Читать книгу Secta - Stefan Malmström - Страница 11
8
ОглавлениеPasadas las once de la mañana, Thomas Svärd salió de la autopista E22, que unía Karlskrona y Nättraby, y se metió con el coche en el aparcamiento de Summerland, el parque acuático de Blekinge. Summerland tenía una piscina, una zona de juegos con chorros de agua, una pista de karts y castillos hinchables. Fuera había unos cien vehículos aparcados. Antes de entrar, Svärd sacó una sillita infantil del maletero y la colocó en el asiento del copiloto.
Esa mañana se había levantado pronto para teñirse la melena rubia de negro azabache. También se había repasado la barba. Cuando se miraba al espejo, le gustaba lo que veía. Sabía que era atractivo. Además, se esforzaba por estar en forma. Cada dos días salía a correr un buen rato por la isla, y los días que no corría hacía flexiones, abdominales y dominadas. Las mujeres se fijaban en él. Con su pelo oscuro y su barba de tres días, se parecía a George Clooney.
A las diez en punto entró en el Intersport del centro comercial Amiralen, en Karlskrona. Compró un gorro de paja, un bañador, una bolsa de playa, un pareo, dos flotadores de colores, una toalla de adulto y dos de niño: una con una imagen de Pipi Calzaslargas y otra de la película Cars. Luego fue a la gasolinera Statoil, de donde salió con una silla plegable de playa, gafas de sol, chucherías y la última novela negra de Jens Lapidus.
Cuando llegó a la puerta de Summerland, vestido con su camisa de lino blanca y sus bermudas azul marino, iba cargado con todas aquellas compras. La chica de la entrada era nueva. La última vez, Svärd solo había ido a comer y a mirar a los críos, pero el personal del parque reparó en él. En la entrada, se dio cuenta de que lo miraban más de lo normal, y luego la encargada le ordenó a una de las chicas que lo siguiera. Esta vez tendría que ir con más cuidado.
La recepcionista se apoyó en el mostrador y lo miró de arriba abajo.
—¿Ha venido solo? —preguntó. Svärd le respondió con una sonrisa.
—No. Mi ex está a punto de llegar. Se ha retrasado un poco, eso es todo. Pagaré ahora las entradas. Un adulto y dos niños.
—¿Miden más de un metro?
Svärd la miró con cara de no entender nada.
—Los niños de menos de un metro entran gratis —le aclaró la chica.
—Ah, sí, claro. Uno mide menos y la otra más.
Pagó, cogió sus cosas y entró directamente a la zona de la piscina. Estaba a reventar. Casi todas las tumbonas estaban ocupadas y el césped, sembrado de toallas y pareos. Hacía calor. Sobre la caseta de información, el termómetro digital marcaba 30 grados. Svärd se quedó de pie, buscando el mejor sitio. Si se ponía en el césped con la toalla, se arriesgaba a que alguien viera que estaba solo, pero si encontraba una tumbona al lado de una madre sola parecería que había venido con ella.
Bajó la escalera, pasó por la piscina infantil y se acercó sigilosamente a las tumbonas. Vio a una mujer y a dos niños comiéndose un helado. Justo al lado había una tumbona libre. Le preguntó a la mujer si estaba ocupada y ella le dijo que no. Svärd se dio cuenta de que miraba alrededor, buscando a su familia.
—Mi ex viene ahora con los niños —dijo él con una sonrisa—. Llegan un poco tarde.
La mujer le respondió con otra sonrisa mientras limpiaba los churretes de helado de la cara de su hija, que no paraba de dar saltitos. Se notaba que estaba deseando que la dejaran volver a la piscina. Thomas calculó que tendría unos ocho o nueve años. Era demasiado mayor. Y demasiado fea.
Thomas dejó las cosas en el suelo y colocó la tumbona de cara a la piscina infantil y a la entrada. Se quitó la camisa de lino y se envolvió con la toalla para ponerse el bañador. Mientras se cambiaba, se dio cuenta de que la mujer lo miraba disimuladamente. Era gorda y poco atractiva, seguramente estaba soltera. Él se tumbó, cogió el libro y fingió sumergirse en él, aunque, en realidad, tras las gafas de sol, sus ojos iban en busca de la niña adecuada. Después de quince minutos, la encontró. Tenía unos cinco años y el pelo rubio y ondulado. Estaba preciosa con su diminuto bikini rojo. De pronto echó a correr y se sentó a menos de veinte metros de Thomas, en un pareo donde había dos niños más —seguramente sus hermanos— y una mujer.
Los niños comían y la mujer hablaba por el móvil. Thomas se fijó en que cuando no estaba hablando, se dedicaba a mirarlo. Perfecto: una madre egocéntrica y distraída. Al rato, los niños terminaron de comer y salieron disparados hacia la piscina infantil. Entonces, la madre levantó la vista y gritó algo, pero no le hicieron caso. Seguramente les estaba diciendo a los mayores que vigilaran a su hermana pequeña. Thomas se levantó, cogió la cámara y se dirigió a la piscina, donde se quedó de pie, mirando a los críos. Alrededor había bastantes padres y madres vigilando a sus pequeños. Thomas agarró bien fuerte su cámara: la niña se había arrodillado en el borde de la piscina e intentaba alcanzar un juguete que flotaba en el agua. La parte de abajo del bikini se le había metido entre las pequeñas nalgas, que habían quedado al descubierto.
Se puso al lado de la niña. Primero fingió fotografiar otras cosas, pero cuando lo vio claro la apuntó disimuladamente con el objetivo durante un segundo y tomó tres fotos. Luego alejó la cámara hábilmente y volvió a hacer como que estaba pendiente de la piscina. Momentos después, bajó la cámara y miró alrededor. Ningún padre había reparado en él. De pronto, la chiquilla se inclinó demasiado y cayó a la piscina. No era profunda, pero se asustó y empezó a dar manotazos y grandes salpicones. Sus hermanos estaban en el tobogán y no se dieron cuenta de lo que había ocurrido, de modo que Thomas dejó la cámara en el suelo, se lanzó a la piscina y sacó a la niña del agua. La pequeña, que gimoteaba y se sorbía los mocos, lo rodeó con los brazos. Él la consoló y la sentó en el borde de la piscina.
—¿Te has asustado? —le preguntó.
La niña asintió con la cabeza.
—No te preocupes, ya estás a salvo. ¿Cómo te llamas?
—Anna.
—Qué nombre tan bonito. ¿Te puedo llevar con tu madre?
Ella volvió a asentir, y Thomas salió de la piscina, rescató su cámara, cogió a Anna de la mano y la llevó hacia el césped. Allí, la niña le contó a su madre lo que había ocurrido, y la madre le dio las gracias a Thomas.
—Tendré que hablar muy en serio con sus hermanos —aseguró—. Me han prometido que la vigilarían. Anna, ¿ya le has dado las gracias a este señor tan amable?
Anna negó con la cabeza.
—Pues dáselas, venga.
—Gracias —dijo la niña mirando a Thomas, que le dedicó su sonrisa más seductora.
—De nada, Anna. Prométeme que irás con cuidado la próxima vez que estés cerca de la piscina.
Anna sonrió con timidez y se agarró a su madre. Thomas les dijo adiós antes de volver a su tumbona.
—He visto lo que ha pasado —dijo la mujer de al lado—. Bien hecho.
—Gracias —respondió Thomas—. Seguramente no le habría ocurrido nada, no ha caído en una zona demasiado profunda.
—Nunca se sabe —contestó la mujer—. No sé qué le pasa por la cabeza a esa mujer. Ella se queda ahí, sentada con el móvil, y delega en los hijos mayores la responsabilidad de cuidar a la pequeña. No me entra en la cabeza.
Thomas cogió el libro y volvió a fingir que leía. Le pareció que la mujer pretendía coquetear, y él no quería seguirle la corriente. No tenía tiempo para aquella gorda pesada. Miró hacia el césped, donde ahora la madre de Anna estaba riñendo a sus otros hijos. Al cabo de unos minutos, Anna quiso ir a jugar. La madre le ordenó al hermano mayor que la cogiera de la mano, y los dos niños se dirigieron a la zona de juegos que había cerca de la entrada y del restaurante. Thomas simuló que miraba el móvil, se levantó, cogió sus cosas y se despidió de la mujer de la tumbona.
—Me acaba de escribir mi ex. Qué pena, al final los niños no podrán venir a nadar —le dijo antes de dirigirse hacia la salida. Allí, dejó sus cosas al lado de la puerta y luego volvió sobre sus pasos y se quedó de pie en la tarima de madera que había enfrente de la zona de juegos. Anna y su hermano mayor estaban en el tobogán, por donde Thomas los miró tirarse una y otra vez, hasta que el niño vio que abrían la pista de karts, pegó un chillido y salió corriendo. Justo en ese momento, Anna estaba bajando por el tobogán, y no vio irse a su hermano. Al llegar al suelo lo buscó con la mirada, pero antes encontró a Thomas, que la saludó con la mano. Ella sonrió y le devolvió el saludo. Entonces Thomas le hizo un gesto con el brazo para que se acercara. Cuando vio que corría hacia él, se le aceleró el pulso. Miró hacia la piscina. Desde allí no alcanzaba a ver a la madre. El niño, que estaba en la cola de los karts, no se dio cuenta de nada.
La niña llegó y Thomas se agachó.
—Anna, ¿te gustan las chucherías?
Anna asintió.
—Tengo una bolsa grande en mi coche. Si vienes conmigo, dejaré que te las comas. ¿Te apetecen?
Anna asintió una vez más. Thomas se incorporó, le acercó la mano y ella se la cogió. Salieron juntos del parque.