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HISTORIA DEL MIEDO Y DE LA INFANCIA
ОглавлениеEn el campo de estudios de historia de las emociones, el miedo es probablemente la que más ha llamado la atención. Se le ha entendido como una construcción histórica, social y cultural en cuanto que su expresión, reproducción y formas de difusión dependen de contextos determinados.14 El miedo como formador de comunidades emocionales no obvia que al mismo tiempo sea una experiencia individual, corporeizada, que encoge el cuerpo y produce constricción física en quien lo sufre. El miedo, como muestro en este libro, puede limitar las acciones de los individuos, acorralarlos y oprimirlos; al mismo tiempo, puede provocar reacciones de autoprotección, precaución y cuidado, pero también puede ser contagioso, divulgarse, diseminarse y ser utilizado con distintas intenciones.
La historia de las emociones se ha concentrado en los adultos, como lo ha hecho en general la historiografía, pero varios trabajos han comenzado a explorar este fecundo camino para entender la historia de las infancias.15 Stephanie Olsen ha planteado cómo la intersección entre estas dos líneas puede aportar mayor rango y profundidad de análisis, y multiplicar la riqueza interpretativa sobre el pasado.16 Si el miedo, como fenómeno social y como todas las experiencias emocionales, tiene que ver con los encuentros, porque media y define los límites entre el individuo y lo social, entre un individuo y otro, entre una comunidad y otra,17 es lógico que la infancia, como relación social,18 sea un lugar donde las emociones también den cuenta de los vínculos de niños y niñas con el colectivo social.19
En ese sentido, éste es un libro que entrecruza la historia de la infancia con la historia del miedo y, como explicaré más adelante, con los medios de comunicación. Intento mostrar cómo el proceso de urbanización, el aumento poblacional en la ciudad, la apertura de nuevas vialidades y la presencia de cada vez más desconocidos en los rumbos de los citadinos generaron discusiones, producciones culturales y a su vez imaginarios y temores sobre los nuevos peligros que enfrentaban niños y niñas.
Los niños aprenden a sentir con lo que sus padres transmiten en casa; con lo que escuchan platicar a los vecinos, a los vendedores en el mercado y a las empleadas domésticas; con lo que reciben de la cultura popular y en la escuela, y con las restricciones que les ocasionan las emociones de los adultos, que los educan para tener miedo a la calle, al espacio público y a los desconocidos.20 La literatura, las narraciones orales, los cómics, la radio, el cine, la televisión, las fotonovelas y los periódicos forman parte importante de la educación sentimental.21 Por eso, en este libro estudio cómo y en qué medida los medios de comunicación masiva y de entretenimiento fueron maquinarias de producción y reproducción del miedo colectivo en torno a la infancia, cómo incidieron tangencial o directamente en las políticas de Estado vinculadas con los menores de edad, y cómo expusieron la ineficacia, el desinterés y la corrupción de jueces, policías y funcionarios gubernamentales.
En México, como en Estados Unidos o en Argentina, fueron los relatos que hizo la prensa sobre los secuestros los que convirtieron ese fenómeno en una preocupación pública.22 Fueron los medios los que contribuyeron a la definición y la constitución de los problemas sociales, y a la difusión de pánicos entre la población.23 En este libro muestro cómo periódicos y revistas en especial suscitaron fascinación por las historias de secuestro infantil, aprovecharon y acrecentaron el miedo, y se encargaron de transmitir a los lectores historias criminales explotadas sentimentalmente hasta el extremo y narradas con un toque de suspenso cuyo motor se centraba en la agonía de las familias y en el énfasis de la vulnerabilidad de los niños.24 Los casos de secuestros narrados por la prensa sirvieron además para divulgar estereotipos sobre la extranjería, incitar al público a buscar justicia por propia mano, reproducir las ideas tradicionales de la maternidad, crear nuevas ansiedades en torno al cuidado de los niños e insistir en su posición vulnerable ante la dinámica urbana, coartando su autonomía y su derecho a la ciudad.
Cultivar el miedo supone una forma de control, de ejercicio del poder y de dominio sobre el otro; es una forma de violencia simbólica.25 Para David L. Altheide, el miedo es un elemento clave en la creación de “la sociedad del riesgo” organizada en torno a la comunicación y orientada a la vigilancia, el control y la prevención de riesgos, en la que niños y niñas serían un objetivo importante de tales esfuerzos.26 En la medida en que las emociones median los límites entre el “espacio corporal” y el “espacio social”,27 el discurso del miedo colaboró con el fortalecimiento de aquella división anhelada por las élites entre espacio privado y espacio público, así como con la idea de que un nuevo orden familiar —centrado en la familia nuclear— supondría mayor seguridad para las infancias. El miedo difundido por los medios de comunicación masiva, sumado a la carencia de políticas públicas efectivas en la protección de la infancia, se decantó en discursos en favor de la exclusión de las comunidades infantiles del espacio público y su replegamiento al espacio privado, considerado como sinónimo de estabilidad y seguridad.
Como sostiene Altheide, los esfuerzos de control social siempre son más fáciles de justificar si afirman proteger a la infancia de riesgos en expansión.28 Mientras que en países como Estados Unidos o Canadá el miedo fue diseñado para condicionar los cuerpos de niños y niñas, y sus reflejos para poder evaluar el riesgo y aprender a reaccionar ante el peligro de manera segura, educarlos cívicamente y desarrollar independencia, autonomía y responsabilidad, así como las competencias necesarias para manejarse con seguridad en las calles,29 en México el miedo se utilizó para limitar su presencia en el espacio público, para depositar la responsabilidad estatal de la protección y el cuidado de la niñez en padres y madres, y no implicó iniciativas para ayudarlos a construirse como sujetos autónomos, independientes y capaces de sobrevivir ante los retos que planteaba la moderna vida urbana. El Estado mexicano, constituido en el siglo XX como el administrador del espacio público, poco hizo para garantizar la autonomía infantil en la ciudad.30
Los avances que traería el siglo XX en la defensa de los derechos de la infancia y su transformación, a finales de siglo, en el reconocimiento de niños y niñas como sujetos de derecho, paradójicamente corrieron a la par de su pérdida de independencia y de autonomía, de la acentuación de las ideas que defendían su fragilidad, indefensión, inmadurez y dependencia, y del impedimento de poder asumir responsabilidades por sus acciones y por sus personas.31 El hecho de tener que tomar decisiones para impedir el riesgo del secuestro determinó las vías por las que se orientó la experiencia infantil en el espacio urbano y contrajo la participación de niñas y niños en éste.32
En este libro concentro mi mirada en la ciudad de México como espacio de análisis, por ser el eje en el que se concentraron las más grandes ansiedades en torno al secuestro de niños, niñas y adolescentes, y por ser donde sucedieron dos de los casos de mayor alcance mediático —abordados en el tercer y el cuarto capítulos—, que se tradujeron en transformaciones normativas y en tema de varias producciones de las industrias culturales. La ciudad de México provocaba miedo a propios y extraños. Además de temer el secuestro infantil, los habitantes de la capital y de otras ciudades del país tenían miedo a las enfermedades, a la falta de trabajo, al desamor, a la noche y a la sensualidad, a la pérdida de una moralidad familiar, a los nuevos comportamientos juveniles.33 Para quienes tenían hijos, el miedo más intenso era a perderlos, verlos atacados por enfermedades o atropellados por automóviles34.