Читать книгу La velocidad del pánico - Stuart Flores - Страница 11
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Sucedió mientras transcribía una entrevista. Se la hice al gran Kazbek. Según órdenes de Herbert, cuando los libros que nos llegaban eran incomprensibles, había entonces que hacer entrevistas a los autores y no reseñas. El libro de Kazbek cumplía con ese único requisito de ser incomprensible.
Podría tratarse de una novela, pero existían muchos elementos que la hacían imposible de encasillar en el género. Por ejemplo, hacia la mitad del libro se había insertado un poemario cuyo autor era el personaje sobre el que se centraba toda la historia.
Aquel poemario fue lo que me resultó más incomprensible. Se titulaba Las medusas. Los versos resultaban trascendentes o no, según la importancia que uno le daba. Recuerdo uno en apariencia inofensivo: «te sumergiste en el delirio». Primero, el verso pasaba rápidamente por aquella rendija que tenemos todos y que no es otra cosa que la abertura hacia nuestro mundo sensible, la misma rendija por la que también transcurren las palabras hirientes. En esos casos, una alarma se activa y nuestro cuerpo comienza a sentir las causas del lenguaje. Con «te sumergiste en el delirio» aquella alarma jamás se había encendido. Versos de esa apariencia inofensiva se iban colando en mi interior, y yo, muy despacio, a ciegas, entendía toda su gravedad (la poesía no necesita ser entendida, pero hay una fibra intelectual que palpita, así que la palabra «entender» es más que pertinente). Me sentía entonces inundado por el verso. Sin embargo, al día siguiente aquello que había calado tan hondo era ya un traste viejo.
Recuerdo cómo sucedió todo. Y parecerá una locura culpar a un verso dentro del libro de Kazbek, pero ¿es que acaso la locura no está precedida y quizá anunciada por sucesos descabellados que se van encadenando uno tras otro? Todos los caminos extraños y retorcidos conducen a la demencia, y uno los va recorriendo sin saber, incluso con la confianza de estar labrando el buen camino, el único camino.
Aquel verso llegó, como dije, e inició el periodo del pánico. Lo leyó con voz enfática el mismo Kazbek durante la entrevista. Quizá allí debió de traspasar la rendija sin activar la alarma, pienso ahora. Pero en aquel entonces, mientras lo transcribía, mientras escuchaba en la grabación la voz de Kazbek y copiaba palabra por palabra como si fuese yo un hacedor de versos, comencé a estallar por dentro.
Corrí a los baños y me encerré en uno. Mi corazón parecía un caballo desbocado, un caballo que avanza temerariamente por el bosque, tentado o fascinado por el suicidio.
Me quedé allí quizá una hora, sentado en la taza y con los pantalones abajo para disimular. La voz de Kazbek aún paseaba por los recovecos de mi cabeza. Y no era un avance que obedecía a la arquitectura de los pasillos de mi mente. Su recorrido era atroz y caótico y rompía puertas o paredes y creaba nuevos senderos, tramos que nunca tendrían que haberse abierto. Escuchaba la voz insistente del escritor haciendo caer sobre mí el peso de su lenguaje. Y hacía todo el esfuerzo posible para negarme al entendimiento, pero este irrumpía con fuerza descomunal dentro de mi cráneo. Se trataba de aquella iluminación en la cual uno logra verle las costuras a la realidad. A ese tipo de iluminación dolorosa me refiero, no a otra.
Había pasado mucho tiempo y el propio Herbert se acercó al baño, tocó mi puerta y dijo: no se lo diré a nadie, S; solo procura que no se note. Después caminó hacia el lavabo y lo escuché aspirar.