Читать книгу Secta - Stefan Malmström - Страница 10
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ОглавлениеEl día era silencioso como una tumba y abrasador como un horno. En la distancia, el cielo azul se iba aclarando poco a poco mientras el sol se deslizaba sobre las islas. Luke pasó por el parque Hogland de camino a la comisaría. Tenía sed y náuseas. Estaba pagando el precio de haber dejado que el ron corriera por sus venas. Su único consuelo era que se había ido pronto a la cama y había dormido profundamente.
Tres turistas polacos estaban sentados en la terraza de la parada de kroppkakors, una especie de empanadillas de cerdo y patata. Discutían a voces mientras engullían aquellas bolas grisáceas. Justo ahí, Viktor lo había convencido de que les diera una oportunidad. Hasta entonces, se había negado a meterse en la boca aquellas bolas blandurrias. Parecían kneidels, las típicas albóndigas judías que su tía solía servir con la sopa de pollo en su casa de Williamsburg los domingos. Luke las odiaba tanto como los rituales religiosos que sus tíos practicaban a diario. Eran buenas personas, pero estaban totalmente esclavizados por las ceremonias y las leyes judías. Los kroppkakors sabían distinto a los kneidels, y Luke había aprendido a saborearlos. Pero hoy no tocaba. Solo de verlos se le revolvió el estómago, y apartó la vista rápidamente.
Pasó por la zona de juegos, donde un padre consolaba a su hija, que se había caído del columpio circular en el que él había empujado a Agnes hacía solo unas semanas. Agnes había estallado en risas cuando él había empezado a girarlo muy rápido.
La comisaría estaba en la esquina noroeste de Trossö, en un edificio grande, alegre y amarillo. Luke había estado allí antes, y cada vez que lo visitaba recordaba la primera vez que había pisado la comisaría del nonagésimo distrito de policía de Nueva York, en la Union Avenue de Williamsburg. Era 1981, él tenía catorce y hacía un año que había muerto su madre. Luke formaba parte de los Rebeldes del diablo, una de las muchas pandillas callejeras que había en Brooklyn en los setenta y los ochenta. Los Rebeldes del diablo aglutinaban cuatro bandas: los Latin kings, los Leyes homicidas, los Judas y los Reclutadores imperiales. Luke había entrado pronto, con solo trece años. Se había hecho un hueco a puños cuando tres Rebeldes lo atacaron para robarle y Luke luchó como un poseso hasta dejarlos K.O. a los tres. Los rumores sobre aquel chaval enorme y valiente corrieron como la pólvora, y dos días después de la pelea el presidente de los Rebeldes del diablo, Apache, fue a buscarlo para preguntarle si quería unirse a ellos. Aunque Luke dormía en la casa judía de su tía, la pandilla se convirtió en su nueva familia, una familia en guerra permanente con otras bandas rivales de Williamsburg. Allí fue donde Luke aprendió a luchar, con y sin armas.
Después de un enfrentamiento con los Nómadas salvajes, dos policías asquerosos detuvieron a Luke y lo llevaron esposado a la comisaría, donde lo metieron en un minúsculo agujero inmundo. Podía ver a aquellos agentes amargados y descreídos a través del cristal a prueba de balas. Lo tiraron en una celda estrecha en la que pasó dos días, hasta que una trabajadora social lo sacó de allí.
La comisaría de Karlskrona era un espacio abierto, aireado y acogedor. En la recepción había un mostrador de abedul largo adornado con grandes plantas en los extremos. En el fotomatón para hacerse las fotos de carné, una madre y su hijo esperaban para renovar el pasaporte. Al otro lado del mostrador, había dos zonas con sofás rojos y unas bonitas mesas de abedul. Una mujer madura vestida de paisano estaba sentada a la izquierda del fotomatón. Le sonrió y le hizo una señal para que se acercara.
—¡Hola! Me llamo Luke Bergmann. Tengo una cita, pero no recuerdo el nombre de la persona que me llamó —dijo. La mujer miró la pantalla de su ordenador.
—Ha quedado con el detective Anders Loman —respondió ella, y tecleó su número en el teléfono de la recepción. El detective contestó enseguida.
—Recepción. Ha llegado tu visita. —Colgó y se dirigió a Luke—: Anders baja ahora mismo.
Luke se sentó en uno de los sillones rojos de la sala de espera. Hacía cuatro días que habían encontrado a Viktor y a Agnes. No podía quitarse de la cabeza la imagen de su amigo colgando de la puerta del baño, ni tampoco la del cuerpecito sin vida de Agnes en los brazos de Therese. La cita con el detective lo había obligado a salir de la cama, ducharse y dar un paseo.
Tras unos minutos, un hombre llegó a la recepción y se presentó. Era Anders Loman.
—Gracias por venir. Vamos a mi oficina.
Loman tenía unos cincuenta y tantos años, era alto y delgado, estaba en forma para su edad y lucía un bronceado natural como resultado de pasar tiempo al aire libre. Llevaba el cabello cuidadosamente teñido de negro y bien peinado hacia atrás. Cada pelo de su cabeza parecía estar dispuesto de forma exactamente paralela a los demás. Mientras lo seguía hacia el interior de la comisaría, Luke pensó que parecía una reproducción en chocolate del vaquero de Marlboro. Subieron tres pisos y se metieron en una sala que debía de ser su oficina. Al verla, Luke tuvo la impresión de que Anders Loman era muy quisquilloso. Había un montoncito de papeles en perfecto orden sobre su mesa, un ordenador con la pantalla plana, una mesita con un termo de café y dos tazas, y una carpeta verde cerrada en el centro del escritorio. También había archivadores de distintos colores alineados en las estanterías y, en la pared de detrás de la silla, un gravado de Erik Dahlberg, donde se podía apreciar la ciudad de Karlskrona a finales del siglo xvii. Todo estaba meticulosamente dispuesto.
Loman invitó a Luke a que se sentara en la silla de confidente y llenó las dos tazas con café. Se le cayó una gota pequeña en la mesa e inmediatamente sacó un rollo de papel de cocina del cajón y la limpió. Luke cogió la taza, agradecido. Empezaba a sentir un sudor frío y le temblaban las manos.
—Parece que necesita un poco de café —dijo Loman.
—Ayer me emborraché —dijo Luke—. Desde el lunes me cuesta dormir.
—Es comprensible —dijo Loman mientras abría la carpeta verde—. Es una historia muy triste.
Luke no respondió. Anders Loman sacó un documento de la carpeta y lo examinó.
—Luke Bergmann —dijo—. Se mudó de Nueva York a Agdatorp, a las afueras de Karlskrona, en 1997. Graduado en Trabajo Social en 2004 con un título de la Universidad de Jämshög. Asistente en el Centro de Rehabilitación de Apelgården, en Listerby, desde 2004.
—Acabo de empezar a trabajar en Ekekullen, en Rödeby —dijo Luke—. La semana pasada.
Loman lo anotó.
—Una historia interesante —dijo, levantando la mirada—. ¿Puede contarme más sobre cómo terminó en este agujero perdido de la mano de Dios?
—No —dijo Luke—. No entiendo qué podría tener que ver con el caso.
—Nada, en realidad. Solo siento curiosidad. Me gusta Estados Unidos. Viví en el sur de Washington DC durante unos meses a finales de los noventa, cuando estuve en la Academia Internacional del FBI en Quantico. Fue la mejor época de mi vida.
—¿Y cómo es que un policía de Karlskrona tiene unos estudios tan superiores? —preguntó Luke.
—Durante esa época trabajaba para los servicios secretos en Estocolmo —contestó Loman—. Pedí una beca de investigación, me la dieron y, como no tengo familia, vine aquí.
Luke se mantuvo en silencio. Loman se aclaró la garganta.
—Bien, he leído lo que le dijo al sargento Larsson el lunes —prosiguió, mientras cogía otro documento de la carpeta verde—. ¿Quiere volver a leer su declaración para comprobar si sigue siendo correcta? Si lo es, le agradecería que la firmara al final de la última página.
Le acercó el documento a Luke, que empezó a leer. Terminó, firmó y se lo devolvió a Anders Loman.
—Es correcto.
—Muy bien. Gracias. —Loman lo metió en la carpeta verde.
Luke sorbió el café.
—¿Y qué se les ha ocurrido?
Anders Loman se apoyó en la silla y miró a Luke con sus claros ojos azules, que brillaban como dos arándanos aún por madurar en contraste con la tez morena.
—¿Qué quiere decir?
—Pues que qué se les ha ocurrido en relación a lo que pudo pasar. ¿Cómo murieron?
Anders Loman se inclinó hacia Luke. Apoyó los codos en la mesa y juntó sus finos dedos. Soltó un largo suspiro.
—Todavía no tenemos los resultados de las autopsias, así que no podemos estar seguros. Pero si quiere saber cuál es mi hipótesis, se la diré con gusto.
Luke asintió.
—¿Se dio cuenta de que había un tarro con un polvo blanco al lado del ordenador del salón? —preguntó Loman.
Luke volvió a asentir.
—Se llama natrium phenobarbital y se conoce comúnmente como «fenobarbital» —continuó Loman—. Es un veneno que, en dosis muy pequeñas, solo es un somnífero. Pero un gramo es suficiente para matar a una persona. Actualmente lo usan los veterinarios para dormir a los animales. También lo emplean en una conocida clínica de eutanasia en Suiza. En el vaso que había al lado del tarro encontramos polvo mezclado con agua. Probablemente esa fue la causa de la muerte de Agnes Spandel. Hablé con los paramédicos que fueron al apartamento y dijeron que había restos de polvo en la boca de la niña. De la causa de la muerte de su padre no estamos seguros. Probablemente murió por ahorcamiento, pero lo sabremos con certeza en unos días, cuando el departamento forense de Lund nos mande el informe de la autopsia.
—¿Quiere decir que Viktor obligó a Agnes a tomar el veneno? —preguntó Luke.
—No creo que ella lo tomara voluntariamente —contestó Loman—. Se trata de una sustancia terriblemente amarga, y había una tableta de chocolate medio empezada al lado del vaso. Probablemente él le diera el chocolate cuando ella se bebió la mezcla. Agnes la derramó o escupió un poco. La policía científica ha encontrado restos del líquido en el suelo.
Luke negó con la cabeza. Loman lo miró, sorprendido.
—¿Usted no cree que ocurriera así?
—Es que no lo entiendo —dijo Luke—. Me cuesta muchísimo creer que Viktor pudiera hacer algo semejante. ¿Es fácil encontrar ese veneno? ¿Puede comprarlo cualquiera?
—No en Suecia, a no ser que seas un veterinario certificado —contestó Loman—. Mi teoría es que Viktor lo buscó por internet y lo compró en una página extranjera.
Luke se quedó en silencio un momento.
—¿Cuándo murió Viktor? —preguntó.
—Esto tampoco lo sabemos todavía —contestó Loman—. Pero nuestro forense hizo una estimación preliminar de la hora de la muerte alrededor de las ocho y media de la tarde del lunes. La niña murió después, como ya sabe. Usted estaba en el piso en ese momento.
—Media hora antes de que yo llamara al timbre —dijo Luke.
Loman asintió.
—Usted lo conocía bien, según tengo entendido —dijo Loman—. ¿Tiene idea de por qué haría algo tan drástico?
—Es totalmente incomprensible. Lo vi el sábado y estaba de muy buen humor, como siempre. Se encontraba bien.
Loman revolvió los papeles.
—Por lo que nos han dicho, Viktor Spandel había sufrido algunos episodios depresivos recientemente. El último fue cuando su mujer lo dejó en… —Loman cogió un documento y leyó—: 2001, hace tres años. —Volvió a levantar la vista—. Quizás esto lo explica todo. Puede que volviera a estar deprimido y decidiera quitarse la vida y vengarse de su exmujer llevándose a la niña con él. No sería la primera vez que ocurre algo así.
Sus ojos azules se clavaron en Luke. Él se reclinó en la silla e intentó digerir lo que acababa de oír. ¿Vengarse de Therese? ¿Podía ser esa la causa? Viktor se había quedado hecho polvo después de que ella lo dejara, pero era imposible que llegara hasta el punto de matar a Agnes. Viktor no. No era una persona amargada ni vengativa. Y, por encima de todo, nunca mataría a su propia hija.
—Es imposible que Viktor hiciera pasar por eso a su hija, ella era lo que más quería en el mundo.
Anders Loman se reclinó.
—Queremos creer que conocemos a los amigos —dijo—. Pero la gente no siempre nos muestra lo que piensa y siente en realidad. Ni siquiera nuestros amigos más íntimos. ¿Es posible que Viktor no quisiera parecer débil o que quisiera evitar que usted se preocupara? ¿Cuánto hacía que se conocían?
—Diez años —contestó Luke—. Incluso viví con Viktor y Agnes durante algunas temporadas, como hace tres años, la última vez que él pasó por una mala época.
—Entiendo lo terrible que debe parecerle esta hipótesis —dijo Loman—. Créame. Sé lo que se siente.
Anders Loman se inclinó hacia delante y apoyó sus manos en la mesa. Luke pudo apreciar que las tenía muy arrugadas y dedujo que era mayor de lo que parecía.
—Pero también había una especie de nota de suicidio en el piso. Estaba en el dormitorio. Encima de la almohada.
Luke lo miró fijamente. Se le erizó el vello de los brazos. Si Viktor había escrito una nota de suicidio, entonces podría ser que el inspector tuviera razón.
—¿Una especie de nota de suicidio? —preguntó con calma, como si le diera miedo saber más.
—Sí. Es críptica, pero claramente es una nota de suicidio. Usted lo conocía bien. ¿Sabe si Viktor creía en la reencarnación?
—¿Puedo ver la nota?
Anders Loman volvió a abrir la carpeta verde y empezó a pasar documentos. Sacó un trozo de papel metido en una bolsa de plástico y lo dejó enfrente de Luke, que lo cogió con cuidado. En el papel había escrita una sola frase:
Del nacimiento del cuerpo a la
tumba del cuerpo y luego
de nuevo al nacimiento.
El texto estaba escrito a ordenador. Luke leyó la frase varias veces. Tuvo que concentrarse para poder asimilar el significado de aquellas palabras. Estaba claro que tenía que ver con la reencarnación, y estaba escrito como un poema.
Viktor no era aficionado a la escritura, y mucho menos a la poesía. Lo único que escribía eran correos electrónicos de trabajo.
—Esto es absurdo —dijo Luke finalmente—. Hablábamos muchísimo sobre religión y Viktor era agnóstico, como yo, aunque yo nací en una familia judía. Me dijo que cuando era joven fue captado por una secta, pero al cabo de un tiempo logró escapar y durante muchos años se opuso firmemente a cualquier religión. Después del divorcio, relajó un poco su postura y terminó decidiendo que no le importaba si Dios existía o si había vida después de la muerte. Me dijo que ya lo descubriría cuando llegara el momento.
Luke volvió a mirar la frase.
—Además, esto está escrito como un poema. Viktor no escribía poesía. Es más, tampoco la leía. Solo le gustaban las novelas negras y los libros de psicología.
Anders Loman se frotó las manos.
—Suena extraño, eso es innegable —dijo—. Pero la nota estaba ahí, y hemos comprobado que salió de impresora de su casa. ¿Cómo explica esto?
—No lo sé —dijo Luke—. Solo sé que Viktor nunca le haría nada malo a su hija.
—¿Así que cree que alguien los mató? —preguntó Loman—. Si es así, ¿por qué? Por lo que sabemos, no robaron nada del apartamento. Tampoco hay signos de que forzaran la puerta. Además, hemos comprobado la cuenta bancaria y las acciones de Viktor y están intactas.
Luke se cubrió la cara con las manos, se dejó caer hacia delante y apoyó los codos en las rodillas. No entendía nada. ¿Podía ser que estuviera equivocado sobre Viktor? Obviamente, todo el mundo tiene secretos. Pero ¿por qué iba a mentir Viktor sobre ser agnóstico? No tenía sentido.
Levantó la vista. Anders Loman lo miraba en silencio. Luke asumió que si seguía enrocado en que Viktor no había asesinado a su propia hija, no lograría avanzar.
—Entonces, ¿por qué Viktor no se tomó también ese polvo? —dijo Luke, cambiando de tercio—. ¿Por qué forzar a Agnes a que se lo tomara y luego ahorcarse? Anders se levantó e hizo una señal para darle a entender que la conversación había terminado.
—Sí, buena pregunta. Pero ¿quién sabe? Quizás pensó que era una forma más rápida de llegar a la otra vida. El veneno puede tardar horas en afectar al sistema nervioso y la respiración.
Luke se levantó, encajó la mano de Anders Loman y preguntó si podía ir al piso de Viktor. Dijo que necesitaba recoger algunos libros y cedés que le había prestado.
—Sería mejor que esperara unos días —dijo Loman—. El piso estará precintado hasta que tengamos los resultados de las autopsias. Hemos cambiado la cerradura y está prohibido entrar. Pero en cuanto el acceso esté permitido, me pondré en contacto con usted para que pueda ir a recoger sus cosas.
Luke asintió y salió del despacho. Ya fuera de la comisaría, miró el reloj y lo cegó la brillante luz del sol. Faltaba media hora para su cita con Karin Hartman, la psicóloga de Viktor, que había accedido a hablar con él inmediatamente. Estaba al corriente de lo que había ocurrido.
Se quedó de pie en la acera unos minutos. Ya no tenía náuseas, pero el calor lo mareaba. Tuvo que sentarse para pensar. Vio un banco al otro lado de la calle, cruzó y se sentó. Se sentía como si estuviera dentro de un acuario, mirando lo que ocurría a través del cristal. La imagen que tenía de Viktor había cambiado por completo. Pensaba que lo conocía bien, pero estaba claro que se había equivocado. Viktor tenía ciertas ideas… ideas desesperadas que no compartía con él.
Miró hacia el edificio de la comisaría. Anders Loman lo observaba de pie junto a la ventana. Sus meses de formación con el FBI habían impresionado a Luke. Además, parecía competente y educado. Luke no estaba acostumbrado a eso en lo que respectaba a los policías. Loman lo saludó. Luke respondió levantando la mano y empezó a caminar lentamente hacia el sur de la ciudad.
Ya conocía a Karin Hartman. La había visto algunas veces. La primera había sido dos años atrás, cuando llevó a Viktor a la clínica privada de Ronnebygatan después de que sufriera un episodio depresivo menor. Karin irradiaba inteligencia y competencia, y le cayó muy bien. Sabía que Viktor todavía la visitaba, aunque no tan a menudo como cuando había estado realmente mal. Karin era especialista en depresión e incluso había publicado un libro al respecto.
Luke cogió el ascensor hasta la quinta planta y entró por la puerta señalizada: «Nivel sanitario 5». La doctora compartía recepción y espacio con otros trabajadores autónomos del sector sanitario: un masajista, una osteópata y un especialista en mindfulness. Aquella sala le recordaba a un spa: iluminación tenue, mobiliario en tonos claros, velas aromáticas en los alféizares de las ventanas y una pequeña fuente borboteante que transmitía calma y armonía.
Se dirigió a la recepción y, cuando estaba a punto de tomar asiento en la sala de espera, Karin salió de su despacho. Tenía unos sesenta años y el pelo rubio cortado a lo paje. Era bajita y rechoncha, llevaba gafas de pasta negra y un vestido estampado. Tenía una mirada avispada pero tranquila. Fue hacia Luke y lo abrazó.
—Siento muchísimo lo que ha ocurrido, Luke —dijo—. Ven, vamos a mi despacho.
Si no fuera por el escritorio, podrían haber estado en el salón de una casa particular. Junto a la ventana de principios del siglo xx había dos sillones negros pulcros y elegantes y una mesita redonda de cristal. Una estantería llena de libros de medicina y psicología cubría todo el lateral de la estancia. Bonitas litografías colgaban de las paredes. Y, por supuesto, había un sofá: un mueble cómodo y acogedor, no del estilo austero y geométrico que a menudo aparecen en las películas intelectuales estadounidenses.
Karin invitó a Luke a sentarse en el sofá.
—¿Quieres algo? ¿Café, té?
Le dijo que no.
—Te agradezco que me recibas con tan poca antelación —dijo Luke.
—Es lo menos que puedo hacer. Viktor era un paciente que tenía en gran estima.
Karin parecía una modelo del catálogo de Gudrun Sjödén. Se movía con gracia. «Todavía es guapa —pensó Luke—. De joven debió de ser preciosa». Se sentó en uno de los sillones negros.
—Normalmente solo hablo de los pacientes con sus familiares, si tengo el permiso del paciente, claro —continuó—. Pero no queda nadie vivo de la familia de Viktor, y como me contó que teníais una relación muy estrecha, haré una excepción. Seguramente estés pensando por qué no pudiste anticiparte —continuó Karin, expresando precisamente lo que obsesionaba a Luke.
—He empezado a cuestionar mi juicio —contestó Luke—. No puedo entender cómo se me pasó por alto.
—No eres el único. Yo he estado aquí sentada con Viktor durante muchos meses, hablando detalladamente sobre su vida emocional, y tampoco pude preverlo.
Se reclinó en el sillón, descansó las manos en el regazo y negó con la cabeza mientras hablaba.
—Si lo hubiera visto venir, me habría asegurado de que me visitara con más frecuencia y de que recibiera atención inmediata.
—Entiendo que todavía os veíais a menudo —dijo Luke.
—Venía dos veces al mes. Nos estuvimos viendo cada quince días durante casi un año.
—¿No te parece extraño que siguiera viniendo aquí, que invirtiera tiempo y dinero en una psicóloga, y que no te hablara de los pensamientos destructivos que tenía?
—Viktor confiaba completamente en mí —contestó Karin—. Tuvo ideas suicidas justamente después de salir del hospital, hace más de dos años. Ese es el momento más crítico para las personas con depresión. Pero lo superó, y durante el último año no dijo nada que indicara que tenía planes de este tipo.
—Nunca me habló de estos pensamientos —dijo Luke.
—La mayoría no lo hace.
—¿Pensaba en la religión? —preguntó Luke—. ¿Te contó que cuando era joven estuvo en una secta?
—Sí, pero no me dijo que eso lo afectara en la actualidad. Hasta cierto punto estaba agradecido por la experiencia, aunque lo que vivió fuera una locura. Se lo tomaba como un delirio de juventud.
Karin se acercó a Luke.
—Tú no podrías haber hecho nada, ¿lo entiendes? Te lo garantizo. Es muy usual que las personas que se suicidan lo hagan sin haber dado ninguna señal.
—Es que no lo entiendo —dijo Luke—. Estuve en su casa el sábado por la tarde, y Viktor estaba de tan buen humor… Dos días después, hace esto.
—Eso también ocurre a veces—dijo Karin—. Para algunas personas, la decisión de suicidarse es liberadora. Cuando toman la determinación, piensan que han encontrado la solución a sus problemas. Y entonces se sienten felices, por más extraño que te parezca.
Karin calló. Los dos se quedaron en silencio unos instantes.
—Lo que más me cuesta entender es por qué se llevó a su hija con él —dijo Karin después—. No encaja con la imagen que tengo de Viktor. No soy una experta en este tema, pero podría asegurar que, cuando un progenitor mata a su hijo o a su hija, suele padecer una enfermedad psicológica grave y a menudo lo hace bajo una fuerte influencia de las drogas. Sea como sea, se trata de un suceso trágico.
Suspiró y se levantó, dando por terminada la conversación.
—Cuando ocurren estas cosas, una se siente incompetente como doctora.
Luke también se levantó y le dio la mano.
—Creo que tú tampoco podrías haber hecho nada.
Karin le dio las gracias y se encaminó hacia la puerta.
—Deberías saber que Viktor valoraba muchísimo tu amistad —dijo Karin—. A menudo hablaba de ti durante las sesiones. Espero que puedas encontrar algún consuelo en ello.
Aquellas palabras volvieron a meter a Viktor en el acuario. Prefirió bajar los cinco pisos a pie. Ni siquiera se dio cuenta de que hacía un día espléndido y soleado en Karlskrona, la capital de la costa sueca.