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El vier­nes por la tarde, a las siete y media en punto, cuatro días des­pués de que Viktor y Agnes mu­r­ie­ran, Luke entró en el ves­tí­bu­lo de la casa de aco­gi­da Eke­ku­llen, en la ciudad de Rödeby. Con ese turno de noche volvía al tra­ba­jo des­pués de ha­ber­se visto obli­ga­do a to­mar­se unos días libres.

La visita a Karin Hart­man había sido de­pri­men­te, y lo peor de todo fue en­te­rar­se de que Viktor tenía pen­sa­m­ien­tos sui­ci­das. Luke estaba de­cep­c­io­na­do por que su amigo nunca se lo hu­b­ie­ra dicho. Hacía unos días estaba seguro de que Viktor con­f­ia­ba en él, pero ahora pen­sa­ba que quizás solo se lo había pa­re­ci­do. Le lle­va­ría tiempo acep­tar que se había eq­ui­vo­ca­do.

Había tomado una de­ci­sión: con­cen­trar­se en su tra­ba­jo y en su propia vida para dejar de pensar en aq­ue­lla des­gra­c­ia. Quería pe­dir­le más turnos a Åsa Nordin, la di­rec­to­ra de Eke­ku­llen, porque sabía que ocupar su tiempo tra­ba­jan­do lo ayu­da­ría a so­bre­lle­var la pér­di­da.

Al final del ves­tí­bu­lo, vio a tres tra­ba­ja­do­res ves­ti­dos con los uni­for­mes noc­tur­nos. Arras­tra­ban a un ado­les­cen­te a su ha­bi­ta­ción mien­tras él gri­ta­ba y se re­sis­tía. Era Ga­br­iel, de die­ci­séis años. Luke solo había tra­ba­ja­do dos días en Eke­ku­llen antes de tener que pe­dir­se cuatro días libres, pero fueron su­fi­c­ien­tes para apren­der­se los nom­bres de los seis chicos y las cuatro chicas que vivían en la casa de aco­gi­da en ese mo­men­to. Ga­br­iel era de los más pro­ble­má­ti­cos. En su primer día, Luke había in­ten­ta­do acer­car­se al chico. Le re­cor­da­ba a él a los die­ci­séis años. La misma frus­tra­ción, la misma tes­ta­ru­dez y la misma lucha ciega contra los adul­tos y la au­to­ri­dad. Por lo menos, para Ga­br­iel las cosas no se habían tor­ci­do tanto como para Luke a su edad. To­da­vía no.

Luke se acercó a los tres tra­ba­ja­do­res, que habían en­ce­rra­do a Ga­br­iel en su ha­bi­ta­ción y ahora es­ta­ban frente a la puerta, es­cu­chan­do lo que ocu­rría dentro.

—¡Os voy a matar, ca­bro­nes! ¡Os voy a matar a todos! —gritó Ga­br­iel. Además de los gritos, se oían los golpes de los ob­je­tos que lan­za­ba contra la puerta.

Luke re­co­no­ció a dos de los tra­ba­ja­do­res. Eran Åsa Nordin y Olle Nord­lund, el psi­có­lo­go. Al otro hombre, que tenía rasgos árabes, to­da­vía no lo co­no­cía. Nin­gu­no de los tres oyó llegar a Luke, pro­ba­ble­men­te debido al es­tr­uen­do que estaba pro­vo­can­do Ga­br­iel.

—Ten­drí­a­mos que vaciar su ha­bi­ta­ción —dijo el hombre—. El chaval está fuera de con­trol.

—¿Qué ocurre? —pre­gun­tó Luke.

Los tres se gi­ra­ron.

—No te había visto llegar, Luke —dijo Åsa—. Es Ga­br­iel, que ha mon­ta­do en cólera. Antes, en la cola para la cena, no hacía más que mo­les­tar a una chica y no quería parar, así que lo hemos en­ce­rra­do hasta que se calme.

—No parece que esté dando muy buen re­sul­ta­do. —Luke hizo una mueca—. Hola, por cierto. —Se di­ri­gió al hombre al que to­da­vía no co­no­cía, que se pre­sen­tó. Era Hamid Rasabi, el asis­ten­te de re­ha­bi­li­ta­ción.

—¿Te parece bien que entre? —pre­gun­tó Luke a Åsa.

Los tres mi­ra­ron a Luke. Tu­v­ie­ron que le­van­tar la vista porque le sacaba una cabeza a Hamid, que, con su metro ochen­ta de es­ta­tu­ra, ya era más alto que los otros dos.

Åsa in­te­rro­gó con la mirada a Olle, que asin­tió.

—Por su­p­ues­to. Ade­lan­te.

Luke fue hacia la ha­bi­ta­ción y abrió el pes­ti­llo en el pre­ci­so ins­tan­te en que un objeto se es­tre­lla­ba contra la puerta. Luego entró.

Los gritos y el lan­za­m­ien­to de ob­je­tos pa­ra­ron en seco. Åsa, Olle y Hamid se que­da­ron allí unos mo­men­tos para ver qué ocu­rría, pero, al ver que la ha­bi­ta­ción seguía en si­len­c­io, vol­v­ie­ron al co­me­dor.

Veinte mi­nu­tos más tarde, Luke entró en el co­me­dor, se acercó a una mesa larga llena de bo­ca­di­llos y empezó a ser­vir­se un plato.

—Luke, ¿qué le pasa a Ga­br­iel? —pre­gun­tó Åsa.

—Que tiene hambre. Voy a lle­var­le unos bo­ca­di­llos.

—¿Ya se ha cal­ma­do?

—Sí.

—¿Y cómo lo has hecho? —pre­gun­tó Hamid.

—No he tenido que hacer de­ma­s­ia­do —con­tes­tó Luke—. Ha sido verme y tran­q­ui­li­zar­se. Luego le he en­se­ña­do mis ta­t­ua­jes y él me ha en­se­ña­do los suyos. Suele fun­c­io­nar.

Luke puso el plato y un vaso de zumo en una ban­de­ja y volvió a la ha­bi­ta­ción, pero al entrar vio que Ga­br­iel se había que­da­do dor­mi­do hecho un ovillo, de modo que se acercó a la mesa si­gi­lo­sa­men­te y dejó la ban­de­ja encima. Luego bajó la per­s­ia­na y, antes de salir, apagó la luz.

De pronto, se detuvo. Volvió a en­cen­der la luz. Miró el reloj. Eran las ocho en punto, la hora a la que, según Loman, había muerto Viktor. Se acercó a la ven­ta­na, le­van­tó la per­s­ia­na y miró a la calle. To­da­vía no había ano­che­ci­do, exac­ta­men­te igual que hacía cuatro días a esa misma hora. Luke se acordó de cuando The­re­se y él habían con­se­g­ui­do entrar en el piso y le pa­re­ció re­cor­dar que todo estaba a os­cu­ras, com­ple­ta­men­te negro. Ju­ra­ría que era así, aunque tenía que re­co­no­cer que se había cen­tra­do tanto en Viktor y en Agnes que quizás se le habían es­ca­pa­do al­gu­nos de­ta­lles. Trató de con­cen­trar­se para estar seguro. ¿El piso estaba a os­cu­ras o no? Fi­nal­men­te de­ci­dió que sí, lo estaba.

En­ton­ces se le ocu­rrió que no tenía mucho sen­ti­do que Viktor se hu­b­ie­ra sui­ci­da­do y hu­b­ie­ra matado a Agnes a os­cu­ras. Cerró los ojos para re­pa­sar los hechos de­te­ni­da­men­te. No tenía nin­gu­na duda de que las per­s­ia­nas del piso es­ta­ban ba­ja­das, pero hasta aquel mo­men­to no había re­pa­ra­do en ese de­ta­lle.

¿Por qué dia­blos que­rría sui­ci­dar­se Viktor con el apar­ta­men­to a os­cu­ras? ¿Era si­q­u­ie­ra po­si­ble ma­tar­se sin ver ab­so­lu­ta­men­te nada?

Ga­br­iel empezó a roncar. Luke volvió a ir hacia la puerta y apagó la luz. Se quedó allí unos se­gun­dos, es­cu­chan­do la res­pi­ra­ción de Ga­br­iel y es­pe­ran­do a que sus ojos se acos­tum­bra­ran a la os­cu­ri­dad. Podía intuir el con­tor­no de la cama. Se acercó y se sentó en el suelo, donde volvió a pensar en lo que había ocu­rri­do hacía cuatro días. Vi­s­ua­li­zó a Viktor pla­neán­do­lo todo. La nota, la cuerda, el veneno, el cho­co­la­te. Lo vio bajar las per­s­ia­nas de todo el piso, poner la música, darle el veneno a Agnes. ¿En qué mo­men­to había apa­ga­do la luz? Quizás lo hizo justo antes de ahor­car­se. Pero ¿por qué que­rría ahor­car­se a os­cu­ras? Además, si tam­bién había in­ge­ri­do el veneno, es­ta­ría ma­re­a­do.

Ma­re­a­do y a os­cu­ras: no había mo­ti­vos para que se lo pu­s­ie­ra tan di­fí­cil.

Ga­br­iel dormía pro­fun­da­men­te. Luke se le­van­tó, salió del dor­mi­to­r­io y cerró la puerta sin mo­les­tar­se en echar el ce­rro­jo. De­ci­dió que al día si­g­u­ien­te por la tarde iría al piso de Viktor y tra­ta­ría de re­cons­tr­uir los hechos. A las ocho en punto, ba­ja­ría las per­s­ia­nas para com­pro­bar hasta qué punto estaba oscuro el salón.

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