Читать книгу La velocidad del pánico - Stuart Flores - Страница 6
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La primera noche en Vurgolz me la pasé leyendo la novela de Tonino. Se titulaba El síndrome de Hemingway y al llegar a las últimas líneas me di cuenta de que ya había comenzado a amanecer. Jansen y yo habíamos arribado al hospital muchas horas antes, justo cuando el cielo de domingo empezaba a oscurecerse.
Visto desde fuera, Vurgolz parecía un castillo inglés, ampuloso y elegante. Es un buen comienzo, pensé. Luego, en el mostrador de admisión, una mujer gorda y de escasos cabellos rubios me hizo llenar una pequeña ficha:
INFORMACIÓN DEL PACIENTE
Nombre: S
Sexo: Varón
Lugar de nacimiento: Helvia
Profesión: Periodista
Jansen me condujo a una habitación donde me desnudó y tomó nota de mi talla y peso. Luego me llevó a un cuarto de baño dentro de la misma pieza y me colocó debajo de una regadera. El agua estaba tibia y, con una esponja enjabonada, Jansen me restregó todo el cuerpo. Después de la ducha me secó con una toalla haciendo suaves masajes en mi piel. Salimos del cuarto de baño, y del cajón de un escritorio sacó un paquete y lo abrió con los dientes. Extrajo un pantalón, un calzoncillo y una camisa celestes. Ordenó que me sentara en una camilla y se encargó de vestirme. Lo hacía todo de forma impecable y metódica. Sin embargo, su trato no fue mecánico. Sería falso y mezquino de mi parte decir algo parecido. En cada gesto suyo percibí una cosa muy semejante a la ternura.
Luego me condujo a mi habitación. Me preguntó si tenía problemas con los números impares. Le dije que no. Tal vez en los años impares me iba mal, pero no tenía problema alguno para enfrentarme a los impares. Algunos pacientes tienen problemas con los números primos, dijo. Tu cuarto es el 137.
El enfermero me recostó en la cama y, mientras ordenaba en un ropero los objetos que había traído en la maleta, dijo, refiriéndose a los libros: no saques ninguno de tu habitación. Puede ser peligroso. Me preguntó si quería pastillas para dormir. Le dije que sí, pero no tenía planeado intentar dormir esa noche. Dejó dos pastillas sobre el velador y también un libro. Después me arropó y deseó las buenas noches. Por un momento quise que me diera un beso en la mejilla. El beso de las buenas noches.
El libro del velador era la novela de Tonino que Lila había empacado. Comencé a leerla de inmediato.
La novela de Tonino me atrapó desde el inicio. Contaba la historia de un chileno que viaja a Cuba para buscar unos manuscritos que Hemingway había dejado en aquella isla. En especial, el manuscrito de una novela titulada You are the night, Elsa. El chileno, llamado Arturo Gospel, encuentra dicha novela, la lee en un par de días y se obsesiona tanto con ella que llega a enloquecer. La novela trata sobre un escritor que encuentra el cadáver de una antigua novia, Elsa Ford, y conduce el cuerpo hasta su habitación para escribir la biografía de su amada y narrar los años que pasaron juntos. Gospel, en alguna parte del libro, llega a padecer el mismo trastorno que sufrió Hemingway al final de sus días. Piensa que los herederos de la obra del escritor estadounidense lo están buscando para arrebatarle el manuscrito. Piensa, sobre todo, que Elsa Ford está viva y que también lo persigue para quitarle la novela. Como era de esperar, en el último capítulo, este personaje se suicida de la misma manera que lo hizo Hemingway, pero antes se come el manuscrito hoja por hoja.
Ya había leído otros libros de Tonino, pero este me sorprendió de manera grata. La trama estaba muy bien urdida y uno llega a mimetizarse tanto con el propio Gospel cuando este comienza a delirar y cree que incluso la policía internacional está tras sus pasos.
Me levanté de la cama. Tras las cortinas se adivinaba la odiosa luz del amanecer. No hay nada que un insomne deteste tanto como la luz del nuevo día. Salí de mi habitación (por un momento pensé que habían echado la llave en la cerradura) y atravesé los pasillos buscando un reloj. Solo encontré a algunos pacientes sentados en las esquinas, abrazando sus rodillas y con la cabeza gacha. Parecían dormir. No había ningún reloj pero asumí que serían las seis de la mañana. La gorda de escasos cabellos rubios estaba dormida sobre su silla y con la boca abierta apuntando hacia arriba. Roncaba.
Me dirigí entonces hacia los jardines y me senté en una banca.
Un hombre se encargaba de regar unas hortensias. Fue fácil deducir que no se trataba de ningún jardinero. Llevaba el traje celeste con el que me habían uniformado. Por un momento creí escuchar que hablaba con las hortensias. O quizá estaba hablando consigo mismo. Preferí creer que estaba recitando algún poema que había aprendido de memoria, lo cual, a mi parecer, es la peor manifestación de la locura.
Tras las lejanas montañas que rodeaban Vurgolz, un sol perezoso se iba anunciando. Y lo odié con toda mi alma. Cerré los ojos, agaché la cabeza y sentí que unos rayos de luz se iban estrellando dulcemente contra mi nuca. Pensé en Gospel y en su delirio. Pensé también en Hemingway y en su delirio. Entonces una pesada mano se colocó sobre mi hombro.