Читать книгу Secta - Stefan Malmström - Страница 4
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ОглавлениеA Luke le tembló la mano cuando intentó meter la llave en la cerradura. Algo iba mal, muy mal.
—¡Abre la puerta de una vez! —gritó Therese, la exmujer de Viktor, de pie detrás de Luke y al borde de la histeria. A las ocho y media de la tarde de un lunes, estaban ante la puerta del piso de Viktor, en la tercera planta del número 30 de la calle Alamedan, en el centro de Karlskrona.
Luke maldijo. La llave no quería entrar.
—Debes de haberte equivocado de llave —dijo Luke—. Esta no entra.
Therese lo agarró del brazo y trató de quitársela.
—Dámela. Ya lo hago yo.
Luke apartó el brazo con brusquedad.
—No, yo lo haré —le espetó, y al momento se sintió culpable por la aspereza de sus palabras. No era justo hablarle de ese modo a Therese. Tenía derecho a que la preocupación la consumiera. Viktor tendría que haber llegado con Agnes, la hija de cuatro años de ambos, a casa de Luke para cenar a las seis de la tarde, y de eso hacía ya dos horas y media. Luke había llamado a Viktor cuando pasaba una hora de la cita, pero no le contestó. Una hora más tarde, Luke, preocupado, decidió salir de su cabaña y se dirigió al piso de cinco habitaciones y 275 metros cuadrados de Viktor, en un espectacular edificio de ladrillo visto. Hacía tres años que Viktor, su mejor amigo, vivía allí. Desde que se había divorciado de Therese.
Al llegar a la tercera planta, Luke oyó música y pensó que Viktor estaría dentro con Agnes. Pero nadie respondía al timbre. Tras llamar y aporrear la puerta durante diez minutos, no le quedó más remedio que telefonear a Therese para pedirle su llave.
Sonaron cuatro tonos y Therese respondió. Se oía mucho ruido y conversaciones de fondo. Estaba en una fiesta de trabajo y se mostró irritada y nerviosa cuando le preguntó si le podía traer su llave. Había dejado a Agnes con Viktor a las cinco de la tarde y todo le había parecido normal. Le dijo que le llevaría la llave enseguida.
Cuando colgaron, Luke pulsó el botón del ascensor para mandarlo abajo, de manera que Therese no perdiera tiempo subiendo por las escaleras. Al cabo de diez minutos oyó que el ascensor se ponía en marcha y paraba en la tercera planta. Therese apareció ante él. Iba muy arreglada.
—No tendría que haber aceptado la custodia compartida. —Fueron las primeras palabras que salieron de su boca—. Viktor apenas puede cuidar de sí mismo. ¿Cómo va a cuidar de una niña?
Mientras le daba la llave a Luke, siguió quejándose:
—Ya me ha estropeado la noche. Estábamos celebrando el mayor encargo en toda la historia de la empresa y justo íbamos a sentarnos a cenar un menú de tres platos. Esta me la va a pagar, que le quede claro.
Unos minutos después, aquella calma contenida se había convertido en un pánico puro, visceral. Era la primera vez que Luke veía a una madre aterrorizada por la seguridad de su hijo, y le pareció la emoción más poderosa de la que había sido testigo en toda su vida. Incluso aumentó su desesperación por entrar al piso cuanto antes.
Inspeccionó la llave. Al principio pensaba que era una de esas que funcionan igual por las dos caras, pero ahora se daba cuenta de que quizás la había estado usando al revés. Le dio la vuelta y entró bien en la ranura. La giró y oyó el clic del cerrojo. Empujó la pesada puerta y el sonido de la música le martilleó los tímpanos. Era jazz.
«Qué raro —pensó—. A Viktor no le gusta el jazz».
Encendió la luz del salón y entró en el piso, elegante y minimalista. Viktor no había reparado en gastos cuando se divorció de Therese. Había comprado aquel inmueble y lo había renovado casi por completo. Cocina nueva, baños por estrenar, suelos restaurados y una mano de pintura: una reforma integral. Había contratado a una empresa de decoración de interiores y le había dado vía libre. Le costó una fortuna, pero si alguien podía permitírselo era Viktor. El suelo del recibidor, de baldosas cuadradas blancas y negras, parecía un tablero de ajedrez. Las paredes eran blancas, y sobre un pequeño secreter negro colgaba una obra del artista de la provincia de Blekinge Kjell Hobjer: un gran pez rojo que ocupaba prácticamente todo el lienzo sobre un fondo azul brillante.
En la cabeza de Luke se amontonaban preguntas, pero no respuestas. ¿Una fuga de gas? Imaginó a Viktor y Agnes tumbados en la cama, inconscientes. Pero no olía a gas, sino a limpio. Viktor tenía contratada a una mujer de la limpieza que solía venir los domingos.
«Esto es rarísimo», volvió a pensar Luke. El apartamento estaba a oscuras y sonaba jazz a todo volumen. Eso no era propio de Viktor.
—¡Viktor! —gritó Luke. Therese lo apartó para entrar, abrió de un golpe la puerta de la habitación de su hija, encendió la luz, miró dentro y luego siguió buscando por el piso. Luke también miró en la habitación. La cama estaba vacía y la colcha, en el suelo. Los cojines de color rosa y los peluches descansaban en el pequeño sillón rojo, bien colocados en fila. El libro de cuentos de hadas que Luke le había leído el domingo anterior por la noche seguía en la mesita.
Luke corrió hacia el enorme salón. El ordenador, del que salía la música, estaba encendido. Therese se había quedado de pie en la entrada del salón. Luego gritó y desapareció en su interior. Un segundo después, Luke se detuvo en el mismo lugar y vio a Therese inclinarse sobre Agnes, que estaba tumbada con su camisón en el sofá gris claro. Había vomitado y parecía dormir profundamente.
Luke dio la vuelta y se quedó helado al ver el cuerpo de Viktor colgando sin vida, ahorcado en la puerta del baño.