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ОглавлениеKarlskrona, 29 de febrero de 1992
Aunque todavía era febrero, ya olía a tierra mojada en la avenida Östra Vittusgatan. Jenny iba de camino a la Iglesia de la Cienciología, situada en la céntrica zona de Möllebacken. Trescientos veinte años antes, el ganado de Vittus Andersson había pastado allí. Pero aquella calle que llevaba el nombre del granjero ahora se había modernizado y acogía sobrios edificios de ladrillo amarillo y rojo. Eran bloques de pisos de los años sesenta. Jenny se estremeció. Aquellos edificios siempre le habían parecido de los más feos de Karlskrona.
«Quién sabe. Quizás en el siglo xvii fui una granjera aquí al lado, en la isla de Trossö —pensó—. Y cien años más tarde bailé en los salones más elegantes de París». Era tan feliz que hasta se le escapó una carcajada.
El invierno estaba siendo inusualmente templado. La primavera solía quedarse a las puertas del archipiélago y tardaba en llegar a Karlskrona. El frío mar siempre retiene a la primavera en la bahía para asegurarse de que los karlskronitas tengan que ponerse el abrigo unas semanas más que la gente del interior.
Jenny estaba emocionada, pero no porque la primavera estuviera al caer, ni tampoco porque quizás hubiera sido parisina en una vida pasada. Lo que la tenía tan contenta era que se dirigía a su primera sesión de terapia o, como la llamaban los cienciólogos, a su primera auditoría. Para colmo, no le había tocado con cualquier auditor: le habían asignado a Peter, que era uno de los mejores. Según le había contado él mismo, los novatos podían hacer aquella sesión de prueba tras una revisión de su salud mental. Era como una degustación. Servía para hacerte una idea de lo que te podías encontrar más adelante. Si te gustaba y querías repetir, tenías dos opciones: pagar o empezar a trabajar para la Iglesia de la Cienciología, o más bien para el «centro», como lo llamaban en Karlskrona. La palabra «iglesia» no tenía buena fama entre la gente joven, pero a Jenny le habían explicado que aquello era una iglesia, una religión en toda regla. Para entenderlo, solo hacía falta tener claro el significado etimológico de la palabra «religión». Re significa «volver» y ligare significa «origen»; volver al origen, a lo que hubo al principio de todo. Ayudar a la gente a desarrollar y recuperar sus habilidades originales. A Jenny aquello le había parecido bonito, y desde entonces no tenía ningún problema en presentarse como miembro de la Iglesia de la Cienciología.
El centro estaba en un local de la calle Bryggaregatan que había sido una tienda de muebles. Tenía ventanales que daban a la calle, varias salas en la planta de abajo y un gran sótano que antes era el almacén.
Jenny acababa de cumplir diecinueve años y en solo unos meses su vida había dado un vuelco. Después de terminar el instituto, había encontrado su propósito, su motivo para vivir. Se había ido metiendo más y más en el movimiento, y ahora se dedicaba casi por completo a la cienciología. A Stefan, por el contrario, todo aquello no lo había seducido del todo. Es más, en las sesiones de orientación, que se hacían en el bosque, en lugar de prestar atención se había dedicado a leer la información de los postes sobre la flora y la fauna. Así que Jenny y él se fueron distanciando. Dos meses atrás, ella asistió al curso de comunicación y conoció a un chico tan novato como ella. Se llamaba Daniel y era un año mayor, alto, tímido y con una sonrisa encantadora.
El curso de comunicación duraba una semana. El primer día tuvieron que sentarse enfrente de un compañero, con las manos en el regazo y los ojos cerrados. El objetivo de aquel ejercicio era aprender a conectar con los demás y a ser felices en cualquier situación. Para ello era crucial no pensar en nada, simplemente estar presente. Después tenían que provocarse entre ellos, tratar de que al otro se le cayera la máscara. Daniel y Jenny rieron mucho haciendo los ejercicios. También hablaron en los descansos y coincidieron en las salidas grupales del final del día. Cuando estaban terminando el curso, Jenny empezó a enamorarse de Daniel, y se dio cuenta de que él sentía lo mismo. Quince días después, rompió con Stefan y empezó a salir con él. Al cabo de un mes, se fueron a vivir juntos.
Daniel había hecho su primera auditoría hacía dos días. Volvió a casa pletórico, pero no le contó nada a Jenny porque estaba prohibido. Ahora, por fin, ella también empezaría su terapia.
Aquel día había muchísima gente en el centro. Jenny colgó el abrigo en la entrada y fue a la pequeña recepción. Las paredes estaban llenas de cuadros, muchos de ellos con citas del fundador, L. Ron Hubbard, o Ron, como lo llamaban los cienciólogos que ya habían terminado la formación. Había una cita que a Jenny le gustaba especialmente: «Un hombre que no puede comunicarse está muerto. Un hombre que puede comunicarse está vivo». Detrás del mostrador colgaba un cuadro de un puente que se adentraba en un sol enorme. Debajo de la imagen ponía: «El puente a la libertad».
En la sala grande con la moqueta de color marrón verdoso, que cuando aquello fue una tienda había sido la zona de exposición de muebles, ahora había diez personas sentadas por parejas haciendo ejercicios de comunicación. Las vidrieras estaban cubiertas por dentro con pósteres del movimiento. Antes, como no había nada, los niños y los adolescentes fisgoneaban desde la calle, y luego empezaron a tirarles cosas y a escupirles.
Maria, Camilla y Mikael estaban al fondo de la sala leyendo libros de Ron. Los tres eran cienciólogos dedicados que trabajaban para el movimiento en su tiempo libre. La hermana de Daniel, Åsa, acababa de empezar el curso de comunicación y en aquel momento estaba haciendo los ejercicios en el centro de la sala. Peter estaba en el mostrador de la recepción tomando café y charlando con George, el mítico y místico inglés que había impulsado el movimiento en Karlskrona. Jenny solo lo había visto de pasada una vez, pero había oído hablar mucho de él. George era importante. Trabajó con el fundador en los sesenta y estuvo en el Apollo, el barco con el que Ron difundía su mensaje por Europa y África. Todo el mundo hablaba de George con veneración. Decían que era muy inteligente y que fue una de las primeras personas en todo el mundo en alcanzar el estado de TO VI, que era casi lo más alto que se podía llegar en el camino a la libertad espiritual. Jenny reunió todo su coraje antes de acercarse a ellos. Cuando Peter la vio, se le iluminó la cara y se acercó a ella para darle un abrazo.
—¿Preparada para el gran día?
—Sí. ¡Será tan emocionante! Anteayer, cuando Daniel volvió a casa después de la sesión, estaba encantado.
Peter dejó la taza en el mostrador y se giró hacia George, que estaba de pie dándole caladas a su pipa.
—George, esta es Jenny. Ya ha hecho el curso de comunicación y viene para su primera auditoría.
George se sacó la pipa de la boca, sonrió, levantó la mano y le hizo una pequeña reverencia. Era bajito y delgado, tenía una perilla rubia y el pelo rojizo e iba todo vestido de color beis: el jersey, la camisa y los pantalones de pinzas.
—Bienvenida, Jenny. Es un placer conocerte —dijo en inglés.
Jenny no supo cómo comportarse con George. Se sentía insegura, intimidada por todo lo que la gente decía sobre él. Primero le dio la mano, pero luego le salió hacer una genuflexión. Se arrepintió de inmediato. Se sentía como una niña pequeña.
—Gracias. He oído hablar mucho de ti. Me alegro de conocerte finalmente —respondió, también en inglés.
Tan pronto como aquellas palabras salieron de su boca, se dio cuenta de lo estúpidas que sonaban. ¿Que había «oído hablar mucho» de él? Ahora seguro que le preguntaría qué había oído y ella tendría que responder. Menos mal que Peter la salvó:
—George entiende sueco, Jenny. Pero prefiere hablar en inglés. —Le dedicó una gran sonrisa a George y le dijo en sueco—: Hablas nuestra lengua, ¿verdad, George?
Lo dijo con un marcado acento inglés y dejó ir una carcajada. George también rio con ganas, soltando un falsetto estridente.
—¡Ya lo creo! —respondió George, todavía riendo.
Entonces Peter cogió a Jenny del brazo y la acompañó a la sala de las auditorías. Era un espacio pequeño con una bonita mesa de roble en el centro. A su vez, en el centro de la mesa había una cajita de madera con una pegatina redonda y roja en el medio. En la pegatina, una gran «s» se enredaba en dos triángulos. De la caja salían dos cables, cada uno sujeto con un tornillo a una lata de aluminio. Parecían latas de cerveza en miniatura, aunque no había nada escrito en ellas. Peter se sentó en la silla de oficina e invitó a Jenny a acomodarse en el sillón.
—Esto es un e-metro —dijo Peter, levantando la cajita de madera—. La palabra completa es electrómetro. Como ves, es un modelo antiguo. Ahora los hacen de plástico, pero yo prefiero este. Es más auténtico.
Abrió la tapa y la colocó como soporte del resto del aparato. Ahora, Jenny podía ver el interior de la caja. Tenía un monitor analógico que ocupaba gran parte de una superficie azul brillante de vidrio. Una flecha metálica se movía dentro del monitor, apuntando a una línea semicircular que marcaba cuatro velocidades: salida, crecimiento, caída y prueba. Debajo del vidrio había tres ruedecitas negras y, a la izquierda, dos controles. Peter le pidió a Jenny que cogiera una lata en cada mano.
—Cuando encienda el e-metro, sentirás que una pequeña corriente eléctrica pasa por tu cuerpo y vuelve al aparato —aclaró.
Jenny levantó las cejas.
—Tranquila —dijo Peter—, la corriente es demasiado débil para causar daños, tan débil como la batería de una linterna. Puedes relajarte. —Encendió el aparato y miró a Jenny—: No notas nada, ¿verdad?
Jenny negó con la cabeza.
—Ahora mira la flecha.
Jenny se inclinó y vio que la flecha apuntaba hacia arriba, a la mitad del semicírculo. Prácticamente no se movía, solo vibraba levemente.
—Sigue mirando. Yo te contaré un chiste. Tú escúchame y no dejes de mirar la flecha. Esto son dos tomates que van andando por la carretera y uno le dice al otro: «Cuidado, que viene un camión». «¿Un qué?». «Un chof».
Jenny rio. La aguja había empezado a moverse. Ya se sabía el chiste, pero siempre le hacía gracia.
—¿Has visto lo que ha hecho la flecha? —le preguntó Peter.
—Sí. Ha empezado a moverse justo cuando he sabido qué chiste ibas a contar.
—Bien. Lo que ha pasado es que primero tu mente se resistía, pero cuando tus pensamientos se han vuelto positivos, has bajado la guardia y la energía ha cambiado. Cuando ocurre esto, decimos que la flecha fluye: se mueve de forma uniforme, deslizándose por la línea con pasos pequeños. En terapia, utilizamos el e-metro para identificar las experiencias negativas que tienen lugar en un estado de PC, es decir, de pre-claridad. Las personas tenemos tendencia a bloquear todo aquello que nos causa dolor. La psicología los llama traumas a estos acontecimientos, pero nosotros los llamamos engramas. El bloqueo de engramas es un mecanismo de supervivencia: nuestras percepciones sensoriales se almacenan en el subconsciente para que podamos identificarlas y así evitar situaciones parecidas en el futuro. El problema es que si tienes demasiados engramas empiezas a sentirte mal y a actuar sin ton ni son. De hecho, los engramas son la causa de todas las enfermedades mentales y provocan mucho sufrimiento. Por eso uso el e-metro: me ayuda a ver el momento en que tus pensamientos chocan con un engrama, porque justo entonces la aguja da una sacudida brusca. Así puedo ayudarte a recuperar el recuerdo que tienes que sacar a la luz. Cuando ese recuerdo pasa de tu subconsciente a tu consciente, también liberas la energía negativa que contiene. ¿Me sigues?
Jenny asintió y se irguió en el sillón. Sentía mariposas en el estómago.
—Cuando alguien libera todos sus engramas llega al nivel Claridad. A un Claridad ya no le afectan los engramas. Es sencillamente una persona inteligente, satisfecha y feliz, una persona que tiene su vida bajo control.
Peter giró el e-metro para ver el monitor. Luego sacó una libreta grande y un bolígrafo.
—¿Qué te parece? —preguntó.
—Pues genial —contestó Jenny—. Emocionante.
—Bien. Manos a la obra, pues. Empezaremos con una serie de engramas sobre el dolor de cabeza.
Miró el e-metro y apuntó algo en la libreta. Jenny empezó a tener espasmos en las manos y las relajó para no apretar tanto las latas. Peter levantó la vista:
—Te recomiendo que busques una forma cómoda de cogerlas y que luego trates de quedarte quieta. Si mueves la mano, afectas el movimiento de la aguja.
Jenny asintió.
—Estaré quieta —prometió.
—Bien. Empecemos. Piensa en la última vez que tuviste dolor de cabeza.
La respuesta llegó con rapidez.
—Creo que fue hace dos meses. Después del curso de comunicación de tres horas que hice aquí, al llegar a casa tuve una jaqueca repentina, y cuando me metí en la cama me dolía mucho. Me tuve que tomar un ibuprofeno y todo.
Peter le pidió que le diera más detalles. Jenny tuvo que hacer un gran esfuerzo para recordarlos. Hasta que no contó la misma historia tres veces, Peter no prosiguió.
—¡Bien! La aguja ya fluye —dijo con una gran sonrisa. Luego le preguntó si recordaba haber tenido jaquecas en circunstancias similares. A Jenny no le solía doler la cabeza y al principio no se le ocurrió nada, pero finalmente se acordó de la primera vez que había bebido alcohol. Cogió una borrachera tremenda y al día siguiente se levantó con resaca. Peter le hizo las mismas preguntas sobre aquella ocasión y luego pasaron a la siguiente experiencia. Jenny le contó que a los seis años se había caído de la mesa del comedor y se había abierto la frente. Todavía tenía la cicatriz. Se sabía aquella historia porque sus padres la contaban a menudo, pero en realidad ella no se acordaba de nada. Aun así, al final, Peter —Jenny no supo cómo— consiguió que ella rescatara los detalles que permanecían escondidos en su mente. O por lo menos eso pensó Jenny. Cuando tuvieron bien clara la historia, Peter repitió:
—¿Recuerdas algún momento anterior en el que tuvieras jaqueca?
Jenny lo miró. No podía creer lo que le estaba preguntando.
—Pero Peter, ahora nos estamos remontando a cuando era una bebé. Soy incapaz de recordar si me hice daño o si tuve dolor de cabeza cuando era tan pequeña.
Él no dijo nada. Esperó a que ella hablara. Jenny se quedó en silencio y trató de pensar. Se imaginó a sí misma de bebé, pero aparte de eso tenía la mente en blanco.
—No. No consigo recordar nada.
—Te lo volveré a preguntar. Ve a un momento previo en el que tuvieras jaqueca.
Peter no se rendía. Jenny volvió a intentarlo. Se quedó en silencio. Luego le entró la risa.
—¿Qué ocurre? —preguntó Peter.
—Que veo a una bebé que se resbala del cambiador y cae a la bañera. Pero solo me lo estoy inventando para no decepcionarte.
Peter la miró tranquilamente.
—Describe lo que ves.
Lo hizo, y se le ocurrieron muchísimos detalles. O quizás los recordó. No sabía si la historia era cierta o falsa, pero en ese momento le importaba bien poco. Las palabras fluyeron con una facilidad asombrosa. Pensó que tendría que preguntarle a su madre si de bebé se había caído en la bañera y se había dado un golpe en la cabeza. Después de contar la historia varias veces, Peter dijo que la aguja fluía y le hizo la pregunta de nuevo:
—Ve a un momento previo en el que tuvieras jaqueca.
Jenny volvió a mirarlo. Lo decía totalmente en serio. Ella trató de pensar en algún momento anterior a 1972, el año de su nacimiento.
La sala se quedó en silencio mucho tiempo. Como no se le ocurría nada, le empezó a entrar sueño. Peter volvió a decir lo mismo. Jenny se incorporó.
—Eso es —dijo Peter de pronto, mirando el e-metro—. ¿Qué ha sido eso? ¿En qué acabas de pensar?
Jenny sonrió. Se sentía tonta, pero lo dijo:
—He visto una oficina.
—¿Dónde estás? —preguntó Peter.
—En Nueva York. —Las palabras le salieron con naturalidad—. Me parece que es la década de los cuarenta. Estoy en una oficina bancaria y el dolor me martillea en la cabeza. Acabo de averiguar algo horrible: que mi yerno, a quien yo mismo contraté (porque soy el director del banco, por cierto) ha defraudado dinero. Lo estoy mirando. Él me devuelve la mirada y me doy cuenta de que sabe que lo sé. —Jenny se quedó en silencio, sumida en sus pensamientos.
—¿Te encuentras bien? —preguntó Peter.
—Sí. Solo estoy pensando que es raro que en mi última vida fuera un hombre.
Peter no respondió.
—Y… vaya, lo que veo es horrible —prosiguió Jenny—. Creo que cuando descubrí el desfalco, se lo dije a mi yerno. Él lo admitió. Estaba destrozado. Lo despedí y salió de la oficina. Era el padre de mis nietos.
Más imágenes, algunas de ellas fragmentarias, le vinieron a la cabeza. Jenny no hizo ningún esfuerzo, simplemente dejó que la historia saliera de su boca.
—Está claro que lo primero que hizo fue emborracharse en un bar. Luego se fue a su casa, metió a mi hija y a mis dos nietos en el coche y se tiró por un barranco. No me extraña que haya notado el dolor de cabeza.
Jenny rio por lo bajo. Se sentía feliz y triste a la vez. La historia la había impactado. Como había hecho con las otras, la contó varias veces, añadiendo detalles en cada ocasión. Entonces Peter dio por terminada la sesión, satisfecho. No acordaron qué harían a partir de ahora, pero Peter le pidió que volviera al centro para hablar de si quería colaborar con ellos. Luego le dijo que la terapia costaba dinero, pero que si trabajaba allí se la harían gratis.
Salió del centro mareada. ¡Las imágenes que le habían venido a la cabeza parecían tan reales! ¿Era cierto todo aquello? Si lo buscaba, quizás podía encontrar aquella historia que había sucedido en el Nueva York de los años cuarenta. Tendría que dar con un hombre que hubiera estado casado con la hija de un director de banco y que se hubiera suicidado con su familia. Pero lo que más la acuciaba eran sus ganas de contárselo todo a Daniel. No podía esperar a llegar a casa.
Cuando entró en el piso, el ambiente era muy acogedor. Había velas encendidas por doquier, Daniel había preparado té y en la minicadena sonaba Black Velvet, de Alannah Myles. Hablar de las auditorías estaba prohibido, pero ellos decidieron saltarse la norma y prometieron que no lo compartirían con nadie más.
Jenny fue la primera en contar su historia. Estaba tan inmersa en ella que no se dio cuenta de la reacción de Daniel. Hasta que, de pronto, dejó de hablar. Daniel se había quedado pálido y miraba el techo sentado en el sofá, con las manos en la nuca.
—¿Te pasa algo? —preguntó Jenny. Él bajó los brazos y se inclinó hacia ella.
—Jenny, el yerno soy yo.