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Luke corrió hacia Viktor y lo le­van­tó mien­tras tiraba de él para que la cuerda, que estaba atada al pomo del otro lado de la puerta, se des­pren­d­ie­ra de la parte su­pe­r­ior. Cuando con­si­g­uió ba­jar­lo, su me­ji­lla se aplas­tó contra la de Luke. Se dio cuenta de que era la pri­me­ra vez que sentía la me­ji­lla de Viktor contra la suya. Cuando hacía días que no se veían, solían abra­zar­se, pero nunca me­ji­lla con me­ji­lla. Esta era la pri­me­ra vez, y la me­ji­lla de Viktor estaba fría.

—¿Qué dia­blos has hecho, Viktor? ¿Qué has hecho? —La voz de Luke se quebró mien­tras tum­ba­ba el cuerpo a toda prisa en el parqué. Olía a orín. Trató de desha­cer sin de­ma­s­ia­do éxito el nudo al­re­de­dor del cuello. Lo miró a los ojos y no vio ningún in­di­c­io de vida en ellos. Buscó su al­ien­to y su pulso en el cuello, pero no los en­con­tró. In­ten­tó re­a­ni­mar­lo varias veces in­su­flán­do­le aire en los pul­mo­nes, pero pronto se rindió. No había res­p­ues­ta. Viktor había muerto. Y a Luke lo asal­ta­ron los re­c­uer­dos de otra época, cuando había for­ma­do parte de los Re­bel­des del diablo y de la banda de Johnny Attias, en Nueva York. Hacía quince años que no pre­sen­c­ia­ba una muerte.

—¡Luke, está muerta!

El llanto de la ex­mu­jer de su amigo se con­vir­tió en un grito. Luke corrió al sofá y apartó a The­re­se, que tra­ta­ba de prac­ti­car­le la re­a­ni­ma­ción car­d­io­pul­mo­nar a Agnes. Se in­cli­nó sobre la niña, puso su boca cerca de la pe­q­ue­ña nariz y sintió un le­ví­si­mo mo­vi­m­ien­to de aire.

—Res­pi­ra —dijo Luke.

Empujó la mesa de centro de una patada, agarró a la niña, la tumbó sobre la pálida al­fom­bra tur­q­ue­sa de IKEA y empezó a soplar con toda la fuerza de sus pul­mo­nes. Des­pués, pre­s­io­nó con las dos manos el pecho de la niña. Tras tr­ein­ta com­pre­s­io­nes, le dio su móvil a The­re­se.

—¡Llama a una am­bu­lan­c­ia! ¡Ahora!

Volvió a in­cli­nar­se y siguió so­plan­do y pre­s­io­nan­do al­ter­na­ti­va­men­te. Se dio cuenta de que, si no era cui­da­do­so, podía rom­per­le las cos­ti­llas, tan pe­q­ue­ñas, y aflojó las com­pre­s­io­nes. La miraba a la cara cuando pre­s­io­na­ba, con la es­pe­ran­za de per­ci­bir alguna señal de vida.

—Venga, Agnes —su­pli­có—. Tienes que lo­grar­lo. Por favor.

Luke miró a The­re­se. Estaba sen­ta­da y se había que­da­do pa­ra­li­za­da con el móvil en la mano. Se dio cuenta de que no sería capaz de decir nada com­pren­si­ble y volvió a coger el te­lé­fo­no.

—Sigue pre­s­io­nan­do. Tr­ein­ta veces. Y luego le haces el boca a boca diez veces —dijo mien­tras se le­van­ta­ba y mar­ca­ba el número de emer­gen­c­ias. Una mujer con­tes­tó de in­me­d­ia­to.

—Ne­ce­si­to una am­bu­lan­c­ia. Es ur­gen­te. Calle Ala­me­dan tr­ein­ta. Hay dos per­so­nas: una esta muerta y la otra es una niña que to­da­vía res­pi­ra —dijo ace­le­ra­do.

—¿Puede re­pe­tir­lo, por favor? No vaya tan rápido y trate de vo­ca­li­zar. Tam­bién ne­ce­si­to saber su nombre —dijo la te­le­o­pe­ra­do­ra.

Cuando Luke estaba es­tre­sa­do se le notaba más el acento ame­ri­ca­no y a los suecos les cos­ta­ba en­ten­der­lo.

—Luke Berg­mann. Ne­ce­si­ta­mos una am­bu­lan­c­ia. ¡Dense prisa, por el amor de Dios! ¡Hay una niña de cuatro años a punto de morir!

—Bien, trate de cal­mar­se para que yo pueda en­ten­der bien la in­for­ma­ción. Ins­pi­re hondo y luego dígame dónde se en­c­uen­tra. Ne­ce­si­to la di­rec­ción y la lo­ca­li­dad.

Luke apretó los dien­tes. Ins­pi­ró hondo y se es­for­zó para hablar len­ta­men­te.

—La di­rec­ción es calle Ala­me­dan número tr­ein­ta, en Karls­kro­na. Dos per­so­nas. Una está muerta. La otra es una niña pe­q­ue­ña que se está mu­r­ien­do y que se va a morir seguro si no envía una mal­di­ta am­bu­lan­c­ia. ¡Ahora!

—¿Me puede decir qué ha pasado? —pre­gun­tó la mujer.

—¿Y qué más da? —soltó Luke con ter­q­ue­dad—. No sé qué ha pasado. Hemos en­tra­do en el piso y nos hemos en­con­tra­do con esto.

—No puedo mandar una am­bu­lan­c­ia si no en­t­ien­do bien la si­t­ua­ción. Ne­ce­si­to ase­gu­rar­me de que lo que me está di­c­ien­do es real, de que es una emer­gen­c­ia de verdad.

Luke bajó la voz para trans­mi­tir miedo en lugar de rabia.

—Le pro­me­to que es real. Por favor.

La mujer se quedó en si­len­c­io du­ran­te un par de se­gun­dos.

—Le mando dos am­bu­lan­c­ias.

The­re­se llo­ra­ba e in­su­fla­ba aire en los pul­mo­nes de su hija, como le había dicho. Agnes yacía inerte sobre la al­fom­bra de color acuoso, con el pelo rubio y largo es­par­ci­do al­re­de­dor de la cabeza y su ca­mi­són blanco. Las lá­gri­mas de The­re­se habían sal­pi­ca­do la bonita cara de la niña. Luke pensó en lo guapa que era Agnes, en lo im­pre­s­io­nan­te que sería cuando se con­vir­t­ie­ra en una ado­les­cen­te. Viktor y él habían ha­bla­do de eso justo el do­min­go pasado. Agnes estaba mi­ran­do su pro­gra­ma de te­le­vi­sión fa­vo­ri­to, Anki y Pytte, y se reía tan des­ca­ra­da­men­te con las ocu­rren­c­ias del patito pro­ta­go­nis­ta que Viktor y Luke de­ja­ron de pre­pa­rar la cena solo para mi­rar­la.

—Cuando crezca va a tener pro­ble­mas con los chicos —le dijo Luke a Viktor.

—Yo creo que es más pro­ba­ble que los chicos vayan a tener pro­ble­mas con­mi­go —res­pon­dió Viktor.

A Luke se le borró la son­ri­sa de la boca y se cruzó de brazos.

—Y con­mi­go —dijo.

Más tarde, sonó el te­lé­fo­no. Viktor se metió en el des­pa­cho y le pidió a Luke que lle­va­ra a Agnes a la cama, cosa que él hizo de buena gana. Ella pasó los de­di­tos por el brazo mus­cu­lo­so y ta­t­ua­do de Luke y le pre­gun­tó por qué no se lavaba mejor. El co­ra­zón se le de­rri­tió to­da­vía más cuando Agnes le quitó el gorro de lana negro y empezó a en­ros­car los dedos en su pelo grueso y oscuro mien­tras, con­f­ia­da, se dormía entre sus brazos.

—¡Agnes! ¡Por favor, Agnes! ¡Res­pi­ra! ¡Por favor! —The­re­se se quedó sin al­ien­to tras in­ten­tar, por cuarta vez, llenar de aire los pul­mo­nes de la pe­q­ue­ña. Agnes estaba tum­ba­da con la boca medio ab­ier­ta y los ojos ce­rra­dos. Las bellas y largas pes­ta­ñas se le habían pegado a la piel. Pa­re­cía estar dur­m­ien­do tran­q­ui­la­men­te. Solo que esta vez quizás no vol­v­ie­ra a des­per­tar­se nunca.

La rabia de Luke hacia la te­le­o­pe­ra­do­ra se des­va­ne­ció. La sus­ti­tu­yó un es­ca­lo­frío que le re­co­rrió el cuerpo. Le su­su­rró una ora­ción al Dios en el que no creía.

—Deja que Agnes viva. Si la dejas vivir, haré lo que qu­ie­ras.

¿Dónde de­mo­n­ios es­ta­ban las am­bu­lan­c­ias? Miró hacia el cuarto de baño en el que el padre de Agnes, su mejor amigo, yacía muerto. La música jazz se hizo más in­ten­sa y ahogó el sonido de los es­f­uer­zos que The­re­se hacía por de­vol­ver­le la vida a su hija. Un te­cla­do eléc­tri­co y una gui­ta­rra ri­va­li­za­ban para ver quién podía tocar más notas por se­gun­do.

«Qué música tan car­gan­te», pensó Luke. Em­pe­za­ba a tener náu­se­as y le tem­bla­ban las pier­nas. Tenía que de­te­ner ese ruido. Con las pier­nas va­ci­lan­tes, se di­ri­gió al or­de­na­dor y lo apagó. En la mesa había un pe­q­ue­ño tarro rojo con la tapa ab­ier­ta y polvo blanco en el in­te­r­ior. Al lado, un vaso con una pasta gra­nu­lo­sa pegada al fondo. En el suelo, al lado de la mesa, media ta­ble­ta de cho­co­la­te con leche Ma­ra­b­ou. Luke había notado un leve sabor a cho­co­la­te cuando había tra­ta­do de re­a­ni­mar a Agnes. Oyó si­re­nas a lo lejos.

—¡Luke! ¡Ha dejado de res­pi­rar! ¡Agnes, no!

The­re­se co­men­zó a gritar, con­fun­di­da, y tomó a su hija entre sus brazos. Sen­ta­da en el suelo, se sa­cu­día fre­né­ti­ca­men­te hacia de­lan­te y hacia atrás. Luke se arro­di­lló y las abrazó a las dos muy fuerte.

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