Читать книгу Secta - Stefan Malmström - Страница 7
4
ОглавлениеMiércoles, primera hora de la mañana en el parque Hogland. Había pasado un día y medio desde que habían encontrado a un padre y a su hija de cuatro años muertos en un piso a 750 metros de allí. El sol salía, pero con precaución. Una silenciosa niebla matutina cubría la ciudad, que estaba construida sobre treinta y tres islas. La niebla evitaba que el sol aterrizara y alcanzara las pocas almas madrugadoras que ya habían salido de sus casas en Trossö, la isla más grande de Karlskrona.
Una de aquellas almas era Luke Bergmann. A él no le importaba lo más mínimo si brillaba el sol o si diluviaba. Ni siquiera se habría dado cuenta.
Estaba sentado en un banco del parque con la mirada fija en la bolsita que un camello le había puesto en la mano. La bolsita contenía alivio. Posiblemente también muerte, pero, por encima de todo, un dulce alivio. Y eso era lo que él quería.
Había resistido la tentación durante dieciséis años. Desde que había aterrizado en Karlskrona no había caído en ese agujero ni una sola vez. Pero, aunque el deseo se hubiera apaciguado, siempre había estado allí.
Llevaba papel de fumar de la marca Rizla en el bolsillo y el camello le había dado una caja de cerillas. Tenía todo lo que necesitaba.
Se visualizó a sí mismo a los trece años, la primera vez que había fumado. Fue el día de la muerte de su madre, que falleció por una sobredosis de heroína. Todavía recordaba lo que aquel canuto le hizo sentir: liberación. Una sensación de calidez en el centro de su cuerpo expulsó toda la ansiedad, la angustia y el pánico.
Después de eso, siguió fumando marihuana. Para él era suficiente. El resto de chicos de la pandilla consumían todo lo que pillaban: crack, éxtasis, heroína, alcohol. Pero Luke no.
Cogió el papel de fumar y lo enrolló retorciendo un extremo. No quería usar filtro ni mezclar tabaco. El sol empezaba a desplegar su calor. Un grupo de jóvenes con monos de color naranja, el uniforme de su empleo de verano, recogían basura cerca de la zona de juegos. Luke sostuvo el porro entre los dedos.
La primera noche tras la muerte de Viktor y Agnes no había pegado ojo. Se tumbó y solo fue capaz de dar vueltas en la cama. Sudó. No podía dejar de pensar. La segunda noche la pasó dormitando, instalado en una especie de purgatorio entre el sueño y la vigilia, y tuvo pesadillas sobre la muerte. Todas trataban de lo mismo: el primer tipo al que había matado en una pelea de bandas en la calle Troutman de Brooklyn, veinticuatro años atrás —un adolescente afroamericano de dieciséis años de los Navajas negras— corría hacia él con los ojos abiertos como platos, drogado, mirándolo fijamente y blandiendo un cuchillo de carnicero. Luke vio que el filo cortante del cuchillo se acercaba a su cara y se quedó paralizado, esperando que el acero se clavara en su frente. Se despertó justo en el momento de la muerte, seguro de que todo había terminado. Confundido, saltó de la cama para escapar, y cuando recobró la conciencia estaba jadeando con el pulso acelerado.
Dos chicos jóvenes enfundados en sus monos y con bolsas negras de basura se acercaron al banco donde estaba Luke. Él se metió el porro en el bolsillo y se levantó. Decidió irse a casa y fumárselo allí.
El martes había llamado a Åsa Nordin, su jefa en Ekekullen, para contarle lo que había ocurrido y pedirle permiso para tomarse unos días libres. Ekekullen era una casa de acogida de Rödeby para jóvenes con un historial de delitos y consumo de drogas. Luke acababa de empezar a trabajar allí. Antes se había ocupado durante ocho años de una casa de acogida similar en Listerby, a las afueras de la ciudad de Ronneby.
Amanda, su exmujer, lo había llamado ese mismo día. Se había enterado de lo que había ocurrido y estaba desolada. También conocía bien a Viktor y había coincidido con Agnes unas cuantas veces. Luke no había hablado con nadie más en las últimas veinticuatro horas.
Tardó quince minutos en llegar a casa, a su pequeña cabaña del barrio de Björkholmen. No era para nada espaciosa y tenía los techos bajos. Los trabajadores del astillero que habían vivido allí a finales del siglo xvii debían de ser pigmeos. Cuando acababa de mudarse, Luke, que medía casi dos metros, se dio en la cabeza con las vigas del techo más de una vez, pero pronto aprendió dónde tenía que agacharse. Hacía cuatro años que se había enamorado de la pequeña cabaña, nada más verla. Era lo más lejos que se podía estar de Williamsburg, en Brooklyn, donde había crecido. Su casero había equipado la cabaña con un jacuzzi, una cocina moderna, una estufa de leña y un patio pequeño pero precioso. Justo allí estaba lo mejor de todo: un muelle privado con una barca a menos de cincuenta metros de la puerta de entrada. Gracias a ella, descubrió la tranquilidad que le daba remar. Cuando hacía buen tiempo, le encantaba ir a dar una vuelta por la tarde. A veces se llevaba la caña de pescar y volvía a casa con un lucio o una perca para la cena.
Fue al dormitorio, sacó el porro y las cerillas y los dejó en la mesita de noche. Miró una gran foto en blanco y negro, donde aparecía él en una de sus competiciones de lucha libre. Estaba enmarcada y colgada encima del cabecero de la cama. Le habían tomado aquella foto a los diecinueve años, cuando solía tratar de parecer un tipo duro. Qué ridículo. La descolgaría en cuanto tuviera fuerzas para hacerlo.
Estaba hambriento. El porro tendría que esperar. No había comido en dos días. Con la cabeza en otra parte, fue a la cocina. Abrió el congelador, sacó un plato preparado y lo metió en el microondas.
Luke y Viktor habían sido amigos íntimos durante diez años. Se habían conocido a través de sus mujeres, que eran profesoras en la misma escuela de secundaria de Karlskrona.
Ninguna de las dos parejas tenía hijos, cosa poco común entre la gente de su edad, y empezaron a quedar. Luke y Viktor se cayeron bien desde el primer momento. Aunque hacía años que Luke vivía en Karlskrona, no había hecho demasiados amigos más. Cuando se mudó, dedicaba todo su tiempo a aprender el idioma y a intentar adaptarse a la cultura sueca. Además, al principio de vivir en Suecia, se desplazaba a diario a Jämshög, a ochenta kilómetros de Karlskrona, para terminar sus estudios de Trabajo Social.
Nunca antes había tenido un amigo con quien le resultara tan fácil y cómodo hablar, aunque parecieran diametralmente opuestos. Viktor era extrovertido, abierto y se interesaba mucho por los demás. Luke era un lobo solitario, hablaba más bien poco y a veces daba la impresión de ser huraño. A Viktor le costó horrores conocer bien a Luke. Tuvo que pasar mucho tiempo antes de que Luke le contara el secreto que solo su mujer sabía: que su pasado incluía una vida de drogas y crimen en una banda de Williamsburg y un trabajo como guardia de seguridad para la mafia israelí de Nueva York, además de un vuelo en 1997 a Londres, donde se había enamorado locamente de Amanda, de Karlskrona, que trabajaba como au pair. Y todo lo que vino después: el traslado a Karlskrona, los cursos de sueco, las clases de adaptación y los estudios en Jämshög para convertirse en trabajador social. A Viktor le fascinaba el camino vital de Luke y, sobre todo, el tipo de terapia que había hecho. Habían pasado horas y horas hablando sobre las diferencias entre los distintos tipos de terapia.
2008 fue un año terrible para Viktor. Su mujer, Lotta, se quedó embarazada después de años de intentos. Por fin iban a tener un bebé. Pero Lotta empezó a sufrir unos dolores de cabeza horribles y problemas de visión. Resultaron ser síntomas de un tumor cerebral y ella y su hijo nonato murieron solo cuatro meses después del diagnóstico. Viktor, destrozado, cayó en una profunda depresión de la que solo se salvó al conocer a Therese, unos meses después. Therese era nueve años más joven que él y de una belleza cautivadora. Viktor se enamoró de ella al instante. Al cabo de tres meses de relación, Therese estaba embarazada. Se casaron medio año después, casi al final del embarazo. Entonces llegó el siguiente golpe. Cuando Agnes tenía solo seis meses, Therese le dijo a Viktor que ya no sentía nada por él y que iba a volver con su exnovio, de quien seguía enamorada. Se mudó y se llevó a Agnes con ella. Aquello fue demasiado para Viktor, que tuvo que recibir ayuda psiquiátrica. Esta vez, la depresión fue aún más profunda, y le costó meses de terapia de crisis volver a ser el que era.
El matrimonio de Luke se había roto un año antes que el de Viktor, cuando Amanda se cansó de ver a su marido más interesado en la vida de los adolescentes drogadictos con los que trabajaba que en la de ella. Además, Amanda quería tener hijos, y cuando Luke se negó, le dio un ultimátum. Luke tuvo que elegir entre los hijos o el divorcio, y eligió el divorcio. Así que cuando Viktor cayó en su segunda gran crisis, Luke tenía muchísimo tiempo libre. Prácticamente se mudó con Viktor y lo ayudó, asegurándose de que se cumpliera el régimen de visitas de Agnes. Estaba convencido de que solo gracias a Agnes su amigo había vuelto a ser feliz. Amaba a su hijita más que a nada en el mundo. Y ahora los dos estaban muertos.
Mientras Luke se comía una pechuga de pollo calentada al microondas que no sabía nada, rememoró las dos imágenes que ya jamás olvidaría: la de Viktor colgando de la puerta del baño y la de Agnes tumbada sin vida sobre la alfombra turquesa. Y volvió a hacerse la pregunta que centraba todos sus pensamientos desde el lunes: ¿cómo podía ser que Viktor no solo se hubiera quitado la vida, sino que también se la hubiera arrebatado a Agnes? Y si de verdad era capaz de hacer algo tan horrible, ¿cómo a él se le podían haber pasado por alto las señales? Había notado a su amigo extrañamente feliz el sábado por la noche. Le había hablado de sus viajes a Rusia, de que iba a volver a Kaliningrado. Tenía algo gordo entre manos, pero no le había querido dar demasiados detalles. ¿Se había comportado así para esconder sus verdaderos planes? ¿Por qué diablos no le había dicho nada, si tan mal se sentía?
Luke estaba furioso. Nunca podría entender a los suicidas. ¿Qué pasa por la mente de una persona que ha decidido hacer algo tan irreversible? ¿Por qué su amigo había escondido aquellos pensamientos destructivos? ¿Por qué no había confiado en él?
Miró la hora. Eran las nueve de la mañana. Volvió al dormitorio y vio el porro. Al día siguiente contactaría con la psicóloga de Viktor. Necesitaba entender por qué.
Lo había decidido después de hablar por teléfono con la policía. Lo habían llamado para que el jueves por la tarde acudiera a la comisaría a leer su testimonio y a contestar algunas preguntas más sobre lo ocurrido. Después de hablar con ellos, esperaba que la psicóloga de Viktor lo recibiera. Tenía que hacerlo, por Viktor. Cogió el porro y la bolsita de hojas verdes. Fue al baño, vació su contenido en la taza del váter y tiró de la cadena. De vuelta a la cocina, cogió de la bodega una botella grande de ron Capitán Morgan que aún conservaba el precinto, se sentó a la mesa de la cocina, la abrió y empezó a beber. Así adormecería sus sentidos sin caer de lleno en la más absoluta oscuridad.