Читать книгу La velocidad del pánico - Stuart Flores - Страница 5
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Conoció a Lila durante una entrevista.
Había visto sus cuadros en las galerías del centro de la ciudad. Nunca le impresionaron pero le causaba cierta extrañeza que en casi todo lo que pintaba apareciera el mismo personaje: un hombre calvo y vestido de negro y que sostiene un maletín con ambas manos. En muchas de sus pinturas este personaje es el elemento central. En otras, aparece en alguna esquina del lienzo, y siempre de pie y sosteniendo el maletín. Lo cierto es que, cuando le tocó escribir sobre una de sus exposiciones para la revista donde trabajaba, resaltó la presencia constante del hombre calvo, aunque no sabía cómo interpretarlo.
Tampoco tenía muchas referencias de Lila. Lo único que sabía de ella era lo que aparecía en la nota biográfica que acompañaba a algunos artículos en torno a su obra y un par de fotografías suyas publicadas en los diarios. Había nacido en la capital y se había formado de manera autodidacta. Recibió una beca para estudiar en Basilea y de allí venía, luego de tres años, para exponer un conjunto de cuadros en donde retrataba su experiencia europea. Sus cuadros se vendían bien. Lila estaba en su mejor momento. Fue en esa época en que el editor de la revista le dio el encargo de entrevistarla y así lo hizo.
Ella lo esperaba en un café del centro de la ciudad. Antes de entrar al lugar, se asomó por la ventana para espiarla. Lucía igual que en las fotos: cabello negro y corto, y una piel muy pálida que le daba una apariencia enfermiza. Estaba sentada y escribiendo en una libreta. Al lado tenía ocho o nueve tazas de café. S no lo recuerda con exactitud. Aún faltaba más de media hora para su cita y ella estaba allí, apuntando algo en la libreta y mirando su reloj cada cierto tiempo y con impaciencia.
Aquella noche apenas había podido dormir. Venía empastillado desde que había salido de casa y el mundo podía ser, gracias a los fármacos, un lugar placentero durante algunas horas. Solo durante algunas horas. Por lo tanto, no esperó hasta que dieran las nueve (hora en que habían fijado la cita) y entró al café.
Se acercó titubeando a su mesa. Sabía que Lila lo esperaba pero, pensó, quizá había llegado más temprano para disponer de su propio tiempo.
Hola, le dijo. Soy S.
Hola, S. Mucho gusto.
Le extendió la mano y él la tomó. No puede explicar el por qué, pero le gustó sentir aquellos dedos delgadísimos cubiertos por una lechosa piel fría, una piel fría que meses después lograría tornar cálida. Observó la ropa de Lila. Su atuendo era inusual. Llevaba un traje oscuro, como una chica de oficina, y de inmediato se le cruzó por la cabeza la imagen del hombre calvo de sus pinturas. Un hombre al que siempre retrataba con un traje negro, semejante al que llevaban los escritores que llegaban de otro continente tal vez porque huían de alguna guerra o, en la mayoría de casos, como lo ha demostrado la historia de la literatura, de ellos mismos.
Y allí estaba por fin Lila y tenía el rostro cansado. El rostro de alguien que no ha dormido o de alguien que tiene un pensamiento obsesivo, el cual empieza a desmadejar apenas se encuentra solo. El tipo de rostro que le gusta a S porque, pese a la expresión de agotamiento, mantiene aún la belleza que lo caracteriza. Incluso pensó que una mujer es bella si aquel atributo aún permanece dibujado en su rostro luego de una noche en blanco. Lila era bella en aquel momento. Lo fue de allí en adelante.
La frialdad de su mano se había adherido a la suya apenas la soltó. Tuvo unas ganas inmensas de tocarle la frente y el cuello para comprobar si toda ella estaba helada, como una persona que ha pasado muchas horas sumergida en el mar. Quizá por eso es que toma tanto café, se dijo.
Mientras sacaba la grabadora de su mochila, notó que Lila guardaba con cierta prisa la libreta en la que había estado escribiendo. Sin duda, irrumpir en su mesa media hora antes de su cita había sido un acto impertinente.
¿Te molesta si fumo?, le preguntó.
Sí. Sí le molestaba cuando la gente fumaba a su alrededor. En la redacción todos fumaban y apenas se podía respirar. Sin embargo, ya la había importunado y tenía que hacer alguna concesión.
No, dijo.
Hablaron de sus últimos trabajos y durante la conversación Lila pidió una taza de café tras otra. En alguna parte de la entrevista ordenó para S un vaso de agua sin que él se lo pidiera. Casi al final le soltó la pregunta del hombre calvo. Cree que esa fue la única cosa que lo empujó a entrevistarla. Quería saber por qué aquel personaje estaba en casi todos sus cuadros. Necesitaba saber qué significaba. Su respuesta lo dejó aturdido.