Читать книгу La velocidad del pánico - Stuart Flores - Страница 8

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S me empezó a atraer de forma lenta y apacible. Sobre todo cuando aprendió a fumar. Me gustaba su manera delicada de coger los cigarrillos que colocaba entre los dedos índice y medio. Durante las noches que pasaba con él parecía incluso que jamás se llevaba los cigarrillos a los labios y, sin embargo, al finalizar la charla, el cenicero ya estaba rebosante de colillas. Sus actitudes eran suaves e imperceptibles, y de ese modo el encanto fue penetrando silencioso dentro de mi pecho. De pronto, repentino como la escasa lluvia de nuestra ciudad, el sentimiento ya había echado raíces en mi interior y nunca me había dado cuenta.

Antes S no fumaba. Según me contó, lo empezó a hacer con Lila. Me hablaba de ella con esa certeza un poco absurda que tienen los que van cayendo en el enamoramiento. Y, como es obvio, empecé a sentir celos de aquella muchacha. Antes de la llegada de Lila, S y yo lo hacíamos todo juntos. Íbamos al cine, tomábamos algunas copas e intercambiábamos libros. Y allí se fue gestando aquella atracción sosegada y tierna, una atracción que me atravesaba los intestinos de forma callada y a la vez tenaz, como quien va cavando un fino agujero de escape sin el menor apuro.

Nos veíamos en las noches cuando él salía de la revista. Yo lo esperaba en mi auto, bajaba la ventanilla y lo miraba acercarse. Y observaba esa figura frágil y endeble marchar por el asfalto apenas iluminado por las farolas. Su cuerpo esmirriado recibía toda esa luz triste y anaranjada, y algo parecido a un afán protector despertaba en mí, algo que intentaba capturar en los cuentos que escribía de madrugaba, pero que solo en contadas ocasiones logré plasmar. ¿Por qué el deseo se vuelve inexplicable? ¿Por qué el lenguaje se vuelve un artificio inútil a la hora de entender aquel afecto que va arraigándose dentro de nosotros? Deseo incomprensible y lenguaje vacío. En eso consistía mi principal obstáculo al momento de escribir sobre ti, S.

Ya en mi auto, S me hablaba sobre las comisiones que había realizado durante el día, el martirio al que Herbert lo sometía, el lamento por sus escasas horas de lectura. Recuerdo aquella voz tersa y nocturna, la voz del muchacho que transita con dificultad y temor hacia la vida adulta. ¿Cómo no sentir empatía si yo también había atravesado con mucho esfuerzo el mismo camino? Crecer, a fin de cuentas, es inevitable, y uno va acostumbrándose a la idea de que jamás habrá un punto de retorno. Todo lo contrario. Uno camina hacia un abismo y se detiene apenas en el borde y considera a veces la idea de arrojarse al vacío. Mi pequeño ángel decadente estaba llegando a esos confines. Para distraerlo, le decía que podíamos ver una película o ir a tomar algo. Y S siempre aceptaba. Sonreía de forma leve, mostraba sus dientes de conejo y siempre decía que sí y nos mirábamos y en aquella mirada solo percibía la inocencia de la que tendría que desprenderse si quería convertirse, algún día, en un adulto. Sin embargo, en sus ojos notaba que se negaba a esa posibilidad.

En cierta ocasión, me pidió que lo llevara a una galería donde estaban expuestos algunos cuadros de Lila porque S estaba preparando un artículo sobre sus pinturas. Fuimos al lugar, una casona decrépita, y solo encontramos a un hombre que dormitaba en una de las esquinas de la sala principal. Podría tratarse del vigilante. Roncaba de manera hostil. Me lastimaba los oídos.

Los cuadros no me parecieron nada asombrosos. Mucho color, demasiado trazo violento, carencia total de armonía. Se lo dije a S y él me dijo que justamente por eso la exposición se titulaba «Ruido». La idea era provocar en el espectador un trastorno, un exceso de realidad. Sí, dije, es cierto. Son cuadros con mucho ruido. Pero lo dije pensando en los ronquidos del que podría ser el vigilante de la galería.

Yo no había visto antes cuadro alguno de Lila, pero S me hizo notar la presencia inalterable de un personaje que aparecía en la mayoría de los lienzos. Un hombre calvo que vestía de negro y que cargaba un maletín. Me recordó a aquellos viajeros que han perdido el tren de la mañana y que se resignan a esperar el siguiente o que simplemente están allí porque no tienen algún destino preciso. Los viajeros desamparados, dijo S. Sí, dije yo, son gente a la que el tiempo ha decidido abandonar. Entonces son como seres inmortales, dijo S, y sonrió mostrando sus dientes de conejo.

S realizó numerosos apuntes sobre cada uno de los cuadros. Al abandonar el lugar, noté que de un oído del vigilante corría un hilo de sangre. Ya en mi auto, le propuse a S ir a un bar. Y luego del bar fuimos a mi casa y nos sentamos en el sofá de la sala y me dijo que no podía dormir. Como si no lo supiera, querido S. Habías nacido para la noche. Le pregunté si estaban listos los cuentos que estaba preparando. Me dijo que era él quien no estaba listo para publicarlos. Solo me había mostrado uno hacía mucho tiempo. No recuerdo el título pero sí algo de la trama. Un anciano sale a comprar el diario y luego olvida el camino a casa. Con el diario bajo el brazo comienza a recorrer la ciudad y llega a un puerto. Tampoco recuerdo cómo es que al final del cuento el anciano está en un bote en medio del mar. Alguien rema y le dice que lo está conduciendo a casa. Que no se preocupe. Solo dígame qué noticias hay en el diario, decía el que remaba. Y el viejo leía en voz alta las noticias del día. Era fácil adivinar que aquel anciano era el padre de S.

Le dije que se recostara y cerrara los ojos. Y así lo hizo. No voy a dormir, insistió. No importa, le dije, solo cierra los ojos.

Aquella madrugada sentí un gran estímulo debido a la presencia de S en mi casa y escribí un cuento titulado «Los viajeros desamparados» y por fin pude capturar por escrito algo que me sucedía con S, es decir, la ausencia del tiempo. Con S me abandonaba a un tiempo estático. O, mejor dicho, el tiempo se apartaba de nosotros y en su lugar solo cabía nuestra soledad compartida. Era un tiempo plagado por la delicadeza de sus gestos y el vaivén de mi deseo. Estar con él era como apresar con las manos, por un breve lapso, la escurridiza ave de la inmortalidad.

Cuando acabé el relato ya había amanecido y noté que en el cuarto de baño el agua caía con el sonido de una lluvia inesperada, ese tipo de lluvia que raras veces nos asalta durante los inviernos en esta ciudad donde casi nunca llueve. S tomaba una ducha. Entonces preparé café y huevos revueltos. Pronto tendría que dejarlo en la puerta de la revista.

La velocidad del pánico

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