en­ten­der es por qué se llevó a su hija con él —dijo Karin des­pués—. No encaja con la imagen que tengo de Viktor. No soy una ex­per­ta en este tema, pero podría ase­gu­rar que, cuando un pro­ge­ni­tor mata a su hijo o a su hija, suele pa­de­cer una en­fer­me­dad psi­co­ló­gi­ca grave y a menudo lo hace bajo una fuerte in­fl­uen­c­ia de las drogas. Sea como sea, se trata de un suceso trá­gi­co.

Sus­pi­ró y se le­van­tó, dando por ter­mi­na­da la con­ver­sa­ción.

—Cuando ocu­rren estas cosas, una se siente in­com­pe­ten­te como doc­to­ra.

Luke tam­bién se le­van­tó y le dio la mano.

—Creo que tú tam­po­co po­drí­as haber hecho nada.

Karin le dio las gra­c­ias y se en­ca­mi­nó hacia la puerta.

—De­be­rí­as saber que Viktor va­lo­ra­ba mu­chí­si­mo tu amis­tad —dijo Karin—. A menudo ha­bla­ba de ti du­ran­te las se­s­io­nes. Espero que puedas en­con­trar algún con­s­ue­lo en ello.

Aq­ue­llas pa­la­bras vol­v­ie­ron a meter a Viktor en el ac­ua­r­io. Pre­fi­rió bajar los cinco pisos a pie. Ni si­q­u­ie­ra se dio cuenta de que hacía un día es­plén­di­do y so­le­a­do en Karls­kro­na, la ca­pi­tal de la costa sueca.

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