Читать книгу Secta - Stefan Malmström - Страница 5
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ОглавлениеLuke corrió hacia Viktor y lo levantó mientras tiraba de él para que la cuerda, que estaba atada al pomo del otro lado de la puerta, se desprendiera de la parte superior. Cuando consiguió bajarlo, su mejilla se aplastó contra la de Luke. Se dio cuenta de que era la primera vez que sentía la mejilla de Viktor contra la suya. Cuando hacía días que no se veían, solían abrazarse, pero nunca mejilla con mejilla. Esta era la primera vez, y la mejilla de Viktor estaba fría.
—¿Qué diablos has hecho, Viktor? ¿Qué has hecho? —La voz de Luke se quebró mientras tumbaba el cuerpo a toda prisa en el parqué. Olía a orín. Trató de deshacer sin demasiado éxito el nudo alrededor del cuello. Lo miró a los ojos y no vio ningún indicio de vida en ellos. Buscó su aliento y su pulso en el cuello, pero no los encontró. Intentó reanimarlo varias veces insuflándole aire en los pulmones, pero pronto se rindió. No había respuesta. Viktor había muerto. Y a Luke lo asaltaron los recuerdos de otra época, cuando había formado parte de los Rebeldes del diablo y de la banda de Johnny Attias, en Nueva York. Hacía quince años que no presenciaba una muerte.
—¡Luke, está muerta!
El llanto de la exmujer de su amigo se convirtió en un grito. Luke corrió al sofá y apartó a Therese, que trataba de practicarle la reanimación cardiopulmonar a Agnes. Se inclinó sobre la niña, puso su boca cerca de la pequeña nariz y sintió un levísimo movimiento de aire.
—Respira —dijo Luke.
Empujó la mesa de centro de una patada, agarró a la niña, la tumbó sobre la pálida alfombra turquesa de IKEA y empezó a soplar con toda la fuerza de sus pulmones. Después, presionó con las dos manos el pecho de la niña. Tras treinta compresiones, le dio su móvil a Therese.
—¡Llama a una ambulancia! ¡Ahora!
Volvió a inclinarse y siguió soplando y presionando alternativamente. Se dio cuenta de que, si no era cuidadoso, podía romperle las costillas, tan pequeñas, y aflojó las compresiones. La miraba a la cara cuando presionaba, con la esperanza de percibir alguna señal de vida.
—Venga, Agnes —suplicó—. Tienes que lograrlo. Por favor.
Luke miró a Therese. Estaba sentada y se había quedado paralizada con el móvil en la mano. Se dio cuenta de que no sería capaz de decir nada comprensible y volvió a coger el teléfono.
—Sigue presionando. Treinta veces. Y luego le haces el boca a boca diez veces —dijo mientras se levantaba y marcaba el número de emergencias. Una mujer contestó de inmediato.
—Necesito una ambulancia. Es urgente. Calle Alamedan treinta. Hay dos personas: una esta muerta y la otra es una niña que todavía respira —dijo acelerado.
—¿Puede repetirlo, por favor? No vaya tan rápido y trate de vocalizar. También necesito saber su nombre —dijo la teleoperadora.
Cuando Luke estaba estresado se le notaba más el acento americano y a los suecos les costaba entenderlo.
—Luke Bergmann. Necesitamos una ambulancia. ¡Dense prisa, por el amor de Dios! ¡Hay una niña de cuatro años a punto de morir!
—Bien, trate de calmarse para que yo pueda entender bien la información. Inspire hondo y luego dígame dónde se encuentra. Necesito la dirección y la localidad.
Luke apretó los dientes. Inspiró hondo y se esforzó para hablar lentamente.
—La dirección es calle Alamedan número treinta, en Karlskrona. Dos personas. Una está muerta. La otra es una niña pequeña que se está muriendo y que se va a morir seguro si no envía una maldita ambulancia. ¡Ahora!
—¿Me puede decir qué ha pasado? —preguntó la mujer.
—¿Y qué más da? —soltó Luke con terquedad—. No sé qué ha pasado. Hemos entrado en el piso y nos hemos encontrado con esto.
—No puedo mandar una ambulancia si no entiendo bien la situación. Necesito asegurarme de que lo que me está diciendo es real, de que es una emergencia de verdad.
Luke bajó la voz para transmitir miedo en lugar de rabia.
—Le prometo que es real. Por favor.
La mujer se quedó en silencio durante un par de segundos.
—Le mando dos ambulancias.
Therese lloraba e insuflaba aire en los pulmones de su hija, como le había dicho. Agnes yacía inerte sobre la alfombra de color acuoso, con el pelo rubio y largo esparcido alrededor de la cabeza y su camisón blanco. Las lágrimas de Therese habían salpicado la bonita cara de la niña. Luke pensó en lo guapa que era Agnes, en lo impresionante que sería cuando se convirtiera en una adolescente. Viktor y él habían hablado de eso justo el domingo pasado. Agnes estaba mirando su programa de televisión favorito, Anki y Pytte, y se reía tan descaradamente con las ocurrencias del patito protagonista que Viktor y Luke dejaron de preparar la cena solo para mirarla.
—Cuando crezca va a tener problemas con los chicos —le dijo Luke a Viktor.
—Yo creo que es más probable que los chicos vayan a tener problemas conmigo —respondió Viktor.
A Luke se le borró la sonrisa de la boca y se cruzó de brazos.
—Y conmigo —dijo.
Más tarde, sonó el teléfono. Viktor se metió en el despacho y le pidió a Luke que llevara a Agnes a la cama, cosa que él hizo de buena gana. Ella pasó los deditos por el brazo musculoso y tatuado de Luke y le preguntó por qué no se lavaba mejor. El corazón se le derritió todavía más cuando Agnes le quitó el gorro de lana negro y empezó a enroscar los dedos en su pelo grueso y oscuro mientras, confiada, se dormía entre sus brazos.
—¡Agnes! ¡Por favor, Agnes! ¡Respira! ¡Por favor! —Therese se quedó sin aliento tras intentar, por cuarta vez, llenar de aire los pulmones de la pequeña. Agnes estaba tumbada con la boca medio abierta y los ojos cerrados. Las bellas y largas pestañas se le habían pegado a la piel. Parecía estar durmiendo tranquilamente. Solo que esta vez quizás no volviera a despertarse nunca.
La rabia de Luke hacia la teleoperadora se desvaneció. La sustituyó un escalofrío que le recorrió el cuerpo. Le susurró una oración al Dios en el que no creía.
—Deja que Agnes viva. Si la dejas vivir, haré lo que quieras.
¿Dónde demonios estaban las ambulancias? Miró hacia el cuarto de baño en el que el padre de Agnes, su mejor amigo, yacía muerto. La música jazz se hizo más intensa y ahogó el sonido de los esfuerzos que Therese hacía por devolverle la vida a su hija. Un teclado eléctrico y una guitarra rivalizaban para ver quién podía tocar más notas por segundo.
«Qué música tan cargante», pensó Luke. Empezaba a tener náuseas y le temblaban las piernas. Tenía que detener ese ruido. Con las piernas vacilantes, se dirigió al ordenador y lo apagó. En la mesa había un pequeño tarro rojo con la tapa abierta y polvo blanco en el interior. Al lado, un vaso con una pasta granulosa pegada al fondo. En el suelo, al lado de la mesa, media tableta de chocolate con leche Marabou. Luke había notado un leve sabor a chocolate cuando había tratado de reanimar a Agnes. Oyó sirenas a lo lejos.
—¡Luke! ¡Ha dejado de respirar! ¡Agnes, no!
Therese comenzó a gritar, confundida, y tomó a su hija entre sus brazos. Sentada en el suelo, se sacudía frenéticamente hacia delante y hacia atrás. Luke se arrodilló y las abrazó a las dos muy fuerte.