Читать книгу La velocidad del pánico - Stuart Flores - Страница 9

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Dijo que aquel hombre era su padre. Y agregó: no tiene ningún significado, salvo que nunca conocí a mi padre y me imagino que fue así, tal como lo he retratado en mis pinturas.

Tal vez en ese momento se quedó ensimismado. Sus ojos apuntaban hacia el vaso de agua que Lila había ordenado para él y que permaneció intacto durante toda la entrevista. Él no recordaba ese detalle. Ella se lo contó después, mucho después, luego de su primera noche juntos. No era la respuesta que esperaba. Lo que acababa de oír comenzaba a resonar dentro de su cabeza, y eso es lo único que recuerda. La carencia de sentido. La sensación de la carencia de sentido. El hombre vestido de negro y que carga un maletín no podía ser descifrado. El hombre calvo y de cabeza amplia y reluciente no tenía ningún motivo de fondo. S pensó en su padre. Al llegar a casa, se quedaba un rato en el umbral y sostenía su viejo maletín negro, tan negro como su traje de oficinista, y su madre y él permanecían callados en la mesa, los platos de la cena debajo de sus barbillas, incluso dejaban de masticar los alimentos y colocaban los cubiertos a un lado. Su madre entonces agachaba la cabeza y luego se acercaba a su padre, tomaba el maletín y el abrigo y los subía a su pieza. Sentía el crujir de sus pisadas sobre la escalera de madera. Peldaño tras peldaño. Luego sentía la mirada de su padre sobre él. Hurgaba alguna señal en su rostro, algún mínimo gesto, y él cerraba los ojos y contenía la respiración. Luego el padre subía la escalera, pero debido al peso de su diminuto cuerpo no la hacía crujir. Su ascenso era imperceptible, casi fantasmal. El ascenso forzoso de un oficinista agotado. Un hombre aniquilado, signado por la muerte y que se daría el lujo de fijar su último día en la tierra. Entonces abría los ojos, volvía a respirar y veía la cabeza de su padre brillante por el sudor. Tenía el cráneo muy hundido en las sienes. Resultaba fácil imaginar su calavera.

No era la respuesta que esperaba.

De pronto, Lila le tomó una mano y lo regresó al mundo que tenía que habitar. Fue el contacto con aquella piel fría lo que lo despertó. Observó sus ojos pequeños y negros y su rostro pálido, muy pálido. Quiso tocarle los pómulos para comprobar que aquella frialdad también gobernaba en aquel rostro cansado. Sin embargo, tuvo un pensamiento extraño. Imaginó que aquella piel se terminaría adhiriendo a sus dedos, de tal manera que acabaría deformándola. Su mirada y su piel fría habían penetrado en S. Allí percibió que ella tenía ese poder. El de devolverlo al plano de lo real. Y Lila dijo: no es necesario que todo tenga un significado.

Luego la mirada de S vagó por las paredes del café. Recuerda que había muchos cuadros con las escenas más famosas de la brillante carrera de Muhammad Ali. En otros se apreciaban los retratos de algunos de los simbolistas franceses. Qué combinación tan extraña, pensó. Le llamó la atención uno en especial. Estaba a espaldas de Lila, en la parte más alta de la pared. Se trataba de la reproducción del cuadro más famoso de Fantin-Latour. Aquel donde Rimbaud posa junto a Verlaine.

Su taller quedaba cerca del café y le dijo que la acompañara. No le preguntó si tenía tiempo, tan solo dijo «acompáñame». Tampoco fue una orden. Lo sintió más bien como una invitación sutil y espontánea. Sabía que el efecto de las pastillas se iría diluyendo con el paso de los minutos y, sin embargo, aceptó.

Tras las ventanas el día se adivinaba luminoso. Ya comenzaba a odiarlo.

Salieron del café.

La velocidad del pánico

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