Читать книгу La velocidad del pánico - Stuart Flores - Страница 7
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El editor general de El Nictálope, la revista donde trabajaba, era un hombre muy perspicaz. Se rumoreaba que tenía un «asunto» con el director. Lo de «asunto» jamás lo entendí cuando lo escuché por primera vez. Las siguientes veces tampoco lo entendí, pero simulaba que sabía. Luego también comencé a difundir aquel rumor. «Herbert tiene un asunto con el director, así que ten cuidado de estarlo contando por allí». Cosas así, sobre todo a una muchacha pelirroja, practicante de la sección. Es bueno aparentar saber algo cuando en realidad no se sabe nada.
Herbert fue el primero en notar mi enfermedad.
Como ya dije, era un hombre muy astuto. Nada, absolutamente nada, se le pasaba por alto. Por eso la revista era una de las más impecables del medio. Un día me llamó a su oficina para hablar a solas y me dijo: S, sé que tuviste ese horrible accidente en la playa, pero estás enfermo. Yo asentí y lo miré fijamente. Quería hacerle notar con la mirada que sabía lo de su «asunto». Es decir, que siempre lo había sabido, solo que ahora era necesario hacerlo evidente. Quería intimidarlo. Creo que no lo conseguí. ¿Se me nota mucho?, pregunté. Lo suficiente, dijo. Deberías ir al doctor hoy mismo. No lo podrás ocultar por mucho tiempo. Y luego me miró y en aquellos ojos pude percibir que él sabía lo que yo sabía. Vale decir, lo de su «asunto» con el director. Eso, a fin de cuentas, resultó más intimidante. No se lo diré a nadie, finalizó y me puso una mano sobre el hombro con actitud piadosa.
Antes de visitar a un doctor, le pedí a Lila que anotara mi conducta durante una semana. Cenábamos en casa, veíamos la televisión hasta tarde y luego nos íbamos a dormir. Luego del accidente estábamos obligados a llevar una vida más sedentaria. (Cabe hacer aquí una aclaración: Lila no estaba obligada. Sin embargo, tal vez no tenía otra opción que la de acoplarse a mi nueva forma de vida). De aquella breve rutina Lila extrajo una valiosa información que en el futuro sirvió para mi historia clínica. Sobre todo, sacó a relucir unas insospechadas dotes de observación. Por un momento estuve muy convencido de que la escritura era lo suyo. Ya se lo había planteado con anterioridad, cuando me enseñó la libreta que llenaba el día que nos conocimos.
Algunas tardes, al llegar a la redacción, Herbert se acercaba a mi sitio y me decía al oído: no se lo diré a nadie, pero procura que no se note. Luego me guiñaba un ojo y se perdía entre las nubes de humo que cubrían la sala, como un espectro que se disuelve en la neblina. Para ese entonces, el humo del tabaco que cubría la redacción no me molestaba en absoluto. Yo mismo ponía de mi parte para darle consistencia a aquella neblina. Después seguía con los encargos de la jornada, pero cada tanto iba al baño para mirarme en el espejo. Contemplando mi imagen pensaba que sí, tal vez se me notaba un poco. Lo suficiente. Y ante mi reflejo confirmaba lo dicho por Herbert. No iba a poder esconderlo por mucho tiempo.
El diagnóstico del doctor fue muy parecido a las conclusiones que habíamos obtenido Lila y yo de sus apuntes. Le pedí que siguiera con las anotaciones por tiempo indefinido. Y con el correr de los días, las observaciones de Lila se fueron haciendo más sintéticas y no por eso menos precisas y certeras. Los últimos días solo escribía dos palabras en la libreta: tiene pánico.
Y tuvo que llegar el día en que, por primera vez, experimenté el pánico.