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Pa­sa­das las once de la mañana, Thomas Svärd salió de la au­to­pis­ta E22, que unía Karls­kro­na y Nät­traby, y se metió con el coche en el apar­ca­m­ien­to de Sum­mer­land, el parque acuá­ti­co de Ble­kin­ge. Sum­mer­land tenía una pis­ci­na, una zona de juegos con cho­rros de agua, una pista de karts y cas­ti­llos hin­cha­bles. Fuera había unos cien vehí­cu­los apar­ca­dos. Antes de entrar, Svärd sacó una si­lli­ta in­fan­til del ma­le­te­ro y la colocó en el as­ien­to del co­pi­lo­to.

Esa mañana se había le­van­ta­do pronto para te­ñir­se la melena rubia de negro aza­ba­che. Tam­bién se había re­pa­sa­do la barba. Cuando se miraba al espejo, le gus­ta­ba lo que veía. Sabía que era atrac­ti­vo. Además, se es­for­za­ba por estar en forma. Cada dos días salía a correr un buen rato por la isla, y los días que no corría hacía fle­x­io­nes, ab­do­mi­na­les y do­mi­na­das. Las mu­je­res se fi­ja­ban en él. Con su pelo oscuro y su barba de tres días, se pa­re­cía a George Clo­o­n­ey.

A las diez en punto entró en el In­ters­port del centro co­mer­c­ial Ami­ra­len, en Karls­kro­na. Compró un gorro de paja, un ba­ña­dor, una bolsa de playa, un pareo, dos flo­ta­do­res de co­lo­res, una toalla de adulto y dos de niño: una con una imagen de Pipi Cal­zas­lar­gas y otra de la pe­lí­cu­la Cars. Luego fue a la ga­so­li­ne­ra Sta­t­oil, de donde salió con una silla ple­ga­ble de playa, gafas de sol, chu­che­rí­as y la última novela negra de Jens La­pi­dus.

Cuando llegó a la puerta de Sum­mer­land, ves­ti­do con su camisa de lino blanca y sus ber­mu­das azul marino, iba car­ga­do con todas aq­ue­llas com­pras. La chica de la en­tra­da era nueva. La última vez, Svärd solo había ido a comer y a mirar a los críos, pero el per­so­nal del parque reparó en él. En la en­tra­da, se dio cuenta de que lo mi­ra­ban más de lo normal, y luego la en­car­ga­da le ordenó a una de las chicas que lo si­g­u­ie­ra. Esta vez ten­dría que ir con más cui­da­do.

La re­cep­c­io­nis­ta se apoyó en el mos­tra­dor y lo miró de arriba abajo.

—¿Ha venido solo? —pre­gun­tó. Svärd le res­pon­dió con una son­ri­sa.

—No. Mi ex está a punto de llegar. Se ha re­tra­sa­do un poco, eso es todo. Pagaré ahora las en­tra­das. Un adulto y dos niños.

—¿Miden más de un metro?

Svärd la miró con cara de no en­ten­der nada.

—Los niños de menos de un metro entran gratis —le aclaró la chica.

—Ah, sí, claro. Uno mide menos y la otra más.

Pagó, cogió sus cosas y entró di­rec­ta­men­te a la zona de la pis­ci­na. Estaba a re­ven­tar. Casi todas las tum­bo­nas es­ta­ban ocu­pa­das y el césped, sem­bra­do de to­a­llas y pareos. Hacía calor. Sobre la caseta de in­for­ma­ción, el ter­mó­me­tro di­gi­tal mar­ca­ba 30 grados. Svärd se quedó de pie, bus­can­do el mejor sitio. Si se ponía en el césped con la toalla, se arr­ies­ga­ba a que al­g­u­ien viera que estaba solo, pero si en­con­tra­ba una tum­bo­na al lado de una madre sola pa­re­ce­ría que había venido con ella.

Bajó la es­ca­le­ra, pasó por la pis­ci­na in­fan­til y se acercó si­gi­lo­sa­men­te a las tum­bo­nas. Vio a una mujer y a dos niños co­mién­do­se un helado. Justo al lado había una tum­bo­na libre. Le pre­gun­tó a la mujer si estaba ocu­pa­da y ella le dijo que no. Svärd se dio cuenta de que miraba al­re­de­dor, bus­can­do a su fa­mi­l­ia.

—Mi ex viene ahora con los niños —dijo él con una son­ri­sa—. Llegan un poco tarde.

La mujer le res­pon­dió con otra son­ri­sa mien­tras lim­p­ia­ba los chu­rre­tes de helado de la cara de su hija, que no paraba de dar sal­ti­tos. Se notaba que estaba de­se­an­do que la de­ja­ran volver a la pis­ci­na. Thomas cal­cu­ló que ten­dría unos ocho o nueve años. Era de­ma­s­ia­do mayor. Y de­ma­s­ia­do fea.

Thomas dejó las cosas en el suelo y colocó la tum­bo­na de cara a la pis­ci­na in­fan­til y a la en­tra­da. Se quitó la camisa de lino y se en­vol­vió con la toalla para po­ner­se el ba­ña­dor. Mien­tras se cam­b­ia­ba, se dio cuenta de que la mujer lo miraba di­si­mu­la­da­men­te. Era gorda y poco atrac­ti­va, se­gu­ra­men­te estaba sol­te­ra. Él se tumbó, cogió el libro y fingió su­mer­gir­se en él, aunque, en re­a­li­dad, tras las gafas de sol, sus ojos iban en busca de la niña ade­c­ua­da. Des­pués de quince mi­nu­tos, la en­con­tró. Tenía unos cinco años y el pelo rubio y on­du­la­do. Estaba pre­c­io­sa con su di­mi­nu­to bikini rojo. De pronto echó a correr y se sentó a menos de veinte metros de Thomas, en un pareo donde había dos niños más —se­gu­ra­men­te sus her­ma­nos— y una mujer.

Los niños comían y la mujer ha­bla­ba por el móvil. Thomas se fijó en que cuando no estaba ha­blan­do, se de­di­ca­ba a mi­rar­lo. Per­fec­to: una madre ego­cén­tri­ca y dis­tra­í­da. Al rato, los niños ter­mi­na­ron de comer y sa­l­ie­ron dis­pa­ra­dos hacia la pis­ci­na in­fan­til. En­ton­ces, la madre le­van­tó la vista y gritó algo, pero no le hi­c­ie­ron caso. Se­gu­ra­men­te les estaba di­c­ien­do a los ma­yo­res que vi­gi­la­ran a su her­ma­na pe­q­ue­ña. Thomas se le­van­tó, cogió la cámara y se di­ri­gió a la pis­ci­na, donde se quedó de pie, mi­ran­do a los críos. Al­re­de­dor había bas­tan­tes padres y madres vi­gi­lan­do a sus pe­q­ue­ños. Thomas agarró bien fuerte su cámara: la niña se había arro­di­lla­do en el borde de la pis­ci­na e in­ten­ta­ba al­can­zar un ju­g­ue­te que flo­ta­ba en el agua. La parte de abajo del bikini se le había metido entre las pe­q­ue­ñas nalgas, que habían que­da­do al des­cu­b­ier­to.

Se puso al lado de la niña. Pri­me­ro fingió fo­to­gra­f­iar otras cosas, pero cuando lo vio claro la apuntó di­si­mu­la­da­men­te con el ob­je­ti­vo du­ran­te un se­gun­do y tomó tres fotos. Luego alejó la cámara há­bil­men­te y volvió a hacer como que estaba pen­d­ien­te de la pis­ci­na. Mo­men­tos des­pués, bajó la cámara y miró al­re­de­dor. Ningún padre había re­pa­ra­do en él. De pronto, la chi­q­ui­lla se in­cli­nó de­ma­s­ia­do y cayó a la pis­ci­na. No era pro­fun­da, pero se asustó y empezó a dar ma­no­ta­zos y gran­des sal­pi­co­nes. Sus her­ma­nos es­ta­ban en el to­bo­gán y no se dieron cuenta de lo que había ocu­rri­do, de modo que Thomas dejó la cámara en el suelo, se lanzó a la pis­ci­na y sacó a la niña del agua. La pe­q­ue­ña, que gi­mo­te­a­ba y se sorbía los mocos, lo rodeó con los brazos. Él la con­so­ló y la sentó en el borde de la pis­ci­na.

—¿Te has asus­ta­do? —le pre­gun­tó.

La niña asin­tió con la cabeza.

—No te pre­o­cu­pes, ya estás a salvo. ¿Cómo te llamas?

—Anna.

—Qué nombre tan bonito. ¿Te puedo llevar con tu madre?

Ella volvió a asen­tir, y Thomas salió de la pis­ci­na, res­ca­tó su cámara, cogió a Anna de la mano y la llevó hacia el césped. Allí, la niña le contó a su madre lo que había ocu­rri­do, y la madre le dio las gra­c­ias a Thomas.

—Tendré que hablar muy en serio con sus her­ma­nos —ase­gu­ró—. Me han pro­me­ti­do que la vi­gi­la­rí­an. Anna, ¿ya le has dado las gra­c­ias a este señor tan amable?

Anna negó con la cabeza.

—Pues dá­se­las, venga.

—Gra­c­ias —dijo la niña mi­ran­do a Thomas, que le dedicó su son­ri­sa más se­duc­to­ra.

—De nada, Anna. Pro­mé­te­me que irás con cui­da­do la pró­xi­ma vez que estés cerca de la pis­ci­na.

Anna sonrió con ti­mi­dez y se agarró a su madre. Thomas les dijo adiós antes de volver a su tum­bo­na.

—He visto lo que ha pasado —dijo la mujer de al lado—. Bien hecho.

—Gra­c­ias —res­pon­dió Thomas—. Se­gu­ra­men­te no le habría ocu­rri­do nada, no ha caído en una zona de­ma­s­ia­do pro­fun­da.

—Nunca se sabe —con­tes­tó la mujer—. No sé qué le pasa por la cabeza a esa mujer. Ella se queda ahí, sen­ta­da con el móvil, y delega en los hijos ma­yo­res la res­pon­sa­bi­li­dad de cuidar a la pe­q­ue­ña. No me entra en la cabeza.

Thomas cogió el libro y volvió a fingir que leía. Le pa­re­ció que la mujer pre­ten­día co­q­ue­te­ar, y él no quería se­g­uir­le la co­rr­ien­te. No tenía tiempo para aq­ue­lla gorda pesada. Miró hacia el césped, donde ahora la madre de Anna estaba ri­ñen­do a sus otros hijos. Al cabo de unos mi­nu­tos, Anna quiso ir a jugar. La madre le ordenó al her­ma­no mayor que la co­g­ie­ra de la mano, y los dos niños se di­ri­g­ie­ron a la zona de juegos que había cerca de la en­tra­da y del res­t­au­ran­te. Thomas simuló que miraba el móvil, se le­van­tó, cogió sus cosas y se des­pi­dió de la mujer de la tum­bo­na.

—Me acaba de es­cri­bir mi ex. Qué pena, al final los niños no podrán venir a nadar —le dijo antes de di­ri­gir­se hacia la salida. Allí, dejó sus cosas al lado de la puerta y luego volvió sobre sus pasos y se quedó de pie en la tarima de madera que había en­fren­te de la zona de juegos. Anna y su her­ma­no mayor es­ta­ban en el to­bo­gán, por donde Thomas los miró ti­rar­se una y otra vez, hasta que el niño vio que abrían la pista de karts, pegó un chi­lli­do y salió co­rr­ien­do. Justo en ese mo­men­to, Anna estaba ba­jan­do por el to­bo­gán, y no vio irse a su her­ma­no. Al llegar al suelo lo buscó con la mirada, pero antes en­con­tró a Thomas, que la saludó con la mano. Ella sonrió y le de­vol­vió el saludo. En­ton­ces Thomas le hizo un gesto con el brazo para que se acer­ca­ra. Cuando vio que corría hacia él, se le ace­le­ró el pulso. Miró hacia la pis­ci­na. Desde allí no al­can­za­ba a ver a la madre. El niño, que estaba en la cola de los karts, no se dio cuenta de nada.

La niña llegó y Thomas se agachó.

—Anna, ¿te gustan las chu­che­rí­as?

Anna asin­tió.

—Tengo una bolsa grande en mi coche. Si vienes con­mi­go, dejaré que te las comas. ¿Te ape­te­cen?

Anna asin­tió una vez más. Thomas se in­cor­po­ró, le acercó la mano y ella se la cogió. Sa­l­ie­ron juntos del parque.

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