Читать книгу La velocidad del pánico - Stuart Flores - Страница 3
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Lila está empacando la maleta. Llevo unas cuantas novelas (luego me hará llegar otras conforme vaya acabando las del equipaje), ropa, una libreta, productos de higiene personal, algo de dinero y un poco de su tristeza. Es inevitable que una parte de esta se deslice entre mis pertenencias. No necesito más.
Las partidas son siempre infelices y absurdas. Pero ahora la tristeza está justificada. Lila sabe que ya no volveré, así que se pone a llorar con mucho decoro y en silencio. Es tolerable un llanto así porque es respetuoso. Quizá por la sinceridad cruda que se hace ostensible con sus lágrimas. Las mejillas le brillan. Pienso que es una mujer muy bella. Llevo su foto en algún bolsillo de la maleta.
Aún es temprano, sin embargo. El calor me saca de quicio. Mientras esperamos a que vengan a recogerme, aprovechamos para preparar una limonada. Subimos por la escalera de caracol y miramos la calle desde la ventana de su dormitorio. El policía está sentado en una esquina de la cama. Es un día triste. El domingo es triste por antonomasia. Nunca me suicidaría un domingo: los motivos me sobrarían.
Lila me pregunta si estaré bien. Yo le digo que ese es el objetivo. Pero le dejo muy en claro que no tengo ni la más mínima intención de ponerme bien. Una vez adentro, me hundiré más en la depresión. De hecho, la pregunta de Lila es retórica. Ella —y todo mundo— sabe que no lo estaré. Sabe, sobre todo, que no volveré.
No he dormido nada, pero me siento como Mastroianni hacia el final de La notte. Le digo también que, luego de haber hecho un balance, este año ha sido mediocre. Pocos libros leídos, pocas películas vistas. Siento que alguien me ha robado el tiempo. Tengo que encontrar a ese alguien y romperle la cara, pienso. Luego me doy cuenta de que esa persona que busco soy yo mismo.
El vehículo llega y su ruido al frenar cerca de la casa me sabe amargo, me infunde rabia. El policía me observa. ¿Debería oponer resistencia? Del auto sale un enfermero que se apellida Jansen. Mira hacia arriba y me hace una seña con la mano.
Es el momento.
Lo ha hecho miles de veces. Llegar a las casas indicadas, dirigirse a los enfermos y ver cómo estos obedecen de forma sumisa.
Y bajo al primer piso, con la limonada intacta en una mano. Lila quiere ayudarme con la maleta pero se lo impido. Le recuerdo que hay una lista cerca de la refrigeradora. Son los libros que me tiene que traer en el orden exacto en el que los he enumerado. Saludo al enfermero. Me pregunta cómo estoy. Le digo que bien, pero miento.
¿Estamos listos?, pregunta Jansen, fijando sus ojos en mí y en Lila.
Miro a Lila y digo que siempre hay que estar listo. Y subo al vehículo.