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LA EXCLUSIÓN DEL ESPACIO PÚBLICO

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Uno de los argumentos que sostengo en este libro es que la respuesta ante los secuestros de niñas y niños no sólo provocó un incremento de las sanciones judiciales, sino especialmente un clima de miedo y de construcción de pánicos morales respecto a ciertos sujetos y espacios, constriñendo la circulación infantil en el espacio público. Este proceso modificaría primero las experiencias de las clases medias y después, en menor medida, las de los de sectores populares, que hasta el día de hoy hacen de las calles su lugar de juego, trabajo, vivienda y tránsito. Es decir, si bien se inició un proceso de exclusión de niños y niñas del espacio público, éste estuvo marcado por la clase social.71

El concepto de espacio público es amplio y ambiguo. Se le suele contraponer con el espacio privado, una dicotomía que varios autores cuestionan en la medida en que muchos espacios considerados públicos son propiedad privada y en que no son esferas opuestas o antagónicas y mucho menos disociadas,72 además de que cada vez hay más regulación pública sobre lo que se consideraría privado.73 El espacio público se entiende idealmente como aquel que es abierto, democrático y libre para todos. No obstante, el término público no termina de abarcar totalmente lo público respecto de que en dichos espacios existe la exclusión de la otredad.74 Es decir, la idea de que el espacio público está abierto a todos existe sólo en principio, como un ideal, porque los usos cotidianos de tales espacios ocurren en una sociedad fragmentada en que diversos grupos compiten entre ellos.75 Eso implica que el espacio público exhiba no sólo identidades sino relaciones de poder en las que se imponen usos públicos del espacio urbano que son controlados, permitidos o prohibidos. En todo caso, el espacio público es un escenario en el que se exhiben los conflictos sociales de las urbes y los resultados “de la acción colectiva de los sujetos sociales urbanos” y, si bien puede ser un espacio de aprendizaje y libertad, también lo es de control.76

Tim Cresswell sostiene que en el espacio público el lugar de un individuo estaría vinculado a su relación con los otros; en él habría expectativas respecto del comportamiento y las acciones que deben guardarse y esas expectativas servirían a quienes están más arriba en las jerarquías sociales.77 Por todo ello, no es fortuito que el espacio público sea objeto de múltiples disputas entre clases sociales y produzca ciertas ansiedades, en especial entre las clases medias y altas, que constantemente demandan su derecho a una ciudad que consideran tomada por las clases populares.78 En esas batallas entran los discursos del miedo, que muchas veces incitan a la privatización o al estrechamiento de los espacios públicos para unos u otros. Para el caso colombiano, Max S. Hering ha analizado como en torno a las cosas y las personas, incluyendo a niños y niñas, “la idea de protección se convertía así en un principio maleable que traducía voluntad política siempre dependiendo de una relación de poder y un interés. Con ello, la protección de algunos podía implicar la desprotección de otros.”79

Los reportes de violencia o de peligros hacia la infancia inciden en los temores paternos y la imaginación pública;80 en el caso mexicano, los miedos se decantaron a limitar la autonomía de niños y niñas en el espacio público en aras de su protección. Así, un espacio que en teoría debía ser para todos y todas81 terminó asociándose al riesgo y delineando las relaciones entre menores de edad y adultos, así como las sociabilidades infantiles.

Las restricciones a la movilidad infantil no comenzaron con el siglo XX. Las reformas borbónicas, por ejemplo, impulsaron redadas para encerrar en hospicios y casas de corrección a los niños que mendigaban en las calles. Bandos en el siglo XIX censuraban que los “muchachos” estuvieran en la calle por el ruido y el desorden que provocaban; resultaban molestos y, para algunos, hasta peligrosos. Quizá la ciudad moderna nunca fue de los niños, pero hacia mediados del siglo XX en la ya declarada metrópoli se intensificó el acompasado proceso de exclusión de niñas y niños, así como la supremacía adulta en el espacio público. La desconfianza hacia el prójimo se incrementó y diversos espacios públicos y privados, como la casa, la vecindad y la calle, suscitaron nuevas ansiedades paternas. En el siglo XX se acentuó lo que sería un proceso gradual de “encierro de la infancia”, no necesariamente consciente ni organizado, pero sí estimulado por los discursos estatales y mediáticos, seguido por los imaginarios y las experiencias vividas por los habitantes de la ciudad, el cual terminó colocando gradualmente a niños y niñas que usaban la calle con autonomía en un “fuera de lugar”, según la opinión pública.

He planteado que la exclusión de la infancia del espacio público estuvo fuertemente determinada por las ideas hegemónicas sobre la clase y el género. En 1945, por ejemplo, casi 6 mil niños trabajaban en las calles de la ciudad de México, “solos, sin depender de padres, tutores o parientes”; otros datos de la Secretaría del Trabajo y Previsión Social hablaban de 43 654 trabajadores menores de 18 años en el Distrito Federal pero nadie parecía alarmarse por su seguridad.82 Las notas periodísticas subrayaban más bien cómo todos ellos anunciaban “con gritos chillones su escuálida mercancía, en los trenes, en los camiones, en las afueras de los cines, de los teatros, del toreo, en los cafés a la hora del ‘lunch’, en los mercados”.83 Para los periodistas, los niños de clases populares no sufrían de los peligros callejeros que podían sufrir sus congéneres de los sectores medios y altos, en especial si estaban solos. Los niños de los sectores populares eran en sí mismos construidos como el riesgo: ensuciaban las calles con su presencia, con su vagancia y mal vivencia, con su vida errática.

A pesar de la heterogeneidad de los usos y las experiencias infantiles en el espacio público, los efectos de la urbanización hicieron que experiencias que hasta entonces se consideraban relativamente sencillas y seguras se volvieran arriesgadas.84 Si se acostumbraba a jugar, caminar y transitar por la calle sin compañía, ahora se recomendaba hacerlo con algún adulto. Como sostuvo Nikolas Rose, la infancia ha sido una de las fases más intensamente gobernadas de la existencia personal,85 se ha buscado someter a los cuerpos infantiles a un uso del espacio público supervisado, que empobrece su movilidad y coarta su sociabilidad y su conocimiento del entorno urbano.

El espacio público es de importancia vital para los niños como espacio social.86 ¿Cómo puede un menor de edad constituirse en un sujeto colectivo? ¿Cómo afecta la exclusión del espacio público la creación de culturas infantiles no supervisadas ni orientadas por adultos? Hoy sabemos que niños y niñas requieren que se les provea de espacios alejados de los adultos y de sus miradas vigilantes para construir su autonomía y su independencia. Se reconoce que deben tener derecho a jugar, experimentar, tomar riesgos para poder elaborar argumentos e incluso para aprender a resolver conflictos.87 Mehta Vikas ha explorado cómo las calles han sido espacios para congregar, encontrarse, expresarse, disfrutar la pertenencia a una comunidad; cómo establecen plataformas para comportamientos y experiencias, aunque no todas sean íntimas, intensas o excepcionales, pero sí significativas para construirnos como seres sociales.88 Las calles como espacios públicos, agrega este autor, ofrecen múltiples lecciones para los niños, por ejemplo sobre los usos del espacio y la observación del ambiente, la gente y sus actividades. Las experiencias en el espacio público son una valiosa fuente de educación ya que muestran que hay un mundo más allá de la casa; contribuyen a desarrollar habilidades físicas y psicológicas, un conocimiento del mundo, habilidades especiales y de orientación, conocimiento de materiales; enseñan a aceptar y ser aceptados, responsabilidad y cuidado, compasión, empatía, oportunidades de exploración y juego, habilidades motrices, confianza, autonomía; proveen experiencias y muestran incluso cómo son usados los objetos.89 Con todo esto en mente, podemos tener una idea más amplia de lo que implica una historia de exclusión del uso autónomo de la calle por niños y niñas, es decir, la posibilidad de ocupar y transitar por el espacio público sin depender del cuidado y la vigilancia de los adultos.

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